Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—No hablemos de diez mil, porque ni siquiera contamos con mil —recordó Anatoly—. De ahora en adelante tendremos que recurrir a nuestra inteligencia y a un mínimo de recursos. Hemos gastado todo el crédito que teníamos. Intentemos lograrlo por un camino distinto. Piensa: alguien tiene que haberlos ayudado a ocultarse. Eso significa que alguien sabe dónde están.
Jean-Pierre lo meditó.
—Si alguien los ayudó, probablemente fueron los guerrilleros, la gente menos indicada para que pretendamos que hablen con nosotros.
—Pero otros pueden estar enterados.
Tal vez. ¿Pero crees que lo dirían?
—Nuestros fugitivos deben de tener algún enemigo —insistió Anatoly.
Jean-Pierre hizo un movimiento negativo con la cabeza. —Ellis no ha estado aquí el tiempo suficiente como para granjearse enemigos y Jane es una heroína, la tratan como si fuera Juana de Arco. Nadie le tiene antipatía, John!
Mientras hablaba se dio cuenta de que eso no era cierto. —¿Y bien?
—¡El mullah!
—¡Aaah!
—De alguna manera, ella ha conseguido irritarlo más allá de toda lógica. En parte se debe a que sus curaciones fueron más eficaces que las de él, pero no se trata solamente de eso, porque las mías también lo eran y a mí nunca me tuvo una particular antipatía.
—Es probable que la considerara una prostituta occidental.
—¿Cómo lo adivinaste?
—Porque sucede siempre. ¿Y dónde vive ese mullah?
—Abdullah vive en Banda, en una casa en las afueras del pueblo, más o menos a medio kilómetro del centro.
—¿Crees que hablará?
—Es posible que odie a Jane lo suficiente como para denunciarla —contestó Jean-Pierre, reflexivamente—. Pero no lo podría hacer a la vista de nadie. Es imposible que aterricemos en el pueblo y lo recojamos, todo el mundo se enteraría de lo sucedido y él cerraría la boca. Yo tendría que buscar la manera de encontrarme con él en secreto, — Jean-Pierre se preguntó qué clase de peligros correría si continuaba pensando de esa manera. Pero en seguida recordó la humillación que había sufrido: la venganza bien valía correr cualquier riesgo—. Si me dejas cerca del pueblo, podría acercarme al sendero que corre entre el caserío y la casa del mullah y ocultarme allí hasta que él pase.
—¿Y si él llegara a no pasar en todo el día? —Sí...
—No tendremos más remedio que asegurarnos de que pase —Anatoly frunció el entrecejo—. Obligaremos a todos los pobladores a reunirse en la mezquita, lo mismo que hicimos la vez pasada, y después los dejaremos en libertad. Abdullah sin duda regresará a su casa.
—Pero ¿estará solo?
—Hum... Supongamos que dejemos ir antes a las mujeres y les ordenemos regresar a sus casas. Después, cuando los hombres queden en libertad, todos querrán saber el paradero de sus esposas. ¿Vive alguien más cerca de Abdullah?
—No.
—Entonces no cabe duda de que se apresurará a recorrer ese sendero completamente solo. Entonces tú sales de tu escondrijo, detrás de un arbusto...
—Y él me rebana el cuello, de oreja a oreja. —¿Suele llevar cuchillo?
—¿Has conocido a algún afgano que no lo lleve? Anatoly se encogió de hombros.
—Te puedo prestar mi pistola.
A pesar de no saber usar armas de fuego, Jean-Pierre se sintió agradablemente sorprendido al comprobar que el ruso confiaba en él hasta ese punto.
—Supongo que me puede servir para amenazarle —contestó ansiosamente—. Necesitaré vestirme como si fuera un afgano, simplemente por si me viera alguien aparte de Abdullah. ¿Y si llego a encontrarme con alguien que me reconozca? Tendré que cubrirme el rostro con una bufanda o algo así.
