Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—Continuemos la marcha —dijo—. Más tarde podremos lamernos las heridas. —Pasó junto a Ellis y le dijo a Mohammed—: Tú abre la marcha.
Mohammed recobró su buen humor después de pasar unos minutos sin luchar con Maggie. Jane se preguntó si realmente necesitarían un caballo, pero decidió que sí: llevaban demasiado equipaje para transportarlo ellos mismos, y todo era esencial, en realidad hasta debieron haber llevado más comida.
Atravesaron sin hacer ruido un villorrio silencioso y dormido, que sólo consistía en un puñado de casas y una cascada. En una de las chozas un perro ladró histéricamente, hasta que alguien lo hizo callar lanzando una maldición. Entonces se encontraron nuevamente en la soledad de las montañas.
El cielo, antes tan negro, iba adquiriendo ahora un tono grisáceo, y las estrellas habían desaparecido; amanecía. Jane se preguntó qué estarían haciendo los rusos. Tal vez los oficiales estuvieran despertando a los soldados, gritando para que los oyeran y propinando puntapiés a los que no salían con bastante rapidez de sus sacos de dormir. Un cocinero estaría preparando café, mientras el comandante estudiaba el mapa. O tal vez se hubieran levantado más temprano, hacía ya una media hora, mientras todavía reinaba la oscuridad y emprendieron el camino a los pocos minutos, marchando en fila india a lo largo del río Linar; quizá no se equivocaran en ninguna de las bifurcaciones del camino y en ese momento podían estar pisándoles los talones.
Jane apresuró el paso.
El camino serpenteaba a lo largo del risco y después descendía hasta la orilla del río. No había señales de cultivos pero las laderas de las montañas estaban cubiertas de espesos bosques, y a medida que la luz aumentaba Jane pudo identificar los árboles: eran robles. Se los señaló a Ellis.
—¿Por qué no nos escondemos en los bosques? —preguntó.
—Lo podríamos hacer como último recurso —contestó él—. Pero los rusos se darían cuenta muy pronto de que nos hemos detenido, porque interrogarían a los pobladores, quienes les asegurarían que no hemos pasado por sus pueblos y entonces volverían sobre sus pasos y empezarían a buscarnos intensivamente.
Jane asintió, resignada. Simplemente buscaba excusas para detenerse.
justo antes de la salida del sol doblaron en un recodo del camino y se detuvieron en seco: una avalancha de tierra y piedras sueltas había cubierto el desfiladero bloqueándolo por completo.
Jane tuvo ganas de estallar en llanto. Habían caminado cinco o seis kilómetros a lo largo de ese desfiladero tan angosto; volver sobre sus pasos significaba caminar doce kilómetros de más, incluyendo ese tramo angosto que tanto había atemorizado a Maggie.
Los tres permanecieron unos instantes inmóviles, contemplando los efectos del alud.
—¿No podríamos trepar? —preguntó Jane.
—Nosotros sí, pero el caballo no —contestó Ellis.
Jane se enfureció con él por haber dicho algo tan obvio.
—Uno de nosotros podría volver atrás con la yegua —dijo con impaciencia—, y los otros dos descansarían un rato hasta que la yegua los alcanzara.
—No me parece prudente que nos separemos.
Jane se resintió ante el tono de voz de ésta —es-mi-decisión definitiva que Ellis acababa de usar.
—No tienes por qué suponer que todos haremos lo que a ti te parezca prudente —exclamó con aspereza.
El pareció sorprendido.
—Muy bien, pero también creo que ese montón de tierra y de piedras podría moverse si alguien tratara de trepar a él. Y en realidad prefiero decir desde ahora que no estoy dispuesto a intentarlo, sea cual fuere la decisión que toméis.
—Ya veo. Así que ni siquiera estás dispuesto a conversar sobre el asunto.
Furiosa, Jane giró sobre sus talones y empezó a desandar lo andado, dejando que los dos hombres la siguieran. ¿Por qué sería —se preguntó— que los hombres siempre adoptaban esa actitud mandona y de "yo-todo-lo-sé" cada vez que se presentaba un problema físico o mecánico?
Reflexionó que Ellis también tenía sus defectos. A veces sus ideas eran bastante confusas: a pesar de todos sus discursos con respecto a ser un experto en antiterrorismo, trabajaba para la CÍA, que posiblemente fuera el grupo más importante de terroristas del mundo entero. Era innegable que una faceta de su personalidad gozaba con el peligro, la violencia y la traición. Si lo que buscas es un hombre que te respete, no elijas a un macho romántico, pensó.
Una cosa que podía decir en favor de Jean-Pierre era que él jamás hablaba de las mujeres con superioridad. Tal vez la descuidara a una, o la engañara o la ignorara, pero nunca se mostraba condescendiente. Quizá fuese porque era más joven.
Pasó por el lugar donde Maggie había retrocedido. No esperó a los hombres: que esa vez ellos se encargaran solos de la maldita yegua.
