Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Cuando se despidió de Jane con un beso, ella empezaba a preguntarse si su dolor de espalda no sería el principio de los dolores del parto, adelantado por los esfuerzos que hizo para llegar hasta allí con Mousa, pero como hasta entonces nunca había tenido un hijo, no lo supo discernir y le pareció poco probable. Se lo preguntó a Jean-Pierre.
—No te preocupes —contestó él, sin darle importancia—. Todavía te faltan por lo menos seis semanas.
Ella le preguntó si no sería más prudente que se quedara, por precaución, pero él repitió que le parecía completamente innecesario, y Jane sintió que se estaba comportando como una tonta: así que permitió que él partiera con una yegua cargada con su equipo médico y la esperanza de llegar a destino antes de que oscureciera, para poder iniciar su trabajo a la mañana siguiente, a primera hora.
Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás del risco occidental y el valle se cubrió de sombras, Jane bajó con las mujeres y niños hacia el pueblo en penumbras y los hombres se dirigieron al campo a cosechar mientras los bombarderos dormían.
La casa donde vivían Jane y Jean-Pierre pertenecía en realidad al tendero de Banda, quien abandonando toda esperanza de ganar dinero en tiempos de guerra —prácticamente no había qué vender— había partido, con su familia, rumbo a Paquistán. La habitación delantera, que antiguamente era la tienda, fue en un comienzo la clínica de Jean-Pierre, hasta que la intensidad de los bombardeos del verano obligó a los habitantes del pueblo a refugiarse en las cavernas durante el día. La casa tenía dos habitaciones traseras: una destinada a los hombres y sus huéspedes y la otra a las mujeres y los niños. Jane y Jean-Pierre las utilizaban como dormitorio y sala de estar. A un costado de la casa había un patio protegido por un muro de adobe donde se encontraba el fogón para cocinar y un recipiente para lavar la ropa, los platos y los niños. El tendero había dejado algunos muebles de madera de fabricación casera y los habitantes del pueblo le habían prestado a Jane varias hermosas alfombras para cubrir el suelo. Jane y Jean-Pierre dormían sobre un colchón, igual que los afganos, pero usaban sacos de dormir en lugar de mantas. Lo mismo que los afganos, durante el día enrollaban el colchón y cuando hacía buen tiempo lo colocaban sobre el techo plano de la casa para que se ventilara. En verano, todo el mundo dormía en los techos de las casas.
La caminata desde la caverna ejerció un efecto peculiar en Jane. Se le acentuó el dolor de espalda y al llegar a su casa se desplomó de dolor y extenuación. Sentía una urgencia desesperada de orinar, pero estaba demasiado cansada para llegar hasta la letrina, así que se puso el orinal que ocultaba detrás de un biombo del dormitorio para utilizarlo en emergencias. En ese momento notó una pequeña mancha de sangre en sus pantalones de algodón.
No tuvo la suficiente energía para trepar por la escalera exterior hasta la azotea para buscar el colchón, así que se tendió sobre una alfombra del dormitorio. El dolor de espalda le llegaba en oleadas. Durante la oleada siguiente se colocó las manos sobre el vientre y percibió que el bulto de su hijo se movía, sobresalía cuando el dolor era más fuerte y se aplanaba cuando cesaba. Ahora no le cabía ninguna duda de que tenía contracciones.
Estaba asustada. Recordó haber hablado sobre partos con su hermana Pauline. Después que ella tuvo su primer hijo, Jane fue a visitarla con una botella de champaña y un poquito de marihuana. Cuando ambas estuvieron totalmente relajadas, Jane le preguntó cómo era realmente un parto.
—Igual que si tuvieras que expulsar un melón —contestó Pauline.
Eso les provocó una sucesión interminable de risitas.
Pero Pauline dio a luz en el Hospital de la Universidad, en pleno corazón de Londres, y no en una casa de adobe en el Valle de los Cinco Leones.
¿Qué voy a hacer? —pensó Jane—. No debo dejarme llevar por el pánico. Debo lavarme con agua caliente y jabón, encontrar una tijera bien afilada y ponerla en agua hirviendo durante quince minutos; buscar sábanas limpias para recostarme sobre ellas; beber líquidos y relajarme.
Antes de que pudiera hacer nada de eso tuvo otra contracción, y ésa realmente le dolió. Cerró los ojos y trató de respirar lenta y profundamente y con regularidad, tal como Jean-Pierre le había indicado, pero le resultaba difícil tener una actitud tan controlada cuando lo único que quería hacer era gritar de dolor y de miedo.
El espasmo la dejó extenuada. Permaneció inmóvil, recobrándose, Comprendió que no podía hacer ninguna de las cosas planeadas: no podría arreglarse sola. En cuanto tuviera suficientes fuerzas se levantaría y se dirigiría a alguna de las vecinas para pedirle que buscara a la partera.
La siguiente contracción llegó antes de lo esperado, después del transcurso de lo que le pareció sólo un minuto o dos. Cuando la tensión llegó a su punto máximo, Jane preguntó en voz alta:
—¿Por qué no nos dirán hasta qué punto duele?
