Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Ellis los observó desde abajo mientras volvían a montar las armas. En lo alto del risco había una especie de plataforma de alrededor de tres metros de ancho y después la ladera continuaba ascendiendo de forma más suave. Los guerrilleros instalaron las ametralladoras sobre el saliente a una distancia de alrededor de ocho metros entre una y otra y las camuflaron. Por supuesto que los pilotos de los helicópteros pronto descubrirían donde estaban situadas, pero les resultaría muy difícil silenciarlas en el lugar donde estaban emplazadas.
Cuando eso estuvo listo, Ellis volvió a tomar posición en la pequeña casucha junto al río. Sus recuerdos volvían sin cesar a la década de los sesenta. Había iniciado esa década como estudiante de secundaria y la terminó como soldado. En 1967 ingresó en Berkeley, convencido de saber lo que le depararía el futuro: quería ser productor de documentales de televisión y ya que era inteligente, creativo y vivía en California, donde cualquiera podía llegar a ser lo que quisiera siempre que trabajara con suficiente empeño, no veía ningún motivo que le impidiera lograr lo que ambicionaba. Después se sintió conquistado por los movimientos de paz y de flores, por las marchas antibélicas y la doctrina del amor. Los doors, los pantalones acampanados, y el L S D; y una vez más creyó saber lo que le deparaba el futuro: él iba a cambiar el mundo. Ese sueño también fue de corta duración y pronto fue sorprendido de nuevo, esta vez por la ciega brutalidad del ejército y el horror de la drogadicción de Vietnam. Al contemplar su existencia, así, retrospectivamente, se dio cuenta de que la vida siempre lo había golpeado con cambios realmente importantes en los momentos en que se había sentido seguro y asentado.
Pasó mediodía sin que almorzaran. Sin duda se debía a que los guerrilleros no tenían comida. A Ellis le resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que cuando no había alimentos, nadie almorzaba. Se le ocurrió que posiblemente a eso se debiera que casi todos los guerrilleros fumaran tanto: el tabaco amortiguaba el hambre.
Aún a la sombra hacía calor. Se sentó a la puerta de la casucha, tratando de recibir la mínima brisa que se levantara. Podía ver los campos, el río con su puente de piedra y argamasa, el pueblo con su mezquita y el saliente del risco. La mayoría de los guerrilleros estaban en sus puestos, que además de protección les proporcionaban sombra.
Casi todos se encontraban en las casas cerca del risco, donde sería difícil que los helicópteros los ametrallaran, pero era inevitable que algunos se encontraran en posiciones más vulnerables, a la vanguardia, cerca del río. La tosca fachada de la mezquita tenía tres aberturas en forma de arco, y debajo de cada una de ellas había un guerrillero sentado con las piernas cruzadas. A Ellis le recordaron a los centinelas dentro de sus garitas. Los reconoció a los tres: en uno de los arcos, el más lejano, se encontraba Mohammed; en el del medio su hermano Khamir, el de la barba rala; y bajo el arco más cercano, Alí Ghanim, el individuo feo de columna torcida, padre de catorce hijos, el mismo que había sido herido con Ellis en la planicie. Cada uno de ellos tenía un Kalashnikov sobre las rodillas y un cigarro entre los labios. Ellis se preguntó cuáles de ellos seguirían con vida al día siguiente.
El tema de su primer ensayo escrito en el colegio fue sobre el tratamiento en la obra de Shakespeare del momento anterior a la batalla.
Ellis eligió como contraste dos discursos previos a un combate: uno fue el de Enrique V en el que el rey dijo: Una vez más en la brecha, queridos amigos, una vez más; o cerraremos el muro con nuestros muertos; y el otro, el cínico soliloquio de Falstaff en Enrique IV en honor del rey: ¿Puede el honor arreglar una pierna? ¿O un brazo? No. ¿El honor, entonces, no tiene utilidad para la cirugía? No. ¿Quién la tiene? Aquel que murió el miércoles. Un adolescente de diecinueve años como era Ellis en esa época mereció un diez por ese trabajo, el primero y último que hizo, porque después estuvo demasiado ocupado argumentando que Shakespeare y en realidad todo el curso de inglés, eran irrelevantes.
Sus recuerdos fueron interrumpidos por una serie de gritos. No comprendió el significado de las palabras en dari, pero no le hizo falta: supo, por la urgencia del tono que empleaban, que los centinelas situados en la cima del monte habían distinguido helicópteros en la lejanía y que habían hecho señales a Yussuf, quien había avisado a los demás. Se produjo una serie de movimientos en el pueblo bañado por el sol, cuando los guerrilleros se colocaron en sus puestos, se pusieron más a cubierto, revisaron sus armas y encendieron nuevos cigarrillos. Los tres hombres de las arcadas de la mezquita se esfumaron en el sombrío interior. Ahora, visto desde el aire, el pueblo parecería desierto, tal como normalmente se encontraba durante el momento más caluroso del día, cuando casi todo el mundo descansaba.
