Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
El día siguiente fue una pesadilla para Jondalar. El lado izquierdo del cuerpo de Thonolan era sensible al menor roce, y estaba muy magullado. Jondalar apenas había dormido. Había sido una noche difícil para Thonolan, y cada vez que gemía, su hermano se levantaba. Pero lo único que podía ofrecerle era la tisana de corteza de sauce, que no representaba una gran ayuda. Por la mañana coció algo de comida, hizo caldo, pero ninguno de los dos comió mucho. Al llegar el atardecer, la herida estaba ardiendo y el joven tenía calentura.
Thonolan despertó de un sueño intranquilo y abrió los ojos frente a los ojos azules de su hermano. El sol acababa de traspasar el límite de la tierra, y aunque todavía había luz en el exterior, en la tienda casi no se veía. La oscuridad no impidió que Jondalar descubriera que su hermano tenía los ojos vidriosos, no en balde había estado gimiendo y murmurando entre sueños.
Jondalar trató de sonreír valerosamente.
–¿Qué tal te encuentras?
A Thonolan el dolor le impedía sonreír, y la mirada preocupada de Jondalar no era precisamente tranquilizadora.
–No me siento con ganas de cazar rinocerontes –respondió.
Permanecieron un rato en silencio, sin saber qué decir. Thonolan cerró los ojos y dio un hondo suspiro; estaba cansado de luchar contra el dolor; le dolía el pecho cada vez que respiraba, y el profundo dolor de la ingle izquierda parecía haberse extendido a todo su cuerpo. De haber pensado que quedaba alguna esperanza, habría resistido, pero cuanto más tiempo pasaran allí, menos oportunidades tendría Jondalar de cruzar el río antes de que se echara encima una tormenta. Sólo porque él fuera a morir no había razón para que también su hermano pereciera. Abrió de nuevo los ojos.
–Jondalar, ambos sabemos que sin ayuda no hay esperanza para mí, pero tampoco hay razón para que tú...
–¿Qué quieres decir con que no hay esperanza? Eres joven y fuerte. Te pondrás bien.
–No hay tiempo suficiente. No tenemos la menor oportunidad aquí, a campo raso. Jondalar, ponte en marcha, encuentra un lugar donde quedarte, tú...
–¡Estás delirando!
–No, yo...
–No hablarías así si estuvieras en tus cabales. Tú preocúpate por recuperar tus fuerzas..., deja que yo me preocupe de todo lo demás. Los dos vamos a salir bien de esto. Tengo un plan.
–¿Qué plan?
–Te lo contaré cuando haya perfilado todos los detalles. ¿Quieres algo de comer? Casi no has comido.
Thonolan sabía que su hermano no se iría mientras él estuviera con vida. Estaba cansado, quería abandonar la lucha, que llegara el final y que Jondalar tuviera una oportunidad.
–No tengo hambre –dijo, y vio en los ojos de su hermano que se sentía herido–; aunque podría beber un poco de agua. Jondalar vertió el resto del agua y sostuvo la cabeza de Thonolan mientras éste bebía. Sacudió la bolsa.
–Está vacía, voy a buscar más.
Quería un pretexto para salir de la tienda. Thonolan estaba a punto de abandonarse. Jondalar había mentido al decir que tenía un plan. Había perdido la esperanza..., no era extraño que su hermano considerase que la situación era desesperada. «Tengo que hallar la manera de cruzar el río y encontrar ayuda.»
Subió una pequeña pendiente que le permitía divisar mejor el río, por encima de los árboles, y observó cómo una rama rota había quedado trabada en una roca saliente. Se sentía tan atrapado e indefenso como aquella rama desnuda y, dejándose llevar por un impulso, fue hasta la orilla y la liberó de la roca que la cerraba el paso. Vio cómo la corriente se la llevaba río abajo y se preguntó hasta dónde llegaría antes de resultar atrapada por otra cosa. Vio otro sauce y arrancó más corteza interior con el cuchillo. Thonolan podría tener otra mala noche; lo más seguro era que la tisana no le sirviera de mucho.
Finalmente se apartó de la Hermana y regresó al arroyo que tributaba su diminuto caudal al del río turbulento. Llenó la bolsa de agua y reanudó su camino de vuelta al campamento. No sabía a ciencia cierta qué fue lo que le incitó a mirar río arriba –tal vez oyera algo por encima del sonido del torrente impetuoso–, pero cuando lo hizo, se quedó boquiabierto sin dar crédito a lo que veía.
Algo se aproximaba desde la parte alta del río y se dirigía en línea recta hacia la orilla donde él estaba parado. Un enorme pájaro acuático, con un cuello largo y curvo que sostenía una cabeza encrestada y grandes ojos que no parpadeaban, se acercaba a él. Advirtió movimiento a espaldas de la criatura al acercarse, cabezas de otras criaturas. Una de las criaturas pequeñas hizo señas con la mano.
