El valle de los leones (17 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
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Esos afganos, a pesar de toda su poesía y su piedad, eran bárbaros. El deporte nacional era el buzkashi: un juego peligroso y sangriento. Colocaban el cadáver descabezado de un ternero en el centro de un campo y dos equipos opositores se alineaban a caballo; después cuando sonaba el disparo de un rifle, todos cargaban hacia el cadáver. El juego consistía en levantarlo, llevarlo hasta un lugar predeterminado a casi dos kilómetros de distancia, desde donde el jugador giraba y lo llevaba de vuelta al círculo sin permitir que ninguno de los del otro bando se lo arrebatara. Cuando el espantoso objeto terminaba hecho jirones, cosa que a menudo sucedía, un árbitro decidía cuál de los dos equipos había conseguido conservar el trozo más grande. El invierno anterior Jean-Pierre contempló uno de esos partidos, justo en las afueras de la ciudad de Rokha, más abajo del valle, y lo observó durante varios minutos antes de caer en la cuenta de que no estaban usando un ternero sino un hombre, y que el hombre todavía estaba vivo. Sintiéndose mal, trató de detener el juego, pero alguien le dijo que el hombre era un oficial ruso, como si ésa fuese toda la explicación necesaria. Entonces los jugadores simplemente ignoraron a Jean—Pierre y él no consiguió hacer nada para llamar la atención de cincuenta jinetes totalmente excitados y decididos a proseguir con su juego salvaje. No se quedó a ver morir al hombre, pero tal vez debió haberlo hecho, porque la imagen que le quedó grabada en la mente y que recordaba cada vez que le preocupaba que lo descubrieran era la de ese ruso, indefenso y sangrante, al que estaban destrozando vivo.

La sensación del pasado continuaba dentro de él mientras observaba las paredes rocosas color caqui de la hondonada que atravesaba y vislumbraba escenas de su infancia que se alternaban con pesadillas de lo que podría suceder si los guerrilleros lo descubrían. Su primer recuerdo fue el de un juicio y la sobrecogedora sensación de injusticia que tuvo cuando enviaron a su padre a la cárcel. Apenas sabía leer, pero pudo descifrar el nombre de su padre en los titulares de los diarios. A esa edad, debía de tener cuatro años, no sabía lo que significaba ser un héroe de la Resistencia. Sabía que su padre era comunista, lo mismo que sus amigos, el sacerdote, el zapatero y el hombre que atendía la oficina de correos, pero él creía que lo llamaban Rolando el Rojo por su tez rojiza. Y cuando su padre fue condenado por traición y sentenciado a cinco años de cárcel, le dijeron a Jean-Pierre que el asunto se relacionaba con el tío Abdul, un hombre atemorizado de piel morena que se había alojado en la casa durante varias semanas y que pertenecía al F L N, pero Jean-Pierre ignoraba lo que era el F L N y creyó que se referían al elefante del zoológico. Lo único que comprendía con claridad y que siempre creyó fue que la policía era cruel, los jueces deshonestos y que el pueblo vivía engañado por los diarios.

A medida que fueron transcurriendo los años fue comprendiendo más, sufrió más y su sensación de ultraje se acrecentó. Cuando fue al cole o los otros muchachos le dijeron que su padre era un traidor. El les replicó que, por el contrario, su padre había luchado valientemente y que arriesgó su vida en la guerra, pero ellos no le creyeron. Durante un tiempo él y su madre se mudaron a vivir en otro pueblo, pero de alguna manera los vecinos descubrieron quiénes eran y les dijeron a sus hijos que no jugaran con Jean-Pierre. Pero lo peor de todo era visitar la prisión. El aspecto de su padre se modificaba visiblemente; había enflaquecido y se lo veía pálido y con aspecto enfermizo; y mucho peor era verlo allí confinado, vestido con un uniforme pardusco, atemorizado y llamando señor a esos matones con porras. Después de un tiempo, el olor de la prisión empezó a provocar náuseas a Jean-Pierre y éste vomitaba en cuanto entraba en ella; su madre dejó de llevarlo.

