Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Al acercarse al valle, una piedra veloz cobró una liebre para Bebé, y de repente se encontró preguntándose si habría sido juicioso llevar al cachorro a su caverna, imaginándoselo como un león cavernario adulto. Sus aprensiones sólo duraron hasta que el leoncito corrió a ella, anhelante y feliz por su regreso, buscando sus dedos para chupárselos y lamiéndole con su áspera lengua.
Más tarde, aquella misma noche, después de despellejar la liebre y cortarla en trozos para Bebé, limpiar el sitio de Whinney y ponerla un poco de heno fresco y preparar su propia cena, estaba sentada bebiendo una infusión caliente, mirando fijamente el fuego y recordando los sucesos del día. El joven león cavernario estaba dormido en el fondo de la caverna, lejos del calor directo del fuego. Ayla se puso a recordar las circunstancias que la habían impelido a adoptar al cachorro, y sólo pudo llegar a la conclusión de que tal había sido el deseo de su tótem. No sabía por qué, pero el Gran León Cavernario había enviado a uno de los suyos para que ella lo criara.
Tocó el amuleto que colgaba de la correa que llevaba al cuello y tentó los objetos que contenía; después, en el lenguaje oficial y silencioso del Clan, se dirigió a su tótem: «Esta mujer agradece que le haya sido mostrado. Esta mujer puede no llegar nunca a saber por qué fue escogida, pero esta mujer está agradecida por el bebé y la yegua». Se detuvo y después agregó: «Algún día, Gran León Cavernario, esta mujer sabrá para qué fue enviado el cachorro... si su tótem decide revelárselo».
La carga de trabajo habitual para Ayla en verano, preparándose para la estación fría que se avecinaba, se complicó por la presencia del león cavernario: era un carnívoro puro y simple, y necesitaba grandes cantidades de carne con que satisfacer las exigencias de su rápido crecimiento. Cazar animales pequeños con la honda le llevaba muchísimo tiempo; tendría que practicar la caza mayor, cobrar presas más grandes, tanto para sí misma como para el león. Pero para eso necesitaría a Whinney.
Bebé supo que Ayla estaba planeando algo especial al verla salir con el arnés y silbar para llamar a la yegua; había que ajustarlo de forma adecuada para que pudiera arrastrar dos palos robustos tras ella. La angarilla había demostrado su utilidad, pero Ayla deseaba encontrar un medio mejor de sujetarla para poder utilizar los canastos. Además, quería que uno de los postes pudiera moverse de modo que la yegua subiera su carga hasta la cueva. También había funcionado bien el procedimiento de secar la carne en el saliente.
No estaba segura de lo que haría Bebé ni de cómo iba a poder cazar llevándoselo, pero tendría que intentarlo. Cuando todo estuvo listo, montó a Whinney y se puso en camino. Bebé siguió detrás como habría seguido a su madre. Era tan fácil pasar al territorio al este del río que, a excepción de unas cuantas excursiones exploratorias, nunca iba al oeste. La muralla escarpada del lado oeste se prolongaba muchos kilómetros antes de que una cuesta empinada y pedregosa abriera finalmente una brecha hacia las planicies en aquella dirección. Puesto que podía llegar mucho más lejos a caballo, se había familiarizado con el lado este, por lo que le resultaba más fácil cazar allí.
Mucho había aprendido acerca de las manadas de aquella estepa, sus costumbres migratorias, sus caminos habituales y los vados de los ríos. Sin embargo, aún tenía que abrir zanjas a lo largo de caminos transitados por animales conocidos, y no era una tarea que pudiera facilitar en absoluto la intromisión de un cachorro de león lleno de vida, convencido de que la joven acababa de inventar un juego maravilloso para que él se divirtiera.
El pequeño león avanzó arrastrándose hasta el agujero rompiendo el borde con sus zarpas, brincó por encima, saltó dentro y salió de otro brinco con igual facilidad. Se revolcó en montones de tierra que Ayla había metido en la vieja tienda de cuero, que seguía usando para cargar la tierra removida. Cuando echó a andar arrastrándola, Bebé decidió que también él tiraría por su lado. Y entonces lo convirtió en el juego de tirar del cuero esparciendo toda la tierra alrededor.
–¡Bebé! ¿Cómo quieres que abra esta zanja? –dijo Ayla, exasperada pero muerta de risa, cosa que le sugirió otra idea–. Ven, voy a buscar algo para que tú lo arrastres –se puso a revolver en los canastos, que había retirado del lomo de Whinney para que ésta pudiera pacer cómodamente, y encontró la gamuza que había llevado consigo para ponerla sobre la tierra si llovía–. Tira de esto, Bebé –señaló, y lo arrastró delante del cachorro: era lo único que éste necesitaba. No podía resistirse a arrastrar una piel; estaba tan contento de sí mismo, arrastrando la piel entre sus patas delanteras, que Ayla no pudo por menos de sonreír.
