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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (63 page)

BOOK: El valle de los caballos
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Además de la corteza de sauce, cogió una planta cuyos usos conocía. El tallo peludo, en vez de tener hojas, parecía salir del centro de anchas hojas de dos puntas. Cuando la cogió vio racimos de flores blancas que ahora tenían un color marrón apagado. Era tan parecida a la agrimonia, que creyó sería una variedad de esa planta, a la que las otras curanderas de la Reunión del Clan habían llamado eupatorio y que empleaban para los huesos. Ayla la utilizaba para bajar la calentura, pero había que cocerla hasta que formara un jarabe espeso, y eso llevaba tiempo. Producía mucha transpiración, pero era fuerte y ella no quería dársela al hombre –debilitado por la hemorragia–, salvo que no le quedara otro remedio. Sin embargo, más valía estar prevenida.

Se acordó de las hojas de alfalfa; las hojas frescas maceradas en agua caliente ayudaban a la coagulación; prepararía un buen caldo de carne para darle fuerzas. La curandera que había en ella estaba pensando de nuevo, haciéndole olvidar la confusión que la embargaba hacía rato. Desde el principio se había aferrado a un solo pensamiento que estaba fortaleciéndose cada vez más: «Este hombre debe vivir».

Consiguió hacerle tomar un poco de infusión de corteza de sauce, sosteniéndole la cabeza en su regazo. Él parpadeó y murmuró algo, pero sin recobrar el conocimiento. Sus arañazos y heridas se habían puesto calientes y encarnados, y la pierna se hinchaba por momentos. Ayla cambió la cataplasma y preparó otra compresa para la herida de la cabeza. Ésta, por lo menos, estaba deshinchándose. A medida que avanzaba la tarde aumentaba su preocupación; le habría gustado que Creb estuviera allí para conjurar a los espíritus y ayudarla, como solía hacer para Iza.

Para cuando oscureció, el hombre se estaba revolviendo y se agitaba, llamando. Había una palabra que repetía una y otra vez, mezclada con sonidos que encerraban la urgencia de un aviso. Pensó que podría ser un nombre, tal vez el nombre de su compañero. Con un hueso de costilla que había tallado en hueco para hacer una depresión, le dio la concentración de agrimonia en pequeñas dosis a eso de medianoche. Mientras luchaba contra el sabor amargo, abrió los ojos, pero sin que sus oscuras profundidades revelaran que reconocía algo. Fue más fácil administrarle después una infusión de datura..., era como si quisiese limpiarse la boca del otro sabor amargo. Ayla se alegró de haber encontrado cerca del valle la datura que aliviaba el dolor y fomentaba el sueño.

Pasó toda la noche en vela, esperando que remitiera la fiebre, pero casi amanecía cuando llegó al máximo. Después de lavar el cuerpo empapado en sudor con agua fresca y cambiarle vendas y ropa de cama, vio que el hombre dormía más tranquilo. Entonces se quedó adormecida, tendida en unas pieles junto a él.

De repente se encontró mirando la brillante luz del sol que penetraba por la abertura de la cueva, preguntándose por qué estaría totalmente despierta. Rodó sobre sí misma, vio al hombre y todo lo sucedido el día anterior volvió a su memoria. El hombre parecía calmado y dormía con normalidad. Ayla se quedó quieta, escuchando, y entonces oyó la fuerte respiración de Whinney. Se levantó rápidamente y acudió al otro lado de la caverna.

–Whinney –le dijo, muy excitada–, ¿ha llegado el momento?

La yegua no tuvo que contestar. Ayla había ayudado anteriormente a traer niños al mundo, había dado a luz, pero resultaba una experiencia nueva ayudar a la yegua. Whinney sabía lo que había que hacer, pero pareció agradecer la presencia consoladora de Ayla. Sólo hacia el final, con el potro a medio nacer, Ayla ayudó a sacarlo del todo. Sonrió complacida al ver que Whinney empezaba a lamer el pelaje sedoso y moreno de su recién nacido.

–Es la primera vez que veo a una yegua dando a luz con ayuda de partera –dijo Jondalar.

Ayla se volvió rápida al oírle y miró al hombre que, apoyado en el codo, la observaba.

Capítulo 20

Ayla se quedó mirando al hombre. No podía remediarlo, aunque sabía que era incorrecto. Una cosa era observarle mientras estaba inconsciente, pero contemplarle cuando estaba totalmente despierto era algo completamente diferente. ¡Tenía los ojos azules!

Sabía que ella también tenía los ojos azules; era una de las diferencias que le habían recordado con mucha frecuencia, y los había visto reflejados en el agua de la poza. Los ojos de la gente del Clan eran oscuros. Nunca había visto a nadie con los ojos azules, sobre todo de un azul tan vivo que casi no podía creer que fuera real.

Se sentía prisionera de esos ojos azules, incapaz de moverse, hasta que se dio cuenta de que estaba temblando. Entonces comprendió que había estado mirando al hombre a los ojos, y sintió que la sangre se le subía a la cara al apartar la mirada, llena de vergüenza. No sólo era descortés mirar con fijeza, sino que se suponía que una mujer nunca debía mirar directamente a un hombre, peor aún, a un extraño.

