El valle de los leones (35 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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—¿Por qué eres tan buen amante? —preguntó en voz alta. Ellis no le contestó. Estaba dormido—. Te quiero, mi amor, que duermas bien —agregó ella y entonces cerró los ojos.

Después de pasar un año en el valle, Jean-Pierre encontró la ciudad de Kabul sorprendente y aterrorizante. Los edificios eran demasiado altos, los coches transitaban a velocidad excesiva y había demasiada gente. Tuvo que taparse los oídos cuando pasó un convoy de enormes camiones rusos. Todo le provocaba el asombro de lo nuevo: los edificios de apartamentos, las estudiantes de uniforme, las luces de las calles, los manteles, los ascensores y el sabor del vino. Después de veinticuatro horas todavía seguía nervioso. Era irónico; él, ¡un parisiense!

Le habían adjudicado una habitación en uno de los edificios para oficiales solteros. Le prometieron que conseguiría un apartamento en cuanto llegara Jane con Chantal. Mientras tanto tenía la sensación de estar viviendo en un hotel barato. Antes de la llegada de los rusos era probable que el edificio fuese un hotel. Si Jane llegara en ese momento —y la esperaba de un instante a otro— tendrían que arreglarse como pudieran por el resto de la noche. No me puedo quejar —pensó Jean-Pierre—. No soy un héroe... todavía.

Se quedó de pie junto a la ventana, observando Kabul de noche.

Durante un par de horas la ciudad estuvo a oscuras, presumiblemente debido a la acción de los aliados de Masud y de sus guerrilleros, pero desde hacía algunos minutos había vuelto la corriente y había un leve reflejo sobre el centro de la ciudad, que contaba con iluminación callejera. El ruido de los motores de los coches era lo único que quebraba el silencio, camiones y tanques del ejército que atravesaban la ciudad rumbo a sus misteriosos destinos. ¿Qué sería tan urgente, a medianoche, en Kabul? Jean-Pierre había cumplido el servicio militar y pensó que si el ejército ruso se parecía en algo al francés, la clase de tarea realizada en plena noche era parecida al hecho de mover quinientas sillas de una barraca a un salón en el extremo opuesto de la ciudad, para preparar un concierto que tendría lugar dos semanas más tarde y que probablemente sería cancelado.

No podía sentir el aire de la noche, porque su ventana estaba clavada. La puerta del cuarto no estaba cerrada con llave, pero un sargento ruso empuñando una pistola permanecía sentado con cara impávida en una silla de respaldo recto en el otro extremo del corredor, cerca del baño, y Jean-Pierre tenía la sensación de que si él quisiera salir de allí, el sargento probablemente se lo impediría.

¿Dónde estaría Jane? El ataque a Darg debió de haber terminado a la puesta del sol. Que un helicóptero viajara de Darg a Banda para recoger a Jane y a Chantal, era cosa de pocos minutos. El helicóptero podía llegar de Banda a Kabul en menos de una hora. Pero tal vez la fuerza atacante retornara a Bagram, la base aérea situada cerca de la entrada del valle, en cuyo caso posiblemente Jane se vería obligada a viajar de Bagram a Kabul en automóvil acompañada, sin duda, por Anatoly.

Se alegraría tanto de verlo que estaría dispuesta a olvidar su engaño, a considerar el asunto de Masud desde su punto de vista, y lo pasado, pasado, pensó Jean-Pierre. Durante un instante se preguntó si eso no sería más que una expresión de sus deseos. No, decidió; la conocía bastante bien y básicamente la tenía dominada.

Y además, lo sabría. Sólo unos compartirían el secreto y comprenderían la magnitud de sus éxitos: se alegraba de que Jane pudiera contarse entre ellos.

