Read El valle de los leones Online
Authors: Ken Follett
—¿Cuándo volverá tu hermano? —preguntó Jane, pero Fara estaba incómoda y avergonzada y después de algunos instantes Jane comprendió la causa: desde el patio llegaban un silbido y unos pasos de hombre.
Se oyó un golpe en la puerta y después la voz de Ellis Thaler. —¿Hay alguien en la casa? —preguntó.
—Entra —invitó Jane. El entró, cojeando. Aunque ya no le interesaba Ellis en un sentido romántico, a ella le preocupaba su herida. No lo había visto porque él se había quedado en Astana para recobrarse. Debía de haber vuelto ese mismo día.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
—Como un tonto —contestó Ellis con una sonrisa—. Es un lugar bastante embarazoso para que a uno le metan un tiro.
—Si lo único que sientes es un poco de vergüenza es señal de que está mucho mejor,
El asintió.
—¿Está el doctor?
—Ha ido a Skabun —informó Jane—. Hubo un bombardeo muy fuerte y lo mandaron buscar. ¿Puedo hacer algo por ti?
—No, sólo quería decirle que mi convalecencia ha terminado.
—Jean-Pierre estará de vuelta esta noche o mañana por la mañana. —Estaba observando la apariencia de Ellis: con su pelo largo y rubio y su barba rizada, parecía un león—. ¿Por qué no te cortas el pelo?
—Los guerrilleros me dijeron que me lo dejara crecer, y que no me afeitara.
—Es lo que siempre dicen. El objeto es que los occidentales llamen menos la atención. En tu caso el resultado obtenido es justamente el inverso.
—En este país siempre llamaré la atención, independientemente de mi corte de pelo.
—Es verdad.
De repente se le ocurrió que era la primera vez que ella y Ellis se encontraban solos sin la presencia de Jean-Pierre. Habían recobrado con mucha facilidad su antiguo estilo de conversación, Le resultaba difícil recordar lo terriblemente enojada que había estado con él.
El miraba con curiosidad el equipaje de Jane. —¿Y eso para qué es?
—Para el viaje de regreso a casa.
—¿Y cómo piensas viajar?
—Con una caravana, lo mismo que al venir.
—Durante los últimos días los rusos se han apoderado de mucho territorio —explicó él—. ¿No lo sabías?
Jane experimentó un estremecimiento de aprensión. —¿Qué estás diciendo?
—Los rusos han lanzado su ofensiva de verano. Han avanzado sobre grandes partes del país por las que por lo general circulan las caravanas.
—¿Me estás diciendo que la ruta a Pakistán está cerrada?
—La ruta habitual, sí, está cerrada. Es imposible llegar al paso de Khybcr desde aquí. Tal vez haya otras rutas.
Jane comprendió que su sueño de regresar a Europa se desvanecía.
—¡Nadie me lo dijo! —exclamó furiosa.
—Supongo que Jean-Pierre no está enterado. Yo he estado muchos días con Masud, así que estoy enterado de las noticias.
—Sí —contestó Jane, sin mirarlo.
Tal vez Jean-Pierre realmente ignoraba las novedades. O quizá las supiera y no se las había dicho porque de todos modos él no quería regresar a Europa. Pero de cualquier manera, ella no estaba dispuesta a aceptar esa situación. Primero averiguaría con seguridad si Ellis estaba en lo cierto. Después buscaría la manera de resolver el problema.
Se acercó al arcón de Jean-Pierre y sacó sus mapas norteamericanos de Afganistán. Estaban enrollados, formando un cilindro y sostenidos por una goma elástica. Tiró impaciente de ella y dejó caer los mapas al suelo. En el trasfondo de su mente, una voz interior le dijo: ésta quizá sea la única goma elástica existente en un radio de ciento cincuenta kilómetros.
Cálmate, se dijo.
Se arrodilló en el suelo y empezó a estudiar los mapas. Estaban dibujados en una escala muy grande, así que tuvo que unir varios para armar el territorio existente entre el valle y el paso de Khybcr. Ellis miraba por encima de su hombro.
—¡Esos mapas son excelentes! —exclamó—. ¿Dónde los conseguiste?
—Los compró Jean-Pierre en París.
—Son mejores que los que tiene Masud.
—Ya lo sé. Mohammed siempre los utiliza para planear la ruta de las caravanas. Muy bien. Muéstrame hasta dónde han avanzado los rusos.
Ellis se arrodilló sobre la alfombra, junto a ella, y trazó una línea con el dedo sobre el mapa.
Jane sintió que renacía en ella la esperanza.
Tengo la sensación de que el paso de Khyber no está cortado —insistió—. ¿Por qué no podemos llegar por aquí?
Trazó una línea imaginaria por el mapa, un poco al norte del frente ruso.
—No sé si ésa será una ruta —comentó Ellis—. Tal vez sea infranqueable; tendrías que preguntárselo a los guerrilleros. Pero, por otra parte, las informaciones le llegan a Masud por lo menos con un día o dos de retraso, y los rusos siguen avanzando. Un valle o un paso pueden encontrarse abiertos un día y cerrados al siguiente.
