El valle de los leones (48 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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Anatoly seguía gritando furiosamente por la radio. El helicóptero descendió a toda velocidad. Jean-Pierre estaba temblando de excitación. El hecho de presenciar la batalla le había causado el mismo efecto que la cocaína, produciéndole ganas de reír, tener una relación sexual, o correr o bailar. Se le cruzó un pensamiento por la cabeza: ¡Antes yo quería curar a la gente!

El helicóptero aterrizó. Anatoly se arrancó los auriculares de un tirón.

—Ahora nunca sabremos por qué degolló a ese guía —dijo disgustado.

Saltó a tierra y Jean-Pierre lo siguió.

Se acercaron al afgano muerto. La parte delantera de su cuerpo estaba convertida en una masa de carne destrozada y la mayor parte de su rostro había desaparecido. Sin embargo, Anatoly aseguró:

—Estoy seguro de que se trata del guía. Tiene la misma altura, idéntico colorido y reconozco su bolsa. —Se inclinó y recogió la ametralladora con cuidado—. Pero, ¿por que tendría en su poder una ametralladora?

De la bolsa cayó al suelo un trozo de papel. Jean-Pierre lo recogió y lo miró. Era una fotografía Polaroid de Mousa.

—¡Dios mío! —exclamó el francés—. ¡Creo que comprendo todo esto!

—¿Qué? —preguntó Anatoly—. ¿Qué es lo que comprendes?

—El muerto era un poblador del Valle de los Cinco Leones —explicó Jean-Pierre—. Uno de los principales lugartenientes de Masud. Esta es una fotografía de su hijo, Mousa. La hizo Jane. También reconozco la bolsa donde ocultaba la ametralladora. Era de Ellis.

—¿Y qué? —preguntó Anatoly con impaciencia—. ¿Qué conclusiones sacas de todo eso?

El cerebro de Jean-Pierre trabajaba a una velocidad sin precedentes, y sacaba conclusiones mucho más rápido que sus posibilidades de expresarlas con palabras.

—Mohammed mató a tu guía para poder ocupar su lugar —empezó diciendo—. Tú no tenías ninguna manera de saber que no era lo que simulaba. Los pobladores de Nuristán sabían que no era uno de ellos, por supuesto, pero eso no tenía importancia. Primero porque ignoraban que se hacía pasar por alguien de su misma nacionalidad. Y segundo porque aún cuando lo supieran no te lo podían decir porque él también era tu intérprete. En realidad sólo existía una persona que podía descubrirlo...

—Tú —concluyó Anatoly—. Porque lo conocías.

—Mohammed era consciente de ese peligro y estaba en guardia por si yo llegaba. Por eso esta mañana te preguntó quién había llegado anoche en el helicóptero, después de la puesta del sol. Tú le diste mi nombre. Y él se fue en seguida. — Jean-Pierre frunció el entrecejo. Había algo que le parecía incongruente—. Pero, ¿por qué permaneció en campo abierto? Pudo haberse ocultado en el bosque o en alguna cueva. Nos habría tomado mucho más tiempo encontrarlo. Actuó como si no esperara que lo siguiéramos.

—¿Y por qué iba a esperar que lo siguiéramos? —preguntó Anatoly—. Cuando desapareció el primer guía, no lo mandamos buscar con una patrulla. Simplemente contratamos otro y seguimos adelante. No hubo investigación ni persecución. Lo que fue distinto esta vez, lo que le salió mal a Mohammed, fue que los pobladores encontraron el cuerpo del otro guía y nos acusaron de asesinato. Eso nos llevó a sospechar de Mohammed. Y aún así, consideramos la posibilidad de pasar por alto el asunto y seguir adelante. Tuvo mala suerte.

—No sabía que tenía que habérselas con un hombre sumamente cauteloso —agregó Jean-Pierre—. La próxima pregunta es: ¿cuál fue su motivación en todo esto? ¿Por qué se tomó tanto trabajo para sustituir al guía original?

