El valle de los leones (43 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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A medida que iban bajando, la nieve era cada vez menos espesa, hasta que por fin desapareció y el sendero quedó a la vista. Jane oía constantemente un extraño sonido sibilante, y en un momento encontró la energía necesaria para preguntarle a Mohammed qué era. El le contestó con una palabra en dari que ella desconocía. A su vez, él no conocía el equivalente en francés. Por fin señaló algo y Jane percibió un animalito parecido a una ardilla que huía por el sendero: una marmota. Después vio varias más y se preguntó de qué se alimentarían a esas alturas.

Pronto se encontraron caminando junto a otro arroyo, ahora aguas abajo, y las interminables rocas grises y blancas dieron paso a una hierba reseca y a algunos arbustos rastreros que crecían cerca del cauce del arroyo; pero el viento todavía azotaba el lugar y penetraba a través de la ropa de Jane como una aguja de hielo.

Así como la subida había ido poniéndose cada vez peor, la bajada fue cada vez más fácil: el sendero más suave, el aire más tibio y el paisaje más amistoso. Jane continuaba extenuada, pero ya no se sentía oprimida y con el ánimo decaído. Después de unos tres kilómetros de marcha, llegaron al primer pueblo de Nuristán. Los hombres usaban gruesos suéteres sin mangas con llamativos dibujos blancos y negros, y hablaban un lenguaje autóctono que Mohammed apenas entendía. A pesar de todo, consiguió comprar pan con parte del dinero afgano que tenía Ellis.

Jane se sintió tentada a rogarle a Ellis que se detuvieran allí a pasar la noche, porque tenía un cansancio atroz, pero todavía les quedaban varias horas de luz y habían decidido llegar a Linar antes de la noche, así que se mordió la lengua y se obligó a seguir caminando.

Para su inmenso alivio, los seis o siete kilómetros siguientes fueron más fáciles y llegaron a destino antes de la caída de la noche. Jane se desmoronó en tierra, debajo de una enorme morera, y simplemente se quedó quieta durante un rato. Mohammed encendió una fogata y empezó a preparar té.

De alguna manera Mohammed se las arregló para comunicar a los pobladores que Jane era una enfermera occidental y más tarde, mientras ella alimentaba y cambiaba a Chantal, un pequeño grupo de parientes se reunió a respetuosa distancia. Jane hizo acopio de las energías que le quedaban y los examinó. Encontró las habituales heridas infectadas, parásitos intestinales y problemas bronquiales, pero allí había menos niños mal alimentados que en el Valle de los Cinco Leones, presumiblemente porque la guerra no había afectado demasiado a ese lugar tan remoto.

Como resultado del improvisado consultorio, Mohammed consiguió un pollo que cocinó en la sartén. Jane hubiese preferido dormir, pero se obligó a esperar que estuviese lista la comida, que devoró una vez preparada. El pollo era duro e insulso, pero ella no recordaba haber tenido jamás tanta hambre.

A Ellis y a Jane les cedieron un cuarto en una de las casas del pueblo. Había un colchón para ellos y una tosca cuna de madera para Chantal. Unieron los sacos de dormir e hicieron el amor con una ternura plena de cansancio. Jane disfrutó casi tanto del calor y del hecho de estar acostada como del sexo. Después, Ellis se quedó dormido. Jane permaneció despierta durante unos minutos. En ese momento en que se sentía relajada, los músculos parecían dolerle más. Pensó en lo que sería acostarse en la cama verdadera de un dormitorio cualquiera, con las luces de la calle filtrándose a través de las cortinas de las ventanas y oír fuera puertas de coches que se cerraban, y tener un baño con inodoro y agua corriente, y un grifo de agua caliente, y que en la esquina hubiera una farmacia donde se pudiera comprar algodón, pañales desechables y champú infantil. Hemos logrado escapar de los rusos —pensó mientras se quedaba dormida—, tal vez consigamos llegar a casa. Tal vez lo logremos.

Jane despertó al mismo tiempo que Ellis, presintiendo la súbita tensión de su amante. El permaneció rígido a su lado durante un instante, sin respirar, escuchando el ladrido de dos perros. Después se levantó de la cama de un salto.

La habitación estaba oscura como boca de lobo. Jane oyó el sonido de un fósforo que se encendía y en seguida vio titilar la llama de una vela en un rincón. Miró a Chantal: la pequeña dormía pacíficamente.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Ellis. —No sé —susurró el.

Se puso los vaqueros, las botas y la chaqueta y salió.

Jane se cubrió con algo de ropa y lo siguió. En la habitación vecina la luz de la luna que entraba por la puerta les reveló la presencia de cuatro niños acostados en hilera, todos mirando con los ojos muy abiertos por el borde de la manta compartida. Sus padres dormían en otra habitación. Ellis estaba en el umbral de la puerta, mirando hacia afuera.

Jane se detuvo a su lado. A la luz de la luna pudo ver que en lo alto del risco una figura solitaria corría hacia donde ellos se encontraban.

—Los perros lo oyeron —susurró Ellis.

—Pero, ¿quién es? —preguntó Jane.

