Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—Te cederé a Mohammed como guía para que te conduzca a través de Nuristán y te introduzca en Pakistán.
El corazón de Jane dio un salto de alegría. El hecho de tener a Mohammed por guía establecería una enorme diferencia en el viaje. —¿Y cuál sería parte en el trato? —preguntó Ellis.
—Qué vayas solo. La esposa del doctor y la chiquilla se quedarán aquí.
Jane, con dolorosa claridad, vio que tenía que aceptar esa condición. Era una soberana estupidez que los dos trataran de hacer el viaje solos: lo más probable era que murieran ambos. De esa manera, ella por lo menos podía salvar la vida de Ellis.
—Debes aceptar —dijo.
Ellis le sonrió antes de mirar a Masud.
—Eso está fuera de la cuestión —afirmó.
Masud se levantó, visiblemente ofendido, y volvió al círculo de los guerrilleros.
—Oh, Ellis, ¿te parece prudente lo que acabas de hacer?
—No —contestó él. Y le tomó la mano—. Pero no estoy dispuesto a dejarte ir con tanta facilidad.
Ella le apretó la mano.
—Yo no, no te he hecho ninguna promesa.
—Ya lo sé —contestó Ellis—. Cuando lleguemos a la civilización, quedarás en libertad para hacer lo que quieras, Hasta para vivir con Jean-Pierre si es eso lo que deseas, y siempre que logres encontrarlo. Si no me queda más remedio, me conformaré con tenerte los próximos quince días. De todos modos, este la posibilidad de que no vivamos tanto tiempo.
Eso era cierto. ¿Por qué angustiarnos por el futuro, cuando lo más probable es que no tengamos un futuro?, pensó ella.
Masud volvió, de nuevo sonriente.
—No soy un buen negociador —confesó—. De todos modos os cederé a Mohammed como guía.
Despegaron media hora antes del amanecer. Uno a uno, los helicópteros alzaron el vuelo desde la pista de cemento y desaparecieron en el cielo de la noche, más allá de los reflectores. A su turno, el Hind en el que viajaban Jean-Pierre y Anatoly luchó por remontar el vuelo como un ave poco agraciada y se unió al grupo. Las luces de la base se perdieron de vista pronto y una vez más, Jean-Pierre y Anatoly volaron sobre la cima de las montañas, rumbo al Valle de los Cinco Leones.
Anatoly había hecho milagros. En menos de veinticuatro horas había montado lo que posiblemente fuese la mayor operación de la historia de la guerra de Afganistán, y él se encontraba al frente de las tropas.
Se había pasado casi todo el día anterior hablando por teléfono con Moscú. Tuvo que vencer la burocracia del ejército soviético explicando, primero a sus superiores de la K.G.B. y después a una serie de militares de alta graduación, lo importante que era apresar a Ellis Thaler. Jean-Pierre escuchaba sin comprender el significado de las palabras que se pronunciaban, pero admirado por la precisa combinación de autoridad, calma y urgencia que reflejaba el tono de voz de Anatoly.
Obtuvo el permiso formal a última hora de la tarde y entonces Anatoly tuvo que enfrentarse al desafío de llevarlo a la práctica. Para obtener el número de helicópteros deseado se vio obligado a suplicar favores, a recordar antiguas deudas, y dejó caer amenazas y promesas desde Jalalabad hasta Moscú. Cuando un general de Kabul se negó a entregarle sus aparatos sin una orden por escrito, Anatoly llamó por teléfono a la K.G.B. de Moscú y persuadió a un viejo amigo de que le echara una mirada en secreto a la carpeta privada del general, después de lo cual llamó y lo amenazó con cortarle el suministro de pornografía infantil que le enviaban desde Alemania.
Los soviéticos tenían seiscientos helicópteros en Afganistán. a las cinco de la madrugada quinientos de ellos se encontraban en los hangares de Bagram, a las órdenes de Anatoly.
Jean-Pierre y Anatoly se habían pasado la última hora inclinados sobre mapas, decidiendo la ruta que seguiría cada helicóptero e impartiendo las órdenes necesarias a un sinnúmero de oficiales. Las indicaciones eran precisas, gracias a la minuciosa atención que Anatoly prestaba a los detalles y al íntimo conocimiento del terreno que poseía Jean-Pierre.
Aunque Ellis y Jane no estaban en el pueblo el día anterior cuando Jean-Pierre y Anatoly fueron a buscarlos, era casi seguro que se habían enterado de la incursión y que en ese momento se encontraban ocultos. Sin duda no debían de encontrarse en Banda. Tal vez se alojaran en la mezquita de otro pueblo —los visitantes por lo general dormían en las mezquitas— o, en el caso de que tuvieran la sensación de que los pueblos eran poco seguros, tal vez se hubieran refugiado en algunas de las chozas de piedra construidas para los viajeros que pululaban por los alrededores. Podían encontrarse en cualquier lugar del valle, o bien en alguno de los numerosos y pequeños valles vecinos.
Anatoly cubrió todas esas posibilidades.
