El valle de los leones (37 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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—¡Mira! —jadeó Jane—. ¡El hombre que está frente a la mezquita!

Ellis miró.

—¿Te refieres a ese oficial ruso de gorra?

—Sí, lo conozco, lo he visto antes. Es el hombre que estaba en la cabaña de piedra con Jean-Pierre. Se llama Anatoly.

—Su contacto —susurró Ellis.

Se esforzó por distinguir las facciones del individuo: a esa distancia le parecieron algo orientales. ¿Cómo sería? Se había aventurado a entrar solo en territorio rebelde para encontrarse con Jean-Pierre, así que debía de ser un valiente. En ese momento estaba decididamente furioso por haber conducido a los rusos a una emboscada en Darg. Tendría necesidad de devolver el golpe con rapidez, para recuperar la iniciativa...

Las especulaciones de Ellis fueron bruscamente interrumpidas por otra figura que salió de la mezquita, un hombre de barba, con camisa blanca de cuello abierto y pantalones oscuros de corte occidental.

—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Ellis—. ¡Es Jean-Pierre! —¡Oh! —jadeó Jane.

—¿Qué mierda estará pasando? —susurró Ellis.

—Creí que nunca volvería a verlo —confesó Jane.

Ellis la miró. Tenía una extraña expresión en el rostro. Después de un momento comprendió que era una expresión de remordimiento.

Volvió a fijar su atención en la escena que se desarrollaba en el pueblo. Jean-Pierre hablaba con el oficial ruso y gesticulaba, señalando la ladera de la montaña.

—Se sostiene de pie de una manera muy extraña —comentó Jane—. Creo que debe de estar herido.

—¿Nos estará señalando? —preguntó Ellis.

—El no conoce este lugar, no lo conoce nadie. ¿Crees que nos ve desde allí?

—No.

—Pero nosotros lo vemos a él —contestó ella, dubitativa.

—Considera que está de pie sobre un terreno plano, en cambio nosotros estamos acostados, espiando desde debajo de un cobertor contra una ladera jaspeada. Es imposible que nos vea, a menos que supiera hacia dónde debe mirar.

—Entonces debe de estar señalando las cavernas. —Sí.

—Debe de estar indicándoles a los rusos que busquen allí.

—Sí.

—¡Pero eso es espantoso! Cómo es posible que él, —La voz se le fue perdiendo e hizo una pausa—. Pero, por supuesto, eso es justamente lo que ha estado haciendo desde que llegamos: traicionando a los afganos frente a los rusos.

Ellis notó que Anatoly hablaba por un walkie-talkie. Un momento después, uno de los Hinds que sobrevolaba el pueblo pasó rugiendo por encima de las cabezas ocultas de Ellis y Jane para aterrizar, audible pero fuera del campo de visión de ambos, sobre la cima del monte.

Jean-Pierre y Anatoly se alejaban caminando de la mezquita. Jean-Pierre cojeaba al andar.

—Está herido —aseveró Ellis.

—Me pregunto qué habrá sucedido.

Ellis tuvo la sensación de que Jean-Pierre había sido duramente castigado, pero decidió no decirlo. Se preguntaba qué estaría pensando Jane. Allí estaba su marido, caminando con un oficial de la K.G.B., un coronel, dedujo Ellis por el uniforme. Y allí estaba ella, en un saco de dormir en compañía de otro hombre. ¿Se sentiría culpable? ¿Avergonzada? ¿Desleal? ¿O tal vez no estaba arrepentida? ¿Odiaría a Jean-Pierre o se sentiría solamente desilusionada por él? Estuvo enamorada de él; ¿quedaría algo de ese amor?

—¿Qué sientes por él? —preguntó.

Ella le dirigió una mirada larga y dura, y por un momento él creyó que se iba a enfurecer, pero sólo estaba tomando su pregunta con mucha seriedad.

—Tristeza —contestó Jane por fin.

Y volvió a fijar la mirada en el pueblo.