—¡Maldición! —No estaba dispuesta a dejarse vencer. Se inclinó sobre el mapa y observó de cerca la zona fronteriza—. ¡Mira! El paso de Khyber no es la única manera de cruzar.
—A lo largo de la frontera corre el valle de un río, con montañas por el lado afgano. Es posible que uno pueda llegar a esos otros pasos desde el sur, es decir, desde territorio ocupado por los rusos.
—No tiene sentido que sigamos especulando —decidió Jane. juntó los mapas y volvió a enrollarlos—. Alguien debe saberlo.
—Supongo que sí.
Ella se puso en pie.
—Este maldito país ha de tener más de una salida —afirmó.
Se metió los mapas debajo del brazo y salió, dejando a Ellis arrodillado sobre la alfombra.
Las mujeres y los niños habían regresado de las cuevas y el pueblo volvía a cobrar vida. El humo de las fogatas para cocinar se escapaba por los muros que protegían los patios. Frente a la mezquita, cinco chicos, sentados formando un círculo, estaban enfrascados en un juego que, sin razón aparente, se llamaba Melón. Consistía en que uno de los participantes iniciaba la narración de una historia y se interrumpía antes de llegar al final y el jugador siguiente debía continuarla. Jane vio a Mousa, el hijo de Mohammed sentado en el círculo, con el cuchillo de aspecto bastante amenazador que su padre le había regalado después del accidente con la mina metido en el cinturón. Mousa contaba la historia. Jane lo oyó decir: y el oso trató de arrancarle la mano de un mordisco al chico, pero el muchacho desenvainó el cuchillo.
Jane se encaminó hacia la casa de Mohammed. Tal vez encontrara al propio Mohammed —hacía tiempo que no lo veía—, pero el jefe guerrillero vivía con sus hermanos en la habitual casa familiar y ellos también eran guerrilleros —como todos los hombres jóvenes aptos—, así que si alguno se encontraba allí podrían proporcionarle información.
Frente a la casa, vaciló. Por costumbre, debía detenerse en el patio a hablar con las mujeres, que estarían preparando la comida de la noche; y después, una vez intercambiadas las cortesías de rigor, la mayor de las mujeres tal vez entrara a la casa para preguntar si alguno de los hombres estaba dispuesto a condescender en hablar con Jane. Oyó interiormente la voz de su madre que le decía: No te pongas en evidencia, hija. A lo que Jane contestó en voz alta:
—Vete al infierno, mamá.
Entró, ignorando a las mujeres del patio y marchó derecha hacia la puerta del frente de la casa: el lugar de reunión de los hombres.
Había tres allí reunidos: Kahmir Khan, el hermano menor de Mohammed, de dieciocho años, de rostro apuesto y barba rala; su cuñado Matullah, y el mismo Mohammed. Era poco usual que hubiera tantos guerrilleros en su casa. Al verla llegar, todos levantaron la vista, sobresaltados.
—Que Dios sea contigo, Mohammed Khan —dijo Jane. Sin hacer una pausa para permitirle contestar, continuó hablando—: ¿Cuándo regresaste?
—Hoy —replicó él automáticamente.
Ella se puso de cuclillas, adoptando la misma posición en que se encontraban ellos. Los hombres estaban demasiado asombrados para pronunciar palabra. Jane extendió los mapas en el suelo. Los tres hombres se inclinaron con expresión reflexiva para mirarlos. Ya se estaban olvidando de la falta de etiqueta de Jane.
—Mirad —indicó ella—, los rusos han avanzado hasta aquí. ¿Es así?
Volvió a trazar la línea que Ellis le había mostrado.
Mohammed asintió.
—Así que la ruta de las caravanas está cerrada.
Mohammed volvió a asentir.
—¿Y ahora cuál es el mejor camino de salida?
Una expresión dubitativa se pintó en el rostro de todos y movieron la cabeza. Eso era normal, cuando hablaban de dificultades les gustaba darse importancia. Jane creía que esto era porque sus conocimientos del país eran el único poder que tenían sobre los extranjeros como ella. Por eso se mostraba en general tolerante con ellos, pero ese día no tenía paciencia.
—¿Y por qué no por este camino? —preguntó con tono perentorio, mientras trazaba una línea paralela al frente ruso.
—Demasiado cerca de los rusos —opinó Mohammed. —Entonces por aquí.
Trazó una ruta más cuidadosa, siguiendo los contornos del territorio.
—No —repitió Mohammed.
—¿Por qué no?
—Porque aquí. —señaló un lugar en el mapa, entre dos valles, donde Jane había pasado su dedo sobre una cadena de montañas—. Aquí no hay montura.
Llamaban montura a los pasos. Jane delineó una ruta más al norte.
¿Y por aquí?
—Peor aún.
—Pero tiene que haber otro camino de salida —exclamó Jane. Tenía la sensación de que ellos disfrutaban de su frustración. Decidió decir algo un poco ofensivo, para picarlos un poco—. ¿Entonces este país es como una casa con una sola puerta, separado del resto del mundo simplemente porque uno no puede llegar al paso de Khybcr?
