Vio como sus labios se entreabrían y volvían a cerrarse. Arrugó la nariz y movió los labios, primero hacia arriba y luego hacia los lados. Observó todo aquello sintiendo un placer inefable y secreto, tan fascinado como el niño que juega al escondite con un adulto que desaparece una y otra vez debajo de la cama.
No se había despertado. Volvió a apoyar la cabeza en su hombro.
La primera mañana permaneció muy quieto en la cama mientras ella inspeccionaba minuciosamente su cuerpo a la claridad grisácea del alba.
–Tantas cicatrices, Zakalwe… –murmuró meneando la cabeza mientras sus dedos iban trazando líneas invisibles sobre su pecho.
–Siempre estoy metiéndome en líos –admitió él–. Podría librarme de ellas, pero… me ayudan a… recordar.
La miró y vio como apoyaba el mentón en su pecho.
–Vamos… Admite que te encanta enseñárselas a las chicas.
–También hay algo de eso.
–Ésa debió de ser bastante peligrosa, suponiendo que tengas el corazón en el mismo sitio que nosotros…, y todo lo demás parece estar en el mismo sitio. –Deslizó la yema de un dedo alrededor de una cicatriz bastante pequeña que tenía cerca de un pezón. Sintió que se envaraba, alzó los ojos hacia él y pensó que de repente parecía tener todos los años que afirmaba y unos cuantos más. Se incorporó y le pasó una mano por el pelo–. Aún no se ha curado del todo, ¿verdad?
–Ésa… –Intentó sonreír, y deslizó un dedo sobre la minúscula depresión que había en su carne–. Por extraño que te parezca es una de las más antiguas.
Sus rasgos recuperaron la expresión habitual y el brillo que le había encendido los ojos se fue esfumando.
–¿Y ésta? –preguntó ella en tono jovial poniéndole la mano en una sien.
–Una bala.
–¿En una gran batalla?
–Bueno…, más o menos. En un coche, para ser exactos. Iba con una mujer.
–¡Oh, no! –exclamó ella.
Se llevó una mano a la boca fingiendo estar horrorizada.
–Fue muy embarazoso.
–Bueno, no hablemos de ella… ¿Y ésta?
–Láser…, un haz de luz muy concentrada –le explicó al ver que ponía cara de no entenderle–. Ya hace mucho tiempo.
–¿Y ésta?
–Eh… Una combinación de varias cosas, con insectos al final.
–¿Insectos?
Se estremeció.
(Y de repente volvía a estar allí, en el volcán inundado. Ya había pasado mucho tiempo de eso, pero todo seguía estando dentro de él…, y pensar en lo ocurrido seguía siendo menos peligroso que pensar en aquel otro cráter que había encima de su corazón y que servía de morada a otro recuerdo aún más antiguo. Se acordaba muy bien de la caldera del volcán, y volvió a ver aquella laguna de aguas estancadas con la piedra en el centro y los muros que rodeaban el estanque envenenado. Volvió a sentir el lento descenso de su cuerpo y la cercanía de los insectos… Pero aquella implacable concentricidad había dejado de tener importancia. El aquí era el aquí, y el ahora el ahora.)
–Será mejor que no te lo cuente –dijo sonriendo–. Me temo que no te gustaría.
–Creo que aceptaré tu palabra al respecto –murmuró ella. Asintió lentamente con la cabeza y su larga cabellera negra subió y bajó acompañando al gesto–. Ya sé lo que voy a hacer… Le daré un beso a cada una para que se cure del todo.
–Puede ser un trabajo muy largo –dijo él viendo como se apartaba y se levantaba de la cama.
–¿Tienes mucha prisa? –preguntó ella antes de besarle un dedo del pie.
–No tengo ninguna prisa. –Sonrió y se recostó en las almohadas–. Tómate todo el tiempo que quieras. Puedes tomarte toda la eternidad…
Notó que se movía y miró hacia abajo. Se frotó los ojos con los nudillos, se dio unos golpecitos en las mejillas y en la nariz y le sonrió mientras sus cabellos se desparramaban sobre la almohada. Ella le miró y sonrió. Había visto unas cuantas sonrisas por las que habría sido capaz de matar, pero nunca se había encontrado con una sonrisa por la que estuviera dispuesto a morir. ¿Qué podía hacer salvo devolvérsela?
–¿Por qué siempre te despiertas antes que yo?
–No lo sé. –Suspiró. La brisa movió las engañosamente frágiles paredes de la casa y pareció imitar el suspiro que había salido de sus labios–. Me gusta mirarte mientras duermes.
–¿Por qué?
Rodó sobre sí misma hasta ponerse de espaldas, volvió la cabeza hacia él y su negra melena se deslizó hasta rozarle. Apoyó la cabeza sobre aquel campo oscuro y perfumado, se acordó del olor de su hombro y se preguntó si su cuerpo olería de una forma distinta cuando estaba dormido a cuando estaba despierto.
Le rozó el hombro con la cara y la oyó reír mientras encogía el hombro y acercaba la cabeza a la suya. Le dio un beso en el cuello y respondió antes de que se le olvidara la pregunta.
