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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (81 page)

BOOK: El valle de los caballos
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–Es más de lo que habría tenido mi hermano de no haber estado tú aquí, Ayla. Y yo tengo muchísimo más: tengo mi vida.

Capítulo 26

–Ayla, no recuerdo haber comido nunca nada tan sabroso. ¿Dónde aprendiste a guisar tan bien? –dijo Jondalar, sirviéndose al mismo tiempo otro trozo de la deliciosa y bien condimentada perdiz blanca.

–Iza me enseñó –¿dónde podría haber aprendido? Era el plato predilecto de Creb. Ayla no sabía por qué, pero la pregunta la irritó un poco. ¿Por qué no iba a saber cocinar?–. Una curandera sabe de hierbas, Jondalar: las que curan y las que dan sabor.

Él captó el tono de fastidio en la voz de la joven y se preguntó cuál sería la causa. Sólo había querido felicitarla. La comida estaba buena; excelente, en realidad. Pensándolo bien, todo lo que ella preparaba era delicioso. Muchos de los alimentos resultaban desconocidos para él, pero una de las razones para viajar consistía en vivir nuevas experiencias, y aunque desconocida, la calidad era evidente.

«Y ella lo hace todo. Empezando por la infusión caliente de la mañana, lo hace con tal naturalidad que uno se olvida de todo lo que hace. Cazó, cosechó y cocinó esta comida. Lo proporcionó todo. Lo único que haces es comértelo, Jondalar. No has aportado nada. Lo has recibido todo y no has dado nada a cambio... menos que nada.

»Y ahora la felicitas..., palabras. ¿Puedes reprocharle que se sienta fastidiada? Se alegrará cuando te vayas, sólo sirves para darle más trabajo.

»Podrías cazar un poco, por lo menos devolverle algo de la carne que has comido. De todos modos, eso sería muy poco, ¡después de todo lo que ha hecho por ti! ¿No se te ocurre nada más... duradero? Ya caza bastante bien ella sola. ¿De qué serviría un poco más de caza?

»Pero ¿cómo lo consigue con esa lanza tan rudimentaria? Me pregunto..., ¿le parecería que estoy insultando a su Clan si yo... le ofreciera...?»

–Ayla..., yo, ejem..., me gustaría decirte algo, pero no quisiera ofenderte.

–¿Por qué te preocupa ahora ofenderme? Si tienes algo que decir, dilo –su irritación era patente, y él sintió tanta pena que en poco estuvo que se quedara callado.

–Tienes razón. Es un poco tarde. Pero me preguntaba... ejem... ¿Cómo cazas con esa lanza?

La pregunta la intrigó.

–Abro una zanja y corro; no, provoco una estampida en una manada, hacia la zanja. Pero el invierno pasado...

–¡Una trampa! Por supuesto, entonces puedes acercarte lo suficiente para usar esa lanza. Ayla, has hecho tanto por mí que quisiera hacer algo por ti antes de marcharme, algo que valga la pena. Pero no quiero que mi sugerencia te ofenda. Si no te gusta, lo olvidas y ya está. ¿De acuerdo?

Ella asintió con la cabeza, algo aprensiva pero curiosa.

–Tú eres... eres una buena cazadora, especialmente considerando tu arma, pero creo que puedo enseñarte la manera de hacerlo más fácil, con una mejor arma de caza, si me lo permites.

El fastidio de Ayla se evaporó.

–¿Quieres eseñarme a usar un arma mejor para cazar?

–Y una manera más fácil de cazar..., a menos que no quieras. Hará falta algo de práctica...

Ayla meneó la cabeza, incrédula.

–Las mujeres del Clan no cazan, y ningún hombre quería que yo cazara..., ni siquiera con la honda. Brun y Creb sólo lo permitieron para apaciguar a mi tótem. El León Cavernario es un poderoso tótem masculino, y les hizo saber que él quería que yo cazara. No se atrevieron a desafiarlo –de repente recordó una escena, viva aún en su memoria–. Hicieron una ceremonia especial –se tocó la pequeña cicatriz que tenía en la garganta–. Creb sacó sangre de mi cuello como sacrificio a los antiguos, para convertirme en la Mujer que Caza.

»Cuando encontré este valle, la única arma que conocía era mi honda. Pero una honda no basta, de modo que hice lanzas como las que utilizaban los hombres, y aprendí a cazar con ellas, lo mejor que pude. Nunca creía que un hombre me quisiera enseñar una manera mejor de hacerlo –se detuvo y se miró el regazo, súbitamente abrumada–. Te lo agradecería muchísimo, Jondalar. No puedo decirte cuánto.

Las líneas de tensión que surcaban la frente del hombre se borraron. Creyó ver que brillaba una lágrima. ¿Significaría eso tanto para ella? ¡Y él que pensó que no lo tomaría a bien! ¿Llegaría a comprenderla algún día? Cuanto más la conocía, menos sabía de ella. ¿Aprendería sola?

