Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–Debo resultarte pesado –dijo, retirándose un poco para sostenerse en parte con el codo.
–No –dijo ella con voz dulce–. No pesas. No creo que vaya a querer levantarme nunca más.
Se inclinó para acariciarle la oreja con la boca y besarle el cuello.
–Tampoco yo tengo ganas de levantarme, pero creo que debo hacerlo –se desprendió lentamente y se tendió junto a ella, pasándole un brazo por debajo de manera que la cabeza de ella reposara en el hueco de su axila.
Ayla estaba satisfecha, lángida, totalmente relajada y muy sensible a la presencia de Jondalar. Sentía el brazo que la rodeaba, los dedos que la acariciaban ligeramente, el juego de los músculos pectorales bajo su mejilla, podía oír el latido de su corazón –o tal vez el de ella– en su oído, olía el olor almizclado y cálido de su piel y de sus Placeres. Y nunca la habían mimado ni atendido tanto.
–Jondalar –dijo al cabo de un rato–, ¿cómo sabes lo que hay que hacer? Yo ignoraba que existían esas sensaciones en mí. ¿Cómo?
–Alguien me aleccionó, me enseñó, me ayudó a saber lo que necesita una mujer.
–¿Quién?
Ayla sintió que se le tensaban los músculos, reconoció un cambio en su tono de voz.
–Es costumbre que mujeres mayores y con más experiencia enseñen a los hombres jóvenes.
–¿Quieres decir como en los Primeros Ritos?
–No exactamente; es menos oficial. Cuando los jóvenes comienzan a tener erecciones, las mujeres lo saben. Una, o más, que advierte que el joven está nervioso e inseguro, se pone a su disposición y le ayuda. Pero no es una ceremonia.
–En el Clan, cuando un mozo mata por vez primera, en una cacería en serio, no animalitos pequeños, entonces es hombre y tiene una ceremonia de virilidad. Que esté en celo no importa. Lo que hace de él un hombre es cazar. Es cuando debe asumir responsabilidades de adulto.
–Cazar es importante, pero algunos hombres no cazan nunca. Tienen otras habilidades. Supongo que yo no tendría que cazar si no quisiera. Podría hacer herramientas y cambiarlas por alimentos, pieles o lo que necesitara. Pero la mayoría de los hombres cazan, y la primera vez que un muchacho mata es muy especial.
La voz de Jondalar adoptó los matices cálidos del recuerdo.
–No hay una verdadera ceremonia, pero el animal que él mata se reparte entre todos los de la Caverna: él mismo no prueba esa carne. Cuando se produce ese hecho, todos comentan entre ellos, para que el joven lo oiga, lo grande y maravilloso que era el animal, y cuán tierna y deliciosa su carne. Los hombres le invitan a participar en sus juegos o sus conversaciones. Las mujeres le tratan como a un hombre, no como a un muchacho, y le gastan bromas amistosas. Casi todas se pondrán a su disposición, si es lo suficientemente mayor y lo desea. El primer animal que uno mata le hace sentirse muy hombre.
–¿Pero sin ceremonia de virilidad?
–Cada vez que un hombre hace una mujer, que la abre, que deja fluir dentro de ella la fuerza vital, reafirma su virilidad. Por eso su órgano, su virilidad, se llama «hacedor de mujeres».
–Podría hacer algo más que hacer mujer, podría iniciar un hijo.
–Ayla, la Gran Madre Tierra bendice a una mujer con hijos. Los trae al mundo y al hogar de un hombre. Doni creó a los hombres para ayudarla, para protegerla cuando está embarazada o amamantando y cuidando de un bebé. Y para hacerla mujer. No lo puedo explicar mejor. Quizá Zelandoni pueda.
«Quizá tenga razón», pensó Ayla, acurrucándose contra él. «Pero si no la tiene, tal vez esté creciendo un hijo dentro de mí.» Sonrió. «Un bebé como Durc, para amamantarle, mimarle y cuidarle, un bebé que sería en parte Jondalar.