A pesar de la ayuda de Bebé, Ayla consiguió abrir la zanja y cubrirla con un viejo cuero que había llevado con esa finalidad, además de extender una capa de tierra por encima. Apenas colocado el cuero en su sitio, sujeto con cuatro estaquillas, Bebé tuvo que ir a investigar, cayó en la trampa y luego salió de ella brincando con un aire de indignación escandalizada, pero después se mantuvo alejado.
Una vez preparada la trampa, Ayla silbó a Whinney y dieron un gran rodeo para colocarse detrás de una manada de onagros. No podía volver a cazar caballos, e incluso el onagro le causaba cierta incomodidad. El medio burro se parecía demasiado al caballo, pero la manada estaba tan bien situada para empujarla hacia la trampa, que no podía pasar por alto aquella oportunidad.
Después de las travesuras de Bebé junto a la zanja, Ayla estaba todavía más preocupada ante la idea de que pudiera echar a perder la cacería, pero en cuanto se situaron detrás de la manada, la actitud del cachorro cambió por completo. Se acercó cautelosamente a los onagros, lo mismo que había acechado la cola de Whinney, como si realmente fuera capaz de abatir alguno, pero era demasiado joven aún. Ayla se dio cuenta entonces de que los juegos del cachorro habían sido versiones infantiles de las habilidades de un león adulto a la hora de cazar. Era cazador de nacimiento; su comprensión de la necesidad de cautela era instintivo.
Con gran sorpresa suya, Ayla descubrió que el cachorro la estaba ayudando. Cuando la manada estuvo lo bastante cerca de la trampa hacia la que el olor a humano y león cavernario la desviaba, Ayla apremió a Whinney, gritando y haciendo ruidos para provocar una estampida. El cachorro comprendió que ésa era la señal, y se abalanzó también detrás de los animales. El olor a león cavernario incrementó el pánico de los onagros, que se dirigieron de cabeza a la trampa.
Ayla echó pie a tierra, lanza en mano, corriendo a toda velocidad hacia un onagro que chillaba tratando de salir del agujero, pero Bebé se le adelantó: brincó sobre el lomo del animal –sin saber todavía cómo aferraba el león la garganta de la presa para asfixiarla– y con dientes de leche demasiado pequeños para causar mucho daño, le mordió el cuello. Pero era una experiencia prematura para él.
De haber seguido con su familia, ningún adulto le habría permitido tomar parte en una matanza. Cualquier intento habría sido detenido con un zarpazo mortal. A pesar de su velocidad, los leones sólo corrían distancias cortas, mientras que sus presas naturales eran corredores de largas distancias. Si el león no mataba en el primer impulso de velocidad, lo más probable era que se quedara sin la presa. No podían consentir que un cachorro practicara su pericia cazadora como no fuera jugando, antes de ser casi adulto.
Pero Ayla era humana. No tenía la velocidad de la presa ni la del depredador, y además carecía de colmillos y garras. Su arma era su cerebro; con éste ideaba los medios para superar su falta de dotes naturales para la caza. La trampa –que permitía al ser humano, más lento y débil, poder cazar– daba incluso a un cachorro la oportunidad de intentarlo.
Cuando llegó Ayla, sin aliento, el onagro tenía los ojos desorbitados por el espanto, atrapado como estaba en una zanja con un gatito cavernario aferrado a su lomo y tratando de asestarle el mordisco mortal con unos dientes de leche. La mujer puso fin a la lucha del animal con un lanzazo decisivo. Con el cachorro colgando de su cuerpo –los dientecillos habían desgarrado la piel– el onagro se desplomó. Bebé no lo soltó hasta que cesó todo movimiento. La sonrisa de Ayla era la sonrisa orgullosa de una madre alentando a su hijo, mientras el leoncito cavernario, plantado sobre un animal mucho más grande que él, lleno de orgullo y convencido de que él lo había matado, intentaba rugir.
Entonces Ayla saltó a la zanja y le hizo a un lado:
–Aparta, Bebé; tengo que atar esta cuerda alrededor de su cuello para que Whinney pueda sacarlo.
El cachorro era un manojo de energía nerviosa mientras la yegua, haciendo fuerza contra la cincha que le cruzaba el pecho, sacaba al onagro de la zanja. Bebé saltó al hoyo y salió de un brinco, y cuando el onagro estuvo finalmente fuera del agujero, el cachorro saltó sobre el animal y volvió a bajarse. No sabía qué hacer consigo mismo; el león que mataba solía ser el primero en comer su parte, pero los cachorros no mataban. Según la costumbre dominante, eran los últimos.