En cuanto sintió un poco de alivio se obligó a levantarse. El terror de dar a luz completamente a solas le infundió las fuerzas necesarias. Pasó vacilante del dormitorio a la sala. A cada paso que daba se sentía un poco más fuerte. Consiguió llegar al patio y entonces, de repente, sintió que le corría un líquido caliente entre los muslos y su pantalón quedó empapado: había roto aguas.
—¡Oh, no! —gimió. Se apoyó contra el marco de la puerta. Ni siquiera sabía si podría caminar unos pocos metros con los pantalones en ese estado. Se sentía humillada—. Debo hacerlo —dijo, pero en ese momento tuvo una nueva contracción y se desplomó en el suelo pensando: No tendré más remedio que arreglármelas sola.
Cuando volvió a abrir los ojos, vio la cara de un hombre cerca de la suya. Tenía todo el aspecto de un sheikh árabe: piel oscura, ojos renegridos y bigote negro. Sus facciones eran aristocráticas: pómulos altos, nariz romana, dientes blancos y una barbilla prominente. Era Mohammed Khan, el padre de Mousa.
—¡Gracias a Dios! —murmuró Jane con voz pastosa.
—Vine a agradecerte el haber salvado la vida de Mousa —explicó Mohammed en dari—. ¿Estás enferma?
—Estoy por dar a luz a mi hijo.
—¿Ahora? — preguntó él sobresaltado.
—En cualquier momento. Ayúdame a entrar en la casa.
El vaciló; el parto, como todo lo que se refería únicamente a mujeres, se consideraba impuro, pero su vacilación fue sólo momentánea. La ayudó a ponerse de pie e hizo que se apoyara en él para llegar a la sala y después al dormitorio. Jane volvió a acostarse sobre la alfombra.
—Busca a alguien que me ayude —le suplicó.
El frunció el entrecejo, sin saber bien qué era lo que debía hacer. Tenía un aspecto muy juvenil y era sumamente encantador.
—¿Dónde está Jean-Pierre? —preguntó.
—Se fue a Khawak. Necesito a Rabia.
—Sí —contestó él—. Enviaré a mi esposa.
—Antes de irte...
—¿Sí?
—Por favor, dame un poco de agua.
El quedó estupefacto y desorientado. No existían antecedentes de que un hombre sirviera a una mujer, ni siquiera un simple vaso de agua.
—De esa jarra especial —agregó Jane.
Tenía siempre a mano una jarra de agua filtrada y hervida para beber: era la única manera de evitar los innumerables parásitos intestinales que atormentaban durante toda la vida a la gente del pueblo.
Mohammed decidió pasar por alto las convenciones.
—Por supuesto —contestó.
Se dirigió a la habitación contigua y a los pocos instantes regresó con un vaso de agua. Jane se lo agradeció y lo bebió.
—Enviaré a Halima a buscar a la partera —dijo él.
Halima era su esposa.
—Gracias –contestó Jane—. Dile que se apresure.
Mohammed salió. Fue una suerte que el que llegó fuese él y no uno de los otros hombres. Los demás se habrían negado a tocar a una mujer enferma, pero Mohammed era distinto. Era uno de los guerrilleros más importantes y en la práctica, el representante local de Masud, el líder rebelde. Mohammed no tenía más que veinticuatro años, pero en ese país eso no era ser demasiado joven para convertirse en líder guerrillero ni para tener un hijo de nueve. Había cursado sus estudios en Kabul, hablaba un poco de francés y sabía que las costumbres del valle no eran las únicas formas de comportamiento del mundo. Su principal responsabilidad consistía en organizar las caravanas que iban y volvían de Pakistán con sus vitales abastecimientos de armas y municiones para los rebeldes. En una de esas caravanas llegaron Jane y Jean-Pierre al valle.
Mientras esperaba la siguiente contracción, Jane recordó ese espantoso viaje. Ella creía ser una persona razonable, activa y fuerte, capaz de caminar todo el día; pero no entraba en sus cálculos la falta de alimentos, las empinadas escaladas, los senderos rocosos y la diarrea que tanto debilitaba. Durante parte del viaje pudieron moverse sólo durante la noche, por temor a los helicópteros rusos. En algunos pueblos también tuvieron que enfrentarse con gente hostil: temerosos de que la caravana provocara un ataque de los rusos, los habitantes del pueblo se negaban a vender alimentos a los guerrilleros, o se ocultaban detrás de puertas cerradas, o dirigían a los viajeros hacia praderas o huertos a pocos kilómetros de distancia, que describían como el lugar ideal para acampar, y esos lugares no existían.
Debido a los ataques rusos, Mohammed cambiaba constantemente de rutas. En París Jean-Pierre se había agenciado mapas norteamericanos de Afganistán, que eran mucho mejores de los que poseían los rebeldes, así que a menudo Mohammed venía a su casa para estudiarlos antes de enviar un nuevo convoy.