»Pero, y cuando él se vaya, ¿quién me ayudará?», pensó con una punzada de angustia. Recordó su anterior embarazo, tan difícil, su lucha con la muerte durante el parto. «Si no hubiera sido por Iza, no habría sobrevivido. Y aunque me las arreglara para tener un bebé aquí sola, ¿cómo iba a poder cazar y cuidar de un bebé? ¿Y si me hirieran o muriese? ¿Quién cuidaría de mi bebé? Se moriría, solo.
»¡Ahora no puedo tener otro hijo!» Se incorporó. «¿Y si ya se ha iniciado uno? ¿Qué tendré que hacer? ¡La medicina de Iza! Ruda o muérdago..., no, muérdago no: sólo crece en el roble y por aquí no hay. Pero hay varias plantas que resultarán..., tendré que pensarlo. Podría ser peligroso, pero es mejor perder ahora el bebé que dejárselo a una hiena después de nacido.»
–¿Pasa algo malo, Ayla? –preguntó Jondalar, acariciando un seno firme con la mano, porque sabía que podía y porque eso le hacía desearlo.
Ayla se inclinó sobre su mano, recordando su contacto.
–No; no pasa nada malo.
Sonrió, recordó su profunda satisfacción y experimentó nuevos estremecimientos. «Pronto», se dijo. «¡Creo que tiene el toque de Haduma!»
Ayla vio calor y deseo en sus ojos azules. «Tal vez quiera hacer otra vez Placeres conmigo», pensó Ayla, devolviéndole la sonrisa. Pero la sonrisa se borró. «Si no ha comenzado un bebé y hacemos otra vez Placeres, podría comenzar uno. Quizá deba tomarme la medicina secreta de Iza, la que dijo que no debía decir a nadie.»
Recordó cuando Iza le habló de las plantas –hilo de oro y raíz de salvia de antílope– con una magia tan potente que podían agregar fuerza al tótem de una mujer para luchar contra las esencias fertilizantes del hombre e impedir que se iniciara la vida. Iza no le había hablado anteriormente de la medicina: nadie creyó nunca que llegaría a tener un niño, y por tanto, no se mencionó el asunto en su adiestramiento. «Tótem fuerte o no, tuve un hijo y podría volver a tener otro. Yo no sé si es el espíritu del hombre, pero la medicina le sirvió a Iza y creo que haré bien si la tomo, pues quizá tendría que tomar otra para perderlo.
»Ojalá no tuviera que hacerlo, ojalá pudiera quedarme con él. Me gustaría tener un bebé de Jondalar.» Dibujó una sonrisa tan tierna y prometedora que el hombre se acercó y la atrajo encima de él; el amuleto que colgaba del cuello le golpeó la nariz.
–¡Oh, Jondalar!, ¿te ha hecho daño?
–¿Qué tienes dentro de esa cosa? ¡Debe de estar llena de piedras! –dijo, sentándose y frotándose la nariz–. ¿Qué es?
–Es... para el espíritu de mi tótem, para que pueda encontrarme. Conserva la parte de mi espíritu que él reconoce. Cuando me ha dado señales, también las guardo ahí. Todos los del Clan tienen uno. Creb dijo que si lo perdiera, moriría.
–Es un hechizo o un amuleto –dijo Jondalar–. Tu Clan comprende los misterios del mundo de los espíritus. Cuantas más cosas sé de ellos, más parecen personas, aunque distintas de todas las que conozco –su mirada se cargó de arrepentimiento–. Ayla, mi ignorancia fue lo que me hizo portarme como lo hice cuando comprendí lo que entendías por Clan. Fue vergonzoso y lo lamento.
–Sí, fue vergonzoso, pero no estoy enojada ni lastimada, ya no. Me has hecho sentir..., quiero hacer una cortesía, también yo. Por hoy, por los Primeros Ritos, quiero decir... gracias.
