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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Umbral del Poder (19 page)

BOOK: El Umbral del Poder
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—Ya me imagino el espectáculo —se mofó— de todos los aguerridos soldaditos formados en filas perfectas. —De pronto, recobrada de las tribulaciones que la acosaron hasta unos minutos antes, estalló en carcajadas—. Su expresión cuando vean la sorpresa que les deparamos merecerá todos los sinsabores que hayamos podido sufrir en la campaña.

De pie sobre la Torre, la aplastó con el talón y, avanzando unos pasos más, se plantó en los aledaños de Palanthas, su objetivo.

—Al fin —siseó, serena y cruel—, la bella y majestuosa dama saboreará la amarga humillación de ser traspasada en lo más tierno de su carne por el acero. —Complacida, se encaró de nuevo con el Caballero de la Muerte—. Lo he pensado mejor, quiero que el general comparta mi cena. Envíale aviso de que le espero.

Soth expresó su aquiescencia con una inclinación de la translúcida cabeza y su divertida complicidad con unos destellos en las órbitas oculares.

—Tenemos que discutir ciertas estrategias militares —concluyó la mujer, y empezó a desabrocharse las hebillas de su armadura—. Hemos de hablar sobre flancos desprotegidos, grietas en los muros…

—Procura calmarte, Tanis —rogó el caballero Gunthar con la mejor de las intenciones—. Estás sobreexcitado.

Tanis el Semielfo, pues no era otro al que el antiguo comandante, hoy coronel, exhortaba a la tranquilidad, farfulló algo.

—¿Qué gruñido ha sido ése? —interrogó el caballero, a la vez que daba media vuelta y tendía a su nervioso interlocutor una jarra de rica cerveza, la más sabrosa de la región (extraída del barril que se hallaba junto a la escalera de la bodega).

—Decía que tienes razón, que no hay manera de apaciguar mis alterados ánimos —repuso el semielfo.

No habían sido aquéllas sus palabras, pero era innegable que resultaban más adecuadas en una entrevista con el adalid de la Orden solámnica que las que en realidad susurró.

El coronel Gunthar uth Wistan se atusó los largos mostachos, símbolo ancestral de su hermandad y últimamente muy en boga entre sus miembros, a fin de ocultar su sonrisa. Había oído los velados reniegos de Tanis, cosa inevitable dada su proximidad, y meneó la cabeza. ¿Por qué no se había expuesto semejante asunto a la milicia? Ahora, además de prepararse para sofocar el que había de ser un frustrado levantamiento de una parte de las facciones enemigas, se vería obligado a tratar con un aprendiz de nigromante, un clérigo de albo hábito, un héroe desquiciado y un bibliotecario. Suspiró, meditabundo, sin dejar de atusarse los extremos del bigote.

—Siéntate, ponte cómodo —ofreció en voz alta a su visitante—. Caliéntate junto al fuego. Has hecho un prolongado viaje y el aire es glacial para la estación. Los navegantes comentan la fuerza desusada de los vientos de poniente u otro tecnicismo similar. Confío en que tu periplo haya sido placentero a pesar de esas huracanadas ráfagas. No me importa admitir que prefiero los grifos a los dragones.

—No he volado, eminente Gunthar —intervino Tanis, tenso, sin moverse—, hasta Sanscrit para conversar acerca de los elementos o las ventajas de unos animales de monta sobre otros. Estamos en grave peligro, no sólo en Palanthas sino en el resto de nuestro mundo. Si Raistlin sale victorioso de su empeño… —Apretó el puño, falto de expresiones verbales con las que exteriorizar sus sentimientos.

Tras llenar su propia jarra del pequeño tonel que Wills, su viejo criado, subiera de las cavas subterráneas, Gunthar se acercó al huésped y, apoyándole una mano en un hombro, le obligó a girarse hacia él.

—Sturm Brightblade solía referirse a ti en términos laudatorios —rememoró—. Junto con tu esposa Laurana, os consideraba sus más íntimos amigos.