–Cuando estás despierta te mueves, y eso hace que se me escapen algunas cosas.
–¿Qué cosas?
Sintió la caricia de sus labios sobre su coronilla.
–Todo lo que haces. Cuando estás dormida apenas te mueves, y puedo darme cuenta de todo. Entonces tengo tiempo suficiente para observarte.
–Qué extraño… –dijo ella muy despacio.
–¿Sabías que hueles igual cuando estás dormida que cuando estás despierta?
Apoyó la cabeza en la palma de una mano y le sonrió.
–Tú… –empezó a decir ella, pero acabó bajando la mirada. Cuando volvió a alzar la cabeza su sonrisa estaba impregnada de tristeza–. Me encanta oír esa clase de tonterías –dijo por fin.
Pero él también oyó las palabras que no había llegado a pronunciar en voz alta.
–Quieres decir que te encanta oír esa clase de tonterías ahora, pero que habrá un momento aún no determinado del futuro en el que no podrás soportarlas.
(La afirmación le pareció espantosamente banal apenas hubo salido de sus labios, pero ella también tenía sus cicatrices.)
–Supongo que sí –dijo ella, y le cogió una mano.
–Piensas demasiado en el futuro.
–Bueno, entonces puede que el estar juntos sirva para que cada uno libere al otro de sus obsesiones.
Se rió.
–Supongo que te he puesto la réplica en bandeja, ¿no?
Ella le acarició la cara y le miró a los ojos.
–No debería enamorarme de ti, Zakalwe… Hablo en serio.
–¿Por qué no?
–Hay muchas razones. Todo el pasado y todo el futuro; porque eres quien eres y porque yo soy quien soy… Todo.
–Detalles –dijo él, y movió una mano como indicando que no tenían ninguna importancia.
Ella rió, meneó la cabeza y la inclinó. Su cabellera le ocultó el rostro y cuando emergió de ella le miró fijamente.
–Me preocupa que no dure mucho.
–Nada dura eternamente, ¿recuerdas?
–Lo recuerdo –dijo ella asintiendo lentamente con la cabeza.
–¿Crees que esto no durará?
–En estos momentos… Me parece… No lo sé. Pero si alguna vez queremos hacernos daño el uno al otro…
–Basta con que no nos lo hagamos –dijo él.
Vio como sus párpados bajaban lentamente y su cabeza se fue inclinando hasta que él alargó una mano y la puso debajo de su mentón.
–Quizá sea así de sencillo –dijo ella–. Puede que el pensar en el futuro sea una forma de evitarse las sorpresas desagradables. –Alzó la cabeza y le miró–. ¿Te preocupa? –preguntó.
Vio que le temblaba la cabeza, y la expresión que había en sus ojos era casi de dolor.
–¿El qué?
Sonrió y se inclinó hacia ella para besarla, pero ella ladeó la cabeza para indicar que no quería que la besara y él se echó hacia atrás.
–El que…, el que no pueda creer con la fuerza suficiente para dejar de tener dudas –dijo ella.
–No. No me preocupa.
La besó.
–Qué extraño… Esa lengua con la que captamos todos los sabores no sabe a nada –murmuró ella con los labios pegados a su cuello, y los dos se echaron a reír.
Había noches en las que creía ver al auténtico fantasma de Cheradenine Zakalwe. Estaba inmóvil en la oscuridad mientras ella dormía o no decía nada, y el fantasma entraba atravesando los muros, una silueta oscura y terriblemente material cuyas manos sostenían una inmensa arma mortífera cargada y lista para hacer fuego. La silueta le miraba y el aire que la rodeaba parecía rezumar…, no, era algo peor que el odio. Era una mezcla de burla y desprecio. En esos momentos siempre era muy consciente de que estaba inmóvil junto a ella tan ridículamente apresado en la telaraña del amor como si fuera un adolescente romántico, y se daba cuenta de que estaba acostado con los brazos rodeando a una joven hermosa y que tenía mucho talento por la que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa, y sabía sin la más mínima sombra de duda que para lo que había sido –para aquello en lo que se había convertido o lo que siempre fue–, esa clase de amor y devoción tan inequívoca, completa y altruista era un acto vergonzoso, algo que debía ser destruido y eliminado del mundo, y sabía que el auténtico Zakalwe alzaría su arma, le miraría a la cara a través de la mira telescópica y dispararía sin vacilar y sin que le temblara la mano.
Pero después de esas fantasías siempre acababa dejando escapar una risita y se volvía hacia ella para besar o ser besado, y entonces no había ninguna amenaza o peligro bajo este sol o bajo cualquier otro que pudiera separarle de ella.
–No olvides que hoy tenemos que ir a ver ese krih. Esta mañana, de hecho…
–Oh, sí–dijo él.
Rodó sobre sí mismo hasta quedar de espaldas y contempló como ella se incorporaba y estiraba los brazos bostezando y abriendo los ojos con un gran esfuerzo de voluntad para obligarles a que vieran el techo. Los músculos de sus párpados se fueron relajando poco a poco, cerró la boca y le miró apoyando un codo en la cabecera de la cama.