–No creo que nadie me haya dado las gracias anteriormente –respondió Jondalar con sonrisa pícara, que fue transformándose en una simple sonrisa aunque sus ojos estaban serios–. Si alguien debiera darlas, sería yo. Gracias, Ayla. No sabes la experiencia que me has proporcionado. No había tenido una satisfacción tan grande desde que... –se detuvo, y Ayla reconoció una expresión de pena...–, desde Zolena.
–¿Quién es Zolena?
–Ya no hay Zolena. Era una mujer que conocí de joven –se tendió de espaldas y miró el techo de la cueva tanto rato que Ayla no creyó que diría nada más. Entonces comenzó a hablar, más para sí que para ella:
–Era bella entonces. Todos los hombres hablaban de ella, y todos los muchachos pensaban en ella, pero ninguno más que yo, incluso antes de que la donii se me apareciera en sueños. La noche que vino mi donii, vino como Zolena, y cuando desperté, las pieles en que dormía estaban llenas de mi esencia y mi cabeza llena de Zolena.
»Recuerdo haberla seguido o haber hallado un lugar para esperar hasta verla. Rogaba a la Madre que me la diera. Pero no podía creerlo cuando vino a mí. Podría haber sido cualquiera de las mujeres, pero la única que yo deseaba era Zolena. ¡Oh, cómo la deseaba!, y vino a mí.
»Primero me limité a gozar con ella. Incluso entonces, ya era grande para mi edad... en muchos aspectos. Ella me enseñó a dominarme, a usar mi cuerpo, y me mostró lo que una mujer necesita. Aprendí que podía obtener placer de una mujer, aun cuando no fuera lo suficientemente profunda, si me contenía lo más posible y la preparaba. Entonces no necesitaría tanta profundidad, y ella recibiría más.
»Con Zolena no tenía que preocuparme. Sin embargo, podía hacer felices a hombres más pequeños..., también ella podía dominarse. No había hombre que no la deseara... y me escogió a mí. Al cabo de algún tiempo me escogía siempre a mí, aunque era apenas poco más que un muchacho.
»Pero había un hombre que andaba siempre tras ella, aunque sabía que ella no le quería. Eso me enfureció. Cuando nos vio juntos le dijo que, para cambiar, se buscara un hombre; era más joven que Zolena, pero más viejo que yo; aunque yo era más grande. –Jondalar cerró los ojos y continuó:
–¡Fui tan estúpido! No debería haberlo hecho, sólo conseguí que la gente se fijara en nosotros, pero aquel tipo no quería dejarla en paz. Me sacaba de quicio. Un día le golpeé y ya no pude detenerme.
»Dicen que no es bueno que un hombre joven ande demasiado con una sola mujer. Si frecuenta más mujeres, hay menos posibilidad de que se encariñen. Se supone que un hombre joven debe casarse con una mujer joven, se supone que las mujeres mayores son para enseñarle. Siempre les echan la culpa cuando un hombre joven se siente demasiado apegado a una de ellas. Pero no debieron echarle la culpa a ella. Yo no quería a ninguna de las otras mujeres, yo sólo quería a Zolena.
»Aquellas mujeres me parecían muy toscas entonces, tan insensibles, bromeando, burlándose todo el tiempo de los hombres, en especial de los hombres jóvenes. Tal vez fuera insensible, yo también, al apartarlas de mí, al insultarlas.
»Hay algunas que escogen a los hombres para los Primeros Ritos. Todos los hombres desean ser elegidos..., siempre hablan de ello. Es un honor, también resulta excitante, pero se preocupan por si serán demasiado rudos, apresurados o algo peor. ¿Qué tiene de bueno un hombre que no sea capaz siquiera de abrir a una mujer? Cada vez que un hombre pasa cerca de un grupo de mujeres, le provocan.
Y cambiando la voz para imitarlas dijo con timbre atiplado:
–«Ahí va uno guapo. ¿Quieres que te enseñe un par de cosas?» O también: «No he podido enseñarle nada a éste, ¿quiere probar alguna otra?».
