Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–Creí que no sentías atracción... –dijo Thonolan con voz desalentada, hasta que ella le hizo un guiño travieso.
–¿Le tienes envidia? –preguntó cariñosamente.
–No –contestó Thonolan después de un silencio–. No, nunca. No sé por qué, hay muchos hombres envidiosos. Mírale, creen que lo tiene todo. Como tú dices, bien hecho, guapo; mira todas esas bellas mujeres en torno suyo. Y más. Bueno con las manos, el mejor tallador de pedernal que he visto. Buena cabeza, pero no hablador. La gente le quiere; hombres, mujeres, todos. Debería ser feliz, pero no. Necesita encontrar a alguien como tú, Tamio.
–No, como yo no. Pero alguien. Quiero a tu hermano, Thonolan. Espero que encuentre lo que busca. Quizá una de esas mujeres.
–No lo creo. Lo he visto antes. Es posible que disfrute de una o más, pero no encuentra lo que quiere –vertieron algo de vino en bolsas para agua, dejaron el resto para los músicos y a continuación se dirigieron hacia Jondalar.
–¿Y qué hay de Serenio? Parece interesado en ella, y sé que ella siente por él más de lo que quiere admitir.
–Está interesado por ella, por Darvo también. Pero... quizá no haya nadie para él. Quizá busca un ensueño, una donii –y Thonolan sonrió con afecto–. La primera vez que me sonreíste, creí que eras una donii.
–Nosotros decimos que el espíritu de la Madre se vuelve ave. Ella despierta el sol con sus llamadas, trae consigo la primavera desde el sur. En otoño, algunas quedan aquí para recordárnosla. Las aves de presa, las cigüeñas, cada una de las aves constituye algún aspecto de Mudo –una ringlera de chiquillos pasaron corriendo delante de ellos, retrasando su avance–. A los niños pequeños no les gustan las aves, sobre todo cuando son niños malos. Creen que la Madre les está observando y que lo sabe todo. Algunas madres les cuentan eso a sus hijos. He oído historias de hombres adultos que llegaron a confesar alguna mala acción impulsados por la visión de ciertas aves. Además, hay otros que dicen que Ella te guía hacia tu casa si estás perdido.
–Nosotros decimos que el espíritu de Madre se vuelve donii, vuela con el viento. Tal vez Ella parezca pájaro. Nunca pensé en eso antes –dijo él, apretándole la mano. Entonces, mirándola y experimentando una oleada de amor, susurró con voz trémula por la emoción–: Nunca creí que te encontraría –trató de rodearla con el brazo, pero se encontró con que tenían las muñecas atadas–. Me alegro de que hayamos atado el nudo, pero, ¿cuándo lo cortamos? Quiero abrazarte, Tamio.
–Tal vez esperan que lleguemos a descubrir que estamos atados demasiado estrechamente –dijo ella riendo–. Pronto podremos retirarnos de la celebración. Vamos a llevarle un poco de vino a tu hermano antes de que se acabe.
–Quizá no quiera. Aparentemente bebe mucho, pero en realidad, no. No le gusta perder el control, hacer tonterías –cuando surgieron de entre las sombras del saliente, los presentes se percataron de que estaban allí.
–¡Ah! ¿Estáis ahí? Yo quiero desearte mucha felicidad, Jetamio –dijo una joven, una Ramudoi de otra Caverna, joven y vivaracha–. Qué suerte tienes; nunca nos llegan visitantes guapos que vengan a invernar con nosotras –lanzó al hombre alto lo que ella creía una sonrisa seductora, pero él estaba mirando a otra de las jóvenes con aquellos ojos asombrosos.
–Es cierto, tengo suerte –dijo Jetamio, sonriendo rendidamente a su compañero.
La joven miró a Thonolan y lanzó un profundo suspiro.
–Los dos son tan guapos. ¡No creo que yo hubiera sabido escoger!
–Y no habrías escogido, Cherunio –dijo la otra joven–. Si quieres emparejarte, tendrás que fijarte en uno solo.
