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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (28 page)

BOOK: El valle de los caballos
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«Si la nariz fuera un poco más grande, se parecería a Brun», pensó, y recogió más nieve. Hizo una bola con ella, la colocó con cuidado, raspó un hueco, aplastó un bulto y retrocedió para observar de nuevo su creación.

Sus ojos lanzaron un destello de traviesa complacencia.

«Te saludo, Brun», dijo en el lenguaje de signos; luego se sintió algo apenada. El verdadero Brun no aprobaría que se dirigiera a un montón de nieve dándole su nombre. Las palabras-nombre eran demasiado importantes para ponérselas a cualquier cosa indiscriminadamente. «Bueno, pero se parece a él.» Y la idea le hizo gracia. «Pero quizá debería mostrarme más cortés. No es propio que una mujer salude al jefe como si fuera su hermano. Debería pedirle permiso», pensó, y prolongando su juego, se sentó frente al montón de nieve y bajó la mirada al suelo, en la posición correcta para solicitar audiencia a un hombre.

Sonriendo para sí por su actuación, Ayla se quedó sentada, en silencio y con la cabeza agachada, como si realmente esperara que le tocaran el hombro, indicándole que tenía permiso para hablar. El silencio se prolongó y el saliente rocoso era duro y frío. Ayla pensó lo ridículo que resultaba estar allí sentada. La réplica de Brun hecha en nieve no le tocaría el hombro, como tampoco lo había hecho Brun la última vez que se sentó a sus pies. Había sido maldita, aun cuando injustamente, y había pretendido rogar al viejo jefe que protegiera a su hijo de las iras de Broud. Pero Brun se había apartado de ella; era demasiado tarde..., ya estaba muerta. De repente, el humor juguetón se evaporó; se levantó y contempló la escultura de nieve que había hecho.

–¡Tú no eres Brun! –gritó con enojo, golpeando la parte a la que había dado una forma tan esmerada. La ira se apoderó de ella–. ¡No eres Brun! ¡No eres Brun! –y se puso a golpear el montón de nieve con manos y pies, destruyendo cualquier parecido con la forma de un rostro–. Nunca más volveré a ver a Brun. Nunca veré a Durc. ¡Nunca más volveré a ver a nadie! ¡Estoy sola! –un gemido angustioso escapó de sus labios, seguido de un sollozo desesperado–: ¡Oh!, ¿por qué estoy tan sola?

Cayó de rodillas, se tendió en la nieve y sintió cómo se enfriaban en su rostro unas lágrimas antes ardientes. Abrazó la humedad helada contra su pecho, se envolvió en nieve y agradeció su contacto entumecedor. Cuando comenzó a temblar, cerró los ojos y trató de ignorar el frío que empezaba a llegarle hasta la médula.

Entonces sintió algo tibio y húmedo en su cara, y oyó el suave relincho de un caballo. También trató de ignorar a Whinney, pero la potrilla volvió a tocarla con el hocico. Ayla abrió los ojos para ver los ojos grandes y oscuros del caballito estepario. Tendió los brazos, rodeó con ellos el cuello de la potrilla y hundió el rostro en su pelaje lanudo. Al notar que la soltaban, la yegua relinchó suavemente.

–Quieres que me levante, ¿verdad, Whinney? –la yegua agitó la cabeza arriba y abajo, como si comprendiera, y Ayla quiso creer que era así. Su instinto de supervivencia había sido siempre fuerte; haría falta algo más que soledad para hacerla renunciar. Crecer en el clan de Brun, aunque allí la amaron, había sido en cierto modo estar siempre sola. Siempre había sido diferente. Su amor hacia los demás había sido la fuerza dominante. La necesitaban: Iza cuando estuvo enferma, Creb al envejecer, su hijito, que había dado razón y propósito a su vida–. Tienes razón, es mejor que me levante. No puedo dejarte sola, Whinney, y aquí fuera me estoy quedando mojada y fría. Me pondré algo seco. Y después te haré unas gachas calientes. Eso te gusta, ¿verdad?