—Eso no es problema —contestó Anatoly. Gritó algo en ruso y tres de los soldados se pusieron en pie de un salto. Desaparecieron dentro de la casa y a los pocos instantes volvieron con el viejo comerciante de caballos—. Puedes ponerte la ropa de él —indicó Anatoly.
—Muy bien —aceptó Jean-Pierre—. La capucha me ocultará el rostro. —Entonces pasó del francés al dari y le habló a gritos al viejo—. Quítate la ropa —ordenó.
El hombre empezó a protestar: para los afganos la desnudez era una vergüenza espantosa. De repente Anatoly rugió una orden en ruso y los soldados arrojaron al hombre al suelo y le quitaron la camisa por la fuerza. Todos rieron a gritos al ver sus piernas flacas como palos que sobresalían de sus andrajosos calzoncillos. Lo soltaron y él huyó, cubriéndose los genitales con las manos, cosa que les provocó aún más hilaridad.
Jean-Pierre estaba demasiado nervioso para encontrar la escena graciosa. Se sacó su camisa y sus pantalones de estilo europeo y se puso el camisón con la capucha del viejo.
—Hueles a orines de caballo —comentó Anatoly.
—Desde dentro el olor es aún peor —respondió Jean-Pierre.
Subieron al helicóptero. Anatoly se puso los audífonos del piloto y habló largamente en ruso. Jean-Pierre estaba sumamente nervioso por lo que se proponía hacer. ¿Y si aparecían tres guerrilleros por la montaña y lo sorprendían amenazando a Abdullah con una pistola? Prácticamente todos los habitantes del valle lo conocían. Sin duda se habría corrido con rapidez la noticia de que había visitado Banda en compañía de los rusos. La mayoría de la gente ya estaría enterada de que era espía. Debía de haberse convertido en el Enemigo Público Número Uno. De encontrarlo, lo destrozarían.
Tal vez nos estemos pasando de inteligentes —pensó—. Quizá lo mejor sería que simplemente aterrizáramos, nos apoderáramos de Abdullah, y a fuerza de castigos le sacáramos la verdad.
No, ya lo intentamos ayer y no dio resultado. Esta es la única manera.
Anatoly devolvió los auriculares al piloto, que ocupó su lugar y empezó a calentar el motor del helicóptero. Mientras esperaban, Anatoly tomó su pistola y se la mostró a Jean-Pierre.
—Es una Makirov de nueve milímetros —explicó haciéndose oír por encima del rugido de los motores. Apretó el seguro de la culata y extrajo el cargador. Contenía ocho balas. Volvió a colocar el cargador en su lugar. Señaló otro botón en el costado izquierdo de la pistola—. Este es el seguro. Cuando cubre el punto colorado quiere decir que el seguro está puesto. —Sosteniendo la pistola en su mano izquierda utilizó la derecha para tirar el seguro hacia atrás—. Así la pistola está amartillada. Cuando dispares, aprieta el gatillo a fondo para volver a amartillarla.
Se la entregó a Jean-Pierre.
Realmente confía en mí, pensó Jean-Pierre, y durante un instante una sensación de enorme placer le borró todo el miedo que tenía.
Los helicópteros despegaron. Siguiendo el curso del río de los Cinco Leones rumbo al sudoeste. Jean-Pierre pensaba que él y Anatoly formaban un buen equipo. Anatoly le recordaba a su padre: un hombre inteligente, decidido y valiente, con un compromiso indeclinable hacia el comunismo mundial. Si tenemos esto aquí —pensaba Jean-Pierre—, probablemente podamos volver a trabajar juntos, en algún otro campo de batalla. El pensamiento le provocó una satisfacción poco común.
En Dasht-i-Rewat, donde comenzaba la parte baja del valle, el helicóptero giró hacia el sudeste, siguiendo el afluente Rewat en su curso ascendente hacia las colinas, a fin de acercarse a Banda desde detrás de las montañas.
Anatoly volvió a colocarse los auriculares del piloto, después se acercó a Jean-Pierre para hablarle a gritos junto al oído.
