Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—No dejes de apuntar a Anatoly con tu arma —le pidió a Jane—. Yo iré a ver si este aparato despega.
A Jane el arma le pareció sorprendentemente pesada. Para apuntar a Anatoly, mantuvo durante un rato el brazo extendido, pero pronto lo tuvo que bajar para descansar. Con la mano izquierda palmeaba la espalda de Chantal. La pequeña había llorado intensamente durante los últimos minutos, pero en ese momento estaba callada.
El motor del helicóptero se puso en marcha, dio una serie de sacudidas y vaciló. ¡Oh, por favor, arranca! —rezó Jane—; ¡por favor! El motor rugió, recobrando la vida, y ella vio que la hélice giraba.
Jean-Pierre levantó la vista.
¡No te atrevas! —pensó ella—. ¡No te muevas!
Jean-Pierre se irguió, la miró y después se puso dolorosamente en pie.
Jane le apuntó con la pistola.
El empezó a caminar hacia el helicóptero.
—¡No me obligues a dispararte! —aulló ella, pero su voz fue ahogada por el sonido cada vez más fuerte de los motores.
Anatoly debió de ver a Jean-Pierre, porque giró sobre sí mismo y se sentó. Jane le apuntó con el arma. El levantó los brazos en un gesto de rendición. Jane volvió a dirigir el arma hacia Jean-Pierre. Este seguía acercándose.
Jane sintió que el helicóptero se estremecía e intentaba alzar el vuelo.
En ese momento Jean-Pierre se encontraba muy cerca. Le veía el rostro con claridad. Tenía las manos extendidas en un gesto de súplica, pero en sus ojos había una expresión de locura. Ha perdido la razón —pensó ella—. Pero tal vez eso hubiera sucedido mucho tiempo antes.
—¡Lo haré! —aulló, a pesar de saber que él no podía oírla—. ¡Dispararé!
El helicóptero despegó.
Jean-Pierre empezó a correr.
Mientras el aparato alzaba el vuelo, pegó un salto y aterrizó en la cabina. Jane tuvo la esperanza de que volviera a caer, pero él consiguió recuperar el equilibrio. La miró con ojos llenos de odio y se preparó para saltar sobre ella.
Jane cerró los ojos y apretó el gatillo.
La pistola se disparó con un fuerte retroceso.
Ella volvió a abrir los ojos. Jean-Pierre todavía seguía allí, de pie, con una expresión de estupefacción en el rostro. En la chaqueta tenía una mancha oscura que se iba extendiendo. Presa del pánico Jane volvió a apretar el gatillo una vez y otra vez y después una tercera. Erró los dos primeros disparos, pero tuvo la sensación de que el tercero le daba en el hombro. Jean-Pierre giró sobre sí mismo, quedó de cara hacia afuera y después cayó hacia delante y se desplomó en el vacío a través de la puerta.
Entonces desapareció.
Lo maté, pensó ella.
Al principio se sintió invadida por una especie de júbilo salvaje. El había tratado de capturarla, de aprisionarla y de convertirla en una esclava. Trató de darle caza como si fuese un animal. La traicionó y le pegó. Y ahora ella le había dado muerte.
Después se sintió sobrecogida por el dolor. Se sentó en la cabina y sollozó. Chantal también empezó a llorar y Jane comenzó a mecer a su hijita mientras ambas sollozaban juntas.
No supo cuánto tiempo permanecieron allí. Pero en algún momento se levantó y se dirigió a la cabina del piloto, quedando junto al asiento de éste.
—¿Estás bien? —preguntó Ellis a gritos.
Ella asintió y ensayó una débil sonrisa.
Ellis le devolvió la sonrisa, señaló uno de los indicadores y gritó:
—¡Mira: tenemos los tanques llenos de combustible!
Ella lo besó en la mejilla. Algún día le contaría que había matado a Jean-Pierre a tiros, pero ahora no.
—¿A qué distancia de la frontera estamos? —preguntó.
—A menos de una hora. Y no pueden mandar a nadie a perseguirnos porque tenemos la radio.
Jane miró a través del parabrisas. Directamente delante de sí podía ver las montañas de blancos picos que hubiesen tenido que escalar para poder huir. No creo que hubiera podido hacerlo —se dijo para sí—. Creo que me habría acostado en la nieve para morir. Ellis tenía una expresión nostálgica en el rostro.