Ayla observaba los dos zorros árticos que gruñían y se lanzaban mordiscos, peleando por la zorra; percibía el fuerte olor que exhalaban los machos en celo incluso desde lo alto de su saliente. «Son más bonitos en invierno; en verano tienen un color pardo apagado. Si quiero pieles blancas tendré que conseguirlas ahora», pensó, pero sin moverse para coger la honda. Un macho había salido victorioso y reclamaba su premio. La zorra anunció su acción con un alarido estridente cuando aquél la montó.

«Sólo gritan así cuando se acoplan de esa manera. Me pregunto si le agradará o no. A mí nunca me gustó, incluso cuando ya no me dolía. Pero a las otras mujeres, sí. ¿Por qué era yo tan distinta? ¿Sólo porque no me gustaba Broud? ¿Sería ésa la diferencia? ¿Esa zorra simpatizará con ese macho? ¿Le gustará lo que le está haciendo? No trata de escapar.»

No era la primera vez que Ayla se había privado de cazar con el fin de observar zorros y otros carnívoros. A menudo había pasado días enteros examinando la presa que su tótem le permitía cazar, para tomar nota de cuáles eran sus costumbres y su hábitat, y acabó por descubrir que eran criaturas interesantes. Los hombres del Clan aprendían a cazar practicando con los herbívoros, que les proveían de alimentos, y si bien podían seguirles la pista y cazarlos cuando necesitaban pieles que les proporcionaran calor, nunca fueron los carnívoros su presa predilecta. No desarrollaron con ellos el nexo especial que Ayla sí tenía.

Seguían fascinándola, a pesar de que los conocía bien, pero el zorro que entraba y salía rápidamente y la zorra que aullaba le hicieron interrogarse sobre ciertos extremos que nada tenían que ver con la caza. Todos los años, hacia el fin del invierno, se ayuntaban. En primavera, cuando el pelaje de la zorra se volviera oscuro, tendría una camada. «Me pregunto si se quedará ahí, bajo los huesos y la madera de río, o si abrirá una guarida en alguna otra parte. Ojalá se quede. Los amamantará, les dará después comida medio masticada por ella; después les traerá presas muertas, ratones, topos y aves. A veces, un conejo. Cuando sus crías sean más grandes, les llevará animales todavía vivos, y les enseñará a cazar. Para el próximo otoño ya serán casi adultos, y el invierno siguiente las zorras aullarán así cuando los machos las monten.

»¿Por qué lo harán? ¿Por qué se unirán de ese modo? Creo que él está haciéndole crías. Si lo único que ella tiene que hacer consiste en tragarse un espíritu, como siempre me dijo Creb, ¿por qué se acoplan así? Nadie creía que yo pudiera tener un hijo; dijeron que el espíritu de mi tótem era demasiado fuerte; pero lo tuve. Si Durc fue iniciado cuando Broud me hizo eso a mí, poco importó que mi tótem fuera fuerte.

»Pero la gente no es como los zorros. No tienen hijos únicamente en primavera, las mujeres pueden tenerlos en cualquier momento. Y hombres y mujeres no se acoplan solamente en invierno, lo hacen todo el tiempo. Pero tampoco tiene una mujer un hijo cada vez. Quizá tuviera razón Creb; tal vez el espíritu del tótem de un hombre tenga que penetrar en una mujer..., pero no se lo traga. Creo que lo introduce en ella cuando se juntan, con su órgano. Unas veces, el tótem de ella lo combate, y otras se inicia una nueva vida.

»Creo que no quiero una piel de zorro blanca. Si mato alguno, los demás se irán, y quiero ver cuántas crías va a tener. Conseguiré ese armiño que vi río abajo antes de que se ponga oscuro. Tiene el pelaje blanco y más suave, y me gusta la puntita de su cola.

