Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla se quedó tiesa bajo el contacto, y dejó de alisar las hojas frescas, cobrando una conciencia aguda de la mano que la tocaba. Se mantuvo rígida, sin saber lo que estaba haciendo o lo que se suponía que debía de hacer ella. Lo único seguro era que no deseaba que cesara la caricia; pero cuando Jondalar subió la mano y tocó un pezón, Ayla se quedó sin aliento por el impacto inesperado que recibió.
Jondalar se sorprendió ante aquella mirada escandalizada. ¿No era perfectamente natural que un hombre quisiera acariciar a una mujer bella? Sobre todo cuando se encontraba tan cerca que, en realidad, casi se tocaban. Apartó la mano sin saber qué pensar. «Actúa como si nunca anteriormente la hubieran tocado.» Pero era una mujer, no una niña, y, a juzgar por las estrías de su vientre, ya había dado a luz aun cuando él no viera la menor evidencia de hijos. Claro está que tampoco habría sido la primera mujer que perdiera un hijo, pero tuvo que tener Primeros Ritos para prepararla y que pudiera recibir la Bendición de la Madre.
Ayla podía sentir todavía la secuela palpitante de su caricia. No sabía por qué se había detenido y, confusa, se puso en pie y se alejó.
«Tal vez yo no le guste», se dijo Jondalar. «Pero, entonces, ¿por qué se ha acercado tanto, especialmente cuando mi deseo era tan evidente? Desde luego, no lo ha provocado adrede; ha estado cuidándome las quemaduras. Y en su actitud no hubo incitación alguna.» De hecho, parecía no advertir el efecto que causaba en él. ¿Estaría acostumbrada a que su belleza produjera tanta conmoción? No se portaba con el menosprecio impertinente de una mujer experimentada, y sin embargo, ¿cómo era posible que una mujer tan extraordinaria no supiera el efecto que causaba en los hombres?
Jondalar cogió un trozo aplastado de hoja mojada que se le había caído de la espalda. El curandero Sharamudoi había empleado también hojas de bardana contra las quemaduras. «Es hábil. ¡Está claro! Jondalar, ¡qué estúpido eres!», se dijo. «El Shamud te habló de las pruebas a las que se someten Los Que Sirven a la Madre. Ella debe estar renunciando también a los Placeres. No es extraño que se envuelva en ese manto informe para ocultar su belleza. No se habría acercado a ti de no ser por la insolación, y luego tú te precipitas como un adolescente.»
La pierna palpitaba y aunque la medicina había servido, la insolación seguía siendo incómoda. Se tendió de lado para aliviarse un poco y cerró los ojos. Tenía sed pero no quería volverse del otro lado para coger la vejiga de agua, justo ahora que había encontrado una postura casi soportable. Se sentía desdichado, no sólo por sus dolores, sino porque temía haber cometido una grave imprudencia, y lo lamentaba.
Hacía mucho tiempo, desde su adolescencia, que no había experimentado la humillación de haber dado un paso en falso. Había practicado el control de sí mismo hasta un grado tal que lo convertía en arte; había vuelto a ir demasiado lejos y le habían rechazado. Esa bella mujer, esa mujer a la que había deseado más que a ninguna, le había rechazado. Ahora sabía lo que iba a pasar: ella actuaría como si nada pero le evitaría siempre que pudiera. Cuando no le fuera posible alejarse, mantendría cierta distancia entre ellos. Se mostraría fría y distante. Su boca tal vez sonriera, pero sus ojos dirían la verdad; no habría calor entre ellos o, peor aún, sólo lástima.
Ayla se había puesto un manto limpio y estaba trenzando su cabellera, sintiéndose avergonzada por haber dejado que Jondalar se quemara con el sol. Era culpa de ella; él no podía quitarse del sol por sus propios medios. Y ella había estado disfrutando, nadando y lavándose el cabello cuando debería haber estado atendiéndole. «Y se supone que soy una curandera, una curandera del linaje de Iza. Su ascendencia es la más honorable del Clan..., ¿qué pensaría Iza de semejante descuido, de esa falta de atención de un paciente?» Ayla se sentía mortificada. Había sido herido muy gravemente, todavía sufría dolores, y ella le había proporcionado un dolor más.
Pero en su desconcierto había algo más: él la había tocado. Aún podía sentir el calor de su mano sobre su muslo. Sabía con exactitud dónde había tocado y dónde no, como si la hubiera quemado con una suave caricia. ¿Por qué la habría tocado el pezón? Había tenido su virilidad en erección y ella sabía lo que eso significaba. Cuántas veces había visto que un hombre hacía señales a una mujer cuando sentía la necesidad de aliviarse. Broud se las había hecho a ella –se estremeció– y desde entonces había odiado ver su miembro viril en erección.
Ahora no se sentía así; incluso le agradaría que Jondalar le hiciera la señal...
