El valle de los leones (39 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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Ella se preguntó si se habría vuelto loco.

—El Ben Nevis —contestó—. Está en Escocia. —¿Y qué altura tiene?

—Más de mil doscientos metros.

—Algunos de los pasos que debemos atravesar están a cuatro mil ochocientos metros, es decir que son cuatro veces más altos que la montaña más elevada de Gran Bretaña. Y aunque la distancia que vamos a recorrer no es más que doscientos veinticinco kilómetros tardaremos por lo menos dos semanas en llegar. Así que te recomiendo que te tranquilices, que pienses y que planees. Si tardas algo más de una hora en hacer el equipaje, no importa. Será mejor eso que viajar sin antibióticos, por ejemplo.

Ella asintió, respiró profundamente y volvió a empezar.

Tenía dos alforjas que podían doblarse y convertirse en mochilas. Llenó una de ropa: los pañales de Chantal, un cambio de ropa interior para todos, la chaqueta acolchada de Ellis. y el impermeable forrado de piel, con capucha, que ella había comprado en París. Utilizó la otra alforja para medicamentos, comida y raciones de hierro para el caso de alguna emergencia. No tenían pastel de menta, por supuesto, pero Jane había descubierto un sustituto local, una torta de moras y nueces, casi imposible de digerir pero llena de energía concentrada. También tenía abundante arroz y un trozo de queso duro. El único recuerdo que Jane llevaba era su colección de fotografías Polaroid de los habitantes del pueblo. También llevaban sus sacos de dormir, una sartén y la bolsa militar de Ellis que contenía algunos explosivos y equipos detonadores: las únicas armas con que contaban. Ellis cargó todo el equipaje sobre Maggie, la yegua unidireccional.

Sus apresuradas despedidas estuvieron regadas de lágrimas. Jane fue abrazada por Zahara, por Rabia, la anciana partera, y hasta por Halima, la esposa de Mohammed. La nota disonante y amarga la dio Abdullah, que pasó por allí justo antes de que partieran y al verlos escupió en el suelo, arreando a su familia para que se alejara con rapidez. Sin embargo, pocos segundos después regresó su esposa, con aspecto asustado pero decidido, y puso en manos de Jane un regalo para Chantal, una primitiva muñeca de trapo con pañoleta y velo en miniatura.

Jane abrazó y besó a Fara que estaba inconsolable. La chica había cumplido trece años: pronto tendría un marido a quien adorar. En un año o dos se casaría y mudaría a la casa de sus suegros. Tendría ocho o diez hijos y tal vez la mitad de ellos viviría algo más de cinco años. Sus hijas se casarían y abandonarían el hogar paterno. Y aquellos de sus hijos que sobrevivieran a la lucha también se casarían y llevarían a sus esposas al hogar paterno. Con el tiempo, cuando la familia fuese demasiado numerosa, los hijos y las nueras y los nietos empezarían a mudarse para iniciar grandes núcleos familiares propios. Entonces Fara se convertiría en partera, lo mismo que la abuela Rabia. Espero que recuerde alguna de las lecciones que le enseñé, pensó Jane.

Alishan y Shahazai abrazaron a Ellis y entonces partieron seguidos de gritos de ¡Que Dios os acompañe¡. Los chicos del pueblo los siguieron hasta la curva del río. Jane se detuvo y miró hacia atrás, para contemplar por última vez el pequeño racimo de casas de tono barroso que había sido su hogar durante un año. Sabía que jamás regresaría, pero estaba segura de que, si lograba sobrevivir al viaje, les contaría historias de Banda a sus nietos.

Caminaron ágilmente a lo largo de la orilla del río. Jane se dio cuenta de que aguzaba el oído por si oía motores de helicópteros. ¿Cuándo empezarían a buscarlos los rusos? ¿Enviarían unos cuantos helicópteros más o menos a la ventura para tratar de encontrarlos, o se tomarían el tiempo necesario para organizar una búsqueda realmente concienzuda? Jane no sabía cuál de las dos posibilidades les convendría más.

Les costó menos de una hora llegar a Dasht-i-Rewat. La Planicie con un Fuerte era un pueblo agradable donde las casitas con sus patios sombreados se esparcían a lo largo de la ribera norte del río. Allí llegaba a su fin el sendero para carros, ese sendero serpenteante que por momentos se distinguía en el camino de tierra y por momentos no. Cualquier vehículo de ruedas lo suficientemente fuerte como para resistir el camino, debía detenerse allí, así que en el pueblo se negociaba un poco con caballos. El fuerte que mencionaba el nombre del pueblo se encontraba en la parte superior del valle y los guerrilleros lo habían convertido en una prisión donde mantenían encarcelados a algunos soldados del gobierno, a un par de rusos, y a algún ladrón ocasional. Jane lo había visitado una vez para curar a un nómada miserable, quien, después de haber sido reclutado por el ejército regular, contrajo neumonía en el frío invierno de Kabul y desertó. Allí lo reeducaban antes de permitir que se uniera a los guerrilleros.