Chantal se quejaba, pero Jane decidió que tendría que esperar. Siguió caminando hasta que llegó a un punto donde le pareció que había un sendero que conducía a la cima del risco. Allí se sentó y decidió por su cuenta que descansaría un rato. Ellis y Mohammed la alcanzaron un par de minutos después. Mohammed sacó del equipaje un poco de la torta de moras y nueces y la repartió. Ellis no le dirigió la palabra.
Después del descanso, subieron por la ladera de la montaña. Al llegar a la cima salieron a la luz del sol y Jane sintió que su enojo cedía un poco. Al cabo de un rato, Ellis le rodeó los hombros con un brazo.
—Te pido perdón por haber asumido el mando del grupo —pidió.
—Gracias —contestó Jane, muy tiesa.
—Pero, ¿no te parece que tal vez hayas reaccionado con un poquito de exageración?
—Sin duda. Lo siento.
—Ya lo sé. Déjame llevar a Chantal.
Jane le entregó a la pequeña. Al quitarse de encima el peso de la criatura, se dio cuenta de que le dolía la espalda. Chantal nunca le había parecido pesada, pero con la distancia recorrida el esfuerzo de llevarla se hacía sentir. Era como llevar a cuestas una bolsa de compra durante quince kilómetros.
El aire empezó a entibiarse a medida que el sol iba ascendiendo en el firmamento matinal. Jane se abrió la chaqueta y Ellis se quitó la suya. Mohammed siguió con su capote de uniforme ruso puesto, con la característica indiferencia de los afganos hacia todo cambio de temperatura que no fuese sumamente severo.
Cerca del mediodía salieron de la angosta hondonada del Linar y desembocaron en el amplio valle de Nuristán. Allí el sendero estaba nuevamente marcado con suma claridad, y era casi tan bueno como el camino que corría por el Valle de los Cinco Leones. Giraron hacia el norte, río arriba y cuesta arriba.
Jane se sentía terriblemente cansada y descorazonada. Después de levantarse a las dos de la madrugada había caminado durante diez horas, pero sólo había logrado recorrer seis o siete kilómetros. Ellis quería seguir caminando otros quince kilómetros ese día. Era el tercer día consecutivo de marcha para Jane, y estaba segura de que le sería absolutamente imposible seguir caminando hasta el anochecer. Hasta Ellis tenía esa expresión malhumorada que Jane conocía tan bien y que era señal de su cansancio.
El único que parecía incansable era Mohammed.
En el valle de Linar, fuera de los pueblos nunca se habían cruzado con nadie, pero allí se toparon con algunos viajeros, casi todos cubiertos de túnicas y turbantes blancos. Los nuristaníes miraban con curiosidad a los dos occidentales pálidos y extenuados, pero saludaban a Mohammed con un cauteloso respeto, sin duda debido al Kalashnikov que colgaba de su hombro.
Mientras marchaban penosamente montaña arriba siguiendo el curso del río Nuristán, los alcanzó un joven de barba renegrida y ojos brillantes que llevaba diez pescados frescos colgados de un palo. Se dirigió a Mohammed en una mezcla de idiomas distintos — Jane reconoció un poco de dari y alguna ocasional palabra pashto—, pero se entendieron lo suficiente como para que Mohammed le comprara tres pescados.
Ellis contó el dinero.
—Quinientos afganíes por pescado. ¿Eso cuánto significa? —Quinientos afganíes equivalen a cincuenta francos franceses, cinco libras.
—Diez dólares —calculó Ellis—. ¡Qué pescados tan caros!
Jane deseó que dejara de decir tonterías; ella tenía que concentrarse para seguir poniendo un pie delante del otro y él hablaba del precio de los pescados.
El joven, que se llamaba Halam, explicó que los había pescado en el lago Mundol, cerca del otro extremo del valle, aunque lo más probable fuera que los hubiese comprado, porque no tenía aspecto de pescador. Disminuyó la velocidad de su paso para caminar con ellos, conversando volublemente y, por lo visto, sin que le importara demasiado si comprendían o no lo que decía.
Igual que el Valle de los Cinco Leones, el de Nuristán era un cañón rocoso que se ensanchaba a intervalos de pocos kilómetros, convirtiéndose en pequeñas planicies cultivadas en terrazas. La diferencia más notable la marcaban los bosques de robles que cubrían las laderas de las montañas en forma tan espesa como cubre la lana el lomo de las ovejas, y que Jane consideraba un escondrijo ideal si todo lo demás fracasaba.
En ese momento avanzaban con mayor rapidez. Ya no existían esas enfurecedoras bifurcaciones del sendero que trepaba por la montaña, cosa que Jane agradecía profundamente. En un tramo encontraron el sendero bloqueado por un deslizamiento de tierra y rocas, pero esta vez Ellis y Jane pudieron trepar por él mientras Mohammed y la yegua vadeaban el río y volvían a unirse con ellos más adelante. Un poco después, cuando el sendero rodeaba el risco sobre un puente de madera tembloroso que la yegua se negó a cruzar, Mohammed volvió a resolver el problema vadeando el río con el animal.
Pero esta vez Jane se encontraba a un paso del colapso.