Esperaba que hubieran podido capturar a Masud en lugar de matarlo. En caso de haberlo capturado, los rusos podrían someterlo a juicio, y entonces todos los rebeldes sabrían con seguridad que el gran líder estaba acabado. Pero tenerlo muerto era casi lo mismo, siempre que conservaran el cadáver. De no haber cadáver, o si sólo quedaran de él restos irreconocibles, los propagandistas rebeldes de Peshawar publicarían informes de prensa declarando que Masud seguía con vida. Por supuesto que con el tiempo resultaría claro que estaba muerto, pero el impacto sería un poco más débil. Jean-Pierre esperaba que tuvieran el cuerpo.

Oyó pasos en el corredor. ¿Sería Anatoly, Jane, o ambos? Parecían pasos de hombre. Abrió la puerta y vio a dos soldados rusos altos junto con un tercero, de talla más pequeña y vistiendo uniforme de oficial. Sin duda estarían allí para llevarlo al lugar donde se encontraban Anatoly y Jane. Se sintió desilusionado. Dirigió una mirada interrogante al oficial que le hizo un gesto con la mano. Los dos soldados entraron al cuarto con rudeza. Jean-Pierre retrocedió un paso, a punto de protestar, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, uno de los soldados lo sujetó por la camisa y le propinó una feroz bofetada en la cara.

Jean-Pierre lanzó un aullido de dolor y de pánico. El otro soldado le pegó una patada en la entrepierna con su pesada bota. El dolor fue espantoso y Jean-Pierre cayó de rodillas, dándose cuenta de que había llegado el momento más terrible de su vida.

Entre ambos soldados lo obligaron a ponerse de pie y lo sostuvieron para que no cayera y el oficial entró en el cuarto. A través de la bruma de sus lágrimas, Jean-Pierre contempló a un hombre joven, de baja estatura, algo gordo, y con cierta deformidad en la cara: uno de sus lados estaba rojizo e hinchado, lo cual proporcionaba a su cara la expresión de una sonrisa permanente. En la mano enguantada tenía una porra.

Durante los cinco minutos siguientes, los dos soldados sostuvieron el cuerpo tembloroso y contorsionado de Jean-Pierre mientras el oficial le pegaba repetidos porrazos en la cara, los hombros, las rodillas, las espinillas, el vientre y la entrepierna, siempre en la entrepierna. Cada golpe era cuidadosamente estudiado y malvadamente asestado, y siempre había una pausa entre el uno y otro, para que el dolor del último desapareciera justo lo necesario para permitir que Jean-Pierre gozara de un instante de descanso para temer el siguiente antes de que éste se produjera. Cada golpe le hacía lanzar un grito de dolor y cada pausa lo hacía gritar de miedo al siguiente por anticipado. Por fin se produjo una pausa más larga y Jean-Pierre empezó a balbucear, sin saber si le entenderían o no.

—¡Por favor, no me peguen! ¡Por favor, no me vuelvan a pegar! Señor, haré cualquier cosa, ¿qué quiere que haga? ¡Pero por favor, no me siga pegando!

—¡Basta! —ordenó una voz en francés.

Jean-Pierre abrió los ojos y trató de ver a su salvador, a través de la sangre que le corría a raudales por la cara, a ese que había gritado ¡basta! Era Anatoly.

Los dos soldados permitieron que Jean-Pierre cayera lentamente al suelo. Sentía que todo su cuerpo era un fuego. Cualquier movimiento le producía un dolor agudísimo. Tenía la sensación de que le habían roto todos los huesos, aplastado los testículos, y tenía la cara desmesuradamente hinchada. Abrió la boca y vomitó sangre. Tragó y logró hablar a través de sus labios deshechos.

—¿Por qué? ¿Por qué me habéis hecho esto? —preguntó. —Tú sabes por qué —contestó Anatoly.

Jean-Pierre hizo un lento movimiento negativo con la cabeza y trató de no caer en un ataque de locura.

—Arriesgué mi vida por vosotros, os di todo lo que tenía, ¿por qué?

