Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Le hubiera gustado permitir que Jane descansara después de comer, pero no se atrevió a correr el riesgo, porque ignoraba a qué distancia los seguían los rusos. Ella tenía aspecto de cansada, pero estaba bien. Y el hecho de partir inmediatamente tenía, además, la ventaja de impedir que Halam entrara en conversaciones con los habitantes del pueblo.
Sin embargo, Ellis observó cuidadosamente a Jane mientras continuaban subiendo por el valle. Le pidió que condujera a la yegua por la rienda, mientras él se hacía cargo de Chantal, porque juzgó que llevar en brazos a la pequeña debía de ser más agotador.
Cada vez que llegaban a un valle lateral que conducía al este, Halamá se detenía y lo estudiaba cuidadosamente, después meneaba la cabeza y proseguía la marcha. Resultaba evidente que no estaba seguro del camino, aunque lo negó enfáticamente cuando Jane se lo preguntó. Esto era endurecedor, especialmente porque Ellis tenía una impaciencia enorme por salir del valle de Nuristán, pero le consolaba la idea de que si Halam no se sentía seguro de cuál valle tomar, los rusos tendrían menos posibilidades de saber cuál había sido el camino escogido por los fugitivos.
Empezaba a preguntarse si Halam habría pasado por alto el lugar donde debían doblar, cuando el muchacho se detuvo junto a un arroyo cantarín que desembocaba en el río Nuristán y anunció que la ruta que debían seguir quedaba en ese valle. Parecía deseoso de detenerse a descansar un rato, como si se mostrara renuente a abandonar el territorio que le resultaba familiar, pero Ellis lo obligó a proseguir el mismo ritmo de marcha.
Pronto se encontraron subiendo por un bosque de abedules plateados y el valle principal se perdió de vista a sus espaldas. Frente a ellos podían ver la cadena de montañas que debían cruzar, un inmenso muro cubierto de nieve que ocupaba una cuarta parte del cielo. Ellis pensaba incesantemente: ¿Aún en el caso de que logremos escapar de los rusos, cómo lograremos escalar esas montañas? Jane tropezó un par de veces y lanzó maldiciones, cosa que Ellis atribuyó a que se estaba cansando con rapidez, aunque no se quejara.
A la caída del sol salieron del bosque y se encontraron en un terreno desnudo, deshabitado y yermo. Ellis pensó que posiblemente en un territorio así no encontrarían dónde guarecerse, así que sugirió que pasaran la noche en una choza de piedra deshabitada por la que habían pasado hacía más o menos media hora. Jane y Halam estuvieron de acuerdo, así que volvieron sobre sus pasos.
Ellis insistió en que Halam encendiera el fuego dentro de la choza para que las llamas no se vieran desde el aire y tampoco los denunciara una columna de humo. Su cautela resultó lógica después, cuando oyeron el motor de un helicóptero sobre sus cabezas. Supuso que eso significaba que los rusos no andaban lejos, pero en ese país lo que para un helicóptero era una distancia corta, podía llegar a resultar un trayecto imposible a pie. Los rusos podían estar al otro lado de una montaña infranqueable de cruzar, o a sólo un par de kilómetros de distancia por el camino. Era una suerte que el paisaje fuese tan salvaje y el sendero demasiado difícil de discernir desde el aire, porque así resultaba imposible buscarlos con helicópteros.
Ellis proporcionó una ración de grano a la yegua. Jane alimentó y cambió a Chantal y después se quedó inmediatamente dormida. Ellis la despertó para cerrar el saco de dormir, después llevó el pañal de Chantal al arroyo para lavarlo y finalmente lo colgó junto al fuego para que se secara. Se acostó al lado de Jane durante un rato, contemplándole el rostro a la temblorosa luz del fuego mientras Halam roncaba en el otro extremo de la choza. Parecía completamente extenuada, con la cara delgada y tensa, el pelo sucio, las mejillas manchadas de tierra. Dormía inquieta, haciendo gestos y moviendo la boca como si hablase en silencio. Ellis se preguntó cuánto tiempo más resistiría. Lo que la estaba matando era la rapidez de la marcha. Si pudieran avanzar con más lentitud, Jane estaría bien. Si sólo los rusos abandonaran la búsqueda o fuesen llamados a participar en alguna batalla que se librara en otra parte de ese maldito país...