–Pero puede que no esté atrapado –dijo ella mientras empezaba a peinarle los mechones con los dedos.
–Mmm…, puede que no –murmuró él.
–Puede que cuando miremos ya no esté allí.
–Cierto.
–Pero si continúa estando allí subiremos.
Él asintió con la cabeza, le cogió una mano y le apretó suavemente los dedos.
Ella sonrió, le dio un beso muy rápido, saltó de la cama y fue hacia el otro extremo del dormitorio. Apartó las cortinas traslúcidas que aleteaban impulsadas por la brisa y cogió los binoculares colgados del gancho que había clavado en un poste. El siguió observándola desde la cama y vio como se llevaba los binoculares a los ojos para examinar la ladera que dominaba la casa.
–Sigue ahí –dijo.
Su voz sonaba muy lejana. Cerró los ojos.
–Entonces subiremos. Puede que esta tarde…
–Deberíamos hacerlo.
Su voz sonaba tan lejana…
–Iremos.
Lo más probable era que el animal no estuviera atrapado. Su especie podía llegar a tales extremos de estupidez que debía de haberse ido adormilando hasta el punto de entrar en una especie de hibernación. Había oído comentar que les ocurría con una relativa frecuencia. De vez en cuando los krihs dejaban de comer y clavaban sus inmensos ojos llenos de imbecilidad en algo que les había llamado la atención hasta el extremo de fascinarles, los iban cerrando lentamente a medida que el sueño se adueñaba de ellos y acababan entrando en coma por puro accidente. La primera lluvia o un pájaro que se le posara encima bastarían para despertarle, pero siempre cabía la posibilidad de que estuviera realmente atrapado. El cuerpo de un krih estaba cubierto por un pelaje muy espeso, y a veces se enredaba en los arbustos o en la rama de un árbol y el animal quedaba inmovilizado. Subirían hasta donde estaba. El paisaje era muy hermoso, y pensó que un poco de ejercicio que no se realizara en posición horizontal no le sentaría nada mal. Se tumbarían sobre la hierba y hablarían, contemplarían el mar que cabrilleaba envuelto en las ondulaciones de la calina y quizá tuvieran que liberar al animal o despertarlo, y ella lo miraría con esa expresión que él ya había aprendido a interpretar –«No me distraigas», decían sus rasgos en esos momentos–, y después se encerraría a escribir otro poema.
Él ya había aparecido en muchas de sus últimas obras como un amante sin nombre, aunque el conocerle no había alterado sus costumbres de escritora y no había conservado ninguna. Decía que algún día escribiría un poema sobre él, quizá cuando le hubiera contado más cosas sobre su vida.
La casa murmuraba y se movía en un casi imperceptible flujo continuo difundiendo la luz y atenuándola. Los distintos grosores y texturas de las cortinas y telas que formaban los muros y divisiones de la casa se rozaban continuamente unos con otros creando murmullos ahogados, como murmullos o conversaciones secretas que nunca podrían ser entendidos del todo.
Ella seguía estando muy lejos. Se llevó una mano a la cabeza y tiró distraídamente de un mechón de cabellos mientras removía los papeles que había esparcidos sobre el escritorio con la punta de un dedo. Él seguía observándola. Su dedo vagó sobre lo que había escrito ayer y jugueteó con los pergaminos trazando lentos círculos alrededor de ellos, flexionándolos y creando curvas fugaces, observado por ella y por él.
Los binoculares olvidados colgaban de su otra mano con la correa hacia abajo, y los ojos que la observaban desde la cama recorrieron lentamente su cuerpo recortado contra la luz del exterior. Pies, piernas, nalgas, vientre, torso, pechos, hombros, cuello; cara, cabeza y cabellos… Sus ojos no olvidaron ni una sola parte de ella.
El dedo siguió moviéndose a lo largo de la superficie de madera sobre la que esa misma tarde escribiría un poema muy corto sobre él, uno que él copiaría sin decírselo por si no quedaba satisfecha de los versos y acababa decidiendo no conservarlo, y el deseo de él continuó creciendo, y la calma que se fue adueñando del rostro de ella hizo que dejara de ver como se movía el dedo, y uno de los dos sólo era una imagen fugaz que pronto dejaría de estar allí, apenas una hoja atrapada entre las páginas del diario del otro, y lo que habían creado convenciéndose el uno al otro con palabras, empezó a desvanecerse lentamente en el silencio.
–Hoy tendré que trabajar un rato –dijo ella como si hablara consigo misma.
Hubo un silencio.
–¿Eh? –exclamó él.
–¿Hmmmm?
Su voz parecía venir de muy lejos.
–¿Qué te parece si desperdiciamos un poco de tiempo?
–Hermoso eufemismo, señor –dijo ella con voz pensativa, como si hablara desde una gran distancia.
Alzó la mirada hacia ella y sonrió.
–Ven y ayúdame a dar con otro mejor.