–¡Ho-la! –grito una voz. Nunca había oído Jondalar un sonido tan maravilloso.
Ayla se pasó el dorso de la mano por la sudorosa frente y sonrió a la potranca amarilla que le propinaba empujones con el hocico, tratando de metérselo bajo la mano. La potranca no soportaba que Ayla se apartara de su vista y la seguía por todas partes; a la joven eso no la molestaba, deseaba su compañía.
–Yegüita, ¿cuánto grano tendré que recoger para ti? –preguntó Ayla por señas. La potranca, pequeña y de color del heno maduro, observaba atentamente los movimientos de la joven; aquello le recordaba a Ayla su niñez, cuando aprendía el lenguaje de señas del Clan–. ¿Estás tratando de aprender a hablar? Bueno, a comprender por lo menos. Te sería difícil hablar con las manos, pero tengo la impresión de que te esfuerzas por entenderme de algún modo.
El habla de Ayla incorporaba unos pocos sonidos; el lenguaje ordinario del Clan no era totalmente silencioso, sólo lo era el antiguo lenguaje oficial. Las orejas de la potranca se enderezaban tan pronto como oía alguna palabra en voz alta.
–Estás escuchándome, ¿verdad? –Ayla meneó la cabeza–. Sigo llamándote yegüita, potrilla..., eso no está bien. Creo que necesitas un nombre. ¿Eso es lo que estás tratando de oír, el sonido de tu nombre? Me pregunto cómo te llamaría tu madre; claro que, aunque lo supiera, no creo que consiguiera pronunciarlo.
La potranca seguía observándola con atención, pues se daba cuenta de que Ayla se ocupaba de ella al mover así las manos. Al callar Ayla, relinchó suavemente.
–¿Estás contestándome? ¡Wiiinnney! –Ayla había intentado remedar el sonido y consiguió algo parecido. La yegüita respondió al sonido casi familiar moviendo la cabeza de arriba abajo y lanzando otro relincho como respuesta.
–¿Así es como te llamas? –Ayla sonreía. La potranca volvió a sacudir la cabeza, dio un par de brincos, se alejó y después regresó. La joven rió–. Entonces, todos los caballos pequeños deben de tener el mismo nombre o tal vez yo no distinga la diferencia –Ayla volvió a relinchar y la yegua volvió a emitir un hin, y ambas jugaron así un rato. Eso le hacía recordar a Ayla el juego de sonidos que practicaba con su hijo, sólo que Durc podía repetir cualquier sonido que ella hiciera. Creb le había dicho que se expresaba por medio de numerosos sonidos cuando la encontraron, y ella sabía que era capaz de producir algunos que los demás no podían reproducir. Se había sentido complacida al comprobar que también su hijo podía hacerlos.
Ayla volvió a su trabajo de cosechar el alto trigo mocho; también crecía trigo escandia en el valle, y una especie de centeno parecida a la que crecía cerca de la caverna del clan. Estaba pensando en ponerle nombre a la yegua.
«Nunca le he puesto nombre a nadie hasta ahora, y sonrió al pensarlo. ¡Desde luego, cualquiera diría que soy una extravagante por ponerle nombre a un caballo! En realidad, nada más extravagante que cohabitar con él.» Observó al animalito que corría y retozaba alegremente. «Me gusta mucho que viva conmigo», pensó Ayla, sintiendo un nudo en la garganta. «No me siento tan sola con ella junto a mí. No sé qué haría si me quedara sin ella. Voy a ponerle nombre.»
El sol había iniciado su carrera descendente cuando Ayla se detuvo y miró al cielo. Era un cielo grande, vasto, vacío. Ni una sola nube medía su profundidad ni detenía la mirada hacia el infinito. Sólo la lejana incandescencia hacia el poniente, cuya circunferencia vacilante se percibía por refracción, interrumpía la extensión inmensa de un azul uniforme. Calculando la luz del día que le quedaba según el espacio entre la luminosidad y la cima del acantilado, decidió poner fin a la jornada.
La yegua, viendo que la atención de la joven se había apartado del trabajo, relinchó y se acercó a ella.
–¿Quieres que regresemos a la cueva? Primero vamos a beber un poco de agua.
Y poniendo su brazo sobre el cuello de la potranca, echó a andar con ella hacia el río.
El follaje cercano al agua que se deslizaba al pie de la abrupta muralla meridional era un calidoscopio de color a cámara lenta, reflejando el ritmo de las estaciones; el verde profundo de pinos y abetos se fundía con oros cálidos, amarillos pálidos, marrones fuertes y rojos ardientes. El valle abrigado era un pequeño muestrario que se destacaba sobre el telón de fondo de las estepas, de un beige apagado, y el sol calentaba más entre sus murallas que lo protegían del viento. A pesar de los colores del otoño, parecía un día de verano, una ilusión engañosa.
