El valle de los leones (45 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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—Yo podría engañar a los rusos —explicó—. Podría dejar que me capturaran y luego, después de dar muestras de gran renuencia, podría suministrarle a Jean-Pierre toda clase de informaciones falsas con respecto al camino que habéis tomado y la forma en que viajáis, Si consiguiera encaminarlo en una dirección completamente equivocada, es posible que pudierais ganar varios días de ventaja, ¡los necesarios para salir sanos y salvos del país!

Empezó a entusiasmarse con la idea, a pesar de que en el fondo de su corazón pensaba: ",¡No me dejéis! ¡Por favor, no me dejéis!

Mohammed miró a Ellis.

—Es la única solución, Ellis —aseguró.

—¡Olvídala! —contestó Ellis —. No estoy dispuesto a aceptarla.

—Pero, Ellis...

—¡No la voy a aceptar! —repitió Ellis—. ¡Olvídala!

Mohammed decidió callar.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Jane.

—Los rusos no nos alcanzarán hoy —contestó Ellis—. Todavía les llevamos cierta ventaja, porque esta mañana nos levantamos muy temprano. Esta noche nos quedaremos aquí, y mañana volveremos a salir temprano. Recordad que nada termina hasta que realmente se acaba del todo. Puede suceder cualquier cosa. Hasta es posible que en Moscú alguien decida que Anatoly se ha vuelto loco y ordene suspender la búsqueda.

—¡No digas imbecilidades! —comentó Jane en inglés; pero contra toda razón y coherencia, interiormente se alegraba de que él se hubiese negado a seguir solo.

—A mí se me ocurre otra alternativa —dijo Mohammed—. Seré yo el que regrese a confundir a los rusos.

El corazón de Jane dio un respingo dentro del pecho. ¿Sería posible?

—¿Cómo? —preguntó Ellis.

—Me ofreceré como guía intérprete y los conduciré hacia el sur del valle Nuristán, alejándolos de vosotros hasta llegar al lago Mundol.

A Jane se le ocurrió un inconveniente, y se volvió a deprimir.

—Pero ya deben de tener un guía —objetó.

—Tal vez sea un hombre del Valle de los Cinco Leones que se haya visto forzado a ayudar a los rusos contra su voluntad. En ese caso, hablaré con él y arreglaré las cosas.

—¿Y si se negara a ayudarte?

Mohammed lo consideró.

—Entonces no será un buen hombre que se ha visto obligado a ayudarlos, sino un traidor que colabora voluntariamente con el enemigo para obtener alguna ganancia personal; en ese caso, lo mataré.

—No quiero que nadie muera por mi causa —contestó Jane con rapidez.

—No sería por ti —aclaró Ellis en tono duro—. Sería por causa mía. Yo soy el que me he negado a seguir sin ti.

Jane calló.

Ellis pensaba en cosas prácticas.

—No estás vestido como los habitantes de Nuristán —hizo notar a Mohammed.

—Intercambiaré de ropa con Halam.

—Tampoco hablas bien el idioma local.

—En Nuristán se hablan muchos dialectos. Simularé que procedo de una zona donde el dialecto es distinto. De todos modos, los rusos no hablan ninguno de esos idiomas, así que tampoco se enterarán.

—¿Y qué harás con tu arma?

Mohammed lo pensó durante unos instantes. —¿Me darías tu bolsa?

—Es demasiado pequeña.

—Mi Kalashnikov tiene la culata plegable.

—Por supuesto que puedes tomar la bolsa —dijo Ellis.

Jane se preguntó si no despertaría sospechas, pero decidió que no. Las bolsas de los afganos eran tan extrañas y variadas como sus ropas. Pero de todos modos, tarde o temprano, Mohammed despertaría sin duda sospechas.

—¿Qué sucederá cuando finalmente se den cuenta de que los has guiado por un rumbo equivocado?

—Antes de que eso suceda, me escaparé en medio de la noche, dejándolos en algún lugar ignoto.

—Es terriblemente peligroso dijo Jane.

Mohammed trató de adoptar una actitud de heroica despreocupación. Lo mismo que la mayoría de los guerrilleros, era genuinamente valiente, pero también ridículamente vanidoso.

—Si calculas mal el tiempo y sospechan de ti antes de que decidas abandonarlos, te torturarán para averiguar qué camino tomamos.

—Jamás se apoderarán de mí con vida —aseguró Mohammed. Jane le creyó.

—Pero nosotros nos quedaremos sin guía —objetó Ellis.

—Yo os encontraré otro. —Mohammed se volvió hacia Halam con quien inició una rápida conversación en múltiples idiomas. Jane sacó en conclusión que Mohammed se proponía contratar a Halam como guía. A ella el muchacho no le gustaba —era demasiado buen vendedor para resultar enteramente confiable—, pero obviamente se trataba de un viajante, de manera que la elección era natural. La mayoría de los pobladores locales posiblemente nunca se habrían aventurado a alejarse de los límites de su propio valle.

