Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–¡Oh, Rosh!, dirías todo lo contrario si te hubieras casado con un hombre de los Ramudoi y no con Dolando.
La mujer mayor la miró con ojos penetrantes.
–¿Te ha estado haciendo proposiciones alguno de los remeros? Puedo no ser tu verdadera madre, Jetamio, pero todos saben que eres como una hija mía. Si un hombre no tiene siquiera la cortesía de preguntar, no es la clase de hombre que necesitas. No puedes confiar en esos hombres del río...
–No te preocupes, Rosh. No he decidido escapar con un hombre del río..., todavía no –manifestó Jetamio con una sonrisa traviesa.
–Tamio, hay muchísimos buenos hombres de los Shamudoi que vendrán a vivir con nosotros... ¿De qué te ríes?
Jetamio se había tapado la boca con ambas manos, tratando de tragarse la risa que se obstinaba en salir entre ronquidos y carcajadas. Roshario se volvió hacia donde miraba la joven y, a su vez, se tapó la boca con una mano para no soltar también la carcajada.
–Será mejor que vaya por esas mochilas –consiguió decir finalmente Jetamio–. Nuestro amigo alto necesita ropa seca –y volvió a reír sin poder contenerse–. Parece un bebé con pantalones largos –y echó a correr para meterse en la tienda, pero Jondalar oyó su carcajada de nuevo una vez que estuvo dentro.
–¿Hilaridad, querida mía? –preguntó el curandero alzando una ceja, con mirada enigmática.
–Lo siento. No quería entrar aquí riéndome. Sólo que...
–Tal vez estoy en el otro mundo o tal vez seas una donii que ha venido para llevarme allí. Ninguna mujer en la Tierra puede ser tan bella. Pero no entiendo ni palabra de lo que estás diciendo.
Jetamio y el Shamud se volvieron simultáneamente hacia el hombre herido que acababa de hablar y miraba a Jetamio con débil sonrisa. La sonrisa de ella abandonó su rostro cuando se arrodilló junto a él.
–¡Le he molestado! ¿Cómo he podido ser tan irreflexiva?
–No dejes de sonreír, mi bella donii –dijo Thonolan, cogiéndole la mano.
–Sí, querida, le has perturbado. Pero que eso no te perturbe a ti. Supongo que estará mucho más «perturbado» cuando termines con él.
Jetamio meneó la cabeza y lanzó una mirada intrigada al Shamud.
–He venido para preguntar si necesitabas algo o si podía ayudar en algo.
–Acabas de hacerlo.
La joven pareció más perpleja aún. A veces dudaba de entender lo que decía el curandero.
Los ojos penetrantes reflejaron una mirada más amable, con un toque de ironía.
–He hecho todo lo que podía –dijo–. El tendrá que hacer lo demás. Por tanto, cualquier cosa que le dé más ganas de vivir ayudará en esta fase. Y tú lo has logrado justo con esa preciosa sonrisa..., querida mía.
Jetamio se ruborizó y agachó la cabeza, y entonces se dio cuenta de que Thonolan seguía asiéndole la mano. Alzó la mirada y encontró sus ojos grises que reían. La sonrisa con que le correspondió fue radiante.
El curandero carraspeó, y Jetamio cortó el contacto, íntimamente halagada al darse cuenta de que había estado mirando tanto rato al forastero.
–Puedes hacer algo. Puesto que está despierto y lúcido, intentaremos que tome un poco de alimento. Si hay caldo, creo que lo bebería de tu mano.
–¡Oh, por supuesto! Voy a buscarlo –dijo la joven, saliendo de prisa para disimular su confusión.
Vio que Roshario intentaba hablar con Jondalar, que estaba de pie, incómodo, y trataba de mostrarse amable. Y regresó corriendo para completar el resto de su misión.
–Tengo que llevarme sus mochilas y Roshario quiere saber cuándo se podrá mover a Thonolan –dijo Jetamio.
–¿Cómo dices que se llama?
–Thonolan. Eso es lo que me ha dicho el mayor.
–Dile a Roshario que faltan uno o dos días. Todavía no está lo suficientemente bien para realizar una travesía con el río tan agitado.