Ellis escuchó con atención y oyó el amenazante ronroneo de los rotores de los helicópteros que se acercaban. Tuvo una sensación de diarrea en los intestinos: nervios. Así debían de sentirse los vietnamitas —pensó—, ocultos en la selva húmeda, cuando oían aproximarse a mi helicóptero entre los nubarrones de lluvia. Y bueno; ¡uno cosecha lo que siembra, muchacho!
Aflojó el seguro del mecanismo detonador.
Los helicópteros rugían cada vez más cerca, pero todavía no alcanzaba a verlos. Se preguntó cuántos serían: no lo podía calcular guiándose por el ruido. Por el rabillo del ojo divisó algo que se movía y se volvió a tiempo para ver a un guerrillero que desde la orilla opuesta se zambullía en el río y empezaba a cruzarlo a nado, dirigiéndose hacia donde él estaba. Cuando la figura emergió del agua, vio que se trataba del anciano Shahazai Gul, el hermano de la partera. Shahazai era especialista en minas. Pasó corriendo junto a Ellis y se refugió en una casa.
Durante algunos instantes, el silencio del pueblo sólo fue quebrado por el horrendo repiqueteo de las hélices. Ellis pensaba: Dios, ¿cuántos helicópteros habrán enviado?, y entonces vio al primero sobre el risco, volando a gran velocidad y descendiendo hacia el pueblo. Vaciló sobre el puente, como un pájaro gigantesco.
Era un Mi—24, conocido en occidente como Hind (los rusos lo denominaban el Jorobado por los dos enormes motores turbo montados sobre la cabina de pasajeros). El artillero estaba situado en el morro del aparato, delante del piloto y un poco por debajo de él, como si fueran un par de chicos jugando a saltar el potro, y las ventanillas distribuidas alrededor del aparato parecían los ojos multifacéticos de un insecto monstruoso. El helicóptero tenía un tren de aterrizaje de tres ruedas y unas alas cortas y gruesas de las que colgaban los cohetes.
¿Cómo diablos iban a luchar unos andrajosos guerrilleros contra armas como ésas?
Cinco Hinds más siguieron al primero en rápida sucesión. Sobrevolaron el pueblo y sus alrededores, Ellis supuso que en busca de posiciones del enemigo. Esta era una precaución de rutina. Los rusos no tenían motivo para esperar una fuerte resistencia, porque creían que su ataque sería por sorpresa.
Empezaron a aparecer helicópteros de otro tipo y Ellis reconoció a los Mi—8, conocidos como Hip. Más grandes que los Hinds, pero menos atemorizantes, podían transportar a veinte o treinta hombres y estaban destinados al transporte de tropas más que al asalto. El primero vaciló al volar sobre el pueblo, después se dejó caer repentinamente sobre un costado y descendió en el campo de cebada. Lo siguieron otros cinco. Ciento cincuenta hombres, calculó Ellis. A medida que los Hinds iban aterrizando, las tropas saltaban al suelo y se echaban cuerpo a tierra, apuntando sus armas contra el pueblo, pero sin disparar.
Para apoderarse del pueblo tenían que cruzar el río y para cruzarlo debían apoderarse del puente. Pero lo ignoraban. Simplemente se mostraban cautelosos: esperaban que la sorpresa frente al ataque les permitiera prevalecer con facilidad.
A Ellis le preocupó la posibilidad de que el pueblo pareciera demasiado desierto. A esa altura, un par de minutos después de la aparición del primer helicóptero, normalmente se verían algunas personas huyendo. Permaneció atento, a la espera del primer disparo. Ya no tenía miedo. Se estaba concentrando en demasiadas cosas al mismo tiempo para sentir miedo. En el trasfondo de su mente pensó: Siempre sucede lo mismo cuando empieza.
Shahazai había minado el campo de cebada —recordó—. ¿Por qué no habría explotado ninguna todavía? Un instante después obtuvo la respuesta a su pregunta. Uno de los soldados se puso en pie —Presumiblemente se trataba de un oficial— y gritó una orden. Veinte o treinta hombres se levantaron y corrieron hacia el puente. De repente se produjo una explosión ensordecedora, que resonó con más fuerza aún que el ruido de los motores de los helicópteros. Fue seguida por otra y otra más mientras el suelo parecía explotar bajo los pies de los soldados que corrían. Ellis pensó: Shahazai reforzó sus minas con una ración extra de TNT. Nubes de tierra pardusca y de cebada dorada oscurecieron a los soldados, a todos menos uno que se elevó por los aires y fue cayendo lentamente, girando una y otra vez sobre sí mismo hasta golpear contra el suelo y quedar convertido en un guiñapo. Mientras morían los ecos de las explosiones, empezó a resonar otro ruido: una especie de toque de tambor profundo que anudaba el estómago y que llegaba de lo alto del risco donde Yussuf y Abdur abrían fuego. Los rusos se retiraron en desorden, mientras los guerrilleros del pueblo empezaron a disparar sus Kalashnikovs hacia el otro lado del río.
La sorpresa estaba proporcionando a los guerrilleros una ventaja inicial tremenda, pero no podía durar indefinidamente: el comandante ruso volvería a reunir sus tropas. Pero antes de cualquier otra decisión tenía que despejar el camino hacia el puente.
