La reentrada en la atmósfera fue espectacular. La nave fue abofeteada por los vientos, crujió y quedó envuelta en una burbuja de gases iridiscentes (Se dio cuenta de que no estaba viendo imágenes transmitidas y sintió un vacío en el estómago. Aquello eran ventanas de cristal o plástico reforzado, no pantallas…), y el aullido del aire que atravesaban se fue haciendo cada vez más estridente. La atmósfera de la nave se volvió aún más asfixiante. El parpadeo de las luces, el nervioso parloteo de la tripulación y algunos movimientos apresurados seguidos por más murmullos no ayudaban a tranquilizarle. El resplandor desapareció y el cielo pasó del violeta al azul; los vientos volvieron a abofetear el casco.
Se adentraron en la noche y se sumergieron en una capa de nubes. La oscuridad hacía que las luces parpadeantes de los paneles de control parecieran aún más inquietantes.
Aterrizaron en plena tormenta sobre lo que parecía una pista improvisada. Los cuatro hombres que habían abordado el Osorn Emananish lanzaron más bien débiles gritos de alegría cuando el tren de aterrizaje –supuso que debía de consistir en un juego de ruedas– entró en contacto con el suelo. La nave rodó entre sacudidas y vibraciones durante lo que le pareció un tiempo preocupantemente largo y sufrió dos patinazos bastante espectaculares.
Cuando se detuvo los tres tripulantes se quedaron muy quietos en sus asientos con los brazos colgando fláccidamente hacia el suelo de la nave y los ojos clavados en la noche y la lluvia que caía del cielo. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.
Se libró de los correajes y se quitó el casco. Los cuatro hombres que tenía a la espalda se levantaron y fueron hacia la compuerta interior de la nave.
Cuando abrieron la compuerta exterior revelaron un confuso panorama de lluvia, luces, camiones, tanques y unos cuantos edificios no muy altos como telón de fondo, así como a unas doscientas personas. Algunas vestían uniformes de apariencia militar y otras largas túnicas empapadas por la lluvia. Unas cuantas intentaban proteger a sus acompañantes con paraguas, y todas parecían llevar la marca circular en la frente. Una docena de hombres de cabellos blancos vestidos con túnicas fueron hacia el final del tramo de peldaños que llevaba desde la nave al suelo. Todos eran de edad avanzada, y la lluvia se deslizaba por sus rostros.
–Por favor, señor…
Uno de los hombres que habían ido al clíper extendió la mano indicándole que debían bajar. Los hombres de las túnicas y los cabellos blancos se colocaron al pie de la escalera formando una especie de punta de flecha.
Bajó por la escalera y se detuvo en la pequeña plataforma que había al final de ésta. Las gotas de lluvia empezaron a caer sobre un lado de su rostro.
Todos los presentes se pusieron a gritar y los ancianos congregados al final de la escalera inclinaron la cabeza y colocaron una rodilla en el suelo cubierto de charcos de aquella pista azotada por el viento. Un cegador destello de luz azulada hendió las tinieblas que se acumulaban más allá del grupo de edificios y su fugaz claridad iluminó las montañas y colinas que se perdían en la lejanía. Las personas que habían venido a recibirles empezaron a cantar. Necesitó unos momentos para comprender la palabra que estaban gritando. «¡Za-kal-we! ¡Za-kal-we!», canturreaban a coro con toda la fuerza de sus pulmones.
–Oh, oh –murmuró.
El trueno retumbó en las colinas.
–Sí… ¿Podrías repetirlo?
–Mesías…
–Me gustaría que no siguieras utilizando esa palabra.
–¡Oh! Oh, bien, noble Zakalwe… ¿Qué tratamiento deseáis que empleemos?
–Ah… ¿Qué os parecería…? –Movió las dos manos como si no supiera qué decir–. ¿Señor?
–¡Noble Zakalwe, oh, noble y gran señor, vuestra llegada había sido profetizada! ¡Habéis sido visto de antemano!
Estaban en un vagón de ferrocarril. El gran sacerdote sentado enfrente de él se retorció las manos.
–¿«Visto de antemano»?
–¡Así es! ¡Sois nuestra salvación, nuestra recompensa divina! ¡Habéis sido enviado!
–Enviado… –repitió él.
Seguía intentando acostumbrarse a su nueva situación.
Los reflectores de la pista se encendieron poco después de que hubiera puesto los pies en el suelo. Los sacerdotes se apelotonaron a su alrededor y la presión de un montón de manos cayó sobre sus hombros guiándole desde la pista de cemento hasta un transporte blindado. Los reflectores se apagaron y les dejaron sumidos en una penumbra donde las únicas fuentes de luz eran los débiles reflejos de los faros del transporte y los tanques que entraban por las mirillas. Todos los faros estaban protegidos por pantallas, y apenas si daban luz. Le llevaron a una estación de ferrocarril donde subieron a un vagón que se alejó traqueteando por la noche.
El vagón no tenía ventanas.