El semielfo, cabizbajo, desvió la mirada. Hacía ya más de dos años de la muerte de Sturm, pero no podía pensar en la pérdida de tan querido compañero sin apenarse.

—Te habría brindado mi afecto tan sólo a tenor de esa recomendación, ya que siempre profesé al valiente caballero una estima equiparable a la que me inspiran mis propios hijos —continuó el mandatario—, de no haber llegado a admirarte por mi propia iniciativa, joven Tanis. Tu bravía conducta en la batalla es un hecho incuestionable, tu honor y nobleza te hacen digno de pertenecer a nuestra estirpe. —El aludido frunció el entrecejo frente a aquel discurso sobre las virtudes sagradas que se le atribuían, pero Gunthar no se percató—. Los homenajes que te fueron rendidos al concluir la contienda los merecías de sobra, mientras que el trabajo que has realizado en el período de paz debe tildarse de sobresaliente. Laurana y tú habéis forjado la alianza de naciones que llevaban varios siglos divididas, Porthios ha firmado el tratado y, en cuanto los enanos de Thorbardin elijan a su nuevo rey, también ellos estamparán su rúbrica.

—Me abruman tantos elogios, mi generoso anfitrión —le agradeció el semielfo, con la jarra de cerveza intacta en la mano y la vista fija en el hogar—. Ojalá me los hubiera ganado. De todos modos, te quedaré muy reconocido si me revelas en qué río ha de desembocar este afluente de miel y de mirlos, como reza el proverbio.

—Compruebo que la naturaleza humana de tu ser prevalece sobre la otra —apuntó el caballero con una sonrisa, ahora franca—. De acuerdo, pasaré por alto las amenidades elfas e iré directamente al meollo de la cuestión. Creo que las experiencias que habéis vivido han exacerbado vuestras aprensiones, las tuyas y las de Elistan. Seamos honestos amigo mío: no eres un auténtico guerrero, nunca fuiste adiestrado en las artes marciales y, si participaste en la guerra, fue un accidente el que te involucró. Deseo mostrarte algo. Ven conmigo.

Frente a tan imperiosa demanda, Tanis apoyó su colmada jarra en la repisa de la chimenea y dejó que le guiase la firme mano del coronel. Atravesaron la sala, amueblada según los requisitos de la Orden, a saber, mediante piezas austeras pero confortables. Era ésta la estancia donde se celebraban los consejos bélicos, y tal era el motivo de que adornasen las paredes escudos y armas, así como banderas que exhibían los emblemas de los tres grupos de la hermandad, la Rosa, la Espada y la Corona. Numerosos trofeos ganados en las esporádicas justas que se convocaban en las ocasiones muy especiales refulgían en las vitrinas, que los preservaban de los estragos del tiempo. En un lugar destacado, ocupando toda la longitud del muro, había una Dragonlance, la primera que fraguara Theros Ironfeld. A su alrededor se podía observar una variopinta colección de dagas de goblins, la aserrada hoja de un acero draconiano, un enorme espadón de doble filo conquistado a un ogro y los restos del arma que, en su día, blandiera el malogrado caballero Derek Crownguard.

Constituía aquél un impresionante despliegue, que atestiguaba los servicios prestados a Krynn por múltiples generaciones de paladines solámnicos. No obstante, Gunthar cruzó sin dedicarle una ojeada y se encaminó hacia un rincón, donde se recortaba una mesa de notorias dimensiones. Debajo de la vetusta tabla, en unas casillas dispuestas a tal electo y con su correspondiente etiqueta, se hacinaban distintos mapas primorosamente enrollados y, a pesar del atiborramiento, en aceptables condiciones. Tras estudiar unos instantes los compartimientos, Gunthar se agachó, extrajo un documento y lo extendió encima de la superficie del mueble. Hizo a Tanis un gesto para que se aproximara y éste, rascándose la barba e intentando parecer interesado, obedeció.