Jean-Pierre y Anatoly se dirigían hacia la casa de Jane, donde Chantal seguía oculta en la azotea.

—Creo que me buscan a mí —dedujo Jane.

Mientras miraba fijo a los dos hombres, su expresión fue cada vez más tensa y atemorizada. Ellis no creía que los rusos hubieran recorrido todo ese trayecto con tantos aparatos y hombres simplemente para buscarla a ella, pero no lo dijo.

Jean-Pierre y Anatoly entraron en el patio de la casa y después al edificio.

—¡No llores, chiquilla mía! –susurró Jane.

Era un milagro que la pequeña todavía siguiera dormida, penso Ellis. Tal vez no fuera así, quizás estuviera despierta y llorando, pero su llanto quedaría ahogado por el fragor de los helicópteros. Quizás el soldado no la oyó porque en ese momento había un helicóptero directamente sobre su cabeza. Tal vez los oídos más sensibles de su padre oyeran sonidos que habían pasado desapercibidos para un extraño. Tal vez...

Los dos hombres salieron de la casa.

Durante algunos instantes se quedaron de pie en el patio conversando animadamente. Jean-Pierre se acercó cojeando a la escalera de madera que conducía a la azotea. Subió el primer escalón con evidente dificultad y después volvió a bajarlo. Volvieron a cambiar algunas palabras y en seguida el ruso subió la escalera.

Ellis contuvo la respiración.

Anatoly llegó a lo alto de la escalera y salió a la azotea. Lo mismo que había hecho antes el soldado, observó el desordenado montón de ropa de cama, después miró las azoteas vecinas, y por fin volvió a concentrar su atención en ésa. Como el soldado, tanteó con la bota el colchón de Fara. Después se arrodilló junto a Chantal.

Retiró suavemente la sábana.

Jane lanzó un grito cuando vio la carita rosada de su hija.

Si andan en busca de Jane —pensó Ellis—, se llevarán a Chantal, porque les consta que ella se entregará con tal de estar con su hija.

Durante varios segundos, Anatoly se quedó mirando el bultito. —¡Oh, Dios! ¡Esto me resulta inaguantable! ¡Inaguantable! —exclamó Jane.

Ellis la sostuvo con fuerza.

—Espera, espera hasta ver lo que pasa —aconsejó.

Aguzó la mirada para tratar de captar la expresión de la pequeña, pero la distancia era demasiado grande.

El ruso parecía pensativo. De repente se decidió.

Dejó caer la sábana, cubrió bien con ella a la pequeña, se puso en pie y se alejó.

Jane rompió a llorar.

Desde la azotea, Anatoly le habló a Jean-Pierre, mientras sacudía la cabeza como negando. Después bajó al patio.

—¿Por qué habrá hecho eso? —se preguntó Ellis en voz alta. El movimiento negativo que hizo el ruso con la cabeza significaba que le acababa de mentir a Jean-Pierre, diciendo: No hay nadie en la azotea. Cosa que implicaba que a Jean-Pierre le hubiese gustado llevarse a su hija pero que al ruso no le interesaba.

Eso significaba que Jean-Pierre quería encontrar a Jane pero Anatoly no.

Entonces ¿qué le interesaba?

La respuesta era obvia. Buscaba a Ellis.

—Creo que yo he provocado un lío —dijo Ellis, como hablando solo.

Jean-Pierre buscaba a Jane y a Chantal, pero Anatoly lo buscaba a él. Anatoly quería vengarse de la humillación sufrida el día anterior, quería impedir que Ellis regresara a occidente con el tratado firmado por los comandantes rebeldes y quería someter a Ellis a juicio para demostrarle al resto del mundo que la CÍA estaba detrás de la rebelión afgana. Tendría que haber pensado en todo esto ayer, reflexionó Ellis con amargura, pero estaba excitado por mi triunfo y sólo pensaba en Jane. Por otra parte, Anatoly no podía saber a ciencia cierta que yo estaba aquí, pude haber estado en Darg, o en Astana, o escondido en las montañas con Masud, así que esto no fue más que un lance. Pero estuvo a punto de darle resultado. Anatoly tiene un instinto certero. Es un oponente formidable, y la batalla todavía no ha llegado a su fin.

