Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Jean-Pierre se dio cuenta de que debía volver al helicóptero con la mayor rapidez posible.
—Ahora regresa a tu casa —ordenó a Abdullah.
—El tratado morirá con ellos, porque Ellis tiene el papel —agregó Abdullah—. Eso es una gran cosa. Aunque necesitemos las armas norteamericanas, es peligroso hacer pactos con infieles.
—Vete —volvió a ordenar Jean-Pierre—. Y si no quieres que tu familia me vea, oblígalos a quedarse dentro de la casa durante algunos minutos.
Abdullah tuvo un momento de indignación al ver que le daban órdenes, pero en seguida comprendió que no se encontraba en condiciones de protestar y partió presuroso.
Jean-Pierre se preguntó si todos morirían en Nuristán, como acababa de profetizar Abdullah con tanta satisfacción. Eso no era lo que él deseaba. No le proporcionaría venganza ni satisfacción. Quería recuperar a su hija. Quería volver a tener a Jane, viva y en su poder. Quería que Ellis sufriera dolores y humillaciones.
Le dio tiempo a Abdullah para llegar a su casa, después se cubrió la cabeza y parte del rostro con la capucha y empezó a caminar desconsolado hacia el helicóptero. Al pasar junto a la casa, miró hacia otro lado por si alguno de los niños llegaba a asomarse.
Anatoly lo esperaba en el claro, frente a las cuevas. Tendió la mano para que Jean-Pierre le devolviera la pistola.
—¿Y bien?
Jean-Pierre le devolvió el arma.
—Se nos han escapado —contestó el francés—. Han abandonado el valle.
—Es imposible que se hayan escapado —dijo Anatoly con furia—. ¿Adónde han ido?
—A Nuristán — Jean-Pierre señaló en dirección a los helicópteros—. ¿No sería mejor que nos fuésemos?
—En el helicóptero es imposible hablar.
—Pero si vienen los pobladores...
—¡A la mierda con los pobladores! ¡No sigas actuando como un tipo vencido! ¿Qué piensan hacer ellos en Nuristán?
—Se encaminan a Pakistán por un camino conocido como la ruta de la mantequilla.
—Si conocemos el camino que siguen, los podremos encontrar.
—No lo creo. La ruta es una, pero tiene distintos atajos.
—Los sobrevolaremos todos.
—Es imposible seguir esos senderos desde el aire. Apenas es posible seguirlos en tierra sin un guía del lugar.
—Podemos utilizar mapas...
—¿Qué mapas? —preguntó Jean-Pierre—. Conozco tus mapas y no son mejores que los míos norteamericanos, que son los más detallados que existen, y en ellos no figuran esos senderos ni esos pasos. ¿No sabes que hay regiones del mundo que nunca han sido cartográficamente bien evaluadas? ¡En este momento tienes que habértelas con una de ésas.
—¡Ya lo sé! ¿Te has olvidado que formo parte de la Inteligencia de mi país? —Anatoly bajó la voz—. Te descorazonas con demasiada facilidad, amigo mío. Piensa. Si Ellis puede encontrar un guía nativo que le enseñe el camino, yo puedo hacer lo mismo.
¿Será posible¿, se preguntó Jean-Pierre.
—Pero en la ruta de la mantequilla los caminos son muchos —objetó.
—Supongamos que haya diez variantes. Necesitaremos diez guías nativos para conducir a diez patrullas.
El entusiasmo de Jean-Pierre creció rápidamente al comprender que todavía cabía la posibilidad de que recuperara a Jane y a Chantal y pudiera ver entre rejas a Ellis.
—Tal vez ni siquiera haga falta tanto —dijo con entusiasmo—. Simplemente podemos ir haciendo preguntas durante el camino. Una vez que hayamos abandonado este valle dejado de la mano de Dios, tal vez la gente no tenga los labios tan sellados. Los nativos de Nuristán no se han involucrado tanto en la guerra como esta gente.
