Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—¡Oh, Dios, lo siento! ¡Qué desagradable! Pero no lo puedo evitar. —se disculpó.
El la hizo callar colocándole un dedo sobre los labios.
—¡Está bien! —exclamó. Mientras hablaba le acariciaba y besaba sus pechos al grado que pronto estuvieron totalmente resbaladizos—. Es normal. Sucede siempre. Es sexual.
No puede serlo, pensó Jane. Pero él cambió de postura y bajó la cara hacia sus senos y comenzó a besárselos y a acariciarlos al mismo tiempo, y ella se fue relajando para disfrutar de aquella sensación. De pronto sintió otra punzada de placer cuando gotearon de nuevo, pero a ella no le importó esa vez. Ellis profirió un gemido y la áspera superficie de su lengua rozó los tiernos pezones y ella pensó que si él le chupaba los pechos ella se correría.
Fue como si Ellis le hubiera leído la mente. Rodeó con los labios uno de los largos pezones, lo atrajo dentro de su boca y lo chupó mientras sostenía el otro entre el pulgar y el índice, presionándolo gentil y rítmicamente. Sin poder impedirlo, Jane cedió a aquella sensación. Y mientras sus pechos chorreaban leche, uno en la mano y el otro dentro de la boca del hombre, la sensación resultó tan deliciosa que ella se estremeció de manera incontrolada.
—Oh, Dios, Dios, Dios, —gimió hasta que fue perdiendo el control y cayó encima de él.
Durante un rato, no hubo nada en la mente de Jane; sólo sensaciones: el aliento cálido de Ellis sobre sus senos, la barba que le rascaba la piel, el aire fresco de la noche rozándole las mejillas ardientes, el saco de dormir de nylon sobre el duro suelo.
—Me estoy ahogando —dijo la voz ahogada de Ellis al cabo de un momento.
Ella rodó, quitándose de encima de Ellis. —¿Somos raros? —preguntó ella. —Sí.
Ella rió a lo tonto.
—¿Habías hecho esto alguna vez?
—Sí —dijo, después de una vacilación.
—Qué, —Todavía se sentía algo avergonzada—. ¿Qué sabor tiene?
—Caliente y dulce. Como la leche condensada. ¿Te has corrido? —¿No lo has notado?
—No estaba seguro. Algunas veces con las chicas es difícil saberlo.
Jane lo besó.
Sí, me he corrido. No mucho, pero no hay duda de ello. Un orgasmo letal.
—Yo casi me he corrido.
—¿De verdad?
Jane deslizó su mano por encima del cuerpo de Ellis. El llevaba una camisa de algodón fino, parecida a la chaqueta del pijama y los pantalones que todos los afganos usaban. Jane notó sus costillas y los huesos de su cadera; Ellis había perdido la suave grasa que cubría la piel y que todos los occidentales, excepto los más delgados, tienen. Su mano encontró el miembro viril, erecto dentro de sus pantalones. Jane lo agarró.
—Ahhh —dijo—. Es agradable —añadió. —También para mí.
Jane deseaba darle tanto placer como él le había proporcionado a ella. Se sentó, erguida, desató la cinta de los pantalones y le sacó el pene. Acariciándolo con suavidad, se inclinó y lo besó en la punta. Después, la invadió una sensación de travesura.
—¿Cuántas chicas has tenido después de mí? —preguntó.
—Sigue con lo que estabas haciendo y te lo diré.
—Muy bien. —Reanudó sus caricias y besos. Ellis permanecía silencioso—. Bueno —dijo después de un minuto—, ¿cuántas?
—Espera, todavía estoy contando.
—¡Cabrón! —dijo ella, y le mordió el pene. –¡Up!. No muchas, en realidad, ¡lo juro! —¿Qué haces cuando no tienes una chica? —Te doy tres oportunidades para adivinar.
Ella no quería ser esquivada.
—¿Lo haces con tu propia mano?
