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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

El uso de las armas (57 page)

BOOK: El uso de las armas
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Asintió en silencio, volvió a examinar los mapas y abandonó la sala para desayunar con Napoerea y el resto de los sacerdotes. En cuanto acabaron les llevó a todos de vuelta a la sala –lo normal habría sido que los sacerdotes regresaran a sus aposentos para dedicarse a la contemplación– y les hizo más preguntas.

–Y quiero un uniforme como el de estos tipos –dijo señalando a uno de los oficiales de enlace que había en la sala de mapas.

–Pero, noble Zakalwe… –dijo Napoerea poniendo cara de preocupación–. ¡Llevar puesto ese uniforme os rebajaría!

–Y llevar puesto algo tan incómodo me impedirá moverme –replicó él señalando con la mano la larga y pesada túnica que le cubría–. Quiero echar un vistazo al frente.

–Pero… ¡Estamos en la ciudadela sagrada! Todos los datos de nuestros servicios de inteligencia vienen aquí y todas las plegarias de nuestra gente se dirigen a…

–Napoerea –dijo él poniendo una mano sobre el hombro del gran sacerdote–, ya lo sé, pero necesito examinar la situación con mis propios ojos. Acabo de llegar, ¿lo recuerdas? –Contempló los rostros de los otros sacerdotes y sus más o menos aparatosas expresiones de infelicidad y preocupación–. Estoy seguro de que vuestro sistema de hacer las cosas funciona siempre que las circunstancias sean idénticas a como han sido en el pasado –dijo muy serio–, pero yo soy nuevo aquí, y si quiero averiguar las cosas que probablemente ya sabéis tendré que utilizar nuevos sistemas. –Se volvió hacia Napoerea–. Necesitaré mi propia aeronave. Un aparato de reconocimiento modificado servirá, y quiero dos cazas como escolta.

Los sacerdotes habían opinado que desplazarse los treinta kilómetros de distancia que les separaban del espaciopuerto era el colmo de la temeridad y la falta de respeto a la ortodoxia. La idea de revolotear por todo el subcontinente les pareció una locura pura y simple.

Pero él pasó los días siguientes haciendo precisamente eso. Los combates habían entrado en una fase de relativa calma –las fuerzas de la Hegemonarquía seguían huyendo y el Imperio se dedicaba a consolidar sus últimas conquistas–, y eso le facilitó un poco la tarea. Llevaba un uniforme muy sencillo que carecía incluso de la media docena de cintas y medallas que hasta el oficial de enlace más bisoño parecía necesitar para sentir que su existencia estaba justificada. Habló con los generales y coroneles más desmoralizados, grises y acostumbrados a las campañas difíciles que pudo encontrar, y también habló con los oficiales que servían a sus órdenes y con los soldados y tripulantes de los tanques, y con los cocineros, encargados de los suministros, ordenanzas y médicos. La mayoría de conversaciones requerían los servicios de un intérprete, ya que sólo los oficiales de mayor rango hablaban la lengua común del Grupo de Sistemas; pero aun así sospechaba que las tropas se sentían más cerca de alguien que hablaba otro idioma pero que les hacía preguntas que de alguien que hablaba el mismo idioma que ellos y sólo lo empleaba para dar órdenes.

Otra de las cosas que hizo durante la primera semana de su estancia allí fue visitar cada base aérea de cierta importancia y hablar con el personal de la Fuerza Aérea para averiguar qué opinaban y cuál era su estado emocional. La única persona a la que tendía a ignorar durante esas visitas era al siempre vigilante sacerdote que cada escuadrón, regimiento o fuerte poseía como jefe titular. Los cuatro o cinco sacerdotes asignados a puestos militares con los que habló al principio de su gira no le proporcionaron ninguna información útil, y ninguno de los que vio a continuación parecía tener nada interesante que añadir al saludo inicial prescrito por los rituales. Hacia el segundo día de sus viajes llegó a la conclusión de que el peor problema al que debían enfrentarse los sacerdotes era ellos mismos.

–¡La provincia de Shenastri! –exclamó Napoerea–. ¡Pero allí hay doce santuarios o lugares religiosos de gran importancia! ¿Y os proponéis abandonarla sin presentar batalla?

–Recuperaréis los templos en cuanto hayamos ganado la guerra, y probablemente también conseguiréis montones de tesoros nuevos que guardar dentro de ellos. Los templos caerán tanto si intentamos defenderlos como si no, y si combatimos hay muchas probabilidades de que sufran graves daños o de que acaben convertidos en ruinas. Mi plan garantiza que quedarán intactos, y les obliga a estirar muchísimo sus líneas de suministros. Escucha, las lluvias empezarán dentro de… ¿Cuánto tiempo? ¿Un mes? Cuando estemos listos para contraatacar sufrirán graves problemas de aprovisionamiento. Los terrenos empapados por la lluvia que tendrán detrás les impedirán conseguir nuevos suministros, y cuando empecemos el ataque no podrán retirarse. Ñapo, viejo amigo…, es un plan soberbio, créeme. Si fuera un comandante del otro bando y viera que me ofrecen toda esta zona en bandeja jamás me acercaría a menos de un millón de kilómetros de ella, pero los chicos del Ejército Imperial tendrán que caer en la trampa porque la Corte jamás les permitirá seguir ningún otro curso de acción. Pero ellos saben que es una trampa, ¿comprendes? Eso tendrá efectos terribles sobre su moral.