Uno de los Hips del campo de cebada voló hecho pedazos y Ellis comprendió que Yussuf y Abdur debían de haberle disparado. Esto le impresionó, porque aunque los Dashoka, tenían un kilómetro y medio de alcance, y los helicópteros se encontraban a una distancia menor, era necesario tener muy buena puntería para destruir uno desde donde estaban emplazados los cañones.
Los Hinds —los helicópteros armados— seguían en el aire, dando vueltas alrededor del pueblo. En ese momento, el comandante ruso los hizo entrar en acción. Uno de ellos sobrevoló el río y ametralló el campo minado por Shahazai. Yussuf y Abdur le dispararon, pero erraron. Las minas de Shahazai fueron explotando una tras otra sin causar daño alguno. Ojalá esas minas hubieran puesto fuera de combate a más enemigos —pensó Ellis ansiosamente—. Veinte hombres aproximadamente en un total de ciento cincuenta no es demasiado. El Hind volvió a elevarse, perseguido por los disparos de Yussuf, pero descendió otro y volvió a ametrallar el campo minado. Yussuf y Abdur vertían en su dirección un constante río de fuego. De repente el helicóptero se estremeció, se le desprendió parte de un ala y se zambulló de nariz en el río; buena puntería, Yussuf, pensó Ellis. Pero el camino hasta el puente estaba despejado y a los rusos todavía les quedaban más de cien hombres y diez helicópteros, y Ellis comprendió, con un estremecimiento de temor, que los guerrilleros podían perder esa batalla.
En ese momento los rusos reunieron valor y la mayoría —unos ochenta hombres— empezó a avanzar cuerpo a tierra hacia el puente, disparando incesantemente. A menos que ésta sea una división de élite, no es posible que sean tan indisciplinados ni que tengan tan poco espíritu como dicen los diarios norteamericanos, pensó Ellis. Entonces se dio cuenta de que todos los soldados tenían la piel blanca. No había afganos en esa fuerza. Sucedía lo mismo que en Vietnam, donde los arvins siempre eran mantenidos al margen de cualquier acción realmente importante.
De repente se produjo una calma pasajera. Los rusos del campo de cebada y los guerrilleros del pueblo intercambiaban disparos a través del río de una manera esporádica; los rusos tirando en cualquier dirección y los guerrilleros ahorrando municiones. Ellis levantó la mirada. Los Hinds que se encontraban en el aire atacaban a Yussuf y a Abdur. El comandante ruso había deducido correctamente que su principal blanco debía ser el de las ametralladoras pesadas.
Cuando uno de los Hinds se dirigió en línea recta hacia los artilleros del risco, Ellis sintió un momento de admiración por el piloto por volar directamente hacia las ametralladoras: él conocía bien la valentía que eso significaba. El aparato giró y retrocedió: ambos bandos habían fallado.
Las posibilidades son más o menos parejas, pensó Ellis. Era más fácil que Yussuf hiciera puntería, porque estaba quieto, mientras que el helicóptero se encontraba en movimiento. Aunque por estar quieto, Yussuf constituía un blanco más fácil. Ellis recordó que en el Hind los misiles eran disparados por el piloto, mientras que en el morro del aparato el artillero se encargaba de la ametralladora. Al piloto le resultaría difícil apuntar correctamente en circunstancias tan aterrorizantes, y debido a que las Dashokas tenían un radio de acción mayor que las ametralladoras tipo Gatling del helicóptero, tal vez Yussuf y Abdur contaran con una pequeña ventaja.
Por el bien de todos, espero que así sea, pensó Ellis.
Otro Hind descendió hacia el risco como un halcón que cae sobre un conejo, pero las ametralladoras vomitaron fuego y el helicóptero explotó en pleno vuelo. Ellis tuvo ganas de vitorear, aunque era algo irónico, porque él conocía demasiado bien el terror y el pánico apenas controlado que acometía a la tripulación de un helicóptero sometido a disparos.
Otro Hind giró para descender. Esta vez los artilleros dispararon en un radio demasiado amplio, pero destrozaron la cola del helicóptero que, fuera de control, se estrelló contra el risco. Ellis pensó: Dios mío, ¡todavía es posible que los destruyan a todos! Pero el sonido de los disparos era distinto y después de un instante Ellis comprendió por qué: seguía disparando sólo una de las ametralladoras. La otra había quedado fuera de combate. Ellis espió a través del polvo y pudo ver un solo gorro chitralí que se movía: Yussuf seguía con vida, Abdur había sido herido o muerto.
Los tres Hinds restantes volaron en círculos y volvieron a tomar posiciones. Uno de ellos subió más alto que los otros: En ése debe de volar el comandante ruso, pensó Ellis. Los otros dos descendieron sobre Yussuf en un movimiento envolvente. Eso ha sido inteligente —Pensó Ellis con ansiedad—, porque Yussuf no les puede disparar a los dos al mismo tiempo. Ellis los observó bajar. Cuando Yussuf le apuntaba a uno, el otro descendía aún más. Ellis notó que los rusos volaban con las puertas abiertas, lo mismo que los norteamericanos en Vietnam.