«No seas ridícula. No podría, con esa pierna así. Apenas está lo suficientemente bien para apoyarse en ella.»
Pero ya tenía la virilidad plena cuando ella regresó de darse el baño, y sus ojos... Se estremeció pensando en sus ojos. «Son tan azules, reflejan tan plenamente su necesidad y tan...»
No podía explicárselo, pero dejó de peinarse, cerró los ojos y recordó la atracción que aquel hombre ejercía sobre ella. Él la había tocado.
Después se detuvo. Ayla se sentó muy erguida. ¿Le habría hecho una señal? ¿Se habría detenido porque ella no dio su consentimiento? Se suponía que la mujer estaba siempre disponible para un hombre con necesidad. Cada una de las mujeres del Clan era aleccionada para eso desde la primera vez que su espíritu batallaba y ella sangraba, así como le enseñaban los sutiles ademanes y posturas que podrían incitar a un hombre a desear satisfacer su necesidad con ella. Nunca había comprendido la razón de que una mujer tuviera que utilizarlos, hasta ahora. De repente se dio cuenta de que ahora lo comprendía.
Deseaba que aquel hombre aliviara sus necesidades con ella, pero no conocía su señal. «Si yo no conozco su señal, tampoco él conocerá las mías. Y si me negué sin saberlo, tal vez nunca más vuelva a intentarlo. Pero ¿me desea realmente? Soy tan alta y tan fea...»
Ayla terminó de enrollar su última trenza y fue a atizar el fuego para preparar un medicamento contra los dolores, destinado a Jondalar. Cuando se lo trajo, éste descansaba de costado. Como se trataba de una pócima contra los dolores para que pudiera descansar, no quiso molestarle puesto que, al parecer, ya había encontrado un poco de alivio. Se sentó con las piernas cruzadas junto al lugar donde dormía y se quedó esperando a que abriera los ojos. Él no se movía, pero Ayla sabía que no estaba durmiendo: su respiración carecía de la regularidad característica y su frente reflejaba incomodidad, lo que no habría sido así en el caso de que durmiera.
Jondalar la había oído acercarse y cerró los ojos para fingir que estaba dormido. Esperó, con los músculos tensos, combatiendo las ganas de abrir los ojos para comprobar si estaba allí. ¿Por qué tan silenciosa? ¿Por qué no se marchaba? El brazo en el que estaba recostado empezó a hormiguearle por falta de circulación; si no se movía pronto, se le iba a dormir. La pierna le latía; habría querido cambiar de postura para aflojar la tensión causada por haber pasado tanto rato en una misma postura. La cara le picaba debido a la barba sin afeitar; la espalda le ardía. Tal vez ya no estaba allí; tal vez se había ido sin que él la oyera marcharse. ¿Estaría allí sentada mirándole?
Ella había estado observándole con atención. Había mirado directamente a aquel hombre más que a hombre alguno. No era correcto que las mujeres del Clan miraran a los hombres, pero ella había cometido muchas indiscreciones. Había olvidado los modales que Iza le enseñó, así como el cuidado debido a un paciente. Se miró las manos que sostenían la taza de datura sobre su regazo. Ésa era la manera correcta para que una mujer abordara a un hombre, sentada en el suelo con la cabeza gacha, esperando que él reconociera su presencia con un golpecito en el hombro. Tal vez fuera hora de recordar su educación.
Jondalar abrió ligeramente los ojos para ver si estaba allí, pero sin dejarle saber que estaba despierto. Vio un pie y volvió a cerrar rápidamente los ojos. Allí estaba. ¿Por qué estaría allí sentada? ¿Qué estaría esperando? ¿Por qué no se alejaba y le dejaba en paz con su aflicción, con su humillación? Volvió a acechar entre sus párpados: el pie no se había movido; estaba sentada con las piernas cruzadas; tenía una taza con líquido. ¡Oh, Donii!, ¡qué sed tenía! ¿Sería para él? ¿Había estado allí esperando que despertara para darle algún medicamento? Podía haberle sacudido; no tenía por qué esperar.
Abrió los ojos. Ayla estaba sentada con la cabeza baja, mirando al suelo. Llevaba puesto uno de esos mantos informes y tenía el cabello atado en múltiples trenzas; su aspecto era de pulcritud. Ya no tenía un tizne en la mejilla, su manto estaba limpio, era una piel nueva. Tenía un aspecto muy inocente, sentada con la cabeza inclinada. No había artificio ni amaneramiento alguno en ella, ni miradas sugestivas por el rabillo del ojo.
Sus trenzas apretadas contribuían a dar esa impresión, así como el manto que, con sus pliegues y bultos, la disimulaba tan bien. Ahí estaba el truco, el disimulo artificial de su cuerpo de mujer y de su bella cabellera brillante. No podía ocultar el rostro, pero el hábito de bajar la mirada o de mirar de soslayo tendía a distraer la atención. ¿Por qué se escondía? Sería tal vez a causa de la prueba a la que se estaba sometiendo. La mayoría de las mujeres que conocía habrían exhibido aquel cuerpo magnífico, aquella gloria dorada en su propio beneficio, habrían dado lo que fuera por poseer un rostro tan bello.