—Oh, carajo, Miss Janey, es usted muy descarada. —Lo haces —dijo ella con acento triunfal—. ¿Y en qué piensas mientras lo estás haciendo?
—¿Creerías si digo que en la princesa Diana?
—No.
—Ahora soy yo quien siente vergüenza.
Jane estaba consumida por la curiosidad.
—Has de contarme la verdad.
—Pam Ewing.
—¿Quién diablos es ésa?
—Has estado fuera de la circulación. Es la mujer de Bobby Ewing, en Dallas.
Jane recordó la serie de la televisión y la actriz, y se quedó atónita.
—No puedes hablar en serio.
—Tú me has pedido la verdad.
—¡Pero ésa está hecha de plástico!
—Aquí estamos hablando de fantasía.
—¿No puedes fantasear con una mujer liberada?
—La fantasía no es el lugar apropiado para la política.
—Estoy asombrada —dijo vacilante—. ¿Cómo lo haces?
—¿El qué?
—Lo que haces. Con tu mano.
—Algo parecido a lo que tú me estás haciendo, pero con más energía.
—Demuéstramelo.
—Ya no me siento avergonzado —dijo Ellis—, sino humillado. —Por favor. Por favor, enséñamelo. Siempre he deseado ver a un hombre haciéndose eso. Nunca he tenido el suficiente valor de pedirlo antes, y si tú no quieres complacerme, quizá nunca lo sepa.
Jane le cogió la mano y la colocó allí donde había estado la de ella.
Al cabo de un momento, él comenzó a mover la mano con mala gana, y después realizó algunos movimientos con algo de lentitud.
suspiró, cerró los ojos y comenzó a agitarlo fuertemente.
—¡Lo haces con tanta brusquedad! —exclamó ella.
Ellis se paró.
—No puedo, a menos que tú colabores.
—Trato hecho —dijo ella con voz ansiosa.
Rápidamente se quitó los pantalones y las bragas. Se arrodilló junto a él y comenzó a acariciarse ella misma.
—Acércate más —pidió Ellis. Su voz sonó algo ronca—. No puedo verte.
Ellis se hallaba echado de espaldas. Jane se arrastró más cerca hasta quedar arrodillada junto a su cabeza; la luz de la luna hacía que le brillasen los pezones y el vello púbico. Ellis comenzó a frotarse el pene de nuevo, pero más aprisa esa vez, mientras contemplaba la mano de ella con fijeza, como si estuviera transfigurado viéndola acariciarse a sí misma.
—Oh, Jane —dijo Ellis.
Jane comenzó a experimentar los familiares dardos del placer esparciéndose por las puntas de sus dedos. Vio que los labios de Ellis comenzaban a moverse arriba y abajo, siguiendo el ritmo de su propia mano.
—Quiero que tengas tu orgasmo —dijo ella—. Quiero ver cómo eyaculas.
Parte de ella estaba asombrada ante su propio comportamiento, pero quedaba ahogada en la excitación y el deseo.
El gruñó. Jane le miró a la cara: tenía la boca abierta y respiraba pesadamente. La vista de Ellis permanecía fija en su sexo.
Ella se acariciaba los labios y el clítoris con su dedo medio. —Métete el dedo dentro —suspiró él—. Quiero ver cómo te metes el dedo.
Eso era algo que ella no solía hacer. Introdujo la punta del dedo. El tacto resultó ser suave y resbaladizo. Se lo introdujo por completo. Ellis dio un respingo y, al verle tan excitado por lo que ella estaba haciendo, Jane también se excitó. Dirigió su mirada al pene de Ellis. Las caderas de él se agitaban más aprisa mientras se masturbaba con la mano. Ella se metía y sacaba el dedo con un placer creciente. De pronto, Ellis arqueó la espalda, alzando la pelvis y gruñendo, mientras que un chorro de semen blanco brotaba de su pene.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Jane de manera involuntaria.