El dignatario de los caballeros se frotó, satisfecho, las manos. Era evidente que se encontraba a gusto en su propio terreno.

—Utilicemos la lógica, mi querido huésped —propuso—, la lógica desnuda, pura y sencilla. Los ejércitos de la Señora del Dragón están en Sanction —señaló el punto—, arracimados y concentrados, sin refuerzos en otros enclaves. Admito que su cabecilla es una mujer poderosa y que la respaldan hordas de draconianos, goblins y mercenarios que estarían encantados de desencadenar una segunda catástrofe. Acepto también, puesto que así me lo han comunicado nuestros espías, que en las últimas semanas ha aumentado la actividad en esos confines y, por consiguiente, que la Dama Oscura trama algo. ¡Pero de ahí a atacar Palanthas! En nombre del Abismo, Tanis, observa la magnitud del territorio que tendría que cubrir, bajo la jurisdicción en su mayor parte de mis hombres. Aunque poseyera tropas suficientes para abrirse paso entre nuestros expertos luchadores, sus caravanas de abastecimiento habrían de seguir una ruta en exceso larga, necesitaría un contingente tan nutrido como sus propias fuerzas de combate a fin de guardarla. Cortaríamos el suministro en una docena de sitios, y sin la menor dificultad.

Una vez más, se retorció las puntas de los mostachos e hizo un alto antes de proseguir, en estos términos:

—Si algún conductor de nuestros adversarios se granjeó mi respeto durante la conflagración anterior fue Kitiara, mi buen Tanis. Es despiadada y ambiciosa, pero también inteligente y, en consecuencia, poco proclive a correr riesgos fortuitos. Ha esperado dos años, en los que ha congregado a sus dispersos partidarios y fortificado sus defensas donde no osamos agredirla, algo de lo que es consciente. Es mucho lo que ha conseguido para tirarlo todo por la borda en un plan tan desatinado como el que sugieres.

—Quizá no es ésa la línea de actuación que se ha trazado —aventuró el semielfo.

—¿Acaso existe otra? —preguntó Gunthar, con la paciencia del anciano frente al niño testarudo.

—¡Lo ignoro! —se violentó el interrogado—. Afirmas respetarla, aunque quizá no es bastante. ¿La temes? ¿Intuyes siquiera de lo que es capaz? Yo la conozco, y tengo la sensación de que una idea maquiavélica ha cruzado por su retorcida mente.

Se quebró su acento al mencionar tan repetidamente a su antigua amante, y tuvo que refugiarse en la contemplación del mapa. El caballero guardó silencio, ya que había oído extraños rumores sobre aquel joven y la llamada Kitiara y, aunque nunca les dio crédito, juzgó oportuno no profundizar en el grado de intimidad que alcanzó su huésped con la mujer.

—No crees una palabra, ¿verdad? —le abordó Tanis de forma abrupta.

Turbado, pillado por sorpresa, Gunthar se alisó los hirsutos bigotes e, inclinándose, empezó a enrollar el mapa con un celo antinatural.

—Tanis, hijo, sabes que te has hecho acreedor a mi más sincero elogio…

—Sí, ya hemos discutido antes mis merecimientos.

—Y que —continuó el coronel sin hacer caso de la interrupción— no hay nadie en Krynn a quien reverencie tanto como a Elistan. Pero me colocas en una situación espinosa al presentarte aquí y relatarme la historia que, a su vez, te ha narrado a ti un Túnica Negra, y de la raza elfa por añadidura, acerca de Raistlin, de su proyecto de penetrar en el Abismo y desafiar a la Reina de la Oscuridad. No, peor todavía —rectificó—, pretendes convencerme de que ese inefable hechicero ha puesto en práctica con éxito tan desmesurada empresa. Ya no soy joven, en ningún aspecto, y te aseguro que he asistido a singulares fenómenos a lo largo de mi existencia. No obstante, las nuevas que me has transmitido se asemejan sospechosamente a esos cuentos que tanto gustan a los niños cuando el sueño se muestra esquivo.