La observó sin moverse, olvidando su incomodidad. ¿Por qué estaba tan quieta? Tal vez no quería mirarle, pensó, sintiéndose otra vez mortificado y, por si fuera poco, con dolores. No podía aguantar más, tenía que cambiar de postura.
Ayla levantó la mirada cuando él movió el brazo. No podía tocarle el hombro para reconocer su presencia por muy buenos modales de que quisiera hacer gala. No sabía la señal. Jondalar se pasmó al ver su rostro contrito y la expresión de abierta súplica de sus ojos. No había condena, ni rechazo, ni lástima. Más bien parecía estar apenada. Pero ¿por qué?
Le dio la taza. Él bebió un sorbo, hizo una mueca por lo amargo de la medicina y se la bebió toda, estirando la mano hacia la vejiga de agua para quitarse el mal sabor. Entonces volvió a tenderse sin conseguir sentirse cómodo. Ella le hizo señas de que se sentara, entonces sacudió, alisó y volvió a ordenar las pieles y los cueros. Jondalar tardó un poco en acostarse de nuevo.
–Ayla, hay tantas cosas que ignoro de ti y que desearía saber... No sé dónde aprendiste a curar..., ni siquiera sé cómo llegué hasta aquí. Sólo sé que te estoy agradecido. Me has salvado la vida y, lo que es más importante aún, me has salvado la pierna. Nunca podría regresar a casa sin mi pierna, aunque hubiera conservado la vida.
»Lamento haberme puesto en ridículo, pero eres tan bella, Ayla. Yo no lo sabía... Lo ocultas tan bien. No sé por qué quieres hacerlo, pero tendrás tus razones. Aprendes con rapidez. Quizá cuando sepas hablar mejor puedas decírmelo, si te está permitido. Si no, lo aceptaré. Ya sé que no comprendes todo lo que digo, pero quiero decirlo. No volveré a molestarte, Ayla, lo prometo.»
–Dímelo bien..., Don-da-lah.
–Dices bien mi nombre.
–No. Ayla dice mal –y sacudió la cabeza con vehemencia–. Dime bien.
–Jondalar. Jon-da-lar.
–Zzzon...
–J... –y le enseñó, articulando con cuidado–, Jondalar.
–Zz..., dzh... –luchaba con el sonido desconocido–. Dzhon-da-larr –dijo finalmente, con una r muy marcada.
–¡Está bien! Está muy bien –aprobó el hombre.
Ayla sonrió ante su éxito; luego su sonrisa se volvió astuta.
–Dzhon-da-lar d’los Zel-ann-do-nyi.
Jondalar había dicho el nombre de su gente con mayor frecuencia que el suyo propio, y Ayla había estado ensayándolo a escondidas.
–¡Muy bien! –Jondalar estaba realmente sorprendido. No lo había pronunciado perfectamente, pero sólo un Zelandonii habría reconocido la diferencia. Su aprobación complacida hizo que los esfuerzos tuvieran su recompensa, y la sonrisa de Ayla era muy bella.
–¿Qué significa Zelandonii?
–Significa mi pueblo. Hijos de la Madre que viven en el sudoeste. Doni significa la Gran Madre Tierra. Los Hijos de la Tierra: creo que es lo más fácil de decir. Pero todos los pueblos se llaman a sí mismos Hijos de la Tierra, cada uno en su idioma. Tan sólo significa gente.
Estaban el uno frente al otro, recostados en un tronco de abedul dividido desde la voluminosa base. Aunque empleaba un bastón y todavía cojeaba mucho al andar, Jondalar agradecía estar en el prado verde del valle. Desde sus primeros pasos vacilantes, día a día había caminado un poco más. Su primera excursión por el sendero empinado había sido terrible... pero un verdadero triunfo. La subida resultó más fácil que la bajada.
Aún no sabía cómo habría podido Ayla llevarle a la cueva al principio, sin ayuda. Porque si la habían ayudado, ¿dónde estaban los demás? Era una pregunta que había querido hacerle desde hacía mucho, pero, al principio, no le habría entendido y después parecía impropio interrogarla sólo para satisfacer su curiosidad. No obstante, había estado esperando el momento oportuno, y parecía que había llegado ya.
–¿Quién es tu pueblo, Ayla? ¿Dónde está?
La sonrisa se borró del rostro de la mujer y Jondalar casi se arrepintió de haber hecho la pregunta. Al cabo de un prolongado silencio, comenzó a creer que le había comprendido.
–No pueblo, Ayla de ningún pueblo –respondió por fin apartándose del árbol y saliendo de su sombra. Jondalar cogió su bastón y echó a andar cojeando tras ella.