Jane sollozaba. Ellis la acarició e hizo ruiditos tranquilizadores mientras observaba a Jean-Pierre y a Anatoly que regresaban a los helicópteros que todavía seguían estacionados sobre las praderas con los rotores girando.

El Hind que había aterrizado sobre la cima del monte, cerca de las cavernas, volvió a levantar vuelo y pasó por encima de las cabezas de Ellis y Jane. Ellis se preguntó si los siete guerrilleros heridos que quedaron en la clínica habrían sido interrogados o hechos prisioneros, o ambas cosas.

Todo terminó con mucha rapidez. Los soldados salieron de la mezquita y subieron al Hind con la misma premura con que habían bajado. Jean-Pierre y Anatoly abordaron u no de los Hinds. Los desagradables helicópteros fueron despegando, uno a uno, se elevaron hasta una altura mayor que la del monte y después aceleraron en línea recta. Viraron hacia el sur.

Ellis sabía lo que Jane estaba pensando.

—Espera unos segundos más, hasta que los helicópteros hayan desaparecido, no lo estropees todo ahora —aconsejó.

Ella asintió llorosa.

LoS pobladores empezaron a salir de la mezquita, con aspecto de asustados. El último de los helicópteros despegó y se dirigió hacia el sur. Jane salió del saco de dormir, se puso los pantalones y la camisa y bajó corriendo por la ladera de la montaña, resbalando y tropezando y abrochándose la camisa mientras corría. Ellis la observó alejarse sintiendo que de alguna manera lo había desdeñado, y a pesar de no ignorar que ese sentimiento era poco racional, le resultó imposible sacárselo de encima. Decidió que todavía no convenía que la siguiera. Permitiría que se reuniera a solas con Chantal.

Ella se perdió de vista más allá de la casa del mullah. Ellis observó el pueblo. Empezaba a volver a la normalidad. Podía oír las voces que se alzaban en gritos excitados. Los chicos corrían por todas partes jugando a los helicópteros, o apuntando armas imaginarias, y conduciendo manadas de pollos a los patios para que fueran interrogados. La mayoría de los adultos regresaban caminando lentamente a sus casas.

Ellis recordó a los siete guerrilleros heridos y al muchachito manco que había quedado en la cueva que hacía las veces de clínica. Decidió que iría a ver cómo estaban. Se vistió, enrolló su saco de dormir y empezó a marchar por el sendero de la montaña.

Recordó a Allen Winderman, con su traje gris y su corbata a rayas picoteando la ensalada en un restaurante de Washington y diciendo: ¿Qué posibilidades hay de que los rusos puedan apoderarse de nuestro hombre? Muy pocas —había contestado Ellis—. Si no pueden apoderarse de Masud, ¿por qué van a apoderarse de un agente secreto enviado a encontrarse con Masud? Y ahora conocía la respuesta a esa pregunta: Por Jean-Pierre.

—¡Maldito sea Jean-Pierre! —exclamó Ellis en voz alta.

Llegó al dato. En la cueva donde estaban los heridos no se oía ningún ruido. Deseó que los rusos no se hubiesen llevado a los guerrilleros, ni al chico —Mousa—, porque Mohammed quedaría inconsolable.

Entró en la cueva. Ya había salido el sol y podía verse todo con mucha claridad. Estaban allí tendidos, quietos y en silencio.

—¿Estáis bien? —preguntó Ellis en dari.

No obtuvo respuesta. Ninguno de ellos se movió. —¡Oh Dios! —susurró Ellis.

Se arrodilló junto al guerrillero más cercano y le tocó el rostro barbudo. El hombre yacía en un charco de sangre. Le habían disparado a la cabeza a quemarropa.