—Nos tendiste una trampa —contestó Anatoly—. Por tu culpa hoy han muerto ochenta y un soldados.

Jean-Pierre comprendió que el ataque había fracasado y que de alguna manera le echaban la culpa a él.

—No —dijo—, yo no.

—Tú esperabas estar a muchos kilómetros de distancia cuando la olla se destapara —continuó diciendo Anatoly—. Pero yo te sorprendí al obligarte a montar al helicóptero y volver conmigo. Así que estás aquí para recibir tu castigo, que será doloroso y muy, muy prolongado.

Se volvió para irse.

—¡No! –gritó Jean-Pierre—. ¡Espera!

Anatoly volvió a girar sobre sus talones.

Jean-Pierre luchó para poder pensar a pesar del dolor que lo agobiaba.

—Vine hasta aquí, arriesgué mi vida, te proporcioné información sobre las caravanas, tú las atacaste, les infligiste un daño mucho peor que la pérdida de ochenta hombres, no es lógico, no es lógico. —Juntó fuerzas para pronunciar una frase coherente—. ¡De haber sabido que se trataba de una trampa, te lo hubiese advertido ayer y te habría suplicado que tuvieras piedad de mí!

—Entonces, ¿cómo supieron que atacaríamos el pueblo? —preguntó Anatoly.

—Deben de haberlo adivinado.

—¿Cómo?

Jean-Pierre estrujó su cerebro confuso. —¿Skabun fue bombardeado? —preguntó. —Creo que no.

Eso ha sido –pensó Jean-Pierre—; alguien había averiguado que no hubo ningún bombardeo en Skabun. —Hubierais debido bombardearlo —dijo.

Anatoly parecía pensativo.

—Allí hay alguien muy listo para establecer conexiones.

Esa es Jane, pensó Jean-Pierre, y durante un instante la odió.

—¿Ellis Thaler tiene alguna señal distintiva? —preguntó Anatoly.

Jean-Pierre estaba punto de desmayarse, pero temía que en ese caso lo volverían a castigar.

—Sí —contestó con aire desgraciado—. Tiene una enorme cicatriz en forma de cruz en la espalda.

—Entonces se trata de él —dijo Anatoly, casi en un susurro.

—¿Quién?

—John Michael Ralcigh, treinta y cuatro años, nacido en Nueva jersey, el hijo mayor de un constructor. Abandonó sus estudios en la Universidad de California, en Berkeley, y fue capitán de la infantería de marina de Estados Unidos. Desde 1972 es agente de la CÍA. Estado civil: divorciado, una hija, el paradero de su familia es un secreto celosamente guardado. —Hizo un movimiento de manos, como para dejar de lado esos detalles—. No cabe duda de que ha sido él quien adivinó mis intenciones hoy en Darg. Es un individuo brillante y muy peligroso. Si yo pudiera elegir uno entre todos los agentes del mundo occidental a quien me gustaría apresar, lo escogería a él. En los últimos diez años nos ha provocado daños irreparables por lo menos en tres ocasiones. El año pasado en París destruyó una red que nos había costado siete u ocho años de paciente trabajo desarrollar. El año anterior desenmascaró a un agente que habíamos introducido en el Servicio Secreto en 1965, un individuo que algún día podría haber llegado a asesinar al presidente. Y ahora, ahora lo tenemos aquí.

Jean-Pierre, arrodillado en el suelo y abrazando su cuerpo deshecho, dejó caer la cabeza y cerró los ojos, desesperado. Durante todo ese tiempo había estado nadando en aguas profundas, sin hacer pie, poniéndose ciegamente en competencia con los grandes maestros de ese juego implacable, un niño desnudo en la cueva de los leones. ¡Y alentaba tantas esperanzas! El solo se encargaría de asestar a la Resistencia afgana un golpe del que jamás lograrían reponerse. Habría modificado el curso de la historia en esa parte del globo. Y así se habría vengado de los dirigentes occidentales; habría engañado y consternado a los poderes establecidos que traicionaron y mataron a su padre. Pero en lugar de obtener ese triunfo fue vencido. Y todo le había sido arrebatado en el último momento, por Ellis.