–¿Cómo sabes mi nombre, bella donii, y cómo te puedo preguntar el tuyo? –dijo Thonolan. Jetamio se volvió para sonreírle antes de salir presurosa con las dos mochilas. Él se tendió otra vez con una sonrisa de complacencia, pero dio un respingo al observar, por vez primera, al curandero de cabello canoso. El rostro enigmático tenía una sonrisa felina, sabia, entendida, incluso algo depredadora.
–¿No es espléndido el amor joven? –comentó el Shamud. El significado de las palabras se perdió para Thonolan, pero no la ironía; eso le hizo fijarse mejor.
La voz del curandero no era profunda ni aguda; Thonolan buscó algún indicio en sus ropas o en su comportamiento que le indicara si era una contralto femenina o un tenor masculino. No supo a qué atenerse, y aunque no hubiera sabido decir por qué, se tranquilizó, seguro de que se encontraba en las mejores manos.
El alivio de Jondalar fue tan evidente al ver que Jetamio salía de la tienda con las mochilas, que la joven sintió vergüenza por no habérselas traído antes. Comprendía su problema, pero era tan gracioso... Le dio las gracias enfáticamente con palabras desconocidas, pero que, de todos modos, transmitían su agradecimiento, y a continuación echó a andar hacia los arbustos. Se sintió tan a gusto con ropa seca que hasta perdonó las carcajadas de Jetamio.
«Supongo que mi aspecto era ridículo –pensó–, pero ese dichoso pantalón estaba mojado y frío. Bueno, esas carcajadas constituyen un bajo precio por su ayuda. No sé lo que habría hecho..., me pregunto cómo lo supieron. Tal vez el curandero tenga otros poderes..., eso lo explicaría. Ahora mismo, me conformo con los poderes curativos.» Se interrumpió. «Por lo menos creo que ese zelandoni tiene poderes curativos. No he visto a Thonolan. No sé si está mejor o no. Creo que es hora ya de que me entere. Al fin y al cabo, es mi hermano. No pueden mantenerme alejado si quiero verle.»
Jondalar regresó al campamento, dejó su mochila junto al fuego, estiró deliberadamente su ropa mojada para que siguiera secándose y se dirigió a la tienda.
Casi tropezó con el curandero que salía justo cuando él se agachaba para entrar. El Shamud le miró de arriba abajo, y antes de que Jondalar pudiera intentar decir nada, le sonrió acogedor, se apartó y le hizo una señal con un gesto exageradamente gracioso, en prueba de aquiescencia.
Jondalar echó una mirada al curandero para juzgarle: no había el menor indicio de que estuviera cediendo autoridad en los ojos penetrantes que le calibraban a él también, aunque cualquier otra señal reveladora de intención fuese tan oscura como el color ambiguo. La sonrisa, que a primera vista parecía aduladora, era más bien irónica si uno se fijaba bien. Jondalar tuvo la sensación de que aquel curandero, como muchos de su clase, podría ser un amigo poderoso o un formidable enemigo.
Asintió, como reservándose la opinión, sonrió brevemente con gratitud y entró. Le sorprendió ver que Jetamio había llegado antes que él. Estaba sosteniéndole la cabeza a Thonolan, acercando una taza de hueso a los labios de éste.
–Debí adivinarlo –dijo, y su sonrisa era de auténtico júbilo al ver que su hermano estaba despierto y, por lo visto, muy mejorado–. Lo has vuelto a hacer.
Los dos miraron a Jondalar.
–¿Qué he vuelto a hacer, Hermano Mayor?
–Abres los ojos, parpadeas tres veces y ya te las has arreglado para conseguir que la mujer más guapa de los alrededores te cuide.
La sonrisa de Thonolan era la visión más agradable que pudiera imaginar su hermano.
–Tienes razón en cuanto a lo de más guapa –Thonolan miró a Jetamio con entusiasmo–. Pero ¿qué estás haciendo en el mundo de los espíritus? Y ahora que lo pienso, recuerda que es mi propia donii personal. Puedes quedarte con tus ojazos azules.
