Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
Los tres caminaban hacia el sudoeste por el sendero que corría en lo alto del risco, con el sonido de la corriente del río retumbándoles en los oídos.
—¿Cuántos muertos calculáis? —preguntó Jean-Pierre. —Muchos —dijo uno de los emisarios.
Jean-Pierre estaba acostumbrado a ese tipo de respuestas.
—¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cuarenta? —preguntó pacientemente.
—Cien.
Jean-Pierre no le creyó. Skabun no tenía cien habitantes.
—¿Y cuántos heridos habrá?
—Doscientos.
¡Era absurdo! Este hombre no sabe lo que dice, pensó Jean-Pierre. ¿O exageraba por temor a que si decía que eran menos el doctor daría media vuelta y regresaría a Banda? Tal vez el problema fuera que no sabía contar más allá de diez.
—¿Qué clase de heridas tienen? —preguntó Jean-Pierre.
—Agujeros y cortes y sangran.
Esas más bien parecían heridas recibidas en una batalla. Los bombardeos producían contusiones, quemaduras y roturas de huesos por las caídas de edificios. Obviamente este individuo era un testigo que no valía mucho. No tenía sentido seguir interrogándole.
A tres kilómetros de Banda se alejaron del sendero del risco y se dirigieron hacia el norte, por un camino desconocido para Jean-Pierre.
—¿Este camino lleva a Skabun? —preguntó.
—Sí.
Sin duda se trataba de un atajo que él no había descubierto. Evidentemente caminaban en la dirección correcta.
Pocos minutos después vieron una de las pequeñas chozas de piedra donde los viajeros podían descansar o pasar la noche. Para sorpresa de Jean-Pierre, los emisarios se encaminaron hacia allí.
—No tenemos tiempo para descansar —les dijo con irritación. Los heridos me esperan.
Entonces vio que Anatoly salía de la choza.
Jean-Pierre estaba estupefacto. No sabía si alegrarse porque ahora podría hablar personalmente con Anatoly sobre la conferencia, o dar rienda suelta a su temor de que los afganos mataran al ruso.
—No te preocupes —lo tranquilizó Anatoly, al ver su expresión—. Son soldados del ejército regular afgano. Yo los mandé a buscarte.
—¡Dios mío! —Era brillante. No había habido ningún bombardeo en Skabun era todo un invento concebido por Anatoly para que Jean-Pierre fuera a encontrarse con él—. Mañana —anunció Jean-Pierre, presa de enorme excitación—, mañana sucederá algo terriblemente importante.
—Ya sé, ya sé, recibí tu mensaje. Por eso estoy aquí.
—Así que atraparéis a Masud.
Anatoly sonrió sin la menor expresión de alegría, dejando al descubierto sus dientes manchados por el tabaco.
—Atraparemos a Masud. Cálmate.
Jean-Pierre se dio cuenta de que se estaba portando como un chico excitado en época de Navidad. Hizo un esfuerzo por reprimir su entusiasmo.
—Al ver que el malang no volvía, pensé que...
—No llegó a Charikar hasta ayer —explicó Anatoly—. Sólo Dios sabe lo que sucedió en el camino. ¿Por qué no usaste tu radio?
—Porque se rompió —contestó Jean-Pierre. En ese momento no quería dar explicaciones con respecto a Jane—. El malang es capaz de hacer cualquier cosa por mí porque es un adicto y lo abastezco de heroína.
Anatoly miró fijamente a Jean-Pierre durante un instante, y en sus ojos había algo parecido a la admiración.
—Me alegro de tenerte en mi bando —resumió. Jean-Pierre sonrió.
—Quiero que me des más detalles —dijo Anatoly, rodeando con un brazo los hombros de Jean-Pierre y conduciéndolo al interior de la choza. Se sentaron en el suelo de tierra y Anatoly encendió un cigarrillo—. ¿Cómo te enteraste de lo de la conferencia? —preguntó.