Entonces, cuando contemplaba fascinada el diminuto agujero al extremo del órgano masculino, se produjo otro chorro, y otro, y un cuarto más que, lanzado al aire, y reluciente bajo la luz de la luna, salpicó el pecho de Ellis, el brazo de Jane y su cabello; y después, cuando él se dejó caer, ella misma se sintió agitada por espasmos encendidos de placer debidos a los rápidos movimientos de su dedo dentro de la vagina hasta que ella quedó exhausta también.
Jane se dejó caer al lado de Ellis sobre el saco de dormir con su cabeza sobre la cadera de él. Su verga tenía una erección todavía. Ella se inclinó débilmente y la besó. Pudo notar el sabor salado del semen en su extremo. Sintió que Ellis frotaba su cara entre las caderas de ella como respuesta.
Durante un rato permanecieron en silencio. Los únicos en el extremo más lejano del Valle. Jane miraba las estrellas. Brillaban mucho en un cielo despejado de nubes. El aire nocturno estaba refrescando. Tendremos que meternos dentro de este saco de dormir sin esperar demasiado, pensó ella. Estaba iluminada con la idea de quedarse dormida cerca de Ellis.
—¿Somos raros? —dijo Ellis.
—Oh, sí —respondió ella.
El pene de Ellis había caído a un lado, apoyándose sobre su vientre. Ella cosquilleo el pelo rojizo-dorado de su entrepierna con las puntas de los dedos. Ya casi había olvidado lo que era hacer el amor con Ellis. Resultaba tan distinto de Jean-Pierre.
A éste le agradaban los preparativos minuciosos: baño de aceite, perfume, luz de velas, vino, violines. Era un amante fastidioso. Le gustaba que ella se lavase antes de hacer el amor, y él corría siempre al cuarto de baño después de hacerlo. Nunca la tocaba mientras ella tenía la menstruación y, ciertamente, no hubiera chupado sus pechos y tragado la leche como Ellis había hecho. Ellis sería capaz de hacer cualquier cosa, pensó Jane, y cuanto más antihigiénico, tanto mejor. Sonrió maliciosamente en la oscuridad. Se le ocurrió pensar que nunca había estado completamente convencida del todo de que a Jean-Pierre le gustase verdaderamente el cunilinguo, aunque era muy bueno haciéndolo. Con Ellis no cabía ninguna duda.
Ese pensamiento le despertó deseos de que él lo hiciera. Abrió las piernas, invitándole. Sintió que él la besaba, rozando con sus labios el vello ensortijado, y después su lengua comenzó a intentar penetrar de forma lasciva entre los pliegues de sus labios vaginales. Al cabo de un momento, la hizo rodar tendida de espaldas, y se arrodilló entre sus muslos, colocándose las piernas por encima de sus hombros. Ella se sentía desnuda por completo, terriblemente abierta y vulnerable y, sin embargo, amada al máximo. La lengua de Ellis doblada formando una larga curva, se movía con lentitud, comenzando en la base de su espina dorsal. Oh, Dios mío, pensó Jane. Recuerdo cómo suele hacerlo. Después, fue lamiendo a lo largo del surco de las nalgas, deteniéndose para entrar profundamente en su vagina, subiendo después para cosquillear la sensible piel de los labios y del clítoris que temblaba entre ellos. Al cabo de siete u ocho largas lamidas, ella le sostuvo la cabeza sobre su clítoris, haciéndole concentrarse en eso, y ella comenzó a subir y bajar las caderas, indicándole a él, por la presión de las puntas de sus dedos en las sienes, que lamiera con más fuerza o más dulzura, más arriba o más abajo, más a la izquierda o más a la derecha. Sintió la mano de Ellis en su vagina, empujando hasta su interior más húmedo y adivinó lo que él iba a hacer: poco después, sacó la mano y le introdujo un dedo húmedo por el ano. Ella recordó cuánto se sorprendió la primera vez que se lo hizo, y con cuánta rapidez se había acostumbrado ella a encontrarle placer. Jean-Pierre nunca haría algo semejante ni en un millón de años. Mientras los músculos de su cuerpo comenzaban a tensarse para el orgasmo, Jane pensó que había echado de menos a Ellis mucho más de lo que ella misma había admitido; ciertamente, la razón de que hubiera permanecido enfadada con él durante tanto tiempo era porque continuaba amándolo, y lo amaba todavía; y al admitirlo, un peso terrible aligeró su mente y comenzó a sentir el comienzo del orgasmo, temblando como un árbol bajo una tempestad, y Ellis, sabiendo lo que eso la complacía, le introdujo Su lengua profundamente mientras ella agitaba su sexo frenéticamente contra la cara de él.