–¡Oh, sí! Una de las tradiciones de nuestra fe nos ordena buscar influencias exteriores porque siempre son mucho más poderosas y venerables que las otras. –El gran sacerdote (le había dicho que se llamaba Napoerea) hizo una especie de reverencia–. ¿Y quién más poderoso y venerable que el hombre que fue ComMil?
ComMil… Tuvo que hurgar en las profundidades de su memoria para comprender de qué estaba hablando. ComMil… Sí, ése era el puesto que había ocupado según la jerga de los medios de comunicación del Grupo de Sistemas. Había sido Director de Operaciones Militares cuando él y Tsoldrin Beychae tomaron parte por última vez en la enloquecida danza de la política. Beychae se convirtió en ComPol y se encargó de los asuntos puramente políticos (¡ah, esas maravillosas distinciones!).
–ComMil… –asintió, aunque seguía sin entender nada–. ¿Y creéis que puedo ayudaros?
–¡Noble Zakalwe! –exclamó el gran sacerdote. Saltó de su asiento y se arrodilló en el suelo delante de él–. ¡Sois todo aquello en lo que creemos!
Bajó la vista hacia el gran sacerdote y se reclinó en los almohadones del asiento.
–¿Puedo preguntar por qué?
–¡Vuestras hazañas son legendarias! ¡Han quedado grabadas en nuestras mentes desde la última gran desgracia! Antes de morir nuestro Guiador profetizó que la salvación vendría «desde más allá de los cielos», y vuestro nombre fue uno de los que mencionó. ¡Habéis venido a nosotros en nuestra hora de más desesperada necesidad! ¡Sois la salvación que se nos había prometido!
–Comprendo –dijo él sin comprender nada–. Bueno, veremos qué se puede hacer…
–¡Mesías!
El tren se detuvo en una estación perdida en el centro de la nada. Fueron escoltados desde ella hasta un ascensor y luego a un conjunto de habitaciones que se le dijo daba a la ciudad que había debajo de ella, pero las ventanas estaban opacadas. Las pantallas internas habían sido desactivadas. Los adornos y el mobiliario eran de lo más opulento y pasó un rato inspeccionando las habitaciones.
–Sí, muy bonitas. Gracias.
–Y aquí están vuestros jovencitos –dijo el gran sacerdote.
Descorrió una cortina del dormitorio y reveló media docena de muchachos esparcidos sobre una cama inmensa en posturas de considerable languidez.
–Bien…, yo…, eh… Gracias –murmuró con una inclinación de cabeza dirigida al gran sacerdote.
Se volvió hacia los muchachos, les sonrió y todos le devolvieron la sonrisa.
Estaba tumbado en la cama ceremonial del palacio con las manos detrás del cuello. De repente oyó un «pop» y vio una esfera de luz azulada que no tardó en desaparecer dejando en su lugar una máquina minúscula que tendría el tamaño de un pulgar humano.
–¿Zakalwe?
–Hola, Sma.
–Escucha…
–No, escúchame tú. Me gustaría saber qué mierda está sucediendo aquí.
–Zakalwe –dijo Sma a través del proyectil explorador–, es un poco complicado, pero…
–Pero tengo que seguirle la corriente a una pandilla de sacerdotes homosexuales convencidos de que voy a resolver todos sus problemas militares, ¿verdad?
–Cheradenine… –dijo Sma con el tono de súplica que empleaba cuando quería que se le pasara el enfado–. Estas personas han logrado incorporar la creencia en tus proezas marciales al conjunto de dogmas de su religión. No querrás desilusionarles, ¿verdad?
–Oh, sería de lo más sencillo, créeme.
–Cheradenine, te guste o no lo cierto es que estas personas te consideran una leyenda viviente. Creen que eres capaz de hacer grandes cosas.
–Bien, ¿y qué se supone que debo hacer?
–Guiarles. Convertirte en su general.
–Sí, creo que eso es lo que esperan de mí. Pero… ¿qué es lo que realmente debo hacer?
–Sólo eso –dijo la voz de Sma–. Conviértete en su líder. Beychae se encuentra en la Estación de Murssay, y de momento la Estación ha sido considerada como territorio neutral. Parece que ha decidido ayudarnos… Zakalwe, ¿es que no lo entiendes? –La voz de Sma sonaba tensa y exultante–. ¡Les tenemos atrapados! Beychae está haciendo lo que queríamos que hiciera, y en cuanto a ti basta con que…
–¿Qué?
–Basta con que seas tú mismo. ¡Ponte al frente de sus tropas!
–Sma… –murmuró mientras meneaba la cabeza–. ¿Por qué no pruebas a explicármelo como si fuera retrasado mental? ¿Qué se supone que debo hacer?
El proyectil le transmitió el suspiro de Sma.
–Ganar su guerra por ellos, Zakalwe. Estamos dando apoyo a las fuerzas con las que deberás trabajar. Si consiguen salir vencedores y si Beychae apoya al bando que gane la guerra, quizá podamos cambiar el curso de la situación política en todo el Grupo. –Oyó como tragaba aire–. Zakalwe, tenemos que hacerlo. Nuestras manos están atadas hasta cierto punto, pero necesitamos que hagas algo. Gana su guerra por ellos y quizá podamos salir de este atolladero. Hablo en serio.