—¿En qué estás pensando? —preguntó ella.
—Pensaba en lo que me gustaría comer un sándwich de carne asada con lechuga, tomate y mayonesa, hecho de pan integral —contestó él, y Jane sonrió.
Chantal se movió inquieta y lloró. Ellis retiró una mano de los controles para acariciarle la mejilla sonrosada.
—Tiene hambre —advirtió.
—Iré a la cabina y la alimentaré —contestó Jane.
Regresó a la cabina de pasajeros y se instaló sobre el banco. Se desabrochó la chaqueta y la blusa y alimentó a su hijita, mientras el helicóptero volaba hacia el sol naciente.
1983
Mientras caminaba por la calle suburbana y se acomodaba en el asiento del acompañante en el coche de Ellis, Jane se sentía satisfecha. Había sido una tarde satisfactoria. Las pizzas habían estado riquísimas y a Petal le encantó Flash Dance. Ellis estaba tenso ante la necesidad de presentar a su hija y a su madre, pero a Petal le fascinó la niñita de seis meses que era Chantal y todo resultó extremadamente fácil. Ellis se sintió tan bien al respecto que, cuando regresaron a dejar a Petal, sugirió que Jane fuera con él a la casa para saludar a Gill. Esta los invitó a pasar y le hizo grandes fiestas a Chantal, así que en una misma tarde Jane conoció a la ex esposa y a la hija de su amante.
Ellis — Jane no se acostumbraba al hecho de que su verdadero nombre fuese John, y había decidido seguir llamándolo Ellis— colocó a Chantal en el asiento trasero y ocupó el asiento del conductor, al lado de Jane.
—Bueno, ¿qué te pareció? —preguntó él, al arrancar. —Nunca me comentaste lo bonita que era —dijo Jane. —¿Te refieres a lo bonita que es Petal? —Me refiero a Gill —contestó Jane con una carcajada. —Sí, es bonita.
—Son personas excelentes y no merecen andar mezclados con alguien como tú.
Bromeaba, pero Ellis asintió con aire sombrío.
Jane se inclinó y le tocó el muslo.
—¡No quise decir eso!
—Sin embargo, es cierto.
Siguieron en silencio durante un rato. Ese día se cumplían exactamente seis meses desde la fecha en que habían logrado huir de Afganistán. De vez en cuando Jane, sin motivo aparente, estallaba en llanto, pero ya no sufría pesadillas en las que disparaba una y otra vez sobre Jean—Pierre. Aparte de ella y de Ellis, nadie conocía la verdad de lo sucedido. Ellis incluso había mentido a sus superiores sobre la forma en que Jean-Pierre encontró la muerte. Y Jane decidió que le diría a Chantal que su papá había muerto en Afganistán, durante la guerra; nada más.
En lugar de encaminarse de regreso a la ciudad, Ellis tomó una serie de calles laterales y por fin detuvo el coche en un lugar desde el que se veía el río.
—¿Qué vamos a hacer aquí? —preguntó Jane—. ¿Arrumacos? —Si quieres. Pero yo necesito hablar contigo.
—Muy bien.
—Fue un buen día.
—Sí.
—Hoy Petal estuvo más relajada conmigo de lo que estuvo en toda su vida.
—Me pregunto por qué.
—Tengo una teoría —explicó Ellis—. Por ti y por Chantal. Ahora formo parte de una familia. Ya no soy una amenaza para su hogar y su estabilidad. Por lo menos creo que es eso.
—Me parece sensato. ¿De eso querías hablarme? —No. —Vaciló—. Me retiro de la Agencia. Jane asintió.
—¡Me alegro muchísimo! —exclamó con fervor.
Hacía tiempo que esperaba algo así. Ellis saldaba sus cuentas y cerraba los libros.
—Mi compromiso con la misión en Afganistán prácticamente ha terminado —siguió diciendo—. El programa de entrenamiento de Masud está en pleno desarrollo y ya han recibido la primera remesa de armas. En este momento Masud es tan poderoso que ha negociado una tregua de invierno con los rusos.
—¡Espléndido! —exclamó Jane—. Apoyo cualquier cosa que signifique un cese del fuego.