—¡Necesito parar y descansar! —imploró cuando Mohammed se les unió después de haber cruzado el río.
—Ya casi hemos llegado a Gadwal —aseguró Mohammed. —¿A qué distancia estamos?
Mohammed conferenció con Halam en dari y en francés.
—A media hora —contestó después.
Esa media hora le pareció eterna a Jane. Por supuesto que puedo caminar durante media hora, se dijo para sus adentros, y trató de no pensar en su dolor de espalda y su necesidad de recostarse.
Pero entonces, al doblar el siguiente recodo divisaron el pueblo.
Era un paisaje sorprendente y agradable a la vez: las casitas de madera se encontraban diseminadas por la abrupta ladera de la montaña como chicos subidos unos sobre las espaldas de los otros y daban la impresión de que si una de las casas de abajo se desmoronaba, todo el pueblo caería por la ladera para ir a parar al río.
En cuanto llegaron a la primera casa, Jane simplemente se detuvo y se dejó caer al suelo. Le dolían todos los músculos del cuerpo y apenas tuvo fuerzas para recibir a Chantal de los brazos de Ellis, quien se sentó a su lado con una rapidez que demostraba que él también estaba agotado. Un rostro curioso se asomó de la casa y Halam de inmediato empezó a hablar con la mujer, sin duda contándole todo lo que sabía acerca de Jane y Ellis. Mohammed condujo a Maggie hacia un lugar donde pudiera pastar junto al río y después volvió y se instaló al lado de Ellis.
—Debemos comprar pan y té —indicó.
Jane pensó que todos necesitaban una comida más sustancial.
—¿Y el pescado? —preguntó.
—Tardaríamos demasiado en limpiarlo y cocinarle. Lo guardaremos para esta noche. No quiero quedarme aquí más de media hora.
—Está bien —contestó Jane, aunque no estaba segura de poder seguir caminando después de sólo media hora de descanso.
Tal vez un poco de comida consiga revivirme, pensó.
Halam los llamó. Jane levantó la mirada y vio que les hacía señas. La mujer hacía lo mismo, los estaba invitando a entrar en la casa. Ellis y Mohammed se pusieron en pie. Jane depositó a Chantal en el suelo, se levantó y después se inclinó para levantar a su hijita. De repente se le nubló la vista y perdió el equilibrio. Durante un instante luchó contra lo que le estaba sucediendo: sólo distinguía la carita de Chantal rodeada por una especie de niebla. Entonces se le doblaron las rodillas y cayó al suelo en medio de una oscuridad total.
Al abrir los ojos vio un grupo de rostros ansiosos que la observaban: Ellis, Mohammed, Halam y la mujer.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Ellis.
—Atontada —contestó—. ¿Qué me pasó?
—Te desmayaste.
Ella se sentó muy erguida.
—Ya estoy bien.
—No —contestó Ellis—. Hoy ya no podrás seguir caminando. La cabeza de Jane se iba aclarando. Sabía que Ellis tenía razón. Su cuerpo ya no daba más de sí y ningún esfuerzo de voluntad podría modificar ese hecho. Empezó a hablar en francés para que Mohammed le entendiera.
—Pero los rusos sin duda llegarán hoy aquí.
Tendremos que ocultarnos —decidió Ellis.
—Mira esa gente. ¿Los crees capaces de guardar un secreto? —preguntó Mohammed.
Jane miró a Halam y a la mujer. Los observaban y estaban pendientes de la conversación, aunque no pudieran comprender una sola palabra de lo que se decía. La llegada de extranjeros era probablemente el acontecimiento más excitante del año. En pocos minutos, el pueblo entero estaría allí. Estudió a Halam. Decirle que no hablara sería lo mismo que decirle a un perro que no ladrara. Al anochecer, el escondrijo que eligieran sería conocido por todo Nuristán. ¿Sería posible alejarse de esa gente y llegar a un valle lateral sin que nadie los observara? Tal vez. Pero no podrían vivir indefinidamente sin la ayuda de los pobladores locales, en algún momento se les acabaría la comida y eso sería más o menos cuando los rusos se dieran cuenta de que ellos habían detenido la marcha y empezaran a buscarlos por los bosques y los desfiladeros. Ellis tenía razón al asegurar que la única esperanza que les quedaba era llevarles la delantera a sus perseguidores.
Mohammed aspiró profundamente el humo de su cigarrillo, con aspecto pensativo.
—Tú y yo tendremos que seguir y no habrá más remedio que dejar a Jane atrás.
—¡No! —contestó Ellis, tajante.
—El papel que tienes en tu poder, con la firma de Masud, Kamil y Azizi es más importante que la vida de cualquiera de nosotros. Representa el futuro de Afganistán, la libertad por la que murió mi hijo.
Jane comprendió que Ellis tendría que seguir adelante solo. Por lo menos él podría salvarse. Se avergonzó de sí misma por la terrible desesperación que le causaba el solo pensamiento de perderle. Debería estar tratando de imaginar la forma de ayudarlo, en lugar de preguntarse cómo hacer para mantenerlo a su lado. De repente se le ocurrió una idea.