–Estupendo, y yo también hablo en serio –dijo sin apartar los ojos del proyectil de exploración–. Pero ya he echado un vistazo a sus mapas y estos tipos están metidos en un lío muy gordo. Si quieres que ganen la guerra… Bueno, creo que haría falta un auténtico milagro.
–Inténtalo, Cheradenine. Por favor…
–¿Tendré ayuda de alguna clase?
–Eh… ¿Qué quieres decir?
–Datos, Sma. Si pudierais mantenerme informado de lo que hace el enemigo…
–Ah, no, Cheradenine. Lo siento, pero es imposible.
–¿Qué? –exclamó, y se irguió en la cama.
–Lo siento, Zakalwe, te lo aseguro, pero… Fue una de las condiciones que nos impusieron. La situación es terriblemente delicada y tenemos que mantenernos lo más alejados posible de ella. El proyectil ni tan siquiera debería estar aquí, y tendrá que marcharse muy pronto.
–Entonces… Tendré que arreglármelas por mí mismo, ¿no?
–Lo siento –dijo Sma.
–¡Más lo siento yo! –gritó él, y se dejó caer sobre la cama.
Recordaba que hacía algún tiempo Sma le había dicho que no debía jugar a los soldaditos. «Nada de jugar a los malditos soldaditos», pensó mientras recogía sus cabellos en la nuca y rodeaba la cola de caballo con la banda elástica. Estaba amaneciendo. Dio unos golpecitos sobre la cola de caballo con la punta de los dedos y se volvió hacia los gruesos cristales de las ventanas para contemplar una imagen distorsionada de la ciudad envuelta en nieblas que empezaba a despertar. El amanecer teñía de rojo las cimas de las montañas que se alzaban sobre ella, y el cielo estaba muy azul. Contempló con cara de disgusto la túnica sobrecargada de adornos que los sacerdotes esperaban verle utilizar y empezó a ponérsela de bastante mala gana.
La Hegemonarquía y sus adversarios, el Imperio de Glaseen, ya llevaban seiscientos años luchando por el control del subcontinente de tamaño más bien modesto en el que vivían cuando el resto del Grupo de Sistemas fue a hacerles una visita en las extrañas estructuras flotantes que llamaban naves-cielo. La visita había tenido lugar hacía unos cien años y comparadas con las otras sociedades de Murssay la Hegemonarquía y el Imperio estaban bastante atrasadas incluso antes de recibirla. El resto del Grupo de Sistemas les llevaba varias décadas de ventaja tecnológica y unos cuantos siglos de ventaja moral y política. Antes de que fueran contactados los nativos luchaban con ballestas y cañones de carga delantera. Había pasado un siglo, y ahora tenían tanques…, montones de tanques. Tenían tanques, artillería, camiones y unas cuantas aeronaves muy poco eficientes. Cada bando poseía algún armamento de prestigio parcialmente importado pero, básicamente, regalado por algunas de las sociedades más avanzadas del Grupo. La Hegemonarquía poseía una nave espacial de sexta o séptima mano; el Imperio contaba con unos cuantos proyectiles que casi todos los expertos creían no estaba en condiciones de manejar y, aparte de eso, que carecían de toda utilidad política porque se suponía que poseían cabezas nucleares. La opinión pública del Grupo podía tolerar la ayuda tecnológica para seguir librando una guerra inútil siempre que los hombres, las mujeres y los niños fueran muriendo en hornadas relativamente pequeñas y de forma regular, pero la idea de un millón de personas incineradas en un segundo o de una ciudad destruida por una detonación nuclear resultaba impensable.
De momento el Imperio parecía a punto de convertirse en el ganador de una guerra convencional cuyo campo de batalla era el territorio de dos países empobrecidos. Si hubieran podido quedar libres de las interferencias exteriores las dos sociedades probablemente habrían empezado a dominar la energía del vapor, pero por el momento los caminos estaban llenos de campesinos refugiados, las carretas cargadas con el mobiliario y las posesiones de casas enteras se balanceaban entre las cunetas y los tanques se encargaban de arar los campos mientras la eliminación de las chabolas y la limpieza de terrenos corrían a cargo de los bombarderos.
La Hegemonarquía se estaba retirando por las llanuras y las montañas y sus cada vez más exhaustas tropas huían ante la caballería motorizada del Imperio.
Acabó de ponerse la túnica y fue directamente a la sala de mapas. Unos cuantos oficiales del Estado Mayor se levantaron de un salto para ponerse en posición de firmes al verle entrar y se frotaron los ojos en un intento de espabilarse. Vistos por la mañana los mapas tenían tan mal aspecto como la noche anterior, pero aun así los inspeccionó durante un buen rato. Se fijó en las posiciones de sus fuerzas y en las del Imperio, hizo algunas preguntas a los oficiales e intentó decidir hasta qué punto podía confiar en su servicio de inteligencia y averiguar cuál era el nivel de la moral de las tropas.
Los oficiales parecían estar bastante más enterados de la situación de las tropas enemigas que del estado anímico de sus propios hombres.