Ayla tendió al onagro en el suelo para hacer el corte abdominal que comenzaba en el ano y terminaba en la garganta. Un león habría abierto al animal de forma similar, arrancando primero la parte blanda del vientre. Con Bebé observándola ávidamente, Ayla cortó la parte inferior, después se volvió y montó a horcajadas sobre el animal para terminar el corte.
Bebé no pudo esperar más. Se sumergió en el abdomen abierto y metió la zarpa en las entrañas sangrientas y abultadas; aferrándolas con los dientes, tiró hacia atrás como hacía cuando jugaba con el cuero.
Ayla terminó de cortar, se dio la vuelta y soltó una carcajada incontenible; se desternilló de risa hasta que se le saltaron las lágrimas. Bebé se había apoderado de un trozo de intestino pero, inesperadamente y mientras retrocedía, no halló resistencia: seguía saliendo; continuó tirando ansiosamente hasta que una madeja de tripas desenrolladas alcanzó varios metros de largo; la mirada de sorpresa del cachorro era tan graciosa que Ayla no podía contenerse. Cayó al suelo sujetándose los costados y tratando de recobrar la compostura.
El cachorro, que no sabía lo que estaba haciendo la mujer tirada en el suelo, soltó aquella manguera y fue a investigar. Sonriendo mientras le veía acercarse a saltos, Ayla le agarró la cabezota y frotó la mejilla contra su pelaje. Luego le rascó detrás de las orejas y alrededor de los belfos manchados de sangre, mientras él le lamía los dedos y trataba de subirse a su regazo. Encontró los dos dedos, y oprimiéndole los muslos alternativamente con cada una de sus zarpas delanteras, chupó, en tanto un ronroneo profundo surgía de su garganta.
«No sé lo que te trajo, Bebé –pensó Ayla–, pero me alegro de que estés aquí.»
Al llegar el otoño, el león cavernario era más grande que un lobo adulto, y su gordura de cachorro estaba dejando paso a patas larguiruchas y fuerza muscular. Pero a pesar del tamaño seguía siendo un cachorro, y Ayla llevaba a veces la señal de sus travesuras en forma de moratón o arañazo. Nunca le golpeaba: era un bebé. Sin embargo, le reprendía con la señal de: «¡Ya, Bebé!» y le empujaba agregando: «Ya basta, eres demasiado rudo», y se alejaba de él.
Eso era suficiente para que un cachorro apenado la siguiera, haciendo gestos sumisos, como hacían los miembros de una familia de leones con los más fuertes. Ella no podía resistirse, y las travesuras que seguían al perdón solían ser más tranquilas. Él enfundaba las garras antes de ponerle las zarpas sobre los hombros para empujarla –no para derribarla– y poder rodearla con sus patas delanteras. Ella tenía que abrazarle y aunque él empleaba los dientes al morderle el hombro o el brazo –como lo haría algún día al aparearse con una hembra–, lo hacía con suavidad, sin rasgarle la piel.
La joven aceptaba sus caricias y gestos afectuosos y le correspondía, pero en el Clan, mientras no matara su primer animal y llegara a la edad adulta, el hijo obedecía a la madre; Ayla no iba a permitir que fuese de otra manera; el cachorro la aceptaba como madre y, por tanto, era natural para ella mostrarse dominadora.
La mujer y el caballo eran su familia, lo único que tenía. Las pocas veces que había visto otros leones, al ir por la estepa con Ayla, sus insinuaciones amistosas e investigadoras fueron rechazadas groseramente, como lo demostraba la cicatriz que tenía en el hocico. Después de la refriega de la que Bebé salió con la nariz ensangrentada, la mujer evitaba a los leones cuando llevaba consigo al cachorro, pero cuando salía sola, seguía observándolos.
Se dio cuenta de que estaba comparando a los cachorros de las familias salvajes con Bebé. Una de sus primeras observaciones fue que bebé era grande para su edad; a diferencia de las crías de una familia de leones, nunca conoció períodos de hambre con las costillas sobresaliendo como ondulaciones en la arena; y no sufría la amenaza de morir de hambre, ni mucho menos; con Ayla prodigándole cuidados incesantes y sustentándole, podría alcanzar el grado sumo de su potencial físico. Como una mujer del Clan con un bebé saludable y satisfecho, Ayla se enorgullecía de ver a su cachorro crecer lustroso y enorme en comparación con los cachorros salvajes.
Observó que había otro aspecto de su desarrollo en el que su joven león estaba más adelantado que sus contemporáneos: Bebé era un cazador precoz. Después de la primera vez, cuando se deleitó cazando onagros, siempre acompañó a la mujer. En vez de jugar al acecho y la caza con otros cachorros, estaba practicando con presas verdaderas. Una leona le habría impedido por la fuerza participar, pero Ayla le alentaba y, de hecho, agradecía su ayuda. Los métodos instintivos que aplicaba el cachorro para cazar eran tan compatibles con los de ella, que cazaban en equipo.