Hubo una carcajada general, pero la joven estaba encantada de la atención de que era objeto.
–Lo que pasa es que no he encontrado al hombre con quien deseara asentarme –dos hoyuelos aparecieron en sus mejillas al sonreír a Jondalar.
Cherunio era la mujer más bajita del grupo. Jondalar no la había visto nunca anteriormente; entonces la vio. Aunque bajita, era toda una mujer, y tenía una cualidad de entusiasmo vivaz que la hacía muy atractiva. Era casi el polo opuesto a Serenio. Sus ojos expresaban el interés que sentía, y Cherunio casi se estremeció de gozo por haber conseguido atraer su atención. De repente volvió la cabeza, atraída por unos sonidos.
–Oigo el ritmo..., van a bailar por parejas –dijo–. Ven, Jondalar.
–No conozco pasos –repuso él.
–Yo te enseñaré; no son difíciles –insistió Cherunio, remolcándolo ansiosamente hacia la música. Él cedió a la invitación.
–Esperad, también nosotros vamos –dijo Jetamio.
La otra joven no se alegró mucho de que Cherunio hubiera captado tan rápidamente la atención de Jondalar, y éste oyó que Radonio decía: «No son difíciles... todavía», y que los demás reían a carcajadas. Pero mientras los cuatro se acercaban al lugar del baile, no se enteró del murmullo misterioso que siguió.
–Aquí queda el último pellejo de vino, Jondalar –dijo Thonolan–. Jetamio dice que se supone que nosotros abrimos el baile, pero no tenemos que quedarnos. Vamos a escabullirnos tan pronto como sea posible.
–¿No quieres llevártelo? ¿Para celebrarlo en privado?
Thonolan sonrió con picardía a su compañera.
–Bueno, en realidad no es el último, tenemos uno escondido. Pero no creo que nos haga falta. Estar a solas con Jetamio será suficiente celebración.
–¡Qué bonita entonación tiene su lenguaje! ¿No te parece, Jetamio? –dijo Cherunio–. ¿Puedes comprender lo que dicen?
–Un poquito, pero voy a aprender más. Y también Mamutoi. Fue idea de Tholie que todos aprendamos el lenguaje de los demás.
–Tholie dice que mejor manera aprender Sharamudoi es hablar todo el tiempo. Tiene razón. Lo siento, Cherunio. No correcto hablar Zelandonii.
–¡Oh, a mí no me importa! –dijo Cherunio, aunque sí le importaba. No le agradaba que la dejaran fuera de la conversación. Pero la excusa la calmó sobradamente, y formar parte del selecto grupo con los recién casados y el alto y guapo Zelandonii tenía sus ventajas. Se daba perfecta cuenta de las miradas de envidia que le lanzaban algunas jóvenes.
Cerca de la parte posterior del campo, fuera del saliente, ardía una fogata. Se detuvieron en las sombras y se pasaron el pellejo de vino, y entonces, mientras se estaba formando un grupo, las dos jóvenes mostraron a los hombres los movimientos básicos del baile. Flautas, tambores y matracas iniciaron una melodía animada, que fue captada por la que tocaba el hueso de mamut, y los matices tonales que parecían los de un xilófono se unieron al conjunto con su sonido peculiar.
Una vez iniciado el baile, Jondalar observó que los pasos básicos podían complicarse en variaciones limitadas únicamente por la imaginación del bailarín, y en ocasiones una persona o una pareja desplegaba un entusiasmo tan excepcional que todos los demás dejaban de bailar para darles ánimos a gritos y marcar el compás con los pies. Un grupo se reunió alrededor de los que bailaban, cantando y oscilando, y sin un cambio aparente, la música viró a un ritmo distinto. Y así siguió. La música y el baile nunca se detenían, porque había gente que acudía a tomar parte –músicos, bailarines, cantantes– y se retiraba a voluntad, creando una variación interminable de tono, compás, ritmo y melodía; y aquello continuaría mientras hubiera alguien con ganas de continuar.