—Mientras yo estaba en Washington y tú en Londres, me ofrecieron otro trabajo. Se trata de algo que realmente quiero hacer y que, además, es bien remunerado.
—¿Qué es? —preguntó Jane, intrigada.
—Trabajar con un nuevo grupo de fuerza del presidente que se dedicará a combatir el crimen organizado.
Jane sintió una punzada de miedo en el corazón.
—¿Es peligroso?
—En mi caso, no. Ya soy demasiado viejo para la tarea de agente secreto. Mi labor consistirá en dirigir a los agentes secretos.
Jane se dio cuenta de que Ellis no era completamente franco con ella.
—¡Dime la verdad! pequeño cretino! —le pidió.
—Bueno, es mucho menos peligroso de lo que he hecho hasta ahora. Pero tampoco es tan seguro como enseñar en un jardín de infancia.
Ella le sonrió. Sabía adónde iría a parar, y eso la hacía feliz. —Además, tendré mi base de operaciones aquí, en Nueva York —agregó Ellis.
Eso la tomó de sorpresa.
—¿En serio?
—¿Por qué te sorprende tanto?
—Porque yo he presentado una solicitud de trabajo en las Naciones Unidas. Aquí, en Nueva York.
—¡No me dijiste que pensabas hacerlo! —exclamó él, herido. —Tú tampoco me hablaste de tus planes —contestó ella, indignada.
—Te los estoy contando ahora.
—Y yo te los estoy contando ahora.
—Pero, ¿me habrías abandonado?
—¿Por qué tenemos que vivir donde tú trabajas? ¿Por qué no podemos vivir donde trabajo yo?
—En el mes que estuvimos separados me olvidé por completo de lo malditamente susceptible que eras —confesó él.
—Es cierto.
Hubo un silencio.
Al rato, Ellis volvió a hablar.
—Bueno, de todos modos, ya que los dos estaremos en Nueva York...
—¿Podríamos compartir una casa?
—Sí —contestó él, vacilante.
De repente ella lamentó haber perdido los estribos. En realidad Ellis no era desconsiderado, sino sólo tonto. Allá en Afganistán estuvo a un tris de perderlo y ahora nunca podría estar enojada con él demasiado tiempo, porque siempre recordaría lo que la aterró el pensamiento de que los separarían para siempre, y tampoco olvidaría hasta qué punto se alegró cuando lograron sobrevivir y pudieron permanecer juntos.
—Bueno —contestó en un tono de voz más suave—. Compartamos la casa.
—En realidad, yo estaba pensando en la posibilidad de convertirlo en algo oficial. Claro, si lo deseas.
Eso era lo que ella había estado esperando.
—¿Oficial? —repitió, como si no lo entendiera.
—Sí —contestó él incómodo—. Quiero decir que podríamos casarnos. Siempre que tú también lo desees.
Ella lanzó una carcajada de puro placer.
—¡Hazlo bien, Ellis! —protestó—. ¡Declárate!
El le tomó la mano.
—Te amo, Jane, querida mía. ¿Quieres casarte conmigo?
—¡Sí! ¡Sí! —exclamó ella—. ¡En cuanto sea posible! ¡Mañana!
¡Hoy!
—Gracias —dijo él.
Ella se inclinó y lo besó.
—Yo también te amo.
Entonces se quedaron en silencio, cogidos de la mano y mirando la puesta de sol. Es gracioso —pensó Jane—, pero ahora Afganistán me parece una cosa irreal, algo así como un mal sueño, vívido pero ya no aterrorizante. Recordaba bien a su gente: Abdullah, el mullah y Rabia, la partera, el apuesto Mohammed, la sensual Zahara y la fiel Fara, pero las bombas y los helicópteros, el miedo y las penurias se iban borrando de su memoria. Tenía la sensación de que ésta era la verdadera aventura: casarse, criar a Chantal y convertir el mundo en un lugar mejor donde ella pudiera vivir.
—¿Vamos? —preguntó Ellis.
—Sí. —Le dio un apretón final a la mano de Ellis y luego la soltó—. Tenemos mucho que hacer.
El puso en marcha el coche e iniciaron el viaje de regreso a la ciudad.
FIN
{1}
Mullah: intérprete de las leyes y dogmas del Islam.
{2}
Imagina eso
{3}
En español en el original.