Read El valle de los caballos Online
Authors: Jean M. Auel
–Don-da-lah, ¿cuál es la palabra –preguntó Ayla cuando se apagaron las carcajadas– para ja-ja-ja?
–¿Risa? ¿Reír?
–¿Cuál es... palabra correcta?
–Las dos son correctas. Cuando lo hacemos, dices: nos reímos. Cuando hablas de ello dices: la risa –explicó. Ayla reflexionó un momento. Había más en lo que él decía que la simple manera de emplear la palabra; en hablar había algo más que palabras. Ya conocía muchas, pero se decepcionaba una y otra vez al tratar de expresar sus pensamientos. Existía una forma de reunirlas y un significado que no podía captar del todo. Aunque comprendía la mayor parte de lo que decía Jondalar, las palabras sólo servían de indicio. Ella comprendía otro tanto por su aptitud perceptiva para leer su lenguaje corporal inconsciente. Pero sentía la falta de precisión y profundidad de su conversación. Peor aún era la sensación de que ella sabía, pero no podía recordar, y la tensión insoportable que sentía cuando estaba a punto de recordar, una especie de nudo doloroso que luchaba por desatarse.
–¿Don-da-lah reír?
–Sí, es cierto.
–Ayla reír. Ayla gusta reír.
–En este momento Jondalar ir fuera. ¿Dónde está mi ropa?
Ayla trajo el montón de prendas de que le había despojado cuando tuvo que desnudarle. Estaban hechas jirones por las zarpas del león y manchadas con sangre seca. Las cuentas y demás elementos del diseño estaban desprendiéndose de la camisa adornada.
Cuando vio su ropa, Jondalar se puso serio.
–Tuve que estar muy herido –dijo, mirando el pantalón tieso con su sangre seca–. No me lo puedo poner.
Ayla estaba pensando lo mismo; fue al lugar donde almacenaba cosas y extrajo una piel sin estrenar y largas tiras de cuero; se puso a sujetárselas alrededor de la cintura, a la manera de los hombres del Clan.
–Ya lo haré yo, Ayla –dijo Jondalar, pasándose la piel suave entre las piernas y tirando de ella por delante y por detrás, a modo de taparrabo.
–Pero no me vendrá mal un poco de ayuda –agregó, esforzándose por atar la correa alrededor de la cintura para sujetarlo.
Ella le ayudó a atárselo y a continuación, ofreciéndole el hombro, indicó que debería apoyarse un poco en la pierna. Él, obediente, puso el pie en el suelo con firmeza y se inclinó hacia delante con precaución. Dolía más de lo que esperaba y comenzó a dudar de si podría andar. Pero afirmándose en su decisión, se apoyó pesadamente en Ayla y dio un paso hacia delante, medio brincando, y después otro. Cuando llegaron a la entrada de la cueva, Jondalar le sonrió ampliamente y miró hacia fuera el saliente en forma de terraza y los altos pinos que crecían cerca de la muralla opuesta.
Allí le dejó ella, apoyándose contra la roca firme de la caverna, mientras iba en busca de una estera de hierba trenzada y unas pieles, que colocó cerca del extremo más alejado desde donde podía dominar mejor el valle. Entonces regresó para ayudarle a llegar hasta allí. Jondalar estaba cansado, sufría dolores, pero se sintió contento de sí mismo cuando finalmente se sentó en las pieles y echó su primera mirada en derredor.
Whinney y su potro estaban en el campo; se habían ido poco después de que Ayla se los hubiese presentado a Jondalar. El valle era un paraíso verde exuberante incrustado en las áridas estepas. Jamás habría imaginado que existiera semejante lugar. Se volvió hacia el estrecho paso río arriba y la parte de la playa pedregosa que no estaba tapada por la terraza, pero enseguida dedicó su atención de nuevo al valle verde que se extendía río abajo hasta el lejano recodo.