De repente apareció otra persona al lado de ellos. Jane se sobresaltó, pero en seguida reconoció a Mohammed. En su mano brillaba la hoja de un cuchillo.

La figura se les acercó. A Jane le pareció familiar su manera de caminar. De repente Mohammed lanzó un gruñido y bajó el cuchillo.

—Alí Ghanim —explicó.

En ese momento Jane reconoció el paso inconfundible de Alí, que corría de esa manera a causa de su columna levemente torcida.

—Pero, ¿por qué? —preguntó en un susurro.

Mohammed dio un paso adelante y saludó con la mano. Alí lo vio, contestó el saludo y corrió hacia la choza donde se encontraban. El y Mohammed se confundieron en un abrazo.

Jane esperó impaciente que Alí recuperara el aliento.

—Los rusos os siguen el rastro —pudo decir él por fin.

Jane se sintió desfallecer. Creía que habían escapado. ¿Qué habría salido mal?

Alí respiró con fuerza durante algunos instantes y después siguió hablando.

—Masud me ha enviado a advertiros. El día que os fuisteis revisaron todo el valle buscándoos, con cientos de helicópteros y millares de hombres. Y en vista de que no pudieron encontraros, hoy enviaron grupos de soldados para que revisaran todos los valles que conducen a Nuristán.

—¿Qué está diciendo? —interrumpió Ellis.

Jane levantó una mano para que Alí no siguiera hablando mientras ella le traducía a Ellis, a quien le resultaba imposible entender las palabras rápidas y entrecortadas por los jadeos de Alí.

—¿Y cómo supieron que nos dirigíamos a Nuristán? —preguntó Ellis—. Podríamos haber decidido escondernos en cualquier parte de ese maldito país.

Jane se lo preguntó a Alí. El lo ignoraba.

—¿Nos busca alguna patrulla en este valle? —preguntó Jane. —Sí, los alcancé justo antes de llegar al paso de Aryu. Es posible que hayan llegado al último pueblo al caer la noche.

—¡Ah, no! —exclamó Jane, con desesperación. Le tradujo a Ellis—. ¿Cómo es posible que se muevan con más rapidez que nosotros? —Ellis se encogió de hombros y ella misma se encargó de contestar su propia pregunta—. Porque no los demoran ni una mujer ni un bebé. ¡Oh, mierda!

—Si se ponen en marcha en cuanto amanezca, mañana nos alcanzarán —calculó Ellis.

—¿Y qué podemos hacer?

—Salir ahora mismo.

Jane sintió el cansancio que tenía en todos los huesos del cuerpo y la embargó una sensación de resentimiento irracional hacia Ellis.

—¿No nos podemos ocultar en alguna parte? —preguntó, irritada.

—¿Dónde? —preguntó Ellis—. Aquí hay un solo sendero. Los rusos tienen bastantes hombres como para revisar todas las casas, que no son demasiadas. Además, los pobladores de este lugar no necesariamente tienen que estar de nuestro lado. No me sorprendería nada que les dijeran a los rusos dónde nos ocultamos. No, la única esperanza que nos queda es seguir adelantándonos a nuestros perseguidores.

Jane miró su reloj. Eran las dos de la madrugada. Se sintió decidida a entregarse.

—Yo cargaré la yegua —decidió Ellis—. Tú alimenta a Chantal. Tú, ¿podrías preparar un poco de té? —le preguntó a Mohammed en dari—. Y ofrécele algo de comer a Alí.

Jane volvió a entrar en la casa, terminó de vestirse y amamantó a Chantal. Mientras lo hacía, Ellis le trajo una taza de té verde. Ella lo bebió agradecida.

Mientras Chantal se alimentaba, Jane se preguntó hasta qué punto sería responsable Jean-Pierre de esa búsqueda implacable de Ellis y de ella. Sabía que había estado involucrado y que había ayudado en la incursión en Banda porque lo había visto. Cuando registraron el Valle de los Cinco Leones, sus conocimientos del lugar debían de haberles resultado incalculablemente valiosos a los rusos. Tenía que estar enterado de que estaban dando caza a su mujer y a su hijita como una jauría de perros tras unas ratas. ¿Cómo era posible que los ayudara? El amor que le profesaba debió de haberse convertido en odio, gracias a sus resentimientos y a sus celos.

Chantal ya había comido bastante. Qué agradable debe de ser, —pensó Jane— no saber nada de pasiones, celos o traiciones, y sólo sentir el calor, el frío, el hambre o la saciedad.

—Disfrútalo mientras puedas, chiquilla —dijo en voz alta.

Se abotonó apresuradamente la blusa y se puso el grueso suéter engrasado. Se colocó el cabestrillo alrededor del cuello e instaló cómodamente en él a Chantal; después se puso la chaqueta y salió.

Ellis y Mohammed estudiaban el mapa a la luz de una lámpara. Ellis le mostró a Jane la ruta que pensaban seguir.