Le intrigó el helicóptero que acababan de oír. Tal vez cumpliera una misión que no tuviera nada que ver con él. Pero eso parecía poco probable. En cambio, si formaba parte de la patrulla que los buscaba, significaba que Mohammed había tenido un éxito muy relativo.
Empezó a pensar en lo que sucedería si fuesen capturados. A él lo someterían a un juicio teatral en el cual los rusos demostrarían a los escépticos países no alineados que los rebeldes afganos no eran más que secuaces de la CÍA. El convenio entre Masud, Kamil y Azizi se desbarataría. No habría armas norteamericanas para los rebeldes. Con el ánimo por el suelo, la Resistencia se iría debilitando y era posible que no llegara a durar otro verano.
Después del juicio, Ellis sería interrogado por la K.G.B.. Al principio haría el teatro de resistir la tortura, después se desmoronaría y simularía decirles todo; pero en realidad diría sólo mentiras. Ellos estarían preparados para eso, por supuesto, y seguirían torturándolo; esta vez Ellis simularía un desmoronamiento mucho más convincente y les contaría una mezcla de realidades y de ficciones que a ellos les resultarían muy difíciles de constatar. De esa manera esperaba poder sobrevivir. Si lo lograba, lo enviarían a Siberia. Después de algunos años, podía llegar a abrigar la esperanza de ser intercambiado por algún espía soviético capturado en Estados Unidos. En caso contrario, moriría en algún campo de concentración.
Lo que más le apenaría sería tener que separarse de Jane. La había encontrado, después la perdió y luego volvió a encontrarla: un golpe de buena suerte que todavía lo emocionaba. Pero perderla por segunda vez le resultaría insoportable, completamente insoportable. Se quedó mirándola fijo durante largo tiempo, tratando de no dormirse por temor de que ella no estuviera allí cuando él se despertara.
Jane soñó que estaba en el Hotel Jorge V de Peshawar, en Pakistán. El Jorge V era un hotel de París, por supuesto, pero en sueños no notó ese extravagante detalle. Ordenaba por teléfono que le subieran a la habitación un filete poco hecho con puré de patatas y una botella de Château Ausone de la cosecha de 1971. Tenía un hambre espantosa, pero no conseguía recordar por qué había esperado tanto tiempo antes de ordenar la comida. Decidió darse un baño mientras esperaba que la sirvieran. El baño estaba alfombrado y calentito. Abrió el grifo, vertió las sales de baño en la bañera y el ambiente se llenó de un vapor fragante. No podía comprender cómo era posible que hubiera llegado a estar tan sucia: era un milagro que la hubiesen admitido en el hotel. Estaba por meterse en la bañera cuando oyó que alguien la llamaba. Debe ser el camarero —pensó—; ¡qué enojoso! Ahora tendría que comer sin haberse bañado, porque en caso contrario se le enfriaría la cena. Se sintió tentada de meterse en el agua caliente e ignorar la llamada. De todos modos era una grosería que la llamaran Jane, cuando deberían dirigirse a ella como Madame. Pero la voz era insistente y de alguna manera le resultaba familiar. En realidad no se trataba del camarero sino de Ellis, que le sacudía el hombro. Con una desilusión espantosa comprendió que el Jorge V no era más que un sueño y que en realidad se encontraba en una fría choza de piedra de Nuristán, a miles de kilómetros de un baño caliente.
Abrió los ojos y vio el rostro de Ellis. —Tienes que despertarte —la urgía él. Jane se sentía casi paralizada por el letargo. —¿Ya es de mañana?