Parecía que no acabaría nunca. Cada vez que las sensaciones aflojaban, Ellis introducía más el dedo en el ano de Jane, o le lamía el clítoris, o mordía los labios de su vagina, y todo comenzaba de nuevo; hasta que Jane, por puro cansancio, le suplicó:
—Para, para, ya no me quedan energías, me matarás, me matarás. El alzó la cara de su vagina y le bajó las piernas hasta el suelo.
Se inclinó sobre ella, apoyando el peso de su cuerpo sobre sus propias manos, y la besó en la boca. El olor del sexo femenino había quedado en la barba de Ellis. Jane estaba tendida de espaldas, demasiado cansada incluso para devolverle el beso. Sentía la mano de él en su sexo separándolo, y después el pene de Ellis abriéndose camino en él.
Ha vuelto a endurecerse, pensó ella, había pasado tanto tiempo.
¡Oh, Dios mío¡, es un auténtico placer.
Ellis comenzó a entrar y salir, lentamente al principio y después más aprisa. Jane abrió los ojos. La cara de Ellis estaba encima de la suya y la estaba contemplando. Después, él torció el cuello y miró hacia abajo, donde sus cuerpos se unían. Abrió mucho los ojos y la boca al observar su miembro entrando y saliendo de la vagina de Jane, y ver aquello lo excitó tanto que Jane deseó poderlo ver también. De pronto, Ellis disminuyó el tempo, penetrando más profundamente, y ella recordó que solía hacerlo antes del clímax. Ellis la miró profundamente a los ojos.
—Bésame mientras me corro —pidió él, y bajó sus labios, que olían a sexo, hasta los de ella. Jane metió su lengua dentro de la boca de él. Le encantaba el momento del orgasmo de Ellis: arqueaba la espalda, alzaba la cabeza, y soltaba un grito como un animal salvaje, y sentía su miembro haciendo un esfuerzo supremo dentro de ella.
Cuando todo terminó, Ellis bajó la cabeza hasta el hombro y movió dulcemente los labios rozando la suave piel de su cuello, murmurando palabras que ella no podía entender. Después de uno o dos minutos, dio un suspiro de satisfacción, la besó en la boca, se puso de rodillas y le besó los senos, Después la besó en el sexo. El cuerpo de Jane respondió de inmediato y alzó las caderas para presionar contra los labios de Ellis. Sabiendo que ella, una vez más, estaba excitándose, Ellis comenzó a lamer, y, como siempre, pensar en él lamiéndola mientras su semen goteaba todavía, casi la enloquecía, y se corrió en seguida, gritando el nombre de Ellis hasta que el espasmo pasó.
Por fin se dejó caer a su lado. Automáticamente se colocaron en la posición que siempre adoptaban después de hacer el amor: él rodeándola con un brazo, ella, apoyándole la cabeza sobre el hombro y con un muslo sobre la cadera de Ellis. El lanzó un enorme bostezo y ella le respondió con una risita. Se tocaron mutuamente de una manera casi letárgica, ella jugueteando con el pene fláccido de Ellis, él metiendo y sacando sus dedos de su vagina empapada. Ella le lamió el pecho y en su piel percibió el gusto salado del sudor. Le observó el cuello. Los rayos de la luna iluminaban las líneas y las arrugas que traicionaban su edad. Me lleva diez años —pensó Jane—. Tal vez sea por eso que es un amante tan extraordinario: porque es mayor.