–No sé, no sé…

Napoerea meneó la cabeza, se llevó las dos manos a la boca y se dio masaje en el labio inferior mientras contemplaba el mapa con cara de preocupación.

(«Está clarísimo que no lo sabes –pensó él mientras observaba las señales de nerviosismo que le enviaba el cuerpo del sacerdote–. Hace generaciones que no os enteráis de nada, amigos…»)

–Tiene que hacerse –dijo–. La retirada debería empezar hoy mismo. –Volvió la cabeza hacia otro mapa–. Que la Fuerza Aérea interrumpa los bombardeos y la obstrucción de los caminos. Quiero que los pilotos descansen dos días y luego quiero que ataquen estas refinerías de petróleo. –Señaló su situación con un dedo–. Quiero una incursión masiva. Utilizad todos los aparatos en condiciones de volar capaces de recorrer esa distancia.

–Pero si dejamos de atacar los caminos y carreteras…

–El número de refugiados que los satura aumentará todavía más –dijo él–. Eso retrasará al Ejército Imperial más de lo que podría hacerlo cualquier acción nuestra. Quiero que destruyáis algunos de estos puentes. –Señaló un par de ellos, se volvió hacia Napoerea y le lanzó una mirada de perplejidad–. Oye, ¿habéis firmado algún acuerdo que prohíba bombardear los puentes o algo parecido?

–Siempre hemos pensado que destruir los puentes obstaculizaría el contraataque, aparte de que nos parecía… La verdad es que nos parecía un desperdicio de recursos –confesó el sacerdote de mala gana.

–Bueno, pues estos tres puentes tienen que desaparecer. –Dio unos golpecitos sobre el mapa–. Eso y el ataque a las refinerías debería introducir algo de arena en las rutas por las que transportan el combustible –dijo dando una palmada y frotándose las manos.

–Pero creemos que el Ejército Imperial posee grandes reservas de combustible –protestó Napoerea con cara de preocupación.

–Aunque las tengan los comandantes se moverán con mucha más cautela en cuanto sepan que ya no recibirán más suministros –replicó él–. Son gente precavida, ¿comprendes? Pero apuesto a que sus reservas no son tan considerables como creéis. Lo más probable es que ellos también crean que vuestras reservas son mayores de lo que son en realidad, y con todos los avances que han llevado a cabo últimamente… Créeme, si el ataque a las refinerías sale bien puede que empiecen a dejarse dominar por el pánico.

Napoerea se frotó el mentón y contempló los mapas con expresión apesadumbrada.

–Todo este plan me parece muy…, muy aventurado –replicó por fin.

El gran sacerdote logró impregnar esa palabra con una carga de aborrecimiento y desprecio tan enorme que de haber estado en otras circunstancias y en otra compañía se habría echado a reír.

Los sacerdotes protestaron, pero logró persuadirles de que debían abandonar su preciosa provincia y sus muchos e importantes santuarios religiosos al enemigo, y también acabaron aprobando el ataque a gran escala contra las refinerías.

Visitó a los soldados que se retirarían y las principales bases aéreas que tomarían parte en el ataque a las refinerías. Después pasó un par de días recorriendo las montañas en camión para inspeccionar las defensas. Había un valle con una presa que quizá les proporcionara una trampa muy efectiva si el Ejército Imperial llegaba hasta allí (se acordó de la isla de cemento, la joven que lloraba y gritaba y la silla). Mientras recorría las pésimas carreteras que unían los fuertes de las colinas vio un centenar de aeronaves que pasaban zumbando sobre su cabeza con las alas cargadas de bombas rumbo a las llanuras cuyo silencio no tardarían en destrozar.

El ataque a las refinerías se cobró un alto precio. Uno de cada cuatro aparatos no volvió a su base, pero el Ejército Imperial detuvo su avance un día después de la incursión. Había albergado la esperanza de que seguirían avanzando más tiempo –el combustible no les llegaba directamente de las refinerías, por lo que habrían podido continuar adelante durante una semana o más–, pero los altos mandos del Ejército Imperial actuaron con su cautelosa prudencia habitual y dieron la orden de detener el avance.

Voló al espaciopuerto donde la nave espacial –de día su aspecto era aún más ruinoso e inseguro– estaba siendo lentamente remendada y reparada por si se daba la eventualidad de que volviera a ser necesaria. Habló con los técnicos, recorrió aquel viejo artefacto y descubrió que la nave tenía un nombre. Se llamaba La Hegemonarquía Victoriosa.

–Es una vieja táctica militar llamada decapitación –les explicó a los sacerdotes–. La Corte Imperial va al lago de Willitice al comienzo de cada Segunda Estación, y el alto mando se desplaza hasta allí para informar de la situación. Dejaremos caer la Victoriosa sobre sus cabezas el día en que lleguen.