En realidad Mohammed los visitaba más a menudo de lo que era necesario. Además, hablaba con Jane más de lo que generalmente hablaban los afganos con las mujeres, la miraba demasiado a los ojos y observaba demasiado su cuerpo. Jane sospechaba que él estaba enamorado de ella, por lo menos así lo creyó hasta que su embarazo se hizo visible.
Ella, a su vez, se había sentido atraída por él, especialmente en la época en que se sentía infeliz con Jean-Pierre. Mohammed era delgado, moreno, fuerte y poderoso, y por primera vez en su vida Jane se sintió atraída por un macho chauvinista.
Pudo haber tenido una aventura con él. A pesar de ser un devoto musulmán, lo mismo que todos los guerrilleros, ella dudaba de que eso hubiese constituido alguna diferencia. Creía en lo que su padre decía siempre: Las convicciones religiosas pueden frenar un deseo tímido, pero nada puede impedir una pasión genuina. Esa frase en particular, enfurecía a su madre. No, había tantos adúlteros en esa a comunidad puritana de campesinos como en cualquier otra parte. Jane comprobaba esto escuchando los chismes de las mujeres en el río, cuando iban a buscar agua o a bañarse. Jane también sabía cómo lo hacían. Mohammed se lo había comentado.
—Al anochecer se pueden ver los peces saltando fuera del agua debajo de la cascada detrás del último molino —le dijo un día—. Algunas noches yo voy allí para pescarlos.
Al anochecer las mujeres se encontraban todas cocinando y los hombres se sentaban en el patio de la mezquita, conversando o fumando; los amantes no serían descubiertos a tanta distancia del pueblo y nadie hubiese echado de menos a Jane o a Mohammed.
La idea de hacer el amor junto a una cascada con este apuesto y primitivo hombre de tribu tentaba a Jane, pero entonces quedó embarazada y al confesarle Jean-Pierre el miedo que sentía de perderla, ella decidió dedicar todas sus energías a la tarea de lograr que su matrimonio saliera a flote, sucediera lo que sucediese. Así que nunca fue a la cascada, y cuando comenzó a notarse su embarazo Mohammed dejó de mirar su cuerpo, tal vez fue la latente intimidad que existía entre ellos lo que animó a Mohammed a entrar en su casa y ayudarla, cuando otros hombres se hubiesen negado y tal vez se hubiesen marchado sin entrar siquiera en la casa. O quizá fuese por lo sucedido con Mousa. Mohammed tenía un solo hijo —y tres hijas— y posiblemente se sintiera tremendamente en deuda con Jane. Hoy he logrado hacerme un amigo y un enemigo, pensó ella: Mohammed y Abdullah.
El dolor recomenzó y ella se dio cuenta de que había gozado de un descanso más largo que lo normal ¿Las contracciones estarían volviéndose irregulares? ¿Por qué? Jean-Pierre no le había dicho nada acerca de eso. Pero su marido había olvidado gran parte de sus anteriores estudios de ginecología.
Esa contracción fue la peor hasta el momento, y la dejó temblorosa y marcada ¿Qué sucedía con la partera? Mohammed debía haber enviado a su mujer a buscarla: él no iba a olvidarse ni a cambiar de idea. Pero ella, ¿obedecería a su marido? Por supuesto, las afganas siempre obedecían a sus maridos. Pero tal vez caminara lentamente, intercambiando chismes en el camino y hasta era probable que se detuviera en alguna casa a beber una taza de té. Si en el Valle de los Cinco Leones existía el adulterio, también debían de existir los celos, y Halima sin duda sabía, o por lo menos adivinaba, cuáles eran los sentimientos que abrigaba su marido hacia Jane: las esposas siempre lo sabían. Y en ese momento podía provocarle resentimiento que le pidiera que se apresurara en busca de auxilio para su rival, la exótica extranjera, educada y de piel blanca que tanto fascinaba a su marido. De repente Jane se sintió furiosa con Mohammed y también con Halima. No he hecho nada malo —pensó—. ¿Por qué me han abandonado todos? ¿Por qué no está aquí, conmigo, mi marido?
Cuando empezó a tener otra contracción, rompió a llorar. Era demasiado.
—¡No aguanto más! —exclamó en voz alta. Temblaba incontroladamente. Quería morir antes de que el dolor empeorara—. ¡Mamá! ¡Ayúdame, mamá! —sollozó.
De repente sintió que un brazo fuerte le rodeaba los hombros y que una voz de mujer le hablaba al oído, murmurando palabras incomprensibles pero tranquilizadoras en dari. Sin abrir los ojos se aferró a la mujer, sollozando y llorando a medida que las contracciones se volvían intensas. Por fin empezaron a ceder, demasiado lentamente, pero con una sensación definitiva, como si cada una pudiera ser la última, o por lo menos la última dolorosa.
Levantó la mirada y vio los serenos ojos pardos y las mejillas de Rabia, la partera.
—Que Dios sea contigo, Jane Debout.
Jane se sintió aliviada, como si le hubieran sacado de encima un peso insoportable.
—Y contigo, Rabia Gul —susurró agradecida.
—¿Los dolores son muy fuertes?
—Cada minuto o dos.