Era mediodía, pero ninguno de los dos quiso detenerse para almorzar. Antes del anochecer esperaban poder llegar a Sainz, a quince kilómetros de distancia, en la cabecera del valle. Y aunque quince kilómetros no fuera una gran distancia para recorrer en terreno llano, en esa tierra tan quebrada el recorrido podría llevarles muchas horas.

El último tramo serpenteaba por entre las casas de la orilla norte del camino. La orilla sur estaba formada por un risco de seiscientos metros de altura. Ellis conducía la yegua. Jane llevaba a Chantal en esa especie de cabestrillo que había inventado y que le permitía alimentar a la chiquilla sin detenerse. El pueblo finalizaba junto a un molino, cerca de la entrada al valle llamada Riwat, que conducía a la prisión. Después de haber llegado a ese punto ya no les fue posible caminar con tanta rapidez. El terreno empezaba a ascender, al principio gradualmente y cada vez con mayor rapidez. Treparon bajo el sol ardiente sin detenerse. Jane se cubrió la cabeza con su pattu, la manta de tono pardo que llevaban todos los viajeros. Chantal recibía la sombra del cabestrillo. Ellis llevaba puesto su gorro chitralí, un regalo de Mohammed.

Al llegar al punto más alto del paso ella notó, con cierta satisfacción, que ni siquiera respiraba agitadamente. jamás en su vida había disfrutado de un estado de salud más apto, y probablemente nunca más lo disfrutaría. observó que Ellis no sólo jadeaba sino que sudaba. El estaba en un estado físico bastante bueno, pero no se encontraba tan entrenado como ella para largas horas de caminatas. Todo eso la llenó de bastante orgullo, hasta que recordó que él había sufrido dos heridas de bala nueve días antes.

El terreno todavía era ascendente, pero la cuesta ya se notaba más suave, así que les permitía una marcha más rápida. Aproximadamente cada kilómetro y medio se veía demorada por los afluentes del río, que desde los valles próximos iban a desembocar en él. El camino se interrumpía en un puente de madera o en un vado y Ellis se veía obligado a arrastrar a la renuente Maggie dentro del agua mientras Jane chillaba y le arrojaba piedras desde atrás.

A lo largo del desfiladero corría un canal de irrigación sobre la ladera del risco, a mucha mayor altura que el río. Había sido construido para aumentar la zona cultivable de la planicie. Jane se preguntó cuánto tiempo habría transcurrido desde que el valle tuvo tiempos hombres y paz suficiente para llevar a cabo un proyecto de ingeniería tan importante: cientos de años, quizá.

La garganta se hizo más angosta y, debajo, el río se veía cubierto de rocas. En los riscos había abundantes cuevas: Jane tomó nota de ellas como posibles escondrijos. El paisaje adquirió un aspecto desolado y sombrío y Jane se estremeció a pesar del sol. El terreno rocoso y los riscos que caían a pico eran ideales para los pájaros: se veían cantidades de urracas asiáticas.

Por fin la garganta se convirtió en otra planicie. Lejos, hacia el este, Jane podía ver una hilera de montes y detrás de ellos se vislumbraban las blancas montañas de Nuristán. Oh Dios, hacia allá nos dirigimos, penso Jane; y sintió miedo.

En la planicie se alzaba un pequeño racimo de casitas humildes. —Supongo que es aquí —comentó Ellis—. Bienvenida a Saniz. Entraron en la planicie, buscando una mezquita o alguna de las chozas de piedra para los viajeros. Al llegar a la altura de la primera de las casas, salió de ella un hombre en quien Jane reconoció al apuesto Mohammed. El se sorprendió al verla. Pero en ella, la sorpresa cedió paso al horror cuando comprendió que iba a tener que decirle que habían matado a su hijo.

Ellis le dio tiempo a pensar, preguntando en dari: —¿Por qué estás aquí?

—Porque aquí está Masud —contestó Mohammed. Jane comprendió que ése debía de ser uno de los escondrijos de los guerrilleros—. Pero ¿qué os trae a vosotros por aquí? —preguntó Mohammed.

—Viajamos rumbo a Pakistán.

—¿Por este camino? —En el rostro de Mohammed apareció una expresión grave—. ¿Qué ha sucedido?

Jane sabía que era ella quien debía decírselo, porque hacía más tiempo que lo conocía.

—Traemos malas noticias, amigo Mohammed. Los rusos hicieron una incursión en Banda. Mataron a siete hombres y a una criatura, —En ese momento él adivinó lo que ella estaba a punto de decir y la expresión de dolor que se pintó en su rostro produjo a Jane ganas de llorar—. El chico era Mousa.

Mohammed recuperó su compostura con rigidez.

—¿Cómo murió mi hijo? —preguntó.

—Lo encontró Ellis —dijo Jane.

Luchando por encontrar las palabras en dari que le hacían falta.

Ellis explicó:

—Murió, cuchillo en mano, y con el cuchillo ensangrentado.

Mohammed abrió los ojos sorprendido.

—Cuéntamelo todo —pidió.

Jane tomó la palabra porque ella hablaba mejor el idioma.