Los helicópteros aterrizarían en todos los pueblos del valle y en todos los caseríos de los valles adyacentes. Los pilotos sobrevolarían todos los caminos y senderos. Las tropas, más de mil hombres, tenían instrucciones de revisar todos los edificios, de mirar debajo de los árboles de gran follaje y dentro de las cuevas. Anatoly estaba decidido a no volver a fracasar. Ese mismo día encontrarían a Ellis.
Y a Jane.
El interior del Hind era estrecho y vacío. En la cabina de pasajeros no había más que un banco fijado al fuselaje frente a la puerta. Jean-Pierre lo compartió con Anatoly. Desde allí se veía la cabina del piloto. El asiento del piloto se encontraba a unos setenta centímetros del suelo con un escalón a un lado para acceder a él. Todo el dinero había sido gastado en los armamentos, en la velocidad y la maniobrabilidad del aparato, ahorrando en todo lo que se refiriera a confort.
Mientras volaban hacia el norte, Jean-Pierre cavilaba: Ellis simuló ser mi amigo y trabajó siempre para los norteamericanos. Utilizando esa amistad malogró mi plan para capturar a Masud, con lo cual me destruyó un año de cuidadoso trabajo. Y por fin —pensó Jean-Pierre—, sedujo a mi mujer.
Sus pensamientos empezaron a girar en un círculo que siempre terminaba en esa seducción. Clavó la mirada en la oscuridad, observando las luces de los otros helicópteros e imaginó a los dos amantes, tal como debieron de estar la noche anterior, tendidos sobre una manta, bajo las estrellas en alguna pradera, jugueteando uno con el cuerpo del otro mientras se susurraban palabras tiernas. Se preguntó si Ellis sería bueno en la cama. En una ocasión le preguntó a Jane cuál de los dos era mejor como amante, pero ella contestó que ninguno de los dos era mejor que el otro, que eran simplemente diferentes. ¿Sería eso lo que le dijo también a Ellis? O le habría murmurado: Tú eres el mejor, querido, el mejor de todos. Jean-Pierre empezaba a odiarla también a ella. ¿Cómo podía volver a un hombre que le llevaba nueve años, a un tosco norteamericano, a un espantoso agente de la CÍA?
Jean-Pierre miró a Anatoly. El ruso permanecía inmóvil y con el rostro inexpresivo, como la estatua de piedra de un mandarín chino. Había dormido muy poco durante las cuarenta y ocho horas anteriores, pero no parecía cansado, simplemente obstinado. Jean-Pierre estaba descubriendo una nueva faceta de ese individuo. Durante los encuentros de ambos del último año, Anatoly siempre se mostraba relajado y afable, en cambio ahora estaba tenso, inexpresivo e incansable, obligándose a sí mismo y a sus colegas a trabajar sin descanso. Estaba tranquilo, pero obsesionado.
Con las primeras luces del alba pudieron ver a los demás helicópteros; parecían una enorme nube de abejas gigantescas que se cernía sobre las montañas. En tierra, el rugir de los motores debía resultar ensordecedor.
A medida que se acercaban al valle empezaron a dividirse en grupos más pequeños. Jean-Pierre y Anatoly estaban entre los que se dirigían a Comar, en el extremo norte del valle. Durante el último tramo del trayecto siguieron el cauce del río. La luz cada vez más resplandeciente de la mañana les revelaba pequeñas hileras de gavillas en los campos de trigo; allí, en la parte superior del valle, los bombardeos no habían interrumpido por completo los trabajos de labranza.
Cuando descendieron en Comar tenían el sol de cara. El pueblo estaba constituido por un grupo de casas que se asomaban sobre un pesado muro de la ladera. A Jean-Pierre esto le recordó a los pueblecitos montañeses del sur de Francia y le hizo sentir una punzada de dolor y de necesidad de regresar a su patria. Sería maravilloso volver a su país y oír hablar francés correctamente, y alimentarse de pan fresco y comida sabrosa, ¡o meterse en un taxi e ir al cine!
Cambió de postura en el duro asiento. En ese momento ya le resultaría una maravilla poder bajar del helicóptero. Desde que había recibido ese duro castigo, no dejó nunca de tener algún dolor. Pero peor que el dolor era el recuerdo de la humillación, la manera en que gritó, Y sollozó y suplicó que tuvieran piedad de él: cada vez que lo recordaba le daban ganas de esconderse. Necesitaba vengarse de eso. Sentía que jamás podría volver a dormir en paz hasta que no se hubiese desquitado. Y existía solamente una manera de lograrlo. Quería ver a Ellis siendo azotado de la misma manera, por los mismos soldados brutales, hasta que lo hicieran llorar y aullar y pedir clemencia, pero con un refinamiento más: Jane sería testigo de esa escena.
A media tarde, el fracaso volvió a ensombrecer sus ánimos.