—Muy bien —dijo de repente Anatoly—. Está oscureciendo, y esta noche tenemos mucho que hacer. Saldremos a primera hora de la mañana. ¡Vámonos!
Jane se despertó asustada. No sabía dónde estaba, con quién estaba y si los rusos la habían apresado. Durante un segundo clavó la mirada en el techo de paja y pensó ¿Estaré en una prisión? Después se sentó bruscamente con el corazón saltándole dentro del pecho, vio a Ellis en su saco de dormir y recordó: Estamos fuera del valle. Conseguimos escapar. Los rusos no saben dónde estamos y no podrán encontrarnos.
Se volvió a acostar y esperó que los latidos de su corazón volvieran a la normalidad.
No seguían la ruta originalmente planeada por Ellis. En lugar de dirigirse hacia Comar, al norte y después al este a lo largo del valle de Comar hasta entrar en Nuristán, desde Saniz volvieron al sur y después rumbo al este a lo largo del valle de Aryu. Mohammed sugirió esa ruta porque los alejaría con mayor rapidez del Valle de los Cinco Leones y Ellis se mostró de acuerdo con él.
Partieron antes del amanecer y caminaron montaña arriba todo el día. Ellis y Jane se turnaban para llevar a Chantal, mientras Mohammed conducía a Maggie de la brida. A mediodía hicieron un alto en el pueblo de chozas de barro de Aryu y compraron pan a un viejo lleno de sospechas que tenía un perro mordedor. El pueblo de Aryu fue para ellos el límite con la civilización: durante kilómetros sólo vieron el río sembrado de piedras y a ambos lados las grandes montañas desnudas de tono marfileño hasta que a última hora de la tarde llegaron a ese lugar.
Jane volvió a sentarse. Chantal estaba acostada a su lado, respirando tranquila e irradiando calor como si fuera una bolsa de agua caliente. Ella estaba acostada en su propio saco de dormir. Podía haber unido las cremalleras de las dos para formar una sola, pero Jane tuvo miedo de que Ellis aplastara a Chantal durante la noche, así que durmieron separados y se contentaron con estar cerca uno del otro y con estirar la mano de vez en cuando para tocarse.
Mohammed dormía en el cuarto contiguo.
Jane se levantó con cuidado, tratando de no despertar a Chantal. Al ponerse la blusa y los pantalones sintió punzadas de dolor en las piernas: estaba acostumbrada a caminar, pero no todo el día, y tampoco a trepar sin respiro, sobre un terreno tan abrupto.
Se puso las botas y salió sin atarse los cordones. Parpadeó para defenderse de la luminosidad fría y resplandeciente de las montañas. Estaban en una pradera situada en una meseta, una vasta planicie verde cruzada por un arroyo serpenteante. A uno de los lados de la pradera la montaña se alzaba abruptamente y a su abrigo, al pie del risco, había unas cuantas casas de piedra y algunos rediles. Las casas se encontraban desiertas y el ganado ya no estaba: era un pasto de verano y el ganado había partido a sus refugios de invierno. En el Valle de los Cinco Leones todavía era verano, pero a esas alturas, el otoño llegaba en setiembre.
Jane caminó hasta el arroyo. Estaba lo suficientemente lejos de las casas de piedra como para poder quitarse la ropa sin temor de ofender a Mohammed. Corrió hacia el arroyo y se metió rápidamente en el agua. Estaba espantosamente fría. Salió en seguida con los dientes castañeteando incontroladamente.
—¡Al diablo con esto! —exclamó en voz alta.
Resolvió permanecer sucia hasta llegar a la civilización.
Volvió a ponerse la ropa —tenía una sola toalla y ésa estaba reservada para Chantal— y corrió de regreso a la casa, recogiendo algunos palos por el camino. Echó los palos sobre el rescoldo de la noche anterior y sopló las brasas hasta reavivar las llamas. Colocó muy cerca de la lumbre las manos congeladas hasta que sintió que volvía a la normalidad.