—Los rusos llegaron al amanecer —empezó a decir—. Nos buscaban a Ellis y a mí. Nosotros estábamos arriba, en la ladera de la montaña, así que no nos encontraron. Azotaron a Alishan, a Abdullah, y a Shahazai, pero no los mataron. Entonces encontraron la cueva. Allí estaban los siete guerrilleros y Mousa se había quedado con ellos, para correr al pueblo en caso de que necesitaran ayuda durante la noche. Cuando los rusos se marcharon, Ellis fue a la cueva. Todos los hombres habían sido asesinados y Mousa también...

—¿Cómo? —interrumpió Mohammed—. ¿Cómo lo mataron? Jane miró a Ellis.

Kalashnikov —dijo Ellis, utilizando una palabra que no necesitaba traducción. Se señaló el corazón para indicar el lugar en que el chiquillo había sido herido.

—Debe de haber tratado de defender a los heridos —agregó Jane—, porque había sangre en la punta de la hoja de su cuchillo.

A pesar de tener los ojos llenos de lágrimas, Mohammed se hinchó de orgullo.

—¡Los atacó! ¡A ellos, adultos armados con armas de fuego! ¡Los atacó con su cuchillo! ¡El cuchillo que le regaló su padre! El muchachito manco se encuentra sin duda en el paraíso de los guerreros.

Jane recordó que morir en una guerra santa era el honor más grande que podía caberle a un musulmán. El pequeño Mousa probablemente se convertiría en un santito. Se alegró de que Mohammed tuviera por lo menos ese consuelo, pero no pudo dejar de pensar únicamente: ésta es la forma en que los guerreros alivian su conciencia: hablando de la gloria.

Ellis abrazó solemnemente a Mohammed, sin pronunciar una sola palabra.

De repente, Jane recordó su colección de fotografías. Tenía varias de Mousa. A los afganos les encantaban las fotos y a Mohammed le llenaría de gozo tener una de su hijo. Abrió una de las alforjas cargadas sobre el lomo de Maggie y revolvió las cajas de medicamentos hasta encontrar las de la Polaroid. Localizó una fotografía de Mousa, la separó y volvió a cerrar la bolsa. Entonces entregó la fotografía a Mohammed.

Jamás en su vida había visto a un afgano tan profundamente conmovido. Ni siquiera podía hablar. Por un instante dio la sensación de que se echaría a llorar. Se volvió, tratando de controlarse. Cuando los miró nuevamente, tenía el rostro sereno, pero humedecido por las lágrimas.

—Venid conmigo —dijo.

Lo siguieron a lo largo del pueblo hasta la orilla del río, donde un grupo de quince o veinte guerrilleros estaban sentados alrededor de una fogata, cocinando. Mohammed se introdujo en el grupo y sin preámbulo alguno empezó a contar la historia de la muerte de Mousa, entre lágrimas y gesticulaciones.

Jane se volvió. Ya había presenciado demasiado dolor.

Miró a su alrededor con ansiedad. ¿Hacia dónde huiremos si llegan a venir los rusos¿, se preguntó. Allí no había más que praderas, el río y algunos cobertizos. Pero Masud parecía pensar que era un lugar seguro. Tal vez el pueblo fuese demasiado pequeño para atraer la atención del ejército.

No tuvo bastantes energías para seguir preocupándose. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra el tronco de un árbol, agradecida por poder dar un descanso a sus piernas, y empezó a amamantar a Chantal. Ellis quitó la carga a Maggie, la ató por el cabestro y la yegua comenzó a pastar junto al río. Ha sido un día largo —pensó Jane—, y un día terrible. Y anoche no dormí demasiado. Sonrió en silencio al recordar lo sucedido la noche anterior.

Ellis sacó los mapas de Jean-Pierre y se sentó junto a Jane para estudiarlos a la luz del crepúsculo que se iba apagando rápidamente. Jane miraba por encima de su hombro. La ruta que pensaban seguir continuaba subiendo por el valle hasta un pueblo llamado Comar, lo mismo que el primer paso de gran altura que debían franquear. Allí empieza el frío. —anunció Ellis, señalando el paso—.

—Cuatro mil quinientos metros

Jane se estremeció.

Cuando Chantal terminó de mamar, Jane le cambió el pañal y lavó el sucio en el río. A su regreso encontró a Ellis enfrascado en una profunda conversación con Masud. Se instaló junto a ambos.

—Has tomado una decisión acertada —decía Masud—. Debes llegar a Afganistán con nuestro tratado en el bolsillo. Si los rusos llegan a capturarte, todo se habrá perdido.

Ellis asintió, demostrando que estaba de acuerdo. Jane pensó: jamás he visto actuar así a Ellis: trata a Masud con deferencia. Masud continuaba hablando.

—Sin embargo, es un trayecto extraordinariamente difícil. Gran parte del camino corre por encima de las nieves perpetuas. A veces, en la nieve, resulta difícil encontrar el sendero y si uno llega a perderse allí, muere indefectiblemente.

Jane se preguntó adónde conducía todo eso. Le pareció ominoso que Masud se dirigiera cuidadosamente a Ellis, no a ella.

—Yo te puedo ayudar —continuó diciendo Masud—, pero lo mismo que tú quiero hacer un trato.

—Continúa —dijo Ellis.

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