Habían revisado todo el pueblo de Comar, los villorrios de los alrededores, todos los valles adyacentes de la zona y cada una de las granjas de las tierras casi estériles al norte del pueblo. Anatoly estaba en constante contacto por radio con los comandantes de las otras escuadrillas. Ellos habían dirigido búsquedas igualmente cuidadosas a lo largo de todo el valle. Encontraron escondrijos de armas en algunas cuevas y casas; había tenido escaramuzas con varios grupos de hombres, presumiblemente guerrilleros, especialmente en las colinas de los alrededores de Saniz, pero esas escaramuzas sólo fueron notables por las bajas mayores a las normales sufridas por los rusos, debidas a los nuevos conocimientos que tenían los guerrilleros con respecto a explosivos. También examinaron a cara descubierta a todas las mujeres veladas y el color de la piel de todos los bebés, y sin embargo no encontraron a Ellis, a Jane ni a Chantal.
Jean-Pierre y Anatoly terminaron en unas caballerizas situadas en las colinas que rodeaban Comar. El lugar no tenía nombre: estaba formado por algunas casas de piedra desnuda y por un campo polvoriento donde caballos flacos se alimentaban de la escasa hierba. El único habitante de sexo masculino era, por lo visto, el comerciante de caballos, un hombre descalzo que usaba una larga camisa y una capucha para mantener alejadas a las moscas. También había un par de mujeres jóvenes y un puñado de niños atemorizados. No cabía duda de que los hombres jóvenes eran guerrilleros y que se habían alejado a alguna parte en compañía de Masud. No tardaron mucho en registrar el villorrio. Cuando terminaron, Anatoly se sentó en el suelo polvoriento con la espalda apoyada contra la pared de piedra y con aspecto pensativo. Jean-Pierre se instaló a su lado.
Más allá de las colinas podía distinguir el distante pico blanco de Mesmer, de casi seis mil metros de altura, que en otras épocas atraía a los alpinistas europeos.
—Intenta conseguir un poco de té —pidió Anatoly.
Jean-Pierre miró a su alrededor y vio al viejo de la capucha que andaba dando vueltas por ahí.
—¡Prepara té! —le pidió en dari. El hombre se alejó presuroso. Instantes después, Jean-Pierre lo oyó gritarles a las mujeres—. Ya viene el té —le anunció a Anatoly en francés.
Los hombres de Anatoly, al ver que permanecerían allí un rato, pararon los motores de sus helicópteros y se sentaron en el suelo a esperar pacientemente.
Anatoly clavó la mirada en la distancia. Una expresión de cansancio asomó en su cara achatada.
—Tenemos problemas —anunció.
A Jean-Pierre le pareció de mal agüero que hubiese utilizado el plural.
—En nuestra profesión —continuó diciendo Anatoly—, lo inteligente es minimizar la importancia de una misión hasta que uno está seguro del éxito; llegado a ese punto hay que empezar a exagerarla. En este caso, yo no pude actuar de esa manera. A fin de poder asegurarme el uso de quinientos helicópteros y de mil hombres, tuve que persuadir a mis superiores de la sobrecogedora importancia que tendría la captura de Ellis Thaler. Tuve que explicarles con mucha claridad los problemas que tendríamos si él llegara a escapar. Y logré convencerlos. Y la furia que les dará que yo no lo aprese, será ahora tanto mayor. Tu futuro, por supuesto, está unido al mío.
Hasta ese momento, Jean-Pierre no había pensado de esa manera.
—¿Qué medidas tomarán?
—Mi carrera simplemente llegará a su fin. Seguiré recibiendo el mismo sueldo, pero perderé todos los privilegios. No más whisky escocés, no más Rive Gauche para mi esposa, no más vacaciones familiares en el mar Negro, no más vaqueros norteamericanos y discos de los Rolling Stone para mis hijos, pero yo podría vivir sin todas esas cosas. Lo que me resultaría imposible de soportar sería el aburrimiento de la clase de trabajo que en mi profesión se les encarga a los fracasados. Me enviarían a alguna pequeña ciudad del Lejano Oriente donde no hubiera ninguna tarea de seguridad para llevar a cabo. Yo sé cómo pasan su tiempo y justifican su existencia nuestros hombres en lugares así. Es necesario congraciarse con gente medianamente descontenta, conseguir que confíen en uno y asentarlos para que hagan comentarios críticos con respecto al gobierno y al Partido, después arrestarlos por subversión. Es una pérdida tan grande de tiempo...
Se dio cuenta de que estaba divagando y se interrumpió.
—¿Y yo? —preguntó Jean-Pierre—. ¿Qué me sucederá a mí?
—Te convertirás en un don nadie —contestó Anatoly—. Ya no seguirás trabajando para nosotros. Tal vez te permitan quedarte en Moscú, pero lo más probable es que te manden de vuelta a París.
—Si Ellis llega a escapar, no podré volver nunca a Francia, me matarían.
—En Francia no has cometido ningún crimen.
—Mi padre tampoco, y sin embargo lo mataron.
—Tal vez puedas instalarte en algún país neutral, como Nicaragua o Egipto.
—¡Mierda!
—Pero no perdamos las esperanzas —agregó Anatoly, algo más animado—. Es imposible que la gente se esfume en el aire. Nuestros fugitivos están en alguna parte.
—Si no los podemos encontrar con mil hombres, supongo que tampoco los encontraremos con diez mil —exclamó Jean-Pierre, con pesimismo.