—Ya están todos en la mezquita. ¿Cuánto tiempo tardará la esposa del mullah en llegar a su casa?
—Unos cinco o diez minutos —contestó Jean-Pierre, también a gritos.
—¿Dónde quieres que te dejemos? Jean-Pierre lo pensó.
Todos los pobladores están en la mezquita, ¿verdad? —Sí.
—¿Revisaron las cuevas?
Anatoly volvió a la radio y lo preguntó.
—Sí, las revisaron —contestó a su regreso.
—Muy bien. Entonces dejadme allí.
—¿Cuánto tardarás en llegar a tu escondrijo?
—Concédeme diez minutos antes de soltar a las mujeres y a los niños. Después espera otros diez minutos y suelta a los hombres.
—De acuerdo.
El helicóptero descendió hacia la sombra de la montaña. La luz de la tarde ya disminuía, pero todavía quedaba alrededor de una hora antes de que cayera la noche. Aterrizaron detrás del cerro, a corta distancia de las cuevas.
—No bajes todavía —previno Anatoly a Jean-Pierre—. Permite que volvamos a revisar las cuevas.
A través de la puerta abierta, Jean-Pierre vio aterrizar otro Hind. Bajaron seis hombres y corrieron hacia las cuevas.
—¿Qué señal te puedo hacer para que bajes a recogerme cuando haya terminado? —preguntó Jean-Pierre.
—Te esperaremos aquí.
—¿Y qué harás si alguno de los pobladores sube hasta aquí antes de que yo regrese?
—Lo mataré.
ésa era otra cosa que Anatoly y su padre tenían en común: la crueldad.
La partida de reconocimiento regresó y uno de los hombres les hizo gestos con los brazos, indicando que no había nadie por los alrededores.
—Ahora baja —dijo Anatoly.
Jean-Pierre abrió la puerta y bajó del helicóptero de un salto, sosteniendo todavía en la mano la pistola de Anatoly. Con la cabeza inclinada se alejó presuroso de la hélice en marcha. Al llegar a la cima del cerro miró hacia atrás: ambos aparatos todavía estaban allí.
Cruzó el claro que tan familiar le resultaba, fue a la cueva donde atendía a sus pacientes y bajando la mirada contempló el pueblo. Sólo podía ver el patio de la mezquita. Le resultaba imposible identificar a las figuras que estaban allí, pero cabía la posibilidad de que alguno de ellos pudiera mirar hacia arriba en el momento menos indicado y lo viera —la vista de los pobladores podía ser mejor que la suya—, así que se puso la capucha para ocultar el rostro.
El corazón empezó a latirle con mayor rapidez a medida que se alejaba de la seguridad que le brindaban los helicópteros. Se apresuró a bajar la colina y a pasar junto a la casa del mullah. El valle parecía extrañamente silencioso, a pesar del rumor siempre presente del río y del distante susurro de las hélices de los helicópteros. De repente se dio cuenta de que lo que echaba en falta eran las voces de los niños. Dobló un recodo y se encontró fuera de la vista de la casa del mullah. junto al sendero había una mata de hierba alta y un arbusto de enebro. Se agazapó detrás. Estaba bien oculto y además tenía una clara visión del sendero. Se dispuso a esperar.
Empezó a planear lo que le diría a Abdullah. El mullah odiaba histéricamente a las mujeres. Tal vez ése fuese un aspecto de su personalidad que podría utilizar.
Una repentina explosión de voces agudas que le llegaban desde el pueblo indicó que Anatoly había dado instrucciones de que dejaran salir de la mezquita a las mujeres y a los niños. Los pobladores se estarían preguntando cuál sería la finalidad de esa incursión, pero la atribuirían a la notoria locura de todos los ejércitos en general.