Jean-Pierre le habló de Ellis, de su herida de bala, de la conversación mantenida por Ellis y Masud cuando él estaba a punto de ponerle una inyección, de las barras de oro, del plan de entrenamiento y de las armas prometidas.
—¡Esto es fantástico! —exclamó Anatoly—. ¿Y donde está Masud ahora?
—No sé, pero es probable que llegue hoy mismo a Darg. A más tardar llegará mañana.
—¿Cómo sabes que vendrá?
—El ha convocado la reunión, ¿cómo no va a asistir?
Anatoly asintió.
—Descríbeme al hombre de la CÍA.
—Bueno, medirá un metro setenta y cinco y pesará setenta y cinco kilos; pelo rubio, ojos azules, treinta y cuatro años de edad aunque representa un poco más, educación universitaria.
—Pondré eso en la computadora.
Anatoly se levantó y salió. Jean-Pierre lo siguió.
Anatoly sacó de su bolsillo un pequeño transmisor de radio.
Extendió la antena telescópica, oprimió un botón y habló en ruso. Después se volvió hacia Jean-Pierre.
—Amigo mío, has triunfado en tu misión —anunció.
Es cierto —pensó Jean-Pierre—. He triunfado.
—¿Cuándo atacaréis? —preguntó.
—Mañana, por supuesto.
Mañana. Jean-Pierre sintió una oleada de júbilo salvaje. Mañana.
Los otros miraban hacia arriba. El los imitó y vio descender un helicóptero: sin duda Anatoly lo había llamado por medio de su transmisor. En ese momento el ruso había dejado a un lado toda precaución: el juego prácticamente había llegado a su fin, ésa era la última jugada y la cautela y los disfraces debían ser reemplazados por la audaz rapidez. El aparato tomó tierra con dificultad sobre un pequeño terreno llano a cien metros de distancia.
Jean-Pierre acompañó a los otros tres hasta el helicóptero. Se preguntó adónde iría cuando ellos se fueran. No tenía nada que hacer en Skabun, pero no podía volver en seguida a Banda sin revelar que no había encontrado heridos a quienes curar. Decidió que lo mejor sería sentarse durante algunas horas en la cabaña de piedra y luego volver a su casa.
Extendió la mano para estrechar la de Anatoly.
—Au revoir.
—Sube.
—¿Qué?
—Sube al helicóptero.
Jean-Pierre no salía de su asombro
—¿Por qué?
—Porque vendrás con nosotros.
—¿Adónde? ¿A Bagram? ¿A territorio ruso?
—Sí.
—Pero no puedo...
—Deja de tartamudear y escucha —explicó Anatoly con paciencia—. En primer lugar, tu trabajo ha terminado. Tu tarea en Afganistán ha llegado a su fin. Has logrado tu objetivo. Mañana capturaremos a Masud y podrás volver a tu casa. En segundo lugar, en este momento eres un riesgo para nuestra seguridad. Estás enterado de lo que haremos mañana. Así que para conservar el secreto, es necesario que no permanezcas en territorio rebelde.
—¡Pero yo no se lo diría a nadie!
—¿Y si te torturaran? ¿Y si torturaran a tu mujer delante de ti? Imagínate si destrozaran a tu hijita, hueso por hueso, frente a tu mujer.
—Pero, ¿qué les sucederá a ellas, si yo te acompaño?
—Mañana, durante el ataque, las capturaremos y las llevaremos a reunirse contigo.
—Esto es algo que me resulta increíble. — Jean-Pierre sabía que Anatoly tenía razón, pero la sola idea de no regresar a Banda era tan inesperada que lo desorientaba.
¿Estarían a salvo Jane y Chantal? ¿Realmente las rescatarían los rusos? ¿Permitiría Anatoly que los tres volvieran a París? ¿Cuándo podrían partir?
—Sube —repitió Anatoly.