–Necesitaré hacer algunas herramientas especiales y algunos huesos; los de pata de ciervo que encontré servirán, pero hará falta remojarlos. ¿Tienes algún recipiente que pueda servir para remojar huesos?

–¿De qué tamaño lo quieres? Tengo muchos recipientes –dijo, levantándose.

–Puedo esperar a que termines de comer, Ayla.

Ya no tenía ganas de comer: estaba demasiado excitada. Pero él no había terminado. Ayla se volvió a sentar y se puso a picotear la comida hasta que él se dio cuenta de que no comía.

–¿Quieres que busquemos ahora entre los recipientes? –preguntó.

Ayla se puso de pie de un salto, se fue al área de almacenamiento y regresó a buscar una lámpara de piedra; estaba oscuro el fondo de la cueva. Entregó la lámpara a Jondalar mientras ella descubría canastos, tazones y recipientes de corteza de abedul que estaban recogidos y metidos unos dentro de otros. Él alzaba la lámpara para alumbrar mejor, y echó una mirada a su alrededor. Había allí mucho más de lo que ella pudiera necesitar.

–¿Tú has hecho todo eso?

–Sí –contestó, buscando entre los montones.

–Te habrá llevado días..., lunas..., estaciones. ¿Cuánto tiempo empleaste?

Ayla trató de hallar el modo de contestar.

–Estaciones, muchas estaciones. La mayor parte las hice durante la estación fría. No tenía otra cosa que hacer. ¿Alguno de éstos es del tamaño conveniente?

Jondalar miró los recipientes que ella había sacado y eligió varios, más por examinar la artesanía que por escoger. Resultaba difícil de creer. Por muy hábil que fuera o muy rápida con sus manos, habría tardado mucho en hacer las canastas finamente trenzadas y los tazones de fino acabado. ¿Cuánto tiempo llevaría allí sola?

–Éste estaría bien –dijo, escogiendo un tazón grande en forma de artesa con los laterales altos. Ayla recogió todo lo demás ordenadamente y lo volvió a guardar mientras Jondalar sostenía la lámpara.

«Tenía que ser poco más que una niña cuando llegó», pensaba Jondalar. «No es mayor, ¿o sí?» Era difícil de apreciar. Tenía una presencia sin edad, cierta ingenuidad que casaba mal con su cuerpo pleno y maduro de mujer. Había dado a luz; era una mujer de pies a cabeza. «Me pregunto qué edad tendrá.»

Bajaron por el sendero; Jondalar llenó de agua el tazón y examinó los huesos de pata que había encontrado en el depósito de desechos.

–Éste tiene una raja que no había visto –dijo, mostrándole el hueso antes de descartarlo. Los demás los metió en el agua. Mientras regresaban a la cueva, trató de calcular la edad de Ayla. «No puede ser demasiado joven..., es una curandera demasiado experta. Pero ¿será de mi misma edad?»

–Ayla, ¿cuánto tiempo hace que llegaste aquí? –preguntó mientras entraban en la cueva, sin poder dominar más su curiosidad.

Ella se detuvo sin saber qué contestar ni cómo podría hacerle comprender. Recordó sus varas de contar, pero aun cuando Creb le había enseñado cómo hacer las marcas, se suponía que ella no debía saberlo. Jondalar tal vez no lo aprobara. «Pero ya se va a marchar», pensó.

Sacó un haz de las varas que había marcado diariamente, lo desató y las extendió.

–¿Qué es eso? –preguntó Jondalar.

–Me has preguntado cuánto tiempo hace que llegué. No sé cómo decírtelo, pero desde que encontré este valle, he hecho una muesca en una vara cada noche. He estado aquí tantas noches como marcas hay en mis varas.

–¿Sabes cuántas marcas hay?

Ayla recordó lo frustrada que se había sentido cuando trató de sacar algo en limpio de sus varas marcadas.

–Tantas como las que hay –contestó.

Jondalar cogió una de las varas, intrigado. Ayla no sabía las palabras para contar, pero tenía cierta intuición. Ni siquiera todos los de su Caverna las captaban plenamente. La magia poderosa de su significado no les era concedida a todos. Zelandoni le había explicado algunas. Él no conocía toda la magia que encerraban, pero sabía más que muchos que no habían tenido la vocación. ¿Dónde habría aprendido Ayla a marcar las varas? ¿Cómo una persona criada por cabezas chatas podría tener alguna noción de las palabras para contar?

–¿Cómo aprendiste a hacer esto?

–Me enseñó Creb; hace mucho. Cuando era una niña pequeña.

–Creb..., ¿el hombre en cuyo hogar vivías? ¿Él sabía lo que significaban? ¿No estaba haciendo señales y nada más?