Los sacerdotes pusieron cara de perplejidad.

–¿Con qué, noble Zakalwe? ¿Una fuerza de comandos? La Victoriosa sólo puede transportar…

–No, no –dijo él–. Utilizaremos la nave como si fuera una bomba gigante. La pondremos en órbita y la haremos bajar en una trayectoria que terminará sobre el Palacio del Lago. La nave pesa algo más de cuatrocientas toneladas, y aunque sólo viaje a diez veces la velocidad del sonido la detonación será tan potente como la de una pequeña bomba nuclear. Eliminaremos a toda la Corte y el alto mando de una sola tacada, y haremos una oferta de paz dirigida al parlamento de los burgueses. Si tenemos un poco de suerte eso provocará una gran conmoción y disturbios civiles, y hay muchas probabilidades de que el parlamento piense que se le presenta una oportunidad magnífica de conseguir el poder real y decida aprovecharla. El ejército querrá hacerse con el control de la situación, y puede que acabe teniendo que retroceder para librar una guerra civil. Los aristócratas jóvenes empezarán a competir entre ellos, y eso hará que el jaleo sea aún más grande.

–Pero eso significa que la Victoriosa quedará destruida, ¿no? –preguntó Napoerea.

Los otros sacerdotes habían empezado a menear la cabeza.

–Bueno, sospecho que un impacto a una velocidad de cuatro o cinco kilómetros por segundo le abollará un poco el casco, desde luego.

–Pero… ¡Zakalwe! –rugió Napoerea en lo que éste pensó era una imitación bastante lograda de una pequeña explosión nuclear–. ¡Es absurdo! ¡No puedes hacer eso! La Victoriosa es un símbolo de… ¡Es nuestra esperanza! Todo nuestro pueblo la considera…

Sonrió y dejó que el sacerdote siguiera hablando y protestando durante un rato. Estaba casi seguro de que los sacerdotes pensaban usar la Hegemonarquía victoriosa para escapar si las cosas acababan poniéndose excesivamente feas.

Esperó a que Napoerea hubiera terminado y empezó a hablar.

–Lo comprendo, caballeros, pero la nave espacial se halla en muy mal estado. He hablado con los técnicos y con los pilotos, y me han informado de que la consideran como una auténtica trampa mortal. Fue un milagro que lograra traerme hasta aquí entero… –Hizo una pausa y observó como los hombres con el círculo azul en la frente se contemplaban los unos a los otros. El murmullo se hizo un poco más intenso, y sintió deseos de sonreír. Bien, al parecer había logrado asustarles un poquito…–. Lo siento, pero la Victoriosa está acabada y mi plan es el último servicio que puede rendirnos. –Sonrió–. Y hay bastantes probabilidades de que ese último servicio nos proporcione la Victoria…

Les dejó a solas para que discutieran los conceptos del bombardeo en picado a velocidades hipersónicas (no, la misión no necesitaría un grupo de pilotos suicidas. Los ordenadores de la nave eran perfectamente capaces de ponerla en órbita y hacerla descender siguiendo una trayectoria recta), la falta de respeto a los símbolos (como si a los campesinos y los obreros de las fábricas pudiera importarles mucho la destrucción de aquel juguete fruto de la alta tecnología) y la Decapitación (probablemente la idea que más preocupaba a los sacerdotes. ¿Y si el Imperio decidía hacer algo parecido con ellos?). Les aseguró que el Imperio no se encontraría en condiciones de tomar represalias, y cuando ofrecieran la paz el mensaje contendría alusiones clarísimas a que habían usado un proyectil y no la nave espacial, y se daría a entender que contaban con más proyectiles disponibles. Era mentira, claro, y probarlo no resultaría demasiado difícil –sobre todo si alguna de las sociedades más sofisticadas del planeta decidía ponerse en contacto con el Imperio y explicarle lo que había ocurrido en realidad–, pero aun así bastaría para que quien se hiciera con las riendas del poder en el otro bando tuviera que tomar decisiones con la mente nublada por la preocupación. Además, si temían las represalias del Imperio siempre les quedaba el recurso de abandonar la ciudad, ¿no? Decidió aprovechar el tiempo que necesitarían para ponerse de acuerdo y emprendió otra serie de visitas a las unidades del ejército.

El Ejército Imperial reanudó su avance, aunque con más lentitud que antes. Había dado orden de que las tropas de la Hegemonarquía retrocedieran hasta posiciones muy cercanas a las primeras estribaciones montañosas y ordenó que quemaran las escasas cosechas por recoger y que destruyeran los pueblos que iban dejando atrás. Cada vez que abandonaban una base área dejaban bombas que tardarían días en estallar ocultas debajo de las pistas de aterrizaje y cavaban gran cantidad de agujeros que daban la impresión de poder contener bombas.

Supervisó personalmente una gran parte de la preparación de las líneas defensivas y siguió visitando las bases aéreas, cuarteles regionales y unidades operativas. También siguió ejerciendo presión sobre los sacerdotes para que, como mínimo, tomaran en consideración la posibilidad de utilizar la nave espacial en su plan de cercenar la cabeza del Imperio.

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