Cuando su padre salió de la cárcel Jean-Pierre pudo conversar con él largamente y por fin lo comprendió todo y comprobó que la injusticia de lo sucedido era aún peor de lo que él pensaba. Después que los alemanes invadieron Francia, los comunistas franceses, que ya estaban organizados en células, desempeñaron un papel primordial en la Resistencia.

Cuando la guerra concluyó, su padre continuó luchando contra la tiranía de las derechas. En esa época Argelia era una colonia francesa. Los argelinos vivían oprimidos y explotados, pero luchaban valientemente por su libertad. Los jóvenes franceses eran reclutados y obligados a luchar contra los argelinos en una guerra cruel en la que las atrocidades cometidas por el Ejército francés recordaban a muchos los actos nazis. El F L N, al que Jean-Pierre siempre asociaría con la imagen de un viejo elefante de un zoológico de provincias, era el Front de Libération Nationale, el Frente de Liberación Nacional del pueblo de Argelia. El padre de Jean-Pierre fue uno de los ciento veintiún ciudadanos conocidos que firmó una petición en favor de la independencia de los argelinos. Francia se encontraba en guerra y la petición fue tildada de sediciosa, por alentar la deserción de los soldados franceses. Pero el padre de Jean-Pierre hizo algo aún peor: transportó una maleta con el dinero recolectado entre los franceses para el F L N y cruzó con ella la frontera suiza, donde depositó el dinero en un Banco; además, dio asilo al tío Abdul, que no era en absoluto un familiar nuestro, sino un argelino a quien buscaba la D S T, la policía secreta.

Su padre le explicó que ésa era la clase de cosas que había hecho durante la guerra contra los nazis. Y aún seguía en la misma lucha. Los enemigos nunca habían sido los alemanes, así como en ese momento tampoco lo era el pueblo francés: eran los capitalistas, los propietarios, los ricos y los privilegiados, las clases dirigentes que se valían de cualquier medio, por deshonesto que fuera, para proteger su posición. Su poder era tan grande que controlaban medio mundo, y sin embargo los pobres, los indefensos y los oprimidos, porque era el pueblo quien gobernaba en Moscú, y en el resto del mundo la clase trabajadora ponía sus ojos en la Unión Soviética en busca de ayuda, guía e inspiración en esa batalla en pos de la libertad.

A medida que Jean-Pierre fue creciendo el cuadro Se fue empañando, y descubrió que la Unión Soviética no era el paraíso de los trabajadores; pero nada le hizo variar su convicción básica de que el movimiento comunista, guiado por Moscú, era la única esperanza para los pueblos oprimidos del mundo y la única manera de destruir a los jueces, la policía y los diarios que con tanta brutalidad habían traicionado a su padre.

El padre había conseguido pasar la antorcha a manos de su hijo. Y, como si lo supiera, su persona empezó a declinar. Nunca volvió a tener el rostro rubicundo de antes. Ya no asistía a manifestaciones, no organizaba bailes para recaudar fondos ni escribía cartas a los diarios locales. Seguía desempeñando una serie de trabajos burocráticos poco exigentes. Pertenecía al Partido, por supuesto, y al gremio, pero ya no aceptaba la presidencia de comisiones, la redacción de actas ni la preparación de agendas de trabajo. Seguía jugando al ajedrez y bebiendo anís con el sacerdote, el zapatero y el jefe de la oficina de correos, pero las discusiones políticas que mantenían, que en una época habían sido apasionadas, ahora eran desteñidas y débiles, como si la revolución por la que con tanto ahínco había trabajado se hubiese postergado indefinidamente. A los pocos años, el padre de Jean-Pierre murió. Entonces su hijo descubrió que había contraído tuberculosis en la cárcel y que nunca se recobró de ella. Le quitaron la libertad, le quebrantaron el espíritu y le arruinaron la salud. Pero lo peor que le hicieron fue ponerle la etiqueta de traidor. Fue un héroe que arriesgó su vida por sus conciudadanos, pero murió convicto de traición.