—Marcharemos por el curso del Linar hasta su desembocadura en el río Nuristán, después volveremos a trepar la montaña siguiendo el sendero Nuristán Norte. Entonces tomaremos por uno de estos valles laterales. Mohammed no sabrá por cuál de ellos hasta que lleguemos, y nos encaminaremos al paso de Kantiwar. A mí me gustaría salir del valle de Nuristán hoy mismo, porque eso hará más difícil la búsqueda a los rusos, debido a que no podrán saber con seguridad qué valle lateral hemos tomado.

—¿A qué distancia queda? —preguntó Jane.

—Sólo a veintidós kilómetros, pero por supuesto que depende del terreno que la caminata sea fácil o difícil.

Jane asintió.

—¡Salgamos ya! —exclamó.

Se sintió orgullosa de sí misma al percibir que el tono de su voz reflejaba mucha más confianza de la que en realidad sentía.

Iniciaron la marcha a la luz de la luna. Mohammed caminaba a paso rápido y castigaba despiadadamente a la yegua con una correa de cuero cuando el animal se quedaba atrás. Jane tenía un poco de dolor de cabeza y una sensación de vacío y de náuseas en la boca del estómago. Sin embargo, no tenía sueño, sino que más bien estaba nerviosamente tensa y con todos los huesos doloridos.

De noche el sendero le pareció aterrorizante. Algunas veces caminaban por la hierba poco tupida que crecía junto al río y allí no había problemas; pero de repente el sendero trepaba por la ladera de la montaña y continuaba sobre el borde mismo del risco a cientos de metros de altura, donde el suelo estaba cubierto de nieve, y Jane se aterrorizaba al pensar que podía resbalar y caer, matándose con su hijita en brazos.

A veces se les presentaba una opción: el sendero se bifurcaba y mientras uno de los ramales subía, el otro bajaba. Ya que ninguno de ellos sabía qué ruta tomar, dejaban que Mohammed lo adivinara. La primera vez eligió el sendero descendente y resultó que tenía razón: los condujo a una pequeña playa donde tuvieron que vadear un riachuelo pero les ahorró mucho camino. Sin embargo, la segunda vez que tuvieron que elegir se decidieron por la orilla del río, pero en esa ocasión lo lamentaron: después de un par de kilómetros el sendero desembocaba directamente frente a un muro de roca viva, y la única posibilidad hubiera consistido en nadar. Cansados volvieron sobre sus pasos hasta la bifurcación y treparon por el sendero del risco.

En la siguiente encrucijada volvieron a bajar a la orilla del río. Esta vez el sendero los condujo a un saliente que corría a lo largo del muro del risco, aproximadamente a treinta metros de altura sobre el río. La yegua se puso nerviosa, posiblemente porque el sendero era terriblemente angosto. Jane estaba asustada. La claridad de las estrellas no era suficiente para iluminar el río que corría debajo, así que la hondonada parecía un negro precipicio sin fondo. Maggie se detenía constantemente y Mohammed tenía que tirar las riendas para obligarla a ponerse nuevamente en marcha.

Cuando el sendero se curvó bruscamente alrededor de un saliente del risco, Maggie se negó a doblar y se encabritó. Jane retrocedió, temerosa de las coces de la yegua. Chantal empezó a llorar, tal vez porque presentía el momento de tensión que todos estaban viviendo, o porque no había vuelto a dormirse después de su comida de las dos de la madrugada. Ellis entregó la niña a Jane y se adelantó para ayudar a Mohammed con la yegua.

Ellis ofreció hacerse cargo de las riendas, pero Mohammed se negó de mal modo. La tensión hacía presa de él. Ellis tuvo que contentarse con empujar a la bestia desde atrás y gritarle para alentarla. Jane estaba pensando que la situación era un poco graciosa, cuando Maggie retrocedió, Mohammed dejó caer las riendas y tropezó y la yegua chocó con Ellis, lo tiró al suelo y siguió retrocediendo.

Por suerte Ellis cayó sobre el lado izquierdo, contra el muro del risco. Cuando al seguir retrocediendo la yegua chocó con Jane, ella estaba mal colocada y con los pies apoyados sobre el borde del sendero. Entonces la muchacha se aferró con todas sus fuerzas a una de las bolsas atadas al arnés, por si el animal la empujaba hacia el costado y la arrojaba al precipicio.

—¡Bestia estúpida! —gritó. Chantal, apretada entre Jane y el animal, también gritó. Jane fue arrastrada varios metros, temerosa de perder su punto de apoyo. Después, arriesgándose, se soltó de la bolsa, extendió la mano derecha, aferró la rienda y se apoyó sobre sus pies con firmeza, pasó junto al flanco de la yegua para quedar de pie junto a la cabeza del animal. Tiró con fuerza de las riendas y le gritó:

—¡Basta!

Y, para su sorpresa, Maggie se detuvo.

Jane se volvió. Ellis y Mohammed se estaban poniendo de pie. —¿Estáis bien? —les preguntó en francés.

—Un poco más y no lo contamos —contestó Ellis.

—Yo perdí la linterna —confesó Mohammed.

—Espero que esos malditos rusos tengan el mismo problema —deseó Ellis.

Jane comprendió que no se habían dado cuenta de que la yegua había estado a punto de arrojarla al precipicio. Decidió no decirlo. Le entregó las riendas a Ellis.

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