—Presumiblemente para confundirnos. Lo más probable es que todo lo que nos dijo fue mentira. No vio a Ellis y a Jane ayer por la tarde en la entrada del valle de Linar. Los fugitivos no doblaron hacia el sur en el Nuristán. Los pobladores de Mundol no confirmaron que dos extranjeros con un bebé pasaron ayer a la tarde por el pueblo hacia el sur, Mohammed ni siquiera debe de habérselo preguntado. El sabía dónde estaban los fugitivos.

—¡Por supuesto ¡Y pensaba conducirnos en la dirección contraria! — Jean-Pierre volvía a sentirse exultante—. El antiguo guía desapareció justo después de que la patrulla abandonara el pueblo de Linar, ¿no es cierto?

—Sí, así que podemos suponer que hasta ese momento los informes que recibimos eran ciertos, por lo tanto Ellis y Jane realmente pasaron por ese pueblo. Después Mohammed se hizo cargo del puesto de guía y nos condujo hacia el sur...

—¡Porque Ellis y Jane se dirigen hacia el norte! —dedujo Jean-Pierre con aire triunfante.

Anatoly asintió con expresión adusta.

—Mohammed consiguió que ganaran un día como máximo —calculó, pensativo—. Y para eso entregó su vida. ¿Valía la pena?

Jean-Pierre volvió a mirar la fotografía de Mousa. El viento helado la agitaba en su mano.

—¿Sabes? —dijo—, creo que Mohammed te contestaría: Sí, valió la pena.

Capítulo 19

Salieron de Gadwal en la profunda oscuridad que precede al alba, con la esperanza de sacarles más ventaja a los rusos al iniciar la marcha más temprano. Ellis sabía lo difícil que resultaba, hasta para el más capaz de los oficiales, conseguir que las tropas se pusieran en marcha antes del amanecer: el cocinero tenía que preparar el desayuno, el oficial de intendencia debía levantar el campamento, el operador de radio tenía que ponerse en comunicación con el cuartel general, y los soldados debían comer; y todas esas cosas tomaban su tiempo. La única ventaja que Ellis tenía sobre el comandante ruso era que él sólo debía cargar a la yegua mientras Jane alimentaba a Chantal, y después había que sacudir a Halam para despertarlo.

Los esperaba una larga y lenta ascensión por el valle de Nuristán de alrededor de doce a quince kilómetros, y después seguirían subiendo por el valle lateral. La primera parte, en el Nuristán, no debía de ser demasiado difícil —pensaba Ellis—, aunque tuvieran que cubrir esa distancia en la oscuridad, porque, por precario que fuese, había un camino. Sólo que Jane pudiera mantenerse en movimiento, podrían llegar al valle lateral por la tarde y recorrer unos cuantos kilómetros en él antes de que cayera la noche. Una vez que hubieran abandonado el valle de Nuristán resultaría mucho más difícil seguirles el rastro, porque los rusos ignorarían cuál de los valles laterales habían elegido.

Halam abría la marcha, vestido con la ropa de Mohammed, incluyendo su gorro chitralí. Después lo seguía Jane, con Chantal en brazos, y Ellis cerraba la marcha llevando a la yegua del cabestro. En ese momento Maggie llevaba una bolsa menos: Mohammed se había llevado la de Ellis, quien, al no encontrar otra para sustituirla, se vio obligado a dejar la mayor parte de sus explosivos en Gadwal. Sin embargo, se había guardado un poco de TNT, una tira de Primacord, y varios detonadores, que le cupieron en los bolsillos.

Jane se mostraba alegre y enérgica. El descanso de la tarde anterior había renovado sus fuerzas. Era increíblemente vigorosa y Ellis se sentía orgulloso de ella, aunque cuando lo pensaba no comprendía por qué él podía tener derecho a sentirse orgulloso del vigor de ella.