—Eso mismo dijeron de los dragones —persistió su interlocutor, sonrojado su rostro bajo la barba. Mantuvo unos momentos la cabeza baja antes de explicar, mesándose la pelirroja maraña que cubría su mentón y con la mirada clavada en el mandatario—: Mi venerado señor, he viajado junto a Raistlin, me he debatido con él y en su contra, he presenciado cómo crecían sus dotes y su malignidad. ¡No hay límites que no esté dispuesto a transgredir para incrementar su ya vasta soberanía en el universo arcano! Si mi consejo no te basta, acata al menos el de Elistan —le invocó, y zarandeó su brazo—. ¡Te necesitamos, Gunthar, a ti y a tus caballeros! Debes ampliar la guarnición en la Torre del Sumo Sacerdote. El plazo se agota, pues, según Dalamar, en las esferas de la Reina Oscura no existen los conceptos temporales. De modo que, aunque Raistlin se enfrente a la soberana durante meses o años, en nuestro plano sólo transcurrirán días. El elfo oscuro se halla persuadido de que el retorno de su maestro es inminente. Yo no pongo en duda ninguna de sus revelaciones, ni tampoco el anciano eclesiástico. ¿Por qué? Porque el aprendiz está asustado. Siente miedo, y nos lo ha contagiado a nosotros.

«Tus espías te han referido el inusitado ajetreo que conmueve la ciudad de Sanction. ¿Qué más evidencias precisas? Confía en mí, señor. Kitiara ayudará a su hermano, ansiosa de obtener la recompensa que él debe haberle prometido. Si triunfan, Raistlin, convertido en dios, entronizará a la dama y dejará que gobierne el mundo. A ella siempre le atrajo el juego, apostaría su propia vida a cambio de tan apetecible premio. Te lo suplico, Gunthar —exclamó, ferviente, perentorio—, si no quieres escucharme, acompáñame a Palanthas y entrevístate con Elistan.

El caballero examinó a la porfiada criatura, mezcla de elfo y humano, que tanta vehemencia imprimía a sus alocuciones. Si Gunthar había ascendido a su rango como adalid de la Orden era debido, básicamente, a su honradez y ecuanimidad. Era asimismo un buen observador del carácter ajeno. Desde que le presentaran a Tanis, después de finalizar la Guerra de la Lanza, el semielfo había despertado sus simpatías. Aunque en seguida captó que algo les separaba. Aquel que ahora recibía en calidad de huésped se recluía en una aureola de reserva, de aislamiento, tras una barrera invisible que nadie podía franquear.

Al escrutarle ahora, sin embargo, se sintió más cerca del misterioso joven de lo que nunca soñó. Evaluó la sapiencia que reflejaban sus almendrados ojos, una prudente erudición que había adquirido a través del dolor, de suplicios interiores. Leyó temor en aquel libro abierto, el temor propio de quien, poseedor de un arrojo intrínseco, no oculta su desasosiego. Adivinó en su porte al cabecilla nato, no al que esgrime una espada y organiza la carga de la batalla, sino al que se impone de manera pausada, serena, arrancando lo mejor de los demás y alentándoles hasta suscitar en ellos virtudes en embrión, que nunca imaginaron atesorar.

Comprendió Gunthar, en definitiva, algo que siempre se le antojó oscuro y desentrañable, las motivaciones que impulsaron a Sturm Brightblade, cuyo linaje se remontaba impoluto a antepasados caídos en el olvido por su antigüedad, a seguir a aquel semielfo bastardo, fruto de una brutal violación al decir del siempre entrometido populacho. Entendió la causa de que la Laurana, Princesa elfa y una de las mujeres más fuertes y hermosas que jamás conoció, se declarase dispuesta a sacrificarlo todo en aras del amor de aquel hombre.

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