«Creo que recogeré más hierba. Ya empiezas a comerte la cama cuando te la cambio por hierba fresca.» Mientras caminaba al lado del caballito, Ayla proseguía su monólogo; de repente dejó de mover las manos y entonces sus pensamientos siguieron solos el hilo de la reflexión. «Iza recogía siempre hierba en otoño para las camas de invierno. ¡Olía tan bien al cambiarlas, especialmente cuando había caído mucha nieve y el viento soplaba fuera! Me encantaba quedarme dormida oyendo el viento y aspirando el olor a heno fresco del verano.»
Al ver la dirección que habían tomado, la yegüita se adelantó trotando. Ayla sonrió con indulgencia.
–Debes de tener tanta sed como yo, yegüita, Whinney –dijo en voz alta, en respuesta a la llamada del animal–. Suena como un nombre de caballo, pero hay que imponértelo en la debida forma. ¡Whinney! ¡Whinney! –gritó–. La yegua enderezó las orejas, se volvió a mirar a la joven y se dirigió trotando hacia ella.
Ayla le frotó la cabeza y la rascó. Estaba cambiando su áspero pelaje y cubriéndose de pelos más largos, de invierno, y siempre le gustaba que la rascaran.
–Creo que te gusta el nombre, y te sienta bien, caballito. Celebremos una ceremonia de imposición de nombre. Pero no puedo cogerte en mis brazos y no está Creb aquí para marcarte. Supongo que yo tendré que ser el mog-ur y hacerlo todo –sonrió–. A quién se le ocurre, una mujer mog-ur.
Ayla regresó al río, pero se desvió hacia arriba al comprobar que se encontraba cerca del punto en que había abierto la zanja con la trampa. Había rellenado el hoyo, pero la yegüita estaba rondándolo, resoplando, bufando y piafando, como si algún olor o recuerdo la trastornara. La manada no había vuelto desde el día en que echó a correr por el valle, hasta el otro extremo, alejándose de su fuego y sus ruidos.
Condujo a la yegua más cerca de la cueva para que bebiera. El río turbio, lleno de sedimentos otoñales, se había retirado de su altura máxima dejando un lodo rico y oscuro en la orilla. Los pies de Ayla chapoteaban, cubriéndose de una capa rojiza que le recordaba la pasta de ocre rojo que el Mog-ur empleaba para fines ceremoniales, como, por ejemplo, poner nombre. Metió el dedo en el lodo y se marcó la pierna, después sonrió y recogió un puñado.
«Iba a ponerme a buscar ocre rojo –pensó–, pero esto servirá.»
Cerrando los ojos, Ayla trató de recordar lo que había hecho Creb al ponerle nombre a su hijo. Podía ver su viejo rostro devastado con un colgajo de piel cubriéndole el orificio donde debería haber estado el ojo, su fuerte nariz, sus arcos ciliares salientes y su frente baja y huidiza. La barba se le había vuelto escasa y desgreñada, y la línea del cabello había retrocedido, pero lo recordaba tal como aparecía aquel día; no era joven, pero estaba en la cima de su poderío. Había querido a aquel viejo rostro escabroso, magnífico.
De repente todas sus emociones la asaltaron en tropel: el temor de perder a su hijo y su gozo inconmensurable al ver una taza de pasta de ocre rojo. Tragó varias veces saliva, pero el nudo que tenía en la garganta no quería ceder y se secó una lágrima sin saber que había dejado una mancha en su lugar. La yegüita se recostaba sobre ella, buscando afecto con el hocico, casi como si sintiera la misma necesidad que Ayla experimentaba. La mujer se arrodilló y abrazó al animal, dejando reposar su frente en el robusto cuello de la potranca.
«Se supone que ésta va a ser la ceremonia de tu nombre», se dijo recobrando el control. El lodo se había escurrido entre sus dedos. Cogió otro puñado y después alzó la otra mano hacia el cielo, como había hecho siempre Creb con sus gestos abreviados de una sola mano, pidiendo a los espíritus que le asistieran. Entonces vaciló, pues no estaba segura de si debería invocar a los espíritus del Clan para ponerle nombre a un caballo..., tal vez no lo aprobaran. Metió los dedos en el barro que tenía en la otra mano y trazó una línea sobre la frente de la potranca desde arriba hasta la nariz, lo mismo que Creb había trazado una línea con la pasta de ocre rojo desde el punto en que se unían los arcos superciliares de Durc hasta la punta de su naricilla.
–Whinney –dijo Ayla en voz alta, y terminó empleando el lenguaje oficial–. El nombre de esta niña..., de este caballo hembra, es Whinney.
La yegua sacudió la cabeza arriba y abajo, tratando de deshacerse del lodo húmedo, y eso le dio risa a Ayla.