Halam llevaba un farol que arrojaba sombras grotescas sobre las paredes del risco. Parecía irritado. El día anterior había sido todo sonrisas, por lo visto contento de formar parte de esa extraña expedición; pero esa mañana su expresión era adusta y taciturna. Ellis suponía que se debía a la necesidad de haber iniciado la marcha tan temprano.

El sendero serpenteaba a lo largo del costado del risco, rodeando promontorios que se internaban en el arroyo, a veces abrazando la orilla y otras ascendiendo a lo alto del risco. Después de recorrer menos de un kilómetro y medio, llegaron a un lugar donde el sendero simplemente se desvanecía: tenían un risco a la izquierda y el río a la derecha. Halam explicó que el sendero había sido lavado por una tormenta de lluvia y que tendrían que esperar al amanecer para encontrar la manera de sortear los obstáculos.

Ellis no estaba dispuesto a perder tiempo. Se quitó las botas y los pantalones y se internó en el agua helada. En la parte más profunda sólo le llegaba a la cintura y llegó con facilidad a la otra orilla. Regresó y volvió a cruzarlo con Maggie de la brida; después volvió nuevamente sobre sus pasos en busca de Jane y Chantal. Halam los siguió por fin, pero aún en la oscuridad la modestia le impidió desvestirse, así que no tuvo más remedio que proseguir la marcha con los pantalones empapados, cosa que empeoró aún más su humor.

Atravesaron un pueblo en la oscuridad, donde fueron seguidos durante un breve trecho por un par de perros sarnosos que les ladraron desde una prudente distancia. Poco después el alba empezó a colorear el cielo del este y Halam apagó la lámpara.

Tuvieron que cruzar el río varias veces más en lugares donde el sendero había sido lavado o bloqueado por algún deslizamiento de tierra. Halamá se dio por vencido y se arremangó los holgados pantalones por encima de las rodillas. En uno de esos cruces se encontraron con un viajero que venía en dirección opuesta, un individuo bajo y esquelético que conducía una oveja gorda a la que llevó en brazos para cruzar el río. Halam mantuvo con él una larga conversación en algún idioma nuristaní, y por la manera en que ambos movían los brazos, Ellis sospechó que hablaban sobre las distintas rutas que cruzaban las montañas. Después que se separaron del viajero, Ellis le hizo a Halam una advertencia en dari.

—No le digas a la gente hacia dónde nos dirigimos.

Halamá simuló no comprender.

Jane le repitió lo que Ellis le acababa de decir. Ella hablaba dari con mayor fluidez y utilizaba gestos y asentimientos enfáticos, lo mismo que los hombres afganos.

—Los rusos interrogarán a todos los viajeros —explicó.

Halam pareció comprender, pero hizo exactamente lo mismo con el siguiente viajero con quien se toparon, un joven de aspecto peligroso que llevaba un venerable rifle Lee-Enfleld. Durante la conversación, a Ellis le pareció que Halam decía Kantiwar, el nombre del paso al que se encaminaban, e instantes después, el viajero repitió la palabra. Ellis se enojó. Halam ponía en peligro sus vidas por una tontería. Pero el daño ya estaba hecho, así que sofocó sus ganas de intervenir y esperó pacientemente hasta que volvieron a ponerse en marcha.

En cuanto el joven desapareció en la distancia, decidió hablar.

—Te dije que no debías informar a la gente hacia dónde nos dirigimos.

Esta vez Halam no simuló no comprender.

—¡Yo no dije nada! —exclamó indignado.

—¡Por supuesto que lo hiciste! —aseguró Ellis enfáticamente—. De ahora en adelante no hablarás con los viajeros con quienes nos crucemos.

Halam permaneció mudo.

—No hablarás con otros viajeros, ¿lo has comprendido? —repitió Jane.

—Sí —admitió Halam a regañadientes.