—Dice que conoce el camino —explicó Mohammed, ahora en francés. Al oír las palabras dice que Jane sintió una punzada de ansiedad—. Os llevará hasta Kantiwar y allí encontrará otro guía para que os conduzca hasta el próximo paso, y seguirán procediendo así hasta llegar a Pakistán. Os cobrará cinco mil afganíes.

—Me parece bastante justo, pero ¿cuántos guías más tendremos que contratar a ese precio hasta llegar a Chitral?

—Cinco o seis, tal vez —contestó Mohammed.

Ellis movió la cabeza.

—No tenemos treinta mil afganíes. Y además, será necesario comprar comida.

—Tendréis que obtener la comida atendiendo enfermos —explicó Mohammed—. Y una vez que lleguéis a Pakistán, el camino es más fácil. Tal vez en los últimos tramos ni siquiera necesitéis guías.

Ellis se mostraba dubitativo.

—¿Qué piensas? —le preguntó a Jane.

—Te queda otra alternativa —contestó ella—. Puedes continuar sin mí.

—¡No! —exclamó él—. Esa no es una alternativa. Seguiremos juntos.

Capítulo 18

Durante el transcurso del primer día las patrullas rusas no encontraron rastros de Ellis y Jane.

Jean-Pierre y Anatoly permanecían sentados en unas duras sillas de madera de una oficina sin ventanas en la base aérea de Bagram, donde recibían los informes a medida que iban llegando por radio. Los grupos de búsqueda habían vuelto a salir antes del amanecer. Al principio fueron seis: uno para cada uno de los cinco valles laterales que, desde el de los Cinco Leones, conducían al este, y otro que seguiría el curso del río de los Cinco Leones hacia el norte hasta su nacimiento. Cada grupo incluía por lo menos a un oficial del ejército regular afgano que dominara el idioma dari. Los helicópteros que los conducían aterrizaron en seis pueblos distintos del valle, y media hora más tarde las seis partidas informaron que habían logrado encontrar guías locales.

—¡Eso ha sido rápido! —comentó Jean-Pierre, después de recibir el sexto informe—. ¿Cómo lo habrán logrado?

—Muy simple —contestó Anatoly—. Le piden a alguien que los guíe. Si el individuo se niega, le pegan un tiro. Después se lo piden a otro. No tardan demasiado en encontrar un voluntario.

Una de las patrullas trató de seguir la ruta que le había sido asignada desde el aire, pero el experimento resultó un fracaso. Los senderos ya eran bastante difíciles de seguir en tierra; desde el aire resultaba imposible. Además, ninguno de los guías había volado nunca anteriormente y la nueva experiencia los desorientaba por completo. Así que todas las patrullas iniciaron la marcha a pie, algunas con caballos confiscados para cargar el equipaje.

Jean-Pierre no esperaba recibir más noticias durante el curso de la mañana, porque los fugitivos llevaban un día entero de ventaja. Sin embargo, los soldados sin duda se moverían con mayor rapidez que Jane, sobre todo teniendo en cuenta que ella debía llevar a Chantal...

Cada vez que pensaba en Chantal, Jean-Pierre se sentía culpable. La furia que le provocaba el comportamiento de su mujer no se extendía a su hija, y sin embargo tenía la seguridad de que la pequeña estaba sufriendo: todo el día en movimiento, cruzando pasos que estaban por encima de nieves perpetuas, azotada por vientos gélidos, Como le sucedía a menudo, pensó en lo que ocurriría si Jane muriera y su hija no. Se imaginó a Ellis capturado, solo; el cuerpo de Jane, dos o tres kilómetros más atrás, muerta a causa del frío, mientras que su hija sobrevivía milagrosamente, todavía en brazos de la madre. Volvería a París convertido en una figura trágica y romántica –pensaba Jean-Pierre—, un viudo, veterano de guerra de Afganistán, con una hijita de meses, ¡Cómo me alabarían! Soy perfectamente capaz de criar a una criatura. ¡Qué relación tan intensa estableceríamos a medida que ella fuera creciendo! Por supuesto que tendría que contratar a una niñera, pero me encargaría de que ella no ocupara el lugar de la madre en el afecto de la criatura, No, yo sería para ella padre y madre a la vez.

Cuanto más lo pensaba, más lo enfurecía el hecho de que Jane arriesgara la vida de Chantal. No cabía duda de que ella había perdido sus derechos de madre al arrastrar a su hijita en una aventura semejante. Pensaba que basándose en eso, él podría obtener la custodia legal de la pequeña en cualquier tribunal europeo...

A medida que pasaba la tarde, Anatoly empezó a aburrirse y Jean-Pierre se puso tenso. Ambos estaban irritables. Anatoly mantenía largas conversaciones en ruso con otros oficiales que entraban en la pequeña habitación sin ventanas, y esos diálogos interminables ponían de punta los nervios de Jean-Pierre. Al principio Anatoly traducía todos los informes de las patrullas que les llegaban por radio, pero ahora se conformaba con decir simplemente Nada. Jean-Pierre empezó a marcar las rutas seguidas en una serie de mapas, en los que iba localizando sus paraderos con alfileres de cabezas coloradas, pero hacia el fin de la tarde las patrullas seguían senderos o cauces de ríos secos que no figuraban en los mapas y si en los informes por radio proporcionaban datos de sus respectivos paraderos, Anatoly no se los pasaba.