–No te preocupes por mí, Hermano Menor. Cada vez que me mira no puede aguantar la risa.
–Puede reírse de mí todo lo que quiera –dijo Thonolan, sonriendo a la joven. Ella le devolvió la sonrisa–. ¿Puedes imaginar despertar de entre los muertos frente a esa sonrisa? –Su inclinación empezaba a parecer adoración, al mirarla a los ojos.
Jondalar miró a su hermano y a Jetamio.
«¿Qué está pasando aquí? Thonolan acaba de despertar, no pueden haber intercambiado una sola palabra, pero juraría que está enamorado.» Y volvió a mirar a la joven, esta vez más objetivamente.
Tenía el cabello de un color indefinido, un matiz de moreno claro, y era más delgada y menuda que las mujeres que atraían generalmente a Thonolan. Casi podía confundirse con una niña. Tenía el rostro en forma de corazón, con rasgos regulares, y era una joven bastante común; guapa, sí, pero desde luego nada excepcional..., mientras no sonriera.
Entonces, mediante alguna alquimia misteriosa, alguna distribución inexplicable de luz y sombras, alguna modificación sutil de las proporciones, se volvía bella, absolutamente bella. La transformación era tan completa que también Jondalar la había considerado bella. Sólo tenía que sonreír una vez para crear esa impresión, y sin embargo le parecía que no era mujer que sonriera frecuentemente. Recordó que le había parecido tímida y solemne al principio, aun cuando ahora parecía difícil de creer. Estaba radiante, de una vivacidad vibrante, y Thonolan la miraba con una sonrisa idiota, de enamorado.
«Bueno, Thonolan ya ha estado enamorado en otras ocasiones, pensó Jondalar. Sólo espero que no le resulte demasiado penoso cuando nos marchemos.»
Uno de los cordones que mantenían cerrada la solapa de la parte superior de su tienda estaba desatado; Jondalar lo miraba sin verlo. Estaba bien despierto, dentro de su saco de dormir, preguntándose qué le habría sacado de la profundidad de su sueño tan rápidamente. No se movía, pero escuchaba, olía, tratando de reconocer algo insólito que pudiera haberle advertido de algún peligro inminente. Al cabo de unos instantes, se deslizó fuera de su saco y miró cuidadosamente por la abertura de su tienda, pero no pudo ver nada extraño.
Unas cuantas personas estaban reunidas alrededor de la hoguera del campamento. Se acercó, sintiéndose aún inquieto y nervioso. Algo le molestaba, pero no sabía qué. ¿Thonolan? No; entre la habilidad del Shamud y el cuidado atento de Jetamio, su hermano estaba mejorando. No, no era Thonolan quien le intranquilizaba, no exactamente.
–¡Hola! –dijo a Jetamio cuando ésta alzó la mirada y le sonrió.
Ya no le parecía tan chistoso. Su interés por Thonolan había comenzado a convertirse en amistad, aun cuando la comunicación se limitaba a los gestos básicos y las pocas palabras que él había aprendido.
Le tendió una taza de líquido caliente. Él dio las gracias con las palabras aprendidas para expresar el concepto de agradecimiento, deseando hallar la manera de compensarles la ayuda que le habían dado. Tomó un sorbo, arrugó el entrecejo y tomó otro: era un té de hierbas, nada desagradable pero sorprendente. Por lo general, por la mañana bebían un caldo de carne. Su nariz le indicó que la caja de madera junto al fuego contenía raíces y grano fermentándose al calor, pero nada de carne. Bastó una rápida mirada para explicarse el cambio en el menú matutino: no había carne, nadie había ido a cazar.
Bebió de un trago, dejó la taza y echó a correr hacia su tienda. Mientras estuvo esperando, había terminado de hacer las fuertes lanzas del tronco de aliso e incluso les había puesto puntas de pedernal. Recogió las dos fuertes astas que estaban apoyadas contra la parte posterior de la tienda, metió la mano para sacar su mochila, cogió varias de las lanzas más ligeras y regresó junto al fuego. No sabía muchas palabras, pero no era necesario hablar mucho para comunicar el deseo de ir de caza, y antes de que el sol avanzara mucho, un grupo entusiasmado se había reunido para acompañarle.