Ellis tenía la sensación de que era importante hacerlo callar. Adivinaba los motivos por los que Halam quería conversar sobre las rutas con otra gente: ellos podían estar enterados de factores tales como desprendimientos de tierra, nevadas o inundaciones que podían bloquear el paso por algún valle y hacer preferible el paso por otro. Halam no había comprendido realmente que Ellis y Jane huían de los rusos. La existencia de rutas alternativas era prácticamente el único factor que los fugitivos tenían a su favor, porque a los rusos no les quedaría más remedio que revisar toda ruta posible. Y se afanarían mucho por poder eliminar alguna de esas rutas interrogando a la gente, especialmente a los viajeros. Cuando menos información obtuvieran por esa vía, más difícil y larga sería la búsqueda y mayores las posibilidades que tendrían ellos de evadirse.

Poco después se toparon con un mullah de blancas vestiduras y barba teñida de rojo y, para frustración de Ellis, Halam inmediatamente inició una conversación con él, idéntica a la que había mantenido con los dos viajeros anteriores.

Ellis sólo vaciló un instante. Se acercó a Halam, lo aferró con un doloroso doble gancho de sus brazos y lo obligó a seguir caminando.

Halam luchó brevemente, pero pronto el dolor lo obligó a detenerse. Gritó algo, pero el mullah simplemente se quedó mirándolo con la boca abierta, sin hacer nada. Al mirar hacia atrás, Ellis vio que Jane había tomado las riendas y los seguía con Maggie.

Después de recorrer algunos metros, Ellis soltó a Halam.

—Si los rusos me encuentran, me matarán —explicó—. Por eso no debes conversar con nadie.

Halam no contestó, pero adoptó una expresión sumamente malhumorada.

Después de haber caminado un rato, Jane expresó su preocupación.

—Me temo que nos hará pagar por eso —dijo.

—Supongo que sí —contestó Ellis—. Pero de alguna manera tenía que hacerlo callar.

—Simplemente creo que podrías haber encontrado un modo mejor de hacerlo.

Ellis sofocó un impulso de irritación. Tuvo ganas de preguntar: ¿Y por qué no lo hiciste tú, ya que eres tan inteligente¿, pero ése no era momento para pelear. Halam pasó junto al siguiente viajero sólo con un saludo brevísimo y formal y Ellis pensó: Por lo menos mi técnica fue eficaz.

Al principio la marcha fue mucho más lenta de lo que Ellis suponía que sería. Los meandros del sendero, el terreno desigual, el hecho de estar ascendiendo y los continuos encuentros con otros viajeros significó que a media mañana sólo habían conseguido recorrer el equivalente a seis o siete kilómetros en línea recta. Sin embargo, después el trayecto se tornó más fácil y el camino atravesaba los bosques a gran altura por encima del río.

Todavía había un pueblo o villorrio, a cada kilómetro y medio, pero en lugar de ser casitas de madera construidas en la ladera de la montaña como sillas plegables amontonadas al azar, eran viviendas de forma cuadrada, edificadas utilizando la misma piedra de los riscos en cuyas laderas se erguían precariamente, como nidos de gaviotas.

A mediodía pasaron por un pueblo y Halamá consiguió que los invitaran a entrar en una casa y les ofrecieran té. Era una construcción de dos pisos donde, por lo visto, la planta baja servía como almacén, igual que en las casas inglesas medievales que Ellis recordaba haber visto en sus libros de historia de noveno grado. Jane le regaló a la dueña de casa una botellita de un jarabe rosado para combatir los parásitos intestinales de sus hijos y a cambio recibió pan recién horneado y un delicioso queso de leche de cabra. Se sentaron sobre alfombras en el suelo, alrededor de una fogata, con las vigas de madera y la paja del techo a la vista por encima de sus cabezas. No existía chimenea, así que el humo —subía hasta el techo y poco a poco se colaba hacia el exterior. Ellis supo que era por eso que las casas carecían de cielos rasos.

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