La primera conclusión a la que llegó fue que Ayla vivía sola. No había el menor indicio de otra habitación humana. Se quedó un rato con él y después regresó a la cueva, de donde salió con un puñado de semillas. Frunció los labios, emitió un trino melódico, un gorjeo, y lanzó las semillas sobre el saliente, cerca de ellos. Jondalar se quedó intrigado hasta que un pajarillo aterrizó y comenzó a picotear las semillas. Pronto una legión de aves de distintos tamaños y colores estaba aleteando alrededor de ella y con movimientos rápidos y graciosos picoteaban las semillas.
Sus cantos –trinos, gorjeos y graznidos– llenaban el aire mientras disputaban su posición con gran ostentación de plumas desplegadas. Jondalar tuvo que mirar dos veces al descubrir que muchos de los trinos que oía provenían de la garganta de la mujer. Podía imitar toda la gama de sonidos, y cuando emitía una voz en particular, cierto pajarito se plantaba en su dedo y se quedaba allí mientras lo alzaba, y entre los dos gorjeaban un dúo. En algunas ocasiones acercó uno lo suficiente para que Jondalar pudiera tocarlo antes de que se alejara revoloteando.
Cuando se acabaron las semillas, la mayor parte de las aves se fueron, pero un mirlo se quedó para intercambiar una canción con Ayla. Ella imitaba perfectamente la variada cantata del pájaro.
Jondalar respiró hondo cuando se fue volando. Había estado aguantando la respiración para no estropear el espectáculo de pájaros que le ofrecía Ayla.
–¿Dónde aprendiste eso, Ayla? Ha sido verdaderamente extraordinario. Nunca antes de ahora había tenido tal cantidad de pajarillos tan cerca de mí.
Ella le sonrió, sin saber con seguridad lo que la estaba diciendo, pero consciente de que le había impresionado. Gorjeó otro canto de pájaro con la esperanza de que le dijera el nombre del ave, pero el hombre se limitó a sonreír apreciando su pericia. La joven probó un canto tras otro antes de renunciar. Él no comprendía lo que ella deseaba, pero otro pensamiento le hizo arrugar el entrecejo: ¡era capaz de imitar el canto de las aves con la boca mejor que el Shamud con el caramillo! ¿Estaría tal vez comunicándose con espíritus de la Madre que tenían forma de aves? Un pajarillo descendió planeando y aterrizó a sus pies; Jondalar lo miró con cautela.
La aprensión fugaz desapareció pronto dominada por el gozo de hallarse al aire libre bañándose en la luz del sol, sintiendo la brisa y contemplando el valle. También Ayla estaba radiante por su compañía. Era tan difícil convencerse de que estaba sentado en su terraza, que no quería ni parpadear. Si cerraba los ojos, tal vez habría desaparecido al abrirlos de nuevo. Cuando finalmente se convenció de la realidad de su presencia, cerró los ojos para comprobar cuánto tiempo podría privarse... sólo por el placer de encontrarle allí todavía al abrirlos. El sonido profundo y sonoro de su voz, cuando hablaba mientras ella tenía los ojos cerrados, le producía un deleite incomparable.
Mientras el sol ascendía y dejaba sentir su cálida presencia, el río brillante atrajo la atención de Ayla. No había tomado su baño de la mañana para no dejar solo a Jondalar, por miedo a que surgiera algún imprevisto. Pero ahora estaba mucho mejor, y podría llamarla si la necesitaba.
–Ayla ir agua –anunció, haciendo gestos como si nadara.
–Nadar –dijo él, haciendo gestos similares–. La palabra es «nadar» y ojalá pudiera acompañarte.
–Nazar –repitió Ayla lentamente.
–Nadar –corrigió Jondalar.
–Na-dar –dijo ella otra vez, y al ver que asentía, bajó a la playa. «Pasará algún tiempo antes de que pueda recorrer este sendero. Le subiré algo de agua. Pero la pierna se está curando bien. Creo que podrá servirse de ella. Quizá cojee un poco, pero espero que no tanto como para obligarle a andar despacio.»