Jetamio estaba indecisa. Quería permanecer junto al forastero herido cuyos ojos sonrientes le hacían sentirse dichosa cada vez que él la miraba, pero también deseaba ir de caza. Nunca se perdía una cacería si no tenía otra cosa más importante que hacer, al menos desde que estuvo en condiciones de cazar. Roshario la animó a que fuera.
–Él estará bien. El Shamud podrá ocuparse de él sin tu ayuda hasta que vuelvas; y también yo estoy aquí.
Los cazadores habían partido ya cuando Jetamio gritó que la esperaran y corrió atándose la capucha. Jondalar se había preguntado si la joven cazaría. Las jóvenes Zelandonii solían hacerlo. Para la mujer, era cuestión de gusto y de los hábitos de la Caverna. Una vez empezaban a tener hijos, solían permanecer más cerca de casa, excepto durante una batida; porque entonces, toda persona fuerte y sana era necesaria para azuzar a una manada y hacerla caer en las trampas o perseguirla por los riscos.
A Jondalar le agradaban las mujeres que cazaban; lo mismo ocurría con todos los hombres de su Caverna, aun cuando sabía que ese sentimiento no era general. Se decía que las mujeres que habían cazado solían calibrar las dificultades y resultaban mejores compañeras. Su madre había sido admirada sobre todo por sus hazañas en el rastreo, y a menudo se había unido a una partida de caza incluso después de tener hijos.
Esperaron a que Jetamio los alcanzara, y luego reanudaron la marcha a buen paso. Jondalar tuvo la impresión de que la temperatura estaba bajando, pero iban tan aprisa que no estuvo seguro hasta que se detuvieron junto a un arroyuelo serpenteante que se abría paso a través de la pradera, en busca del camino hacia la Madre. Al llenar su bolsa de agua vio que el hielo se espesaba junto a la orilla. Se echó hacia atrás la capucha, pues la piel que le rodeaba el rostro limitaba su campo de visión..., pero no tardó en volver a encasquetársela; decididamente, el aire cortaba la cara.
Alguien vio huellas río arriba, y todos se reunieron alrededor mientras Jondalar las examinaba. Era evidente que una familia de rinocerontes se había detenido allí hacía poco para beber. Jondalar trazó el plan de ataque en la arena húmeda de la ribera con un palito, lo que le permitió observar que los cristales de hielo estaban endureciendo el suelo. Dolando hizo una pregunta con otro palito, y Jondalar afinó el dibujo. Llegaron a un entendimiento y todos se mostraron ansiosos por reanudar la marcha.
Se pusieron a trotar siguiendo las huellas. El paso rápido les hizo entrar en calor, y se quitaron las capuchas. El cabello largo y rubio de Jondalar crepitaba y se pegaba a la piel de su capucha. Tardaron más de lo que él pensaba en alcanzarlos, pero cuando divisaron más adelante a los rinocerontes lanudos, de un color entre moreno y rojizo, comprendió la causa: los animales corrían más que de costumbre... y se dirigían directamente al norte.
Jondalar miró al cielo con desasosiego; era como un cuenco invertido, de un azul profundo, suspendido sobre ellos, con sólo unas pocas nubes dispersas en lontananza. No parecía que se estuviera preparando una tormenta, pero él estaba dispuesto a dar media vuelta, cargar con Thonolan y echar a correr. Ninguno de los demás parecía tener ganas de regresar, ahora que habían avistado la manada. Se preguntó si en sus tradiciones entraría la previsión de las nevadas mediante el movimiento de los rinocerontes hacia el norte, pero dudaba que así fuera. Había sido idea suya salir de caza y no le había costado mucho contagiarla, pero ahora quería regresar junto a Thonolan y llevarle a lugar seguro. Pero ¿cómo explicar que se preparaba una tormenta de nieve cuando apenas había nubes en el cielo y no sabía hablar el idioma? Meneó la cabeza; tendrían que matar antes un rinoceronte.