Escuchaba la voz de Anatoly como un murmullo lejano. —Podemos estar seguros de que ha logrado lo que quería con los rebeldes. No conocemos los detalles, pero el plan general ya es bastante explícito: un pacto de unidad entre los líderes guerrilleros a cambio de armas norteamericanas. Una cosa como ésa puede mantener viva la rebelión durante años. Es necesario impedir que empiecen a llevarla a cabo.

Jean-Pierre abrió los ojos y lo miró.

—¿Y cómo?

—Debemos apoderarnos de ese hombre antes de que logre regresar a Estados Unidos. De esa manera nadie se enterará de que llegó a concertar el acuerdo con los rebeldes; los guerrilleros no recibirán las armas y todo el asunto se desvanecerá.

A pesar de su dolor, Jean—Pierre escuchaba, fascinado. ¿Sería posible que todavía existiera una posibilidad de concretar su venganza?

—Apoderarse de él prácticamente nos resarcirá del hecho de haber perdido a Masud —continuó diciendo Anatoly, y el corazón de Jean-Pierre volvió a alentar esperanzas—. No sólo neutralizaríamos al agente más peligroso que poseen los imperialistas. Piensa en lo que sería: un verdadero agente de la CÍA apresado vivo aquí, en Afganistán. Durante tres años la maquinaria de propaganda norteamericana ha afirmado que los bandidos afganos son campeones de la libertad que luchan contra la Unión Soviética en una batalla desigual y heroica, al estilo de David y Goliat. Ahora tendríamos pruebas de lo que hemos estado diciendo todo el tiempo: que Masud y los demás no son más que satélites del imperialismo norteamericano. Podríamos someter a Ellis a juicio...

—Pero los diarios occidentales lo negarán todo —interpuso Jean-Pierre—. La prensa capitalista...

—¿A quién le importa occidente? Son los países No Alineados, los del Tercer Mundo y en el particular las naciones musulmanas a quienes queremos impresionar.

Todavía era posible convertir eso en un triunfo, pensó Jean-Pierre, y seguiría siendo un triunfo personal suyo, porque fue él quien alertó a los rusos con respecto de la presencia de un agente de la Cía en el Valle de los Cinco Leones.

—Veamos —continuó Anatoly—. ¿Dónde está Ellis esta noche?

—Se mueve de aquí para allá con Masud —contestó Jean-Pierre.

Apresar a Ellis era algo más fácil de decir que de hacer: Jean-Pierre había necesitado un año entero para conocer el paradero exacto de Masud en un día determinado.

—No sé por qué tiene que continuar con Masud —dedujo Anatoly—. ¿Utilizaba algún lugar como base de operaciones?

—Sí, teóricamente vivía en Banda con una familia. Pero casi nunca estaba allí.

—Sin embargo, ése es obviamente el lugar donde debemos empezar a buscarlo.

Sí, por supuesto –pensó Jean-Pierre—. Si Ellis no se encuentra en Banda alguien del pueblo puede saber dónde ha ido. Alguien como Jane.

Y si Anatoly viajaba a Banda en busca de Ellis, era probable que al mismo tiempo encontrara a Jane. Los dolores que padecía le parecieron menos fuertes cuando se dio cuenta de que podría lograr su venganza sobre los poderes instituidos, capturar a Ellis, que le había robado el triunfo, y además recuperar a Jane y a Chantal.

—¿Quieres que vaya contigo a Banda? —preguntó.

Anatoly lo pensó.

—Creo que sí. Conoces el pueblo y a la gente. Puede resultarnos útil tenerte a mano.

Jean-Pierre luchó por ponerse de pie, apretando los dientes para contrarrestar la tortura del dolor en la entrepierna.

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