Ahora lo lamentarían, papá, si supieran la venganza que me estoy tomando —pensó Jean-Pierre, mientras conducía la yegua por los montañosos senderos afganos—. Porque gracias a los servicios de inteligencia que yo les he proporcionado, los comunistas han conseguido estrangular las líneas de abastecimiento de Masud. El invierno pasado le resultó imposible almacenar armas y municiones. Este verano, en lugar de lanzar ataques contra las bases aéreas, las estaciones de fuerza motriz y los camiones de abastecimiento que transitan por las rutas, lucha por defenderse contra las incursiones del gobierno contra su propio territorio. Casi exclusivamente por mi cuenta, papá, estoy a punto de destruir la eficacia de ese bárbaro que desea llevar nuevamente a su país a las oscuras épocas del salvajismo, del subdesarrollo y de la superstición islámica.

Por supuesto que estrangular las líneas de abastecimiento de Masud no era suficiente. El hombre ya era una figura de renombre nacional. Además, poseía la inteligencia y la fuerza de carácter necesarias para pasar de ser un líder rebelde a presidente legítimo del país. Era un Tito, un De Gaulle, un Mugabe. No sólo había que neutralizarlo, sino destruirlo, Los rusos debían apoderarse de él, vivo o muerto.

El problema consistía en que Masud se movía con rapidez y silenciosamente de un lado a otro, como gamo en el bosque, saliendo de pronto de la espesura para desaparecer nuevamente con la misma celeridad. Pero Jean-Pierre era paciente, lo mismo que los rusos; tarde o temprano él se enteraría del lugar donde se escondería Masud durante las siguientes veinticuatro horas —tal vez por estar herido o para asistir a un funeral— y entonces Jean-Pierre utilizaría su radio para transmitir un código especial y el halcón atacaría.

Deseó poder confiarle a Jane su verdadera misión allí. Tal vez hasta lograría convencerla de que tenía razón. Le enseñaría que su trabajo como médico era inútil, porque ayudar a los rebeldes sólo servía para perpetuar aún más la miseria, la ignorancia y la pobreza en que vivía el pueblo, y para demostrar el momento en que la Unión Soviética pudiera apoderarse del país, aunque fuera tomándolo por el cuello, para arrastrarlo, pataleando y gritando, hacia el siglo XX. Tal vez ella llegara a comprender eso. Sin embargo, él sabía instintivamente que Jane jamás le perdonaría que la hubiera engañado. En realidad, se enfurecería. Se la imaginaba: sin remordimientos, implacable, orgullosa. Lo abandonaría de inmediato, lo mismo que había abandonado a Ellis Thaler. Y estaría doblemente furiosa por haber sido engañada exactamente de la misma manera por dos hombres sucesivos.

Así que siguió engañándole por el temor a perderla, como un hombre asomado a un precipicio paralizado por el miedo.

Ella sabía que algo andaba mal, por supuesto; él se daba cuenta por la manera en que lo miraba algunas veces. Pero estaba seguro de que ella creía que esto era un problema de relación entre ambos, ni le pasaba por la mente que toda esa vida no era más que un simulacro monumental.

Era imposible tener la seguridad absoluta, pero él tomaba todas las precauciones posibles para no ser descubierto ni por ella ni por nadie. Cuando utilizaba la radio, hablaba en clave, no porque los rebeldes pudieran estar escuchando —no tenían radios— sino porque podía llegar a oírlo el ejército afgano que se encontraba tan lleno de traidores que no había secretos para Masud. La radio de Jean-Pierre era lo suficientemente pequeña como para poder ocultarla en un doble fondo de su maletín, en el bolsillo de su camisa o su chaleco cuando no llevaba el maletín. En cambio tenía el inconveniente de no poseer la fuerza necesaria para mantener conversaciones largas. Le hubiera exigido un tiempo bastante prolongado poder dictar los detalles de las rutas, y los horarios de las caravanas —especialmente haciéndolo en clave—, y habría necesitado una radio y una batería considerablemente más grandes. Jean-Pierre y el señor Leblond decidieron que eso no era conveniente. En consecuencia, Jean-Pierre tenía que encontrarse personalmente con su contacto para pasarle la información.