—No, estamos en plena noche.
—¿Qué hora es?
—La una y media.
—¡Mierda! —Se enfureció con él por haberla despertado—. ¿Por qué me has despertado? —preguntó irritada.
—Halamá se ha ido.
—¿Se ha ido? —Todavía estaba medio dormida y confusa—. ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Volverá?
—No me dijo nada. Me desperté y descubrí que no estaba.
—¿Crees que nos ha abandonado?
—Sí.
—¡Oh Dios! ¿Y cómo encontraremos el camino sin un guía?
Para Jane la posibilidad de perderse en la nieve con Chantal en brazos era una pesadilla.
—Creo que puede ser peor que eso —contestó Ellis.
—¿Qué quieres decir?
—Tú misma dijiste que nos castigaría por haberlo humillado frente al mullah. Tal vez el hecho de abandonarnos le resulte una venganza suficiente. Espero que sí. Pero supongo que ha vuelto por el mismo camino que recorrimos al venir. Es posible que se tope con los rusos. Y no creo que les tome demasiado tiempo persuadirlo a contarles exactamente dónde nos dejó.
—¡Esto ya es demasiado! —exclamó Jane, sintiendo que el dolor hacía presa de ella en una forma casi física. Era como si una deidad maligna conspirara contra ellos—. Estoy demasiado cansada —confesó—. Me voy a acostar aquí y dormiré hasta que lleguen los rusos y me tomen prisionera.
Chantal se había estado moviendo inquieta pero silenciosamente, y en ese momento empezó a llorar. Jane se sentó y la tomó en brazos. —Si salimos en seguida, tal vez todavía podamos escapar —dijo Ellis—. Yo cargaré la yegua mientras tú alimentas a la chiquilla.
—Muy bien —aceptó Jane y luego ofreció el pecho a Chantal.
Ellis la observó un instante, sonriendo levemente, y después salió a la oscuridad. Jane pensó que les resultaría mucho más fácil escapar si no tuvieran a Chantal. Pensó qué sentiría Ellis al respecto. Después de todo, era la hija de otro hombre. Pero a él parecía no importarle. Veía a Chantal como parte de Jane. ¿O estaría ocultando cierto resentimiento?
¿Le gustaría ser un padre para Chantal¿, se preguntó. Miró la carita de la niña y ella le devolvió la mirada con sus ojos de un azul profundo. ¿Quién podía no querer a esa chiquilla tan indefensa?
De repente se sintió completamente insegura con respecto a todo. No sabía con seguridad hasta qué punto amaba a Ellis; no sabía lo que sentía con respecto a Jean-Pierre, el marido que intentaba darle caza; ignoraba con seguridad cuál sería su deber respecto a su hijita. La nieve, las montañas y los rusos la llenaban de pavor y ya hacía demasiado tiempo que estaba cansada, tensa y muerta de frío.
Automáticamente cambió a Chantal, utilizando el pañal seco que encontró junto al fuego. No recordaba haberla cambiado la noche anterior. Tenía la sensación de haberse quedado dormida en seguida de amamantarla. Frunció el entrecejo, dudando de su memoria, después recordó que Ellis la despertó un momento para cerrarle el saco de dormir. Sin duda después debió de llevar el pañal sucio al arroyo, lo lavó, lo retorció y lo colgó de un palo junto al fuego para que se secara. Jane empezó a llorar.
Se sentía espantosamente tonta, pero le resultaba imposible parar, así que siguió vistiendo a Chantal mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Cuando Ellis volvió a entrar en la choza, estaba colocando a la pequeña en el cabestrillo que usaban para transportarla.
—Esa maldita yegua tampoco quería despertarse —comentó él; pero en seguida vio su cara y preguntó—: ¿Qué te pasa?
—No sé por qué te dejé alguna vez —contestó ella—. Eres el mejor hombre que he conocido en mi vida y nunca dejé de amarte. Por favor, perdóname.