Cherunio era una pareja llena de vida, y Jondalar, bebiendo más vino que de costumbre, se había dejado influenciar por el humor de la fiesta. Alguien comenzó una canción de respuestas diciendo la primera línea conocida. Pronto descubrió que era un cantar en el cual las palabras para ajustarse a la ocasión eran inventadas por cualquiera con el fin de provocar risas, a menudo con insinuaciones sobre Dádivas y Placeres. Pronto se convirtió en una competición entre los que trataban de ser chistosos y los que se esforzaban por no reír. Algunos participantes hacían muecas para conseguir la respuesta esperada. Entonces llegó al centro del círculo un hombre que oscilaba siguiendo el ritmo de la música.
–Ahí está Jondalar, tan grande y alto, que podría escoger entre todas. Cherunio es dulce pero chiquita. Se va a romper la espalda, o quizá se caiga.
Las palabras del hombre consiguieron el resultado esperado: carcajadas.
–¿Cómo te las vas a arreglar, Jondalar? –gritó alguno–. Tendrás que partirte el lomo sólo para darle un beso.
Jondalar sonrió con picardía a la joven.
–No partir lomo –dijo; entonces levantó en vilo a Cherunio y la besó mientras todos golpeaban el piso con los pies y reían con aprobación. Literalmente arrebatada, la joven le rodeó el cuello con sus brazos y le besó con pasión. Él había observado que varias parejas abandonaban el grupo para dirigirse a las tiendas o a esteras apartadas, y había estado calculando algo similar para sí mismo. El entusiasmo notable de la joven al besarle le hizo suponer que ella no se opondría.
No pudieron alejarse inmediatamente –sólo provocarían más carcajadas–, pero sí iniciar la retirada. Algunas personas vinieron a incorporarse al grupo de cantantes y espectadores, y el ritmo estaba cambiando. Sería un buen momento para esfumarse entre las sombras. Mientras dirigía a Cherunio hacia el exterior del círculo, Radonio se presentó súbitamente.
–Lo has tenido para ti sola toda la noche, Cherunio. ¿No crees que ya es hora de compartirlo? Al fin y al cabo, es un festival para honrar a la Madre y se supone que compartimos Su Dádiva.
Radonio se deslizó entre los dos y besó a Jondalar. Entonces, otra mujer le abrazó, y a continuación otras más. Estaba rodeado de jóvenes; al principio aceptó y devolvió besos y caricias. Pero cuando varios pares de manos se pusieron a manosearle muy íntimamente, no estaba ya tan seguro de que eso le agradara. Se suponía que los Placeres eran cosa de elegir. Oyó una lucha sorda, y de repente se encontró esquivando manos que trataban de desatarle los pantalones. Aquello ya era demasiado.
Se las sacudió sin el menor asomo de delicadeza; cuando, por fin, las muchachas comprendieron que no permitiría que ninguna le tocara, se retiraron un poco, sonriendo afectadamente. De pronto Jondalar se dio cuenta de que faltaba alguien.
–¿Dónde Cherunio está? –preguntó.
Las mujeres se miraron unas a otras riendo a carcajadas.
–¿Dónde Cherunio está? –preguntó con fuerza, y cuando vio que sólo obtenía risas por respuesta, dio un paso rápido adelante y agarró a Radonio por un brazo. La hacía daño, pero ella no quiso admitirlo.
–Pensamos que debía compartirte –dijo Radonio, con sonrisa forzada–. Todas quieren al alto y guapo Zelandonii.
–Zelandonii no quiere a todas. ¿Dónde Cherunio está?
Radonio volvió la cabeza y se negó a contestar.
–¿Quieres alto Zelandonii, dices? –estaba enojado y su voz lo confirmaba–. Vas a tener al Zelandonii grandote –y la obligó a arrodillarse.
–¡Me estás haciendo daño! ¿Por qué no me ayudan las demás?