Cuando llegó a la playa y desató la correa de su manto, decidió lavarse también el cabello. Fue río abajo en busca de saponaria. Alzó la mirada, vio a Jondalar y le hizo señas; luego regresó a la playa, fuera de su vista. Se sentó en la orilla de un enorme bloque de roca que hasta la primavera pasada había formado parte de la muralla, y comenzó a soltarse las trenzas. Una nueva poza, que no estaba allí antes de que las rocas cambiaran de sitio, desde entonces se había convertido en su tina de baño predilecta. Era más profunda, y en la roca próxima había una depresión en forma de cubeta que le servía para sacar a golpes la rica saponina de las raíces de saponaria.
Jondalar volvió a verla después de que se quitara el jabón y se fuera nadando río arriba, y admiró sus firmes y correctas brazadas. Ayla se dejó llevar de regreso manoteando perezosamente hasta llegar a la roca, y sentándose en ella, permitió que el sol la secara mientras desenredaba su cabello con una ramita y lo cepillaba después con un cardo. Para cuando tuvo seca su espesa cabellera, ya tenía calor, y a pesar de que Jondalar no la había llamado, comenzó a preocuparse por él. «Debe de estar cansado ya», pensó. Al mirar su manto se le ocurrió que debería ponerse otro limpio; lo recogió y subió con él en la mano por el sendero.
Jondalar estaba sintiendo el sol mucho más que Ayla. Thonolan y él reanudaron el Viaje en primavera, y el pigmento protector que había adquirido después de que abandonaran el Campamento Mamutoi lo perdió mientras permaneció en el interior de la cueva de Ayla; conservaba su palidez invernal, al menos así fue hasta que salió a sentarse en la terraza saliente. Ayla se había ido cuando comenzó a sentirse incómodo a causa de la fuerza del sol. Trató de ignorarlo, pues no quería molestar a la mujer que estaba disfrutando unos momentos de recreo después de haber estado cuidándole sin cesar. Empezó a preguntarse por qué tardaría tanto, a desear que se apresurara, mirando si llegaba por el sendero, después río arriba y río abajo, pensando que tal vez había decidido nadar otro poco.
En el instante mismo en que miraba hacia el otro lado, Ayla llegó a lo alto de la muralla; al descubrir la espalda quemada de Jondalar sintió vergüenza. «¡Va a coger una insolación! ¿Qué clase de curandera soy, dejándole tanto rato ahí fuera?», y corrió hacia él.
La oyó y se dio media vuelta, agradecido de que, por fin, llegara y algo molesto porque no hubiese vuelto antes. Pero, al verla, ya no sintió sus quemaduras; se quedó con la boca abierta, maravillado al ver a la mujer desnuda que se acercaba a él bajo la brillante luz del sol.
Tenía la piel de un color tostado dorado, fluyendo y ondulando sobre músculos fuertes por el uso constante. Sus piernas estaban perfectamente modeladas, sólo estropeadas por cuatro cicatrices paralelas en el muslo izquierdo. Desde aquel ángulo podía ver unas nalgas firmes y redondas, y por encima del vello rubio del pubis, la curva de un vientre marcado por las señales leves del embarazo. ¿Embarazo? Tenía los senos grandes pero formados como los de una muchacha e igual de erguidos, con aréolas de un color rosado oscuro y pezones tiesos. Sus brazos eran largos y graciosos y delataban inconscientemente su fuerza.
Ayla se había criado entre gente –hombres y mujeres– que eran intrínsecamente fuertes. Para realizar las tareas exigidas a las mujeres del Clan –levantar, transportar, curtir pieles, cortar leña–, su cuerpo tuvo que desarrollar la fuerza muscular necesaria. La cacería le había proporcionado su resistencia nervuda, y el hecho de vivir sola le había impuesto esforzarse vigorosamente para sobrevivir.