Los dos emisarios afganos estaban de pie, uno a cada lado de Jean-Pierre, y él se dio cuenta de que no le quedaba otra alternativa: si se negaba a subir, lo meterían en el helicóptero por la fuerza.
Entró en el aparato.
Anatoly y los afganos subieron inmediatamente después y el helicóptero se elevó. Nadie cerró la puerta.
A medida que ascendían, Jean-Pierre contempló por primera vez una vista aérea del Valle de los Cinco Leones. El río blanco que zigzagueaba a lo largo de la tierra de tonalidades grisáceas, le recordó la cicatriz de una antigua herida de arma blanca que tenía en la frente Shahazai Gul, el hermano de la partera. Podía ver el pueblo de Banda con sus campos sembrados de tonalidades amarillas y verdes. Estudió con detenimiento la cima del monte, donde se encontraban las cuevas, pero no pudo ver ninguna señal de que estuvieran ocupadas. Los pobladores habían elegido bien su escondrijo. El helicóptero tomó altura y giró, y Banda desapareció de su campo de visión. Buscó en la tierra otros puntos que le resultaran conocidos. He pasado aquí un año de vida —pensó—, y nunca más volveré a ver este lugar. Identificó el pueblo de Darg, con su mezquita, que estaba destinada a ser destruida. Este valle ha sido la plaza fuerte de la Resistencia —pensó—. Mañana se convertirá en el recuerdo de una rebelión frustrada. Y todo gracias a mí.
De repente el helicóptero giró hacia el sur y cruzó la montaña, y en pocos segundos el valle se perdió de vista.
Cuando se enteró de que Jane y Jean-Pierre abandonarían el pueblo con la próxima caravana, Fara lloró un día entero. Estaba terriblemente apegada a Jane y quería muchísimo a Chantal. Jane se sintió conmovida e incómoda a la vez. Por momentos parecía preferirla a ella antes que a su propia madre. Sin embargo, Fara pareció acostumbrarse a la idea de que Jane se marchaba y al día siguiente estaba como siempre, cariñosa pero ya no triste.
Jane misma se sentía ansiosa por el viaje de regreso. Desde el valle hasta el paso de Khyber había doscientos veinticinco kilómetros. En su viaje de ida, había empleado catorce días en recorrer esa distancia. Ella había tenido ampollas y diarrea, así como los inevitables dolores del cuerpo y musculares. Y ahora tenía que emprender el viaje de vuelta llevando consigo a un bebé de dos meses. Habría caballos, pero durante gran parte del camino no sería prudente montarlos porque las caravanas viajaban a lo largo de los senderos de montaña más abruptos y angostos y a menudo lo hacían de noche.
Se fabricó una especie de hamaca de tela de algodón para colgársela alrededor del cuello y transportar a Chantal. Jean-Pierre tendría que ocuparse de transportar todas las cosas que necesitasen durante el día porque —como Jane aprendió en el viaje de ida— los hombres y los caballos marchaban a velocidad distinta: los caballos trepaban la montaña más rápido que los hombres y la bajaban con más lentitud, así que durante largos ratos ellos quedaban separados de su equipaje.
El problema que la preocupaba esa tarde, mientras Jean-Pierre se encontraba en Skabun, era decidir qué debían llevar. En primer lugar un botiquín básico —antibióticos, vendas, morfina— que Jean-Pierre prepararía. También necesitarían algo de comida. En el viaje de ida habían contado con raciones occidentales de altas energías, chocolate, paquetes de sopa y una torta de menta que era la favorita de los exploradores. Ahora sólo contarían con lo que pudieran encontrar en el valle: arroz, frutas secas, queso seco, pan duro y cualquier otra cosa que pudieran comprar en el camino. Era una gran cosa que no tuvieran que preocuparse por la comida de Chantal.