La frase casa con una sola puerta era el eufemismo que ellos utilizaban para referirse al excusado.
—Por supuesto que no —replicó Mohammed ofendido—. En verano también contamos con la ruta de la mantequilla.
—Muéstramela.
El dedo de Mohammed trazó una ruta compleja, que partiendo al este del valle cruzaba una serie de altos valles y de ríos secos y después giraba al norte hacia la cordillera del Himalaya y por fin cruzaba la frontera cerca de la entrada al deshabitado Waikhan antes de girar al sudeste rumbo a la ciudad pakistaní de Chitral.
—La gente de Nuristán transporta por aquí su mantequilla, yogur y su queso al mercado de Pakistán. —Sonrió y se tocó la gorra redonda—. Allí es donde conseguimos los gorros.
Jane recordó que se llamaban gorros chitralí.
—Muy bien —dijo Jane—. Volveremos a casa por esa ruta.
Mohammed hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No podéis.
—¿Y por qué no?
Kahmir y Matullah esbozaron sonrisas de complicidad. Jane los ignoró. Después de un instante de silencio, Mohammed volvió a hablar.
—El primer problema es la altura. Esta ruta corre por encima de la línea del hielo. Eso significa que allí la nieve nunca se derrite y que el agua no corre, ni siquiera en verano. En segundo lugar, por el terreno. Los montes son muy escarpados y los senderos son estrechos y traicioneros. Es difícil encontrar el camino: hasta los guías locales se pierden. Pero el peor de todos los problemas reside en la gente. Esa región se llama Nuristán, pero antes se llamaba Kafiristán porque el pueblo era incrédulo y bebía vino. Ahora son verdaderos creyentes, pero todavía ponen trampas, roban y a veces asesinan a los viajeros. Esta ruta no es buena para los europeos y es imposible para las mujeres. Sólo puede ser utilizada por los hombres más jóvenes y más fuertes, y aún así muchos viajeros terminan siendo asesinados.
—¿Enviarás por allí las caravanas?
—No. Esperaremos hasta que se vuelva a abrir la ruta del sur.
Ella estudió el rostro apuesto de Mohammed. Comprendió que no exageraba: simplemente exponía razones concretas. Se puso en pie y empezó a enrollar los mapas. Estaba amargamente desilusionada. Debía posponer indefinidamente su regreso. De repente la tensión de la vida en el valle le resultó insoportable y tuvo ganas de llorar.
Enrolló los mapas formando un cilindro y se obligó a mostrarse amable.
—Estuviste ausente durante mucho tiempo —le comentó a Mohammed.
—Estuve en Faizabad.
—Un largo viaje. —Faizabad era una ciudad importante del lejano norte. Allí la resistencia era muy fuerte: el ejército se había amotinado y los rusos nunca pudieron recuperar el control—. ¿No estás cansado?
Era una pregunta formal, al estilo del ¿Cómo estás? en español, y Mohammed le dio la respuesta formal
—¡Sigo vivo!
Ella se puso el rollo de mapas debajo del brazo y salió.
Las mujeres del patio la miraron con aire temeroso cuando pasó junto a ellas. Le hizo un saludo con la cabeza a Hafima, la esposa de ojos renegridos de Mohammed, y como respuesta obtuvo de ella una sonrisa nerviosa.
Ultimamente los guerrilleros viajaban mucho. Mohammed estuvo en Faizabad, el hermano de Fara había ido a Jalalabad, Jane recordó que una de sus pacientes, una mujer de Dasht i Rewat, había comentado que su marido había sido enviado a Pagman, cerca de Kabul. Y Yussuf Gul, el cuñado de Zahara, hermano de su difunto esposo, había sido enviado al valle de Logar, más allá de Kabul. Esos cuatro lugares eran refugios de los rebeldes.
Algo estaba sucediendo.
Jane olvidó su desilusión durante un rato, mientras trataba de imaginar de qué se trataría. Masud había enviado emisarios a muchos, tal vez a todos, los otros jefes de la Resistencia. ¿Sería una coincidencia que eso sucediera justo después de la llegada de Ellis al valle? De ser así, ¿qué estaría tramando Ellis? Tal vez Estados Unidos colaboraran con Masud en la organización de una ofensiva conjunta. Si todos los rebeldes actuaran juntos, podrían lograr algo, era posible que hasta pudieran apoderarse de la ciudad de Kabul por algún tiempo.
Jane entró en su casa y dejó caer los mapas dentro del arcón. Chantal seguía dormida. Fara preparaba la comida para la noche: pan, yogur y manzanas.
—¿Para qué ha ido tu hermano a Jalalabad? —preguntó Jane. —Lo mandaron —contestó Fara con el aire de alguien que declara algo obvio.
—¿Quién lo mandó?
—Masud.
—¿Para qué?
—No sé.
Fara parecía sorprendida de que Jane le preguntara algo semejante: ¿quién podía ser tan tonta como para creer que un hombre le diría a su hermana el motivo de su viaje?
—¿Tenía algo que hacer allí, llevó un mensaje, o qué? —No sé —repitió Fara.