Subió una cuesta y miró hacia abajo. Se encontraba en la cima de un pequeño valle. El sendero que había tomado descendía hacia otro valle, que corría en ángulo recto hacia ése, separado en dos por un turbulento arroyo de montaña que resplandecía bajo el sol de la tarde. En el otro extremo del arroyo, otro valle ascendía por la montaña hacia Cobak, su destino final. Cerca del río, en el punto donde se unían los tres valles, se divisaba una pequeña cabaña de piedra. La región se encontraba sembrada de edificios primitivos como ése. Jean-Pierre suponía que habían sido construidos por los nómadas y por los mercaderes viajeros para pasar la noche.

Comenzó a descender la ladera, conduciendo a Maggie de la brida. Posiblemente Anatoly ya estuviese allí. Jean-Pierre ignoraba su verdadero nombre y rango, pero suponía que formaba parte de la K.G.B. y adivinaba, por un comentario hecho una vez sobre los generales, que se trataba de un coronel. Pero fuera cual fuese su rango, no parecía un burócrata. Entre ese lugar y Bagram distaban setenta y cinco kilómetros de terreno montañoso y Anatoly los recorría a pie, solo, y tardaba un día y medio en llegar. Era un ruso oriental de altos pómulos y piel amarilla, y ataviado con ropas afganas pasaba por un uzbeko, un integrante del grupo étnico mongoloide del norte de Afganistán. Eso justificaba su dari vacilante: los uzbekos poseían su propio idioma. Anatoly era valiente: por cierto que no hablaba uzbeko, así que existía la posibilidad de que fuese desenmascarado. El también sabía que los guerrilleros jugaban al buzkashi con los oficiales rusos que capturaban.

El riesgo que corría Jean-Pierre en esos encuentros era un poco menor. Sus viajes constantes a pueblos vecinos para atender enfermos no llamaban demasiado la atención. Sin embargo, podía surgir una sospecha si alguien notara que se topaba más de una o dos veces con el mismo uzbeko. Y, por supuesto, si algún afgano que hablara francés llegara a oír la conversación que el médico mantenía con ese uzbeko vagabundo. En ese caso, la única esperanza de Jean-Pierre consistiría en morir con rapidez.

Sus sandalias no hacían ruido sobre el sendero y los cascos de Maggie se hundían silenciosos en la tierra polvorienta, así que al acercarse a la choza comenzó a silbar una melodía, por si hubiese allí alguien que no fuese Anatoly; ponía especial cuidado en no sobresaltar a los afganos que estaban bien armados y tenían los nervios en tensión. Bajó la cabeza y entró. Para su sorpresa, la choza estaba desierta. Se sentó con la espalda apoyada contra la pared de piedra y se dispuso a esperar. Después de algunos instantes, cerró los ojos. Estaba cansado, pero demasiado tenso para dormir. Esa era la peor parte de su tarea: la sensación de miedo y de aburrimiento que lo sobrecogía durante esas largas esperas. Había aprendido a aceptar las demoras en ese país carente de relojes de pulsera, pero jamás a adquirir la imperturbable paciencia de los afganos. No podía dejarse de imaginar los diversos desastres que podían haberle sucedido a Anatoly. ¡Qué irónico sería que Anatoly hubiese pisado una mina rusa y se hubiese volado un pie! En realidad esas minas herían más al ganado que a los seres humanos, pero no por ello eran menos eficaces: la pérdida de una vaca podía matar a una familia afgana con tanta seguridad como si hubiera caído una bomba sobre su vivienda en el momento en que todos se encontraban dentro. Jean-Pierre ya no lanzaba una carcajada cuando veía una cabra o una vaca con una rústica pata de madera.

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