Ayla bajó la mirada al suelo, luchando por recobrar la compostura. «¿Qué estará pensando de mí?» Pero hacía tanto tiempo que no había tenido cerca a persona alguna, y además era la primera vez que recordaba haber visto a uno de los Otros. Quería mirarle. Quería llenarse los ojos, beberse la visión de otro ser humano, y de un ser humano tan insólito. Pero también era importante que él tuviera buena opinión de ella. No quería empezar mal debido a sus acciones inconvenientes provocadas por la curiosidad.

–Lo siento. No quería avergonzarte –dijo, preguntándose si la habría ofendido o si sólo era tímida. Cuando vio que ella no contestaba nada, sonrió levemente y comprendió que había hablado en Zelandonii. Pasó al Mamutoi y, al ver que no lo entendía, al Sharamudoi.

Ella le había estado observando con miradas furtivas, como hacían las mujeres que esperaban la señal del hombre para acercarse. Mas él no hacía gestos, por lo menos ninguno que ella pudiera entender. Sólo decía palabras. Pero ninguna de las palabras se parecían a los sonidos que hacían los del Clan. Se trataba de sílabas guturales y claras; fluían juntas. Ni siquiera podía darse cuenta de dónde terminaba una y comenzaba la otra. La voz tenía un tono agradable, profundo y sonoro. En cierto nivel fundamental, Ayla comprendía que debería entenderlo, pero no lo entendía.

Siguió esperando una señal de él, hasta que la espera se hizo embarazosa. Entonces recordó, de sus primeros tiempos con el Clan, que Creb había tenido que enseñarle a hablar convenientemente. Le había dicho que sólo ella sabía producir sonidos, y se había preguntado si los Otros sólo se comunicarían de ese modo. Tal vez lo que ocurría era que aquel hombre no sabía hacer señas. Finalmente, cuando comprendió que no las haría, pensó que debería encontrar otra manera de comunicarse con él, aun cuando sólo fuera para asegurarse de que tomase la medicina que le tenía preparada.

Jondalar no sabía qué hacer. Nada de lo que decía despertaba en ella la menor respuesta. Se preguntó si estaría sorda, pero recordó lo rápidamente que se había vuelto a mirarle la primera vez que habló. «¡Qué mujer tan extraña!», pensó, sintiéndose incómodo. «Me pregunto dónde estará su gente.» Echó una mirada por la cueva, vio la yegua color del heno y su potro bayo y le llamó la atención otro detalle: «¿Qué estaría haciendo una yegua en la caverna? ¿Y cómo permitía que una mujer la ayudara a dar a luz?». Nunca había visto parir a una yegua, ni siquiera en la planicie. ¿Tendría esa mujer alguna clase de poderes especiales?

Todo aquello comenzaba a tener la calidad irreal de un sueño, pero no le parecía estar dormido. «Tal vez sea peor. Quizá sea una donii que ha venido por ti, Jondalar», pensó, estremeciéndose, nada seguro de que se tratara de un espíritu benévolo..., si es que era un espíritu. Se sintió más tranquilo al ver que se movía, aunque vacilando un poco, dirigiéndose al fuego.

Sus modales eran inseguros. Se movía como si no quisiera que él la viese; le recordaba... algo. También llevaba una ropa rara. No parecía más que una pieza de cuero envolviéndole el cuerpo y sujeta con una correa. ¿Dónde había visto algo así? No podía recordarlo.

Había hecho algo interesante con sus cabellos. Los llevaba separados en secciones regulares por toda la cabeza, y trenzados. Había visto trenzas de cabello anteriormente, aunque nunca en un estilo como el de ella. No carecía de atractivos, pero era poco común. La primera vez que la miró la encontró guapa. Parecía joven –había inocencia en sus ojos–, pero, por lo que podía vislumbrar a través de un manto tan informe, tenía cuerpo de mujer madura. Parecía evitar su mirada interrogante. «¿Por qué?», se preguntaba. Comenzaba a estar intrigado..., aquella mujer resultaba un extraño enigma.

No se dio cuenta del hambre que tenía hasta que olió el rico caldo que le llevaba. Intentó sentarse y el dolor agudo de su pierna derecha le hizo comprender que tenía más heridas; le dolía todo el cuerpo. Entonces se preguntó, por vez primera, dónde estaría y cómo habría llegado allí. De repente recordó a Thonolan penetrando en el cañón..., el rugido... y el león cavernario más gigantesco que había visto en su vida.

–¡Thonolan! –gritó, mirando a su alrededor, presa de pánico–. ¿Dónde está Thonolan? –en la cueva no había nadie más que la mujer; el estómago se le contrajo. Lo sabía, pero no quería creerlo. Tal vez Thonolan estuviera en otra cueva allí cerca. Quizá alguien le estaría cuidando–. ¿Dónde está Thonolan? ¿Dónde está mi hermano?

Aquella palabra le resultaba familiar a Ayla. Era la que había repetido tantas veces cuando gritaba alarmado desde la profundidad de sus sueños. Adivinó que estaba preguntando por su compañero, y agachó la cabeza para mostrar respeto por el joven que había muerto.