Y luego dijo con su propia voz:
–El hombre al que golpeé perdió varios dientes. Es triste para un hombre tan joven perder dientes: no puede masticar, y las mujeres no le quieren. Desde entonces no he dejado de lamentarlo. ¡Fue una estupidez! Mi madre dio una compensación de mi parte y él se fue a otra Caverna. Pero asiste a las Reuniones de Verano, y me crispo cada vez que le veo.
»Zolena había estado hablando de servir a la Madre. Yo pensaba hacerme grabador y servirla de ese modo. Entonces fue cuando Marthona decidió que yo podría tener vocación para el trabajo de la piedra, y mandó un mensaje a Dalanar. Poco después, Zolena se retiró para recibir un adiestramiento especial y Willomar me llevó a vivir con los Lanzadonii. Tenía razón Marthona: era lo mejor. Cuando regresé al cabo de tres años, ya no estaba Zolena.
–¿Qué fue de ella? –preguntó Ayla, casi con miedo.
–Los que Sirven a la Madre renuncian a su propia identidad y adoptan la de las personas por quienes interceden. A cambio, la Madre les otorga dádivas desconocidas por sus hijos comunes y corrientes: dádivas de magia, habilidad, conocimiento... y poder. Muchos de los que van a servir nunca pasan de ser meros acólitos. Entre los que reciben Su Llamada, sólo unos pocos tienen verdadero talento, pero ascienden muy rápidamente entre las filas de Los que Sirven.
»Justo antes de que me marchara, Zolena fue convertida en Alta Sacerdotisa Zelandoni, la Primera entre Los que Sirven a la Madre.
De repente Jondalar dio un brinco y vio el cielo occidental escarlata y dorado por las aberturas de la cueva.
–Todavía no anochece y tengo ganas de nadar –dijo, saliendo rápidamente. Ayla recogió su manto y su larga correa y le siguió. Cuando ella llegó a la playa, él estaba ya en el agua; se quitó su amuleto, avanzó río adentro y poco después se puso a nadar. Jondalar iba río arriba; ella se reunió con él cuando volvía.
–¿Hasta dónde has ido? –preguntó Ayla.
–Hasta las cataratas –dijo–. Ayla, nunca le he contado a nadie eso acerca de Zolena.
–¿Has vuelto a verla alguna vez?
La carcajada explosiva de Jondalar estaba llena de un sentimiento de amargura.
–Zolena no, Zelandoni. Sí, la he visto, somos buenos amigos. Incluso he compartido Placeres con Zelandoni –dijo–. Pero ya no me escoge –y se puso a nadar río abajo, fuerte y rápidamente.
Ayla arrugó el ceño, movió la cabeza y siguió tras él hasta la playa. Se puso el amuleto y ajustó su manto mientras le seguía por el sendero. Cuando entró en la cueva, Jondalar estaba de pie mirando las brasas. Ayla terminó de ajustarse el manto, recogió algo de leña y la echó al fuego. Él seguía mojado; al ver que se estremecía, fue a buscarle una piel.
–La estación está cambiando –le dijo–. Las tardes son frescas. Toma, póntela, no sea que te resfríes.
Jondalar se sujetó la piel sobre los hombros, torpemente. «No está bien para él... un manto de piel. Y si se va a marchar, tendrá que irse antes de que la temporada cambie.» Ayla fue al lugar donde dormía y cogió un bulto que había junto a la pared.
–¿Jondalar...?
El hombre sacudió la cabeza para regresar al presente y sonrió, pero sólo con la boca. Cuando Ayla comenzó a desatar el paquete, algo cayó al suelo; ella lo recogió.
–¿Qué es esto? –preguntó con un tono que encerraba a la vez admiración y temor–. ¿Cómo llegó aquí?
–Es una donii –dijo Jondalar al ver la pieza de marfil tallado.
–¿Una donii?
–La hice para ti, para tus Primeros Ritos. Siempre tiene que estar presente una donii en los Primeros Ritos.
A Ayla se le saltaron las lágrimas e inclinó la cabeza para ocultarlas.
–No sé qué decir, nunca he visto nada igual. Es bella. Parece real, como una persona; casi como yo.