–Creb era... Mog-ur..., hombre santo. El Clan volvía los ojos hacia él para saber cuál era el momento conveniente para ciertas ceremonias, como los días de imponer nombres o las Reuniones del Clan. Así era como sabía. No creo que pensara que yo pudiera comprender..., es difícil incluso para los mog-ures. Me enseñó para que no estuviera haciéndole preguntas todo el tiempo. Después me dijo que no hablara más de ello. Una vez, cuando era ya mayor, me sorprendió marcando los días del ciclo de la luna y se enojó mucho.

–Ese... Mog-ur –a Jondalar le resultaba difícil la pronunciación–, ¿era un santo, alguien sagrado, como un Zelandoni?

–Yo no sé. Tú dices Zelandoni cuando hablas de curar. Mog-ur no era curandero. Iza conocía las plantas y las hierbas..., era curandera. Mog-ur conocía los espíritus. Él la ayudaba hablándoles.

–Un Zelandoni puede ser curandero o puede tener otras facultades. Un Zelandoni es alguien que ha recibido la llamada para Servir a la Madre. Algunos no tienen facultades especiales, sólo el deseo de servir. Pueden hablar a la Madre.

–Creb tenía otras facultades. Era el más alto, el más poderoso. Podía..., hacía..., no sé cómo explicarlo.

Jondalar asintió; no siempre era fácil explicar las facultades de un zelandoni, pero también eran guardianes de un conocimiento especial. Volvió la mirada hacia las varas.

–Y eso –dijo, señalando las marcas especiales–, ¿qué significa?

–Es..., es mi... –dijo Ayla, ruborizándose–, es mi feminidad –explicó, tratando de encontrar la expresión correcta.

Se suponía que las mujeres del Clan evitaban a los hombres durante la menstruación, y los hombres las ignoraban por completo. Las mujeres sufrían el ostracismo parcial, la maldición femenina, porque temían la fuerza vital misteriosa que capacitaba a la mujer para dar vida. Impregnaba el espíritu de su tótem con una fortaleza extraordinaria que combatía las esencias de los totems de los hombres. Cuando una mujer sangraba, significaba que su tótem había vencido y herido la esencia del tótem masculino..., que lo había expulsado. Ningún hombre deseaba que el espíritu de su tótem se viera arrastrado a batallar en esos momentos.

Pero Ayla se había visto ante un dilema poco después de llevar al hombre a la caverna. No podía mantenerse en un aislamiento estricto cuando se inició la hemorragia, ya que él apenas tenía un soplo de vida y necesitaba ser atendido constantemente. Tuvo que ignorar el mandato. Más adelante trató de que su contacto con él, durante esos momentos, fuera lo más breve posible, pero no podía evitarlo del todo puesto que ambos compartían la cueva. Y tampoco podía limitarse exclusivamente a las tareas femeninas, como era la práctica del Clan. No había otras mujeres para sustituirla. Ella tenía que cazar para el hombre, guisar para el hombre, y éste quería que ella compartiera sus comidas.

Lo único que pudo hacer para conservar cierta apariencia de decoro femenino fue evitar cualquier referencia al asunto y cuidarse en privado, para mantener el hecho lo más oculto posible. Entonces, ¿cómo iba a poder contestar a la pregunta?

Pero él aceptó su manifestación sin el menor asomo de reparos ni recelos. No pudo descubrir la menor señal de que se sintiera molesto o turbado.

–La mayoría de las mujeres llevan una especie de recordatorio. ¿Quién te enseñó a hacerlo, Creb o Iza?

Ayla agachó la cabeza para disimular su confusión.

–No, yo lo hice para saber. No quería encontrarme lejos de la caverna sin estar preparada.

El gesto de asentimiento del hombre la sorprendió.

–Las mujeres cuentan una historia sobre las palabras para contar –prosiguió–. Dicen que Lumi, la Luna, es amante de la Gran Madre Tierra. Los días que Doni sangra, no quiere compartir los placeres con él. Eso le enoja y lastima su orgullo; se aparta de Ella y esconde su luz. Pero no puede permanecer lejos mucho tiempo; se siente solitario, echa de menos su cuerpo lleno y cálido, y entonces acecha para verla. Sin embargo, Doni está disgustada y no quiere mirarle. Pero cuando él vuelve y brilla para Ella en todo su esplendor, no puede resistírsele. Se abre a él una vez más y ambos son felices. A eso se debe que muchos de sus festivales se celebren cuando hay luna llena. Las mujeres dicen que sus fases van con las de la Madre..., cuando sangran dicen que es tiempo de Luna, y saben cuándo esperarlo vigilando a Lumi. Afirman que Doni les enseñó las palabras de contar para que pudieran saber incluso cuándo la luna está oculta tras las nubes, pero ahora se utilizan para cosas más importantes.

Si bien la desconcertaba oír a un hombre hablar con tanta naturalidad de asuntos íntimamente femeninos, Ayla quedó fascinada por la historia.

–A veces observo la luna –dijo–, pero también marco la vara. ¿Qué son las palabras para contar?

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