Pero las otras jóvenes no parecían dispuestas ahora a aproximarse demasiado. Sujetándola por los hombros, Jondalar empujó a Radonio haciéndola caer junto al fuego. La música se había interrumpido y la gente se estaba acercando sin saber si debería intervenir o no. La joven luchaba por levantarse y él la mantenía inmóvil con su propio cuerpo.
–Querías Zelandonii grandote y lo tienes. Ahora, ¿dónde Cherunio?
–Aquí estoy, Jondalar. Me estaban sujetando ahí atrás, tapándome la boca. Dijeron que sólo era una broma.
–Mala broma –dijo él enderezándose y ayudando a Radonio a ponerse en pie. La joven tenía lágrimas en los ojos y se frotaba el brazo.
–Me has hecho daño –dijo llorosa.
Súbitamente Jondalar se percató de que habían tratado de gastarle una broma y que él no había sabido seguirla. No le habían lastimado a él y tampoco a Cherunio. No debería haber lastimado a Radonio. Su enojo se evaporó, sustituido por arrepentimiento.
–Yo... no tenía intención de hacerte daño..., yo...
–No la has hecho daño, Jondalar. No tanto –dijo uno de los hombres que habían presenciado la escena–. Y se lo tenía merecido. Siempre organiza líos y provoca molestias.
–Eso quisieras tú, que provocara líos contigo –se enojó una de las jóvenes acudiendo en defensa de Radonio, ahora que habían vuelto las cosas a la normalidad.
–Tal vez creas que a un hombre le gusta que todas se le echen encima, pero no es cierto.
–Mientes –dijo Radonio–. ¿Acaso piensas que no os oímos hacer bromas cuando creéis estar solos? Os he oído hablar de que queríais mujeres, todas a un tiempo. Hasta os he oído decir que deseabais mujeres antes de los Primeros Ritos, cuando sabéis que no se las puede tocar, aunque la Madre las haya preparado ya.
El joven se ruborizó y Radonio aprovechó su ventaja.
–¡Algunos hablan incluso de tomar mujeres cabeza chata!
De repente, destacándose de las sombras, al borde de la fogata, apareció una mujer. Imponía aunque en realidad no tanto por su estatura como por su enorme obesidad; el repliegue asiático de sus ojos revelaba su origen extranjero, al igual que el tatuaje de su rostro, si bien vestía una túnica shamudoi de cuero.
–¡Radonio! –exclamó–. No hay por qué hablar de cosas sucias en un festival en honor de la Madre –entonces Jondalar la reconoció.
–Lo siento, Shamud –dijo Radonio agachando la cabeza. Tenía el rostro colorado de vergüenza y estaba realmente apesadumbrada.
Jondalar se dio cuenta en aquel instante de que era muy joven; todas eran poco más que adolescentes. Él se había portado de un modo abominable.
–Querida –dijo dulcemente la mujer a Radonio–. Al hombre le agrada que le inviten, no que le avasallen.
Jondalar miró más detenidamente a la mujer; él pensaba más o menos igual.
–Pero no íbamos a hacerle daño. Pensábamos que le agradaría... al cabo de un rato.
–Y puede que sí, si os hubiérais mostrado más sutiles. A nadie le gusta que le obliguen. A ti no te gustó cuando creíste que podría forzarte, ¿verdad?
–¡Me hizo daño!
–¿De veras? ¿O más bien te obligó a hacer algo en contra de tu voluntad? ¿Y qué me dices de Cherunio? ¿Ninguna pensó que podríais estar haciéndole daño? No se puede obligar a nadie a disfrutar Placeres. Eso no es hacer honor a la Madre; es abusar de Su Dádiva.
–Shamud, es tu apuesta...
–He interrumpido el juego. Vamos, Radonio, ven. Es el Festival. Mudo quiere que Sus hijos sean felices. Ha sido un incidente sin importancia..., no debe echar a perder tu diversión, querida. El baile se reanuda; anda, ve a bailar.