A los pocos minutos apareció por el sendero la esposa del mullah con un bebé en brazos y seguida por los tres hijos mayores. Jean-Pierre se puso tenso: ¿estaría realmente bien oculto? ¿Saldrían del sendero los niños y lo verían detrás del arbusto? ¡Qué humillante le resultaría eso! ¡Ser desenmascarado por chicos! Recordó la pistola que tenía en la mano. ¿Sería capaz de matar a un grupo de niños¿, se preguntó.
Pero pasaron sin verlo por el sendero y doblaron el recodo hacia su casa.
Poco después los helicópteros rusos empezaron a elevarse desde el campo de trigo: eso significaba que los hombres habían sido puestos en libertad. Justo en el tiempo calculado llegó Abdullah jadeando; una figura regordete de turbante y chaqueta rayada de corte inglés. Debe de haber un enorme comercio de ropa usada entre Europa y Oriente, dedujo Jean-Pierre, porque mucha de esa gente usaba ropa que sin duda procedía de París o de Londres y que había sido desechada antes de gastarse demasiado, tal vez por estar pasada de moda. Ha llegado el momento —pensó Jean-Pierre mientras se le acercaba la cómica figura—; ese payaso vestido con la chaqueta de un corredor de bolsa puede tener en sus manos la llave de mi futuro. Se puso en pie y salió de su escondite.
El mullah se sobresaltó y lanzó un grito de miedo. Miró a Jean-Pierre y lo reconoció.
—¡Tú! —exclamó, llevándose la mano al cinturón. Jean-Pierre le mostró la pistola. El mullah parecía asustado. —No tengas miedo —lo tranquilizó Jean-Pierre en dari. Su voz temblorosa denunciaba lo nervioso que se encontraba y tuvo que hacer un esfuerzo para controlarla—. Nadie sabe que estoy aquí. Tu mujer y tus hijos pasaron sin verme. Están a salvo.
Abdullah se mostraba lleno de sospechas. —¿Qué quieres?
—Mi mujer es una adúltera —explicó Jean-Pierre, y aunque deliberadamente tratara de despertar los prejuicios del mullah, su enojo no era enteramente simulado—. Se ha llevado a mi hija y me ha dejado. Como buena puta que es, se ha ido con el norteamericano.
—Ya lo sé —contestó Abdullah y Jean-Pierre notó que empezaba a inflamarse con la indignación de los justos.
—La he estado buscando para volver a tenerla a mi lado y también para castigarla.
Abdullah asintió con entusiasmo y en sus ojos apareció una mirada maliciosa: le gustaba la idea de que una adúltera fuese castigada.
—Pero la pareja de malvados se ha escondido —continuó diciendo Jean-Pierre hablando con mucho cuidado y lentitud. En ese momento cada inflexión de la voz y cada implicación tenía su importancia—. Tú eres un hombre de Dios. Dime dónde se encuentran. Nadie sabrá jamás cómo lo averigüé, salvo Dios, tú y yo.
—Se han ido —dijo Abdullah, escupiendo las palabras, y la saliva humedeció su barba teñida de rojo.
—¿Hacia dónde? —volvió a preguntar Jean-Pierre, conteniendo el aliento.
—Han abandonado el valle.
—Pero, ¿adónde fueron?
—A Pakistán.
¿A Pakistán? ¿De qué hablaba ese viejo idiota?
—¡Si las rutas están cerradas! —aulló Jean-Pierre, exasperado. —La ruta de la mantequilla, no.
—Mon Dieu! —susurró Jean-Pierre en su lengua natal—. ¡La ruta de la mantequilla! —Estaba estupefacto por la valentía de la pareja, y al mismo tiempo amargamente desilusionado, porque ahora le resultaría imposible encontrarlos—. ¿Se llevaron a mi hija?
—Sí.
—Entonces nunca volveré a verla.
—Morirán todos en Nuristán —vaticinó Abdullah con satisfacción—. Es imposible que una mujer occidental y su hija sobrevivan en esos pasos altos, y el norteamericano morirá tratando de salvarla a ella. Así castiga Dios a los que logran evadir la justicia de los hombres.