Jondalar pensó: «Probablemente es la mujer más fuerte que he conocido»; no era sorprendente que pudiera ayudarle a levantarse y sostenerle después. Sabía, sin el menor lugar a dudas, que nunca había visto una mujer con un cuerpo tan bellamente esculpido, pero había algo más que el cuerpo. Desde el principio le había parecido bastante guapa, pero nunca la había visto a plena luz del día.
Tenía el cuello largo con una pequeña cicatriz en la garganta, una línea graciosa desde la mandíbula a la barbilla, una boca llena, una nariz fina y recta, los pómulos altos, y ojos de un gris azulado muy separados. Sus facciones finamente cinceladas se combinaban en una elegante armonía; tanto sus largas pestañas como sus cejas arqueadas eran marrón claro, un tono más oscuro que el de las ondas de la dorada cabellera que caían suavemente sobre sus hombros y brillaban al sol.
–¡Madre Grande y Generosa! –exclamó.
Se esforzaba por encontrar palabras para describirla; el efecto total era deslumbrante. Era bella, asombrosa, magnífica. Nunca había visto una mujer tan bella. ¿Por qué escondería aquel cuerpo espectacular bajo un manto informe y aquel cabello glorioso sujeto en trenzas? Y él la había creído simplemente guapa. ¿Cómo no se habría dado cuenta?
Sólo cuando se acercó por la terraza acortando distancias empezó a sentirse excitado, pero la excitación le acometió con una exigencia insistente y palpitante. La deseaba con una urgencia que nunca anteriormente había experimentado. Las manos le ardían por el ansia de acariciar aquel cuerpo perfecto, de descubrir sus lugares secretos; anhelaba explorarlo, saborearlo, proporcionarle placeres. Cuando Ayla se inclinó y olió su piel caliente, estuvo a punto de hacerla suya sin siquiera pedírselo, de haber podido..., pero intuía que no era mujer a la que se pudiera tomar fácilmente.
–Don-da-lah..., espalda..., fuego –dijo Ayla, buscando la palabra para describir la quemadura del sol. Entonces vaciló, prendida del magnetismo animal de su mirada. Le miró a los ojos de un azul intenso y se sintió atraída más profundamente. Le latía el corazón, sentía que se le doblaban las piernas y una oleada de calor subió a su rostro. Le temblaba el cuerpo, produciéndole una humedad repentina entre las piernas.
No sabía lo que le estaba sucediendo y, volviendo la cabeza, se arrancó a la mirada del hombre; sus ojos se fijaron entonces en su virilidad que el taparrabo delineaba y que estaba palpitando, y experimentó el ansia avasalladora de tocar, de tender la mano. Cerró los ojos, respirando fuerte, y trató de no seguir temblando. Al abrir los ojos, rehuyó la mirada de Jondalar.
–Ayla ayuda Don-da-lah ir cueva –dijo.
Las quemaduras de sol eran dolorosas y el rato que había pasado fuera le dejó agotado, pero al apoyarse en ella durante la breve y difícil caminata, el cuerpo desnudo de la mujer estaba tan próximo que el terrible deseo siguió despierto. Ayla le instaló sobre la cama, fue a mirar a toda prisa sus reservas medicinales y de pronto echó a correr.
Jondalar se preguntaba adónde iría, y lo comprendió al verla regresar con las manos llenas de grandes hojas velludas, de un verde grisáceo: hojas de bardana que arrancó de la veta central, dura, hizo tiras en un tazón, agregó agua fría y golpeó con una piedra hasta hacerlas puré.
Jondalar había estado sufriendo a causa de las quemaduras, y cuando sintió la fresca papilla sobre la espalda, agradeció de nuevo que Ayla fuera una curandera.
–¡Aaah! Ya está mucho mejor –exclamó.
Entonces, al sentir que las manos de ella alisaban suavemente las hojas frescas, se dio cuenta de que la mujer no se había entretenido en cubrirse. Arrodillada junto a él, Jondalar podía sentir su proximidad como una emanación palpable. El olor a piel caliente y otros olores femeninos misteriosos le incitaban a extender la mano: la acarició desde la rodilla hasta la nalga.