Puso una cacerola de agua sobre el fuego para lavar a Chantal. Mientras esperaba que se calentara, los demás, uno a uno, se fueron despertando: primero Mohammed, que salió a lavarse; después Ellis, quien se quejó de que le dolía todo el cuerpo; y por fin Chantal, que exigió que la alimentaran y fue satisfecha.
Jane se sentía extrañamente eufórica. Lo lógico hubiera sido que estuviese ansiosa porque se internaba con su hijita de dos meses en uno de los lugares más salvajes del mundo; pero de alguna manera esa ansiedad desaparecía frente a la felicidad que la embargaba. ¿Por qué me sentiré tan feliz¿, se preguntó. Y su subconsciente le dictó la respuesta: porque estoy con Ellis.
Chantal también parecía contenta, como si mamara felicidad junto con la leche de su madre. La noche anterior les había resultado imposible comprar comida, porque los pastores y sus rebaños habían partido y no quedaba nadie por allí que pudiera venderles nada. Sin embargo, tenían un poco de arroz y de sal que hirvieron, no sin dificultad, porque a esas alturas el agua tardaba una eternidad en hervir.
Y ahora, Para el desayuno, les quedaban restos de arroz frío. Eso fue algo que deprimió un poco a Jane.
Comió mientras amamantaba a Chantal, después la lavó y la cambió. El pañal suplementario, que había lavado el día anterior en el arroyo, se había secado junto al fuego durante la noche. Jane se lo puso a su hijita y llevó el sucio al arroyo. Lo ataría al equipaje con la esperanza de que el viento y el calor que irradiaba el cuerpo de la yegua lo secaran. ¿Qué diría su madre si supiera que su nieta usaba todo el día el mismo pañal? Se horrorizaría. Pero, ¿eso qué importaba?
Ellis y Mohammed cargaron a la yegua y la colocaron de cara a la dirección indicada. Ese día sería más duro que el anterior. Tenían que cruzar la cadena montañosa que durante siglos había mantenido a Nuristán bastante aislado del mundo. Subirían hasta el paso de Aryu, a cuatro mil doscientos metros de altura. Durante gran parte del trayecto tendrían que luchar contra la nieve y el hielo. Esperaban poder llegar hasta el pueblo Muristaní de Linar que quedaba a sólo quince kilómetros en línea recta y a vuelo de pájaro, pero se podrían dar por satisfechos si llegaban allí a última hora de la tarde.
Cuando partieron, había un sol radiante, pero soplaba un aire frío. Jane se puso medias de lana, guantes y un suéter engrasado debajo de la chaqueta de piel. Llevaba a Chantal en el cabestrillo, colocada entre el suéter y la chaqueta. Dejó sin abrochar los botones superiores para que le entrara aire.
Abandonaron la pradera y remontaron el cauce del río Aryu y de inmediato el paisaje se volvió nuevamente duro y hostil. Los helados riscos aparecían desnudos de toda vegetación. En una ocasión Jane divisó, a la distancia, las tiendas de un grupo de nómadas sobre la ladera de la montaña y no supo si alegrarse de encontrar otros seres humanos por las cercanía o si temerles. El único otro ser viviente que vio fue un buitre que planeaba en el aire gélido.
No había ningún sendero a la vista. Jane se alegró inmensamente de tener a Mohammed con ellos. Al principio él siguió el cauce del río, pero cuando se hizo más estrecho y desapareció, siguió adelante con total confianza. Jane le preguntó cómo reconocía el camino y Mohammed le explicó que de vez en cuando el sendero estaba marcado por un montón de piedras. Ella no las había notado hasta que él se las señaló.
Pronto vieron una pequeña capa de nieve sobre el suelo y Jane sintió frío en los pies a pesar de las botas y de las medias de lana.
Por increíble que fuese, Chantal durmió casi todo el tiempo. Cada dos horas se detenían unos minutos para descansar y Jane aprovechaba para amamantarla haciendo gestos de dolor al exponer sus tiernos pechos al aire congelado. Le comentó a Ellis que opinaba que Chantal se estaba portando notablemente bien.