Sin embargo, el bebé presentaba otros problemas. En esas latitudes, las madres no utilizaban pañales sino que dejaban la mitad inferior del bebé al aire y lavaban la toalla sobre la que lo acostaban. Jane consideraba que ése era un sistema mucho más saludable que el occidental, pero no servía para viajar. Con unas toallas, Jane hizo tres pañales e improvisó un par de braguitas impermeables, utilizando los envoltorios de polietileno de los suministros médicos que recibía Jean-Pierre. Tendría que lavar un pañal por la noche —en agua fría, por supuesto— y tratar de que se secara antes del amanecer. En caso contrario tendría uno de repuesto, pues si ambos se hallaban húmedos Chantal se escocería. Pero ningún bebé moriría por rozaduras de los pañales, se dijo para consolarse. La caravana decididamente no se detendría para que la pequeña durmiera, fuese alimentada o cambiada, así que Chantal tendría que comer y dormir en movimiento y la cambiaría cuando se le presentara la oportunidad.
En algunos sentidos, Jane estaba más fuerte que hacía un año. La piel de sus pies era dura, y su estómago, resistente a las bacterias locales más comunes. Las piernas, que tanto le habían dolido durante el viaje de ida, ahora estaban acostumbradas a caminar muchos kilómetros. Pero después del embarazo muchas veces le dolía la espalda y le preocupaba la necesidad de llevar en brazos a la pequeña todo el día. Su cuerpo parecía haberse recuperado del trauma del parto. Tenía la sensación de que ya era capaz de hacer el amor, aunque todavía no se lo había dicho a Jean-Pierre, no sabía bien por qué.
A su llegada había sacado una gran cantidad de fotografías con su cámara Polaroid. Ahora dejaría la cámara en el pueblo —de todos modos era barata—, pero le gustaría llevarse la mayor cantidad posible de fotografías. Las revisó, preguntándose cuáles debía tirar. Tenía fotos de casi todos los habitantes de Banda.
Allí estaban los guerrilleros: Mohammed, Alishan, Kahmir y Matullah, adoptando poses heroicas y con expresión de fiereza. Y allí estaban las mujeres: la voluptuosa Zahara, la arrugada anciana Rabia, Halima, la de los ojos renegridos, todas riéndose como adolescentes. Y allí estaban también los chicos: las tres hijas de Mohammed; su hijo, Mousa; los chiquitines de Zahara de dos, tres, cuatro y cinco años de edad; y los cuatro hijos del mullah. No podía tirar ninguna; no tendría más remedio que llevárselas todas.
Empezó a meter ropa en una bolsa mientras Fara barría el suelo y Chantal dormía en el cuarto vecino. Habían bajado a las cuevas temprano para tener tiempo de prepararlo todo. Sin embargo, no había demasiado para empaquetar aparte de los pañales de Chantal, un par de bragas limpias para ella, un par de calzoncillos para Jean-Pierre, y un par de calcetines para cada uno de ellos. Ninguno de los dos llevaría ropa exterior de repuesto. De todos modos, Chantal no tenía ropa, vivía cubierta por una pañoleta o sin nada puesto. En cuanto a ella y Jean-Pierre, con un par de pantalones, una camisa, una bufanda y una manta tipo pattu para cada uno, bastaría para todo el viaje, y probablemente lo quemarían todo en algún hotel de Penshawar, celebrando su retorno a la civilización.
Ese pensamiento le daría fuerzas para el viaje. Recordaba vagamente que el Hotel Dean de Penshawar le había parecido primitivo, pero le resultaba difícil recordar qué le había encontrado de malo. ¿Sería posible que se hubiese quejado porque el acondicionador de aire era ruidoso? ¡Por amor de Dios! ¡Si en ese hotel hasta tenían duchas!
—¡Civilización! —exclamó en voz alta y Fara la miró intrigada. Jane le sonrió y dijo en dari—: Estoy contenta porque vuelvo a la gran ciudad.
—A mí me gusta la gran ciudad —aseguró Fara—. Una vez estuve en Rokha. —Continuó barriendo—. Mi hermano ha estado en Jalalabad —agregó con tono de envidia.