–¿Dónde está mi hermano, mujer? –gritó Jondalar, cogiéndole de los brazos y sacudiéndola–. ¿Dónde está Thonolan?

La explosión sobresaltó a Ayla. La fuerza de su voz, la ira, la frustración, las emociones fuera de control que se traslucían en su tono y se revelaban en sus acciones, todo ello la perturbaba. Los hombres del Clan jamás habrían expuesto sus emociones tan abiertamente. Podían sentir con la misma intensidad, pero la virilidad se medía por el control de sí mismo.

De cualquier modo, en los ojos del hombre había dolor, y Ayla podía leer, en la tensión de los hombros y en la crispación de su mandíbula, que estaba luchando contra la verdad que sabía pero no quería aceptar. El pueblo en que se había criado se comunicaba con algo más que simples gestos y señales de las manos. La postura, la actitud, la expresión: todo ello trasmitía matices de significado que formaban parte del vocabulario. La flexión de un músculo podía revelar un matiz. Ayla estaba acostumbrada a leer el lenguaje corporal y la pérdida de un ser querido provocaba una aflicción universal.

También los ojos de ella transmitían sus sentimientos, decían su pesar, su conmiseración; meneó la cabeza y volvió a inclinarla. Él no pudo seguir negándose a lo que había adivinado. La soltó, y sus hombros cayeron, aceptándolo.

–Thonolan..., Thonolan..., ¿por qué tuviste que seguir adelante? ¡Oh, Doni!, ¿por qué? ¿Por qué te llevaste a mi hermano? –gritó, con voz tensa y abatida. Trató de resistir el embate de la desolación, cediendo a su pena, pero nunca había conocido una desesperación tan profunda–. ¿Por qué tenías que llevártelo dejándome sin nadie más? Sabías que era la única persona a la que amaba. Gran Madre..., ¿por qué? Era mi hermano... Thonolan... Thonolan...

Ayla sabía lo que era la aflicción. No se le habían escatimado sus estragos, y le compadecía, habría querido consolarle. Sin saber cómo, se encontró abrazando al hombre, meciéndole mientras él gritaba el nombre, repitiéndolo una y otra vez lleno de angustia. Él no conocía a la mujer, pero era humana y compasiva. Ella vio que la necesitaba y respondió a esa necesidad.

Cogido a ella, Jondalar experimentó una fuerza abrumadora que surgía muy dentro de él, como las fuerzas encerradas en un volcán, que una vez desatadas, no pueden ser contenidas. Con un tremendo sollozo, su cuerpo se puso a temblar convulsivamente. Brotaron de su garganta gritos fuertes y profundos, y cada vez que respiraba lo hacía con un esfuerzo desgarrador.

Nunca, desde niño, se había abandonado tan completamente. No era natural en él revelar sus sentimientos más recónditos. Eran éstos demasiado irresistibles, y desde muy joven había aprendido a dominarlos..., pero el desbordamiento provocado por la muerte de Thonolan había puesto al descubierto las aristas desnudas de recuerdos profundamente enterrados.

Había tenido razón Serenio al decir que su amor era demasiado para que la mayoría de la gente pudiera sobrellevarlo. Su ira, una vez provocada, tampoco podía contenerse antes de haber recorrido todo su curso. Siendo adolescente había causado verdaderos estragos a causa de su ira justiciera, y alguien había sufrido daños graves. Todas sus emociones eran demasiado potentes. Incluso su madre se había visto obligada a poner cierta distancia entre ellos, y había observado con simpatía silenciosa cuando los amigos retrocedían porque se apegaba demasiado fuerte a ellos, amaba demasiado, exigía demasiado de ellos. Su madre había visto características similares en el hombre con el que estuvo emparejada en otros tiempos, y en cuyo hogar había nacido Jondalar. Sólo su hermano menor parecía capaz de vérselas con su amor, de aceptar con facilidad y desviar con risas las tensiones que causaba.

Cuando resultó excesivamente difícil para ella poder manejarle, y la Caverna entera estuvo alborotada, su madre le había mandado a vivir con Dalanar. Fue una hábil maniobra. Cuando regresó, Jondalar no sólo había aprendido un oficio, sino también a controlar sus emociones, y se había convertido en un hombre alto, musculoso y notablemente guapo, con ojos extraordinarios y un carisma inconsciente que era el reflejo de lo más profundo de su corazón. En particular las mujeres percibían que había en él algo más de lo que quería mostrar. Se convirtió en un reto irresistible, pero ninguna fue capaz de conquistarle. Por muy lejos que llegaran, nunca pudieron alcanzar sus sentimientos más recónditos. Por mucho que estuvieran dispuestas a tomar, él tenía todavía más que dar. Aprendió rápidamente hasta dónde podía llegar con cada una de ellas, pero para él las relaciones eran superficiales e insatisfactorias. La única mujer en su vida que habría sido capaz de tratar con él en sus mismos términos, se había comprometido con otro. De todos modos, también habría sido una unión dispareja.

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