—¡Increíblemente bien! —exclamó él.
A mediodía, y ya con el paso de Aryu a la vista, se detuvieron para tomarse un merecido descanso de media hora. Jane estaba ya agotada y le dolía terriblemente la espalda. También tenía un hambre espantosa y devoró la torta de moras y nueces que constituía el almuerzo de ese día.
El camino hacia el paso era terriblemente atemorizante. Al observar esa subida a pico, Jane se amilanó. Creo que me quedaré aquí sentada un ratito más, pensó; pero hacía mucho frío y empezó a temblar. Ellis lo notó y se puso en pie.
—Sigamos antes de quedar aquí congelados —propuso con voz animosa, y Jane pensó: ojalá no fueses tan malditamente optimista.
Consiguió levantarse gracias a un esfuerzo de voluntad.
—Deja que yo lleve a Chantal —pidió Ellis.
Jane, agradecida, le entregó la pequeña. Mohammed abría la marcha tirando de las riendas de Maggie. A pesar del cansancio, Jane se obligó a seguirlos. Ellis iba a la retaguardia.
La cuesta era muy inclinada y el terreno estaba resbaladizo por la nieve. Después de algunos minutos de marcha, Jane se sintió más fatigada que antes de detenerse a descansar. Mientras avanzaba tropezando, jadeando y dolorida, recordó haberle dicho a Ellis: Supongo que tengo más posibilidades de salir de aquí contigo que huir sola de Siberia. Tal vez las dos cosas eran imposibles —pensó en ese momento—. Nunca imaginé que esto iba a ser así. Pero en seguida se retractó. Por supuesto que lo sabías, —se dijo para sus adentros—, y te consta que el camino empeorará en lugar de mejorar. ¡Deja de compadecerte, criatura patética! En ese momento resbaló sobre una roca helada y cayó de costado. Ellis, que caminaba justo detrás de ella, la sostuvo del brazo y la ayudó a enderezarse. Jane se dio cuenta de que él la observaba cuidadosamente y se sintió invadida por una oleada de ternura. Ellis la quería de una manera que Jean-Pierre jamás la quiso. Jean-Pierre hubiese seguido caminando adelante, partiendo de la base de que sí ella necesitaba ayuda, la pediría. Y si ella se hubiera quejado por esa actitud le habría preguntado si quería o no ser tratada de igual a igual.
Ya casi habían llegado a la cumbre. Jane se inclinó hacia delante para trepar los últimos metros pensando: un poquito más, sólo un poquito más. Se sentía mareada. Frente a ella, Maggie patinó sobre las rocas sueltas y después recorrió al trote los últimos metros, obligando a Mohammed a correr a su lado. Jane la siguió, contando los pasos.
Por fin llegó a terreno llano. Se detuvo. La cabeza le daba vueltas. Ellis la rodeó con un brazo y ella cerró los ojos y se apoyó contra él.
—De ahora en adelante, durante todo el día el camino será descendente —la animó.
Ella abrió los ojos. jamás había imaginado un paisaje tan cruel: nada más que nieve, viento, montañas y soledad, indefinidamente.
—¡Qué lugar tan olvidado de la mano de Dios es éste! —comentó.
Se quedaron contemplando el panorama durante un minuto.
—Tenemos que seguir adelante —dijo Ellis.
Prosiguieron la marcha. La bajada era aún más inclinada. Mohammed, que durante todo el ascenso había tenido que tirar de las riendas de Maggie, ahora se colgó de la cola de la yegua para actuar como freno e impedir que resbalara y cayera descontroladamente por la cuesta. Los mojones de piedra eran difíciles de descubrir por la nieve que los cubría, pero Mohammed no vacilaba con respecto al camino a seguir. Jane pensó que tendría que ofrecerse a llevar a Chantal para darle un respiro a Ellis, pero sabía que no le sería posible hacerlo.