Al caer la noche las patrullas acamparon sin informar que hubieran encontrado señales de los fugitivos. Tenían instrucciones de interrogar a los habitantes de los pueblos por los que pasaban. Estos afirmaban no haber visto extranjeros, cosa que no era sorprendente porque todavía se encontraban en el Valle de los Cinco Leones y no habían atravesado aún los grandes pasos que conducían a Nuristán. La gente a quien interrogaban era por lo general leal a Masud; para ella, ayudar a los rusos constituía una traición. Al día siguiente, cuando las patrullas entraran en Nuristán, el pueblo se mostraría más dispuesto a cooperar.

A pesar de todo, Jean-Pierre se sentía desanimado cuando él y Anatoly abandonaron la oficina al anochecer y se dirigieron al comedor. Comieron una cena horrible consistente en salchichas enlatadas y puré de patatas desecadas. Después Anatoly, malhumorado, se marchó a beber vodka con algunos colegas mientras dejaba a Jean-Pierre al cuidado de un sargento que sólo hablaba ruso. jugaron una partida de ajedrez pero, para desgracia de Jean-Pierre, el sargento era demasiado bueno y le ganó. Jean-Pierre se retiró temprano y permaneció despierto sobre un duro colchón del ejército imaginando a Jane y a Ellis acostados juntos.

A la mañana siguiente lo despertó Anatoly, con su rostro oriental iluminado por una sonrisa y habiendo perdido todo rastro de la irritación del día anterior, y Jean-Pierre se sintió como un niño desobediente que acababa de ser perdonado, aunque por lo que él sabía, no hubiera hecho nada malo. Desayunaron juntos en la cantina de la base. Anatoly ya se había puesto en contacto con todas las patrullas, que habían levantado el campamento y reiniciado la marcha al amanecer.

—Hoy capturaremos a tu esposa, amigo mío —aseguró Anatoly alegremente, y Jean-Pierre sintió que su optimismo renacía.

En cuanto llegaron a la oficina, Anatoly se volvió a comunicar por radio con las patrullas. Les pidió que describieran lo que veían a su alrededor y Jean-Pierre utilizó los datos de arroyos, lagos, depresiones y alturas del terreno para establecer su situación. Basándose en los kilómetros recorridos por hora de marcha daban la sensación de estarse moviendo con terrible lentitud, pero por supuesto que subían la montaña en terreno difícil, e idénticos factores retrasarían a Ellis y a Jane.

Cada patrulla poseía un guía y cuando llegaban a un lugar en que el sendero se bifurcaba y ambas posibilidades conducían a Nuristán, contrataban un guía adicional en el pueblo más cercano y se dividían en dos grupos. A mediodía el mapa de Jean-Pierre estaba lleno de alfileres de cabeza colorada, como si fuese el rostro de un niño con sarampión.

A media tarde sufrieron una inesperada interrupción. Un general con gafas que realizaba una gira por Afganistán, aterrizó en Bagram y decidió averiguar cómo estaba gastando Anatoly el dinero de los contribuyentes. Esto se lo previno el mismo Anatoly a Jean-Pierre, segundos antes de que el general se presentara en la pequeña oficina, seguido por ansiosos oficiales que parecían patitos detrás de la mamá pata.

Jean-Pierre observó fascinado la manera en que Anatoly manejaba al visitante. Se puso en pie de un salto, con aspecto enérgico pero tranquilo, estrechó la mano del general y le ofreció una silla, dio una serie de órdenes a través de la puerta abierta, habló con rapidez pero con deferencia al general durante aproximadamente un minuto, se disculpó y habló por radio, le tradujo a Jean-Pierre la respuesta que llegaba de Nuristán y finalmente presentó en francés a Jean-Pierre y al general.

El general empezó a hacer preguntas que Anatoly iba contestando mientras señalaba los alfileres del mapa de Jean-Pierre. En ese momento, una de las patrullas entró en línea sin solicitar autorización: una voz excitada que se expresaba en ruso, y Anatoly hizo callar al general en mitad de una frase para poder escuchar.

Jean-Pierre se sentó en el borde de su dura silla, deseando que le tradujeran las noticias.

La voz se calló. Anatoly hizo una pregunta y obtuvo una respuesta.

—¿Qué vieron? —preguntó Jean-Pierre, incapaz de continuar en silencio.

Anatoly lo ignoró durante un instante y habló con el general. Por fin se volvió hacia Jean-Pierre.

—Han encontrado a dos norteamericanos en un pueblo llamado Atati, en el valle de Nuristán.

—¡Maravilloso! —exclamó Jean-Pierre—. ¡Deben de ser ellos! —Supongo que sí —contestó Anatoly.

Jean-Pierre no comprendía la falta de entusiasmo del ruso. —¡Por supuesto que son ellos! Tus tropas no conocen la diferencia entre los norteamericanos y los ingleses.

—Posiblemente no. Pero dicen que la pareja no tiene ningún bebé.

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