El las rodeó a ella y a Chantal con sus brazos.
—Simplemente no lo vuelvas a hacer, y ya está —contestó.
Se quedaron así durante algunos instantes.
—Estoy lista —informó Jane al rato. —¡Perfecto! Vamos, entonces.
Salieron e iniciaron la marcha ascendente por el bosque cada vez más ralo. Halamá se había llevado la lámpara, pero había luna y podían ver con claridad. El aire era tan frío que dolía respirar. Jane se preocupó por Chantal. La pequeña estaba de nuevo dentro de la chaqueta forrada de piel de Jane, y ella abrigaba la esperanza de que su cuerpo calentara el aire que Chantal respiraba. ¿Perjudicaría a una bebé respirar aire tan frío? Jane no tenía la menor idea.
Delante tenían el paso de Kantiwar, a cuatro mil quinientos metros de altura, bastante más alto que el último paso, el Aryu. Jane sabía que tendría más frío y se sentiría más cansada que nunca en su vida y que también estaría más asustada que nunca, pero estaba animosa. Tenía la sensación de haber resuelto algo muy profundo dentro de sí misma. Si logro sobrevivir —pensó—, quiero vivir con Ellis. Uno de estos días le confesaré que todo se debió a que lavara un pañal sucio.
Pronto dejaron atrás los árboles y empezaron a cruzar un altiplano que parecía un paisaje lunar, con enormes rocas, cráteres y extraños parches de nieve. Siguieron una línea de rocas planas semejantes a las pisadas de un gigante. Todavía seguían ascendiendo, aunque en ese momento la cuesta era menos empinada; la temperatura también iba bajando sin cesar y los trozos nevados fueron aumentando hasta que el terreno se convirtió en un inmenso tablero de ajedrez.
La energía que le producían los nervios mantuvo a Jane en marcha durante aproximadamente una hora, pero entonces, cuando se acostumbró al tren de marcha, el cansancio volvió a sobrecogerla. Tenía ganas de preguntar ¿Cuánto falta? y ¿llegaremos pronto? como preguntaba cuando era niña desde el asiento trasero del coche de su padre.
En algún momento de esa pendiente, cruzaron la línea del hielo. Jane tomó conciencia del nuevo peligro cuando la yegua patinó, lanzó un relincho de miedo, estuvo a punto de caer y recobró el equilibrio. Entonces notó que la luz de la luna se reflejaba sobre las rocas como si éstas fueran de vidrio; parecían diamantes: frías, duras y resplandecientes. Sus botas se aferraban al suelo mejor que los cascos de Maggie, pero aún así, Jane resbaló poco después y casi cayó. De allí en adelante tuvo terror de caer y aplastar a Chantal y empezó a caminar con un cuidado tremendo, y con los nervios tan tensos que sentía que en cualquier momento se le destrozarían.
Después de poco más de dos horas de marcha llegaron al otro extremo del altiplano y se encontraron frente a un sendero cubierto de nieve que ascendía casi verticalmente la ladera de la montaña. Ellis abría la marcha tirando de las riendas de Maggie. Jane lo seguía a prudente distancia, por si la yegua llegaba a resbalar hacia atrás. Treparon la montaña en zigzag.
El sendero no estaba marcado con claridad. Supusieron que se encontraría en un terreno más bajo que en las zonas adyacentes. Jane estaba deseando encontrar una señal más segura de que seguían la buena senda; los restos de una fogata, algunos huesos de pollo, aunque fuera una caja de fósforos vacía, cualquier cosa que indicara que alguna vez habían pasado seres humanos por allí. Obsesivamente empezó a imaginar que estaban completamente perdidos, lejos del sendero, y que vagaban sin rumbo a través de las nieves perpetuas, y que continuarían así durante días, hasta que se les acabaran las provisiones, la energía y la fuerza de voluntad y que, en ese momento, los tres se acostarían en la nieve a morir juntos congelados.