»Pero ese bichito es tan pequeño que su piel apenas alcanza para una manopla, y también tendrá crías en primavera. El próximo invierno es probable que haya más armiños. Quizá no vaya hoy de caza. Creo que será mejor que termine ese tazón.»

No se le ocurrió a Ayla preguntarse el motivo por el que pensaba en las criaturas que podrían encontrarse en su valle el siguiente invierno, puesto que había decidido marcharse en primavera. Estaba acostumbrándose a su soledad excepto de noche, cuando agregaba una muesca más en una vara lisa y la colocaba en el montón de varas que seguía creciendo.

Con el dorso de la mano, Ayla trató de apartar de su cara un mechón aceitoso de cabello tieso. Estaba partiendo una raíz secundaria de árbol para hacer un gran canasto de malla y no podía soltarla. Había estado experimentando con nuevas técnicas de tejido, empleando diversos materiales y diversas combinaciones para confeccionar mallas y estructuras diferentes. El proceso de tejer, anudar, sujetar, retorcer y hacer cordel había acaparado su interés hasta el punto de excluir casi todo lo demás. Aunque en ocasiones el producto final resultara inútil, y a veces absurdo, había logrado ciertas innovaciones llamativas, lo cual la incitó a seguir probando. En resumen, se ponía a retorcer o trenzar todo lo que le caía en las manos.

Había estado trabajando desde por la mañana muy temprano en un proceso de tejido particularmente intrincado, y sólo cuando entró Whinney, empujando con la nariz el cuero rompevientos, se percató Ayla de que ya era de noche.

–¿Cómo se ha hecho tan tarde, Whinney? Ni siquiera tienes agua en tu tazón –dijo, poniéndose de pie y estirándose, entumecida tras haber pasado tantas horas sentada sin variar de postura–. Tengo que conseguir algo de comer para las dos, y había pensado cambiar el heno de mi cama.

La joven se afanó yendo de un lado para otro, buscando heno fresco para la potrilla y más para la zanja poco profunda que le servía de cama. Tiró por el borde del saliente la hierba seca y aplastada. Partió el recubrimiento de hielo para conseguir la nieve que había en el montón junto a la entrada de la cueva, contenta de tenerla tan cerca. Vio que ya no quedaba mucha y se preguntó cuánto duraría aún, antes de tener que bajar de nuevo al río. Discutió consigo misma si llevaría suficiente para lavarse, y entonces, pensando que tal vez no se le presentara de nuevo la oportunidad antes de la primavera, cogió la que necesitaba para lavarse también el cabello.

El hielo se derretía en tazones junto al fuego mientras ella se preparaba y cocía la comida. Mientras trabajaba, su mente seguía ocupándose de los procesos de trabajar con fibras que tanto le absorbían. Después de comer y lavarse, se estaba desenredando el cabello húmedo con una ramita y los dedos cuando vio el cardo seco que utilizaba para peinar y desenmarañar cortezas secas al objeto de retorcer las fibras; peinar a Whinney con regularidad le había inspirado la idea de emplear el cardo con las fibras, y la consecuencia natural era que lo utilizase también en su propia cabellera.

Los resultados la entusiasmaron. Su espesa cabellera dorada estaba suave y lisa. No había prestado una atención especial a su cabello anteriormente, aparte de lavarlo de cuando en cuando, y por lo general lo llevaba apartado de la cara, detrás de las orejas, con una especie de raya en medio. Iza le había dicho con frecuencia que era lo mejor que tenía, recordó mientras lo cepillaba hacia delante para verlo a la luz de la lumbre. El color era bastante bonito, pensó, pero más atractiva aún era la textura, los largos mechones suaves. Casi sin darse cuenta empezó a trabajar una sección formando una larga trenza.