Moviéndose con rapidez, Ellis los revisó a todos.

Estaban todos muertos.

Y el chico también.

Capítulo 15

Jane recorrió el pueblo a la carrera, presa de un pánico ciego, empujando a la gente, chocando contra las paredes, tropezando y cayendo y volviendo a levantarse y jadeando y lanzando quejidos, todo al mismo tiempo. —¡Tiene que estar bien! —se repetía, como si fuera una letanía, pero de todas maneras su cerebro no dejaba de preguntarse: ¿Y por qué no se despertó Chantal? y ¿Qué le habrá hecho Anatoly? y ¿Estará herida mi hija?

Entró dando traspiés en el patio de su casa y subió los escalones de dos en dos hasta llegar a la azotea. Cayó de rodillas y arrancó de un tirón la sábana que cubría el colchoncito. Chantal tenía los ojos cerrados. ¿Respirará? —se preguntó Jane— ¿Respirará? En ese momento el bebé abrió los ojos, miró a su madre y, por primera vez en su vida, sonrió.

Jane la alzó y la abrazó casi con rudeza, con la sensación de que se le iba a reventar el corazón. Ante el súbito apretujón Chantal se echó a llorar y Jane también lloró, sobrecogida por el gozo y el alivio que le producía que su hija estuviera todavía allí, todavía viva, calentita y berreando, y porque acababa de esbozar su primera sonrisa.

Después de un rato Jane logró calmarse y Chantal, sintiendo el cambio que se había operado en su madre, también dejó de llorar. Jane la meció, le palmeó la espalda rítmicamente y le besó la parte superior de la suave y peluda cabecita. Al rato recordó que había otra gente en el mundo y se preguntó qué les habría sucedido a los pobladores en la mezquita y si estarían bien. Bajó al patio y allí se encontró con Fara. Observó un momento a la muchacha: Fara, la silenciosa, la ansiosa, la tímida, la que se escandalizaba con tanta facilidad; ¿de dónde habría sacado el coraje, la presencia de ánimo y la sangre fría necesarias para ocultar a Chantal debajo de una sábana arrugada mientras aterrizaban los helicópteros rusos y los soldados disparaban sus rifles a pocos metros de distancia?

—La salvaste le comunicó Jane.

Fara la miró atemorizada, como si se tratara de una acusación.

Jane apoyó a Chantal sobre su cadera izquierda y abrazó a Fara con el brazo derecho.

—¡Salvaste a mi hijita! —exclamó—. ¡Gracias! ¡Gracias!

El rostro de Fara resplandeció de alegría durante un momento, después rompió en llanto.

Jane la tranquilizó palmeándole la espalda, lo mismo que había palmeado la de Chantal. En cuanto Fara se calmó, Jane preguntó:

—¿Qué sucedió en la mezquita? ¿Qué hicieron? ¿Hirieron a alguien?

—Sí —contestó la muchacha, como aturdida.

Jane sonrió: era imposible hacerle a Fara tres preguntas una detrás de la otra y esperar una respuesta sensata.

—¿Qué sucedió cuando entraron en la mezquita? —Preguntaron dónde estaba el norteamericano. —¿A quién se lo preguntaron?

—A todos. Pero nadie lo sabía. El doctor me preguntó dónde estaban usted y la pequeña, pero yo le dije que no lo sabía. Después eligieron a tres de los hombres: primero a mi tío Shahazai, después al mullah y después a Alishan Karim, el hermano del mullah. Les volvieron a preguntar lo mismo, pero no hubo caso, porque los hombres no sabían adónde se había ido el norteamericano. Así que los azotaron.

—¿Los lastimaron mucho?

—Simplemente los azotaron.

—Les echaré una mirada. — Jane recordó con ansiedad que Alishan sufría del corazón—. ¿Dónde están ahora?

—Siguen en la mezquita.

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