Ató el extremo con un trozo de tendón y pasó a otra sección. Se le ocurrió imaginar la extrañeza que sentiría cualquiera que la viese haciendo cuerdas con su propio cabello, pero eso no le impidió continuar su tarea, y al poco tiempo tenía toda la cabeza cubierta de numerosas trenzas largas. Sacudió la cabeza de un lado a otro y sonrió ante la novedad que representaban. Le gustaban las trenzas, pero no podía ponérselas detrás de las orejas para apartarlas de su rostro. Después de hacer varias pruebas, descubrió la manera de retorcerlas y atarlas en lo alto de la cabeza, pero le gustaba agitarlas y dejó que colgaran a los lados y por la espalda.

Desde el principio, lo que la atrajo fue la novedad, pero fue la comodidad lo que la persuadió de la conveniencia de trenzar el cabello: así se mantendría en su lugar, y ella no tendría que estar siempre apartando los mechones sueltos. ¿Qué le importaba que hubiera quien la considerase rara? Podía hacer cuerdas con sus cabellos si se le antojaba..., no tenía que dar gusto a nadie más que a sí misma.

Acabó con la nieve de su saliente poco después, pero no era ya necesario romper el hielo para obtener agua; se había acumulado nieve suficiente en montones y hoyos. Sin embargo, la primera vez que fue a buscarla, comprobó que la nieve al pie de su cueva tenía polvo de hollín y ceniza procedentes de su fuego. Caminó el río helado arriba para hallar un lugar más limpio de donde sacar hielo, pero, al penetrar en el estrecho desfiladero, la curiosidad la impulsó a seguir avanzando.

Nunca había nadado río arriba tan lejos como sin duda podía hacerlo. La corriente era fuerte y no lo consideró necesario; pero caminar no requería más esfuerzo que el de cuidar en dónde ponía los pies. A lo largo del desfiladero, donde las temperaturas a la baja atrapaban surtidores o presionaban hasta formar crestas, las fantasías de hielo habían creado una tierra mágica de ensueño. Sonrió de placer al contemplar las formaciones maravillosas, pero no estaba preparada para lo que vería más adelante.

Llevaba un rato caminando y empezaba a pensar en volver. Hacía frío en el fondo del desfiladero oscuro, y el hielo participaba en el origen de ese frío. Ayla decidió que sólo llegaría hasta el siguiente recodo del río; pero una vez allí, se detuvo maravillada por el paisaje que tenía ante sus ojos: más allá del recodo, las paredes se reunían para formar una muralla de piedra que subía hasta la estepa y caía como una cascada de hielo donde se había congelado en brillantes estalactitas el agua que solía caer libremente. Duro como la piedra pero frío y blanco, parecía un trastocamiento espectacular, como una caverna vuelta al revés.

La maciza escultura de hielo quitaba el resuello por su grandeza. Toda la fuerza del agua sujeta en el puño del invierno parecía dispuesta a desplomarse sobre ella. Producía un efecto vertiginoso; sin embargo, la joven estaba como paralizada, arrebatada por su magnificencia. Tembló frente a aquel poderío inmovilizado; antes de emprender el regreso, le pareció ver una gota de agua brillando en la punta de un alto carámbano, y se estremeció, más helada aún.

Ayla despertó al sentir el embate de unas ráfagas frías y alzó la cabeza para mirar la pared opuesta a la entrada de la cueva y el rompevientos que azotaba el poste. Después de repararlo, permaneció un rato de cara al viento.

–Hace más calor, Whinney, estoy segura de que el viento no es ya tan frío.

La yegua agitó las orejas y la miró expectante. Pero sólo se trataba de una conversación. No había señales ni sonidos que exigieran respuesta por parte de la yegua, ni señal alguna de que se acercara o se apartase, ni indicios de que hubiera alimentos, caricias ni otras formas de afecto. Ayla no había adiestrado conscientemente a la yegua; consideraba a Whinney como su compañera y amiga. Pero el inteligente animal había comenzado a percibir que ciertas señales y sonidos estaban asociados a algunas determinadas actividades, y había aprendido a responder adecuadamente a muchos de ellos.

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