El valle de los leones (25 page)

Read El valle de los leones Online

Authors: Ken Follett

BOOK: El valle de los leones
8.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

El no estaba seguro. Jane, respaldada por Ellis, era un adversario formidable; pero sola, no lo era. Jean-Pierre tal vez lograra persuadirla de que se quedara en el valle durante otro año: le podía prometer que él no traicionaría más la ruta de las caravanas, después buscaría la forma de restablecer contacto con Anatoly y simplemente esperaría a que se presentara la oportunidad de fijar con precisión el paradero de Masud para que los rusos lo apresaran.

A las dos de la madrugada le dio el biberón a Chantal, y después regresó a la cama. Ni siquiera intentó dormir. Estaba demasiado ansioso, demasiado excitado y demasiado asustado. Mientras permanecía allí tendido, esperando que saliera el sol, imaginó todas las cosas que podían salir mal: Ellis podía negarse a recibir el tratamiento, él, Jean-Pierre, podía calcular mal la dosis, Ellis podía haber sufrido apenas un rasguño y tal vez lo encontrara caminando normalmente por todas partes, y hasta cabía la posibilidad de que Ellis y Masud ya se hubiesen marchado de Astana.

El sueño de Jane era inquieto; tenía pesadillas. Se movía y se agitaba a su lado y de vez en cuando murmuraba palabras ininteligibles. La única que dormía profundamente era Chantal.

Jean-Pierre se levantó justo antes del amanecer, encendió el fuego y fue al río a bañarse. Cuando volvió, el mensajero ya estaba en el patio, bebiendo té preparado por Fara y comiendo los restos del pan del día anterior. Jean-Pierre bebió un poco de té, pero no pudo comer nada.

En la azotea, Jane amamantaba a Chantal. Jean-Pierre subió para darles un beso de despedida. Cada vez que tocaba a Jane recordaba cómo le había pegado y todo su ser se estremecía de vergüenza. Por lo visto ella lo había perdonado, pero a él le resultaba imposible perdonarse.

Cruzó el pueblo con la vieja yegua y bajó hasta la orilla del río; desde allí, con el mensajero a su lado, se encaminó río abajo. Entre Banda y Astana había una carretera, o lo que en el Valle de los Cinco Leones era llamado carretera: una franja de tierra rocosa de dos o tres metros de ancho y más o menos llana, apta para la circulación de carros de madera o de jeeps del ejército, pero que destruiría en pocos minutos un automóvil común. El valle estaba compuesto por una serie de gargantas o desfiladeros que se ensanchaban a intervalos y formaban pequeñas planicies cultivadas, de un kilómetro y medio a tres de largo y de menos de un kilómetro y medio de ancho, donde los habitantes conseguían arrancar su sustento a una tierra poco fértil, gracias a un duro trabajo y a una ingeniosa irrigación. El camino era lo suficientemente bueno como para permitir que Jean-Pierre montara su yegua en los trechos descendentes. (El animal no era lo suficientemente bueno como para que él lo montara cuesta arriba.)

En una época este valle debió de ser un lugar idílico, pensó Jean-Pierre mientras cabalgaba hacia el sur bajo el resplandeciente sol matinal. Regado por el río de los Cinco Leones, defendido por sus altas paredes de piedra, organizado de acuerdo a antiguas tradiciones y jamás perturbado, salvo por algunos portadores de manteca de Nuristán y el ocasional vendedor de mercería de Kabul, debió de ser como un retroceso a la Edad Media. Ahora, el siglo XX se vengaba de él. Casi todos los pueblos habían sido dañados por los bombardeos: un molino de viento destruido, una pradera sembrada de cráteres, un antiguo acueducto de madera hecho astillas, un puente de piedra y argamasa reducido a algunas rocas sobre las que se podía vaciar la rápida corriente del río. Bajo el escrutinio cuidadoso de Jean-Pierre el efecto de todo esto sobre la vida económica del valle era evidente. Esa casa era una carnicería, pero el mostrador de madera del frente no exhibía ya carne. Ese recuadro lleno de ortigas, en una época había sido un huerto, pero su propietario huyó a Pakistán. Allá había un huerto con fruta que se pudría en el suelo, cuando debía estar secándose en alguna azotea, lista para ser almacenada para el largo y crudo invierno: la mujer y los niños que en un tiempo atendían el huerto estaban muertos y el marido dedicaba ahora todas las horas de su vida a la guerrilla. Ese montón de tierra y piedras había sido una mezquita, y los habitantes decidieron no reedificarla porque posiblemente volvería a ser bombardeada. Y todo ese desperdicio y esa destrucción tenían lugar porque individuos como Masud trataban de resistirse al curso de la historia y engañaban a los ignorantes campesinos para que les apoyaran. Todo eso terminaría cuando Masud desapareciera.

Y una vez que Ellis fuera eliminado, Jean-Pierre podría encargarse de Masud.

Cuando, cerca del mediodía, se aproximaban a Astana, se preguntó si le resultaría difícil clavar la aguja. La idea de matar a un paciente le resultaba tan grotesca que ignoraba cómo reaccionaría. Por supuesto que había visto morir a algunos de sus pacientes, pero aún en esos casos lo consumía la pena de no haber podido salvarlos. Cuando tuviera a Ellis indefenso, y él estuviera con la aguja en la mano, ¿se sentiría torturado por las dudas, como Machbeth, o vacilante, como Raskolnikov en Crimen y castigo?

Cruzaron Sangana, con su cementerio y su playa de arena, y después siguieron por el camino que seguía el recodo del río. Frente a ellos se extendía un terreno cultivado y un grupo de casas construidas sobre la ladera de la montaña. Unos minutos después se les acercó por el campo un chico de once o doce años y los condujo, no hacia el pueblo que se erguía sobre la montaña, sino a una gran casa, en un extremo del campo cultivado.

Por el momento, Jean-Pierre no sentía dudas ni vacilaciones; sólo una especie de aprensión llena de ansiedad, como la que uno padece la hora anterior a un examen importante.

Desató su maletín de la yegua, entregó las riendas al muchacho y entró en el patio de la granja.

Allí vio diseminados a más de veinte guerrilleros, en cuclillas y con la mirada perdida en el espacio, esperando con paciencia de aborígenes. Al mirar a su alrededor, Jean-Pierre notó que Masud no se encontraba allí, aunque sí dos de sus lugartenientes más cercanos. Ellis estaba en un rincón sombreado, tendido sobre una manta.

Jean-Pierre se arrodilló a su lado. Era evidente que a Ellis la bala le provocaba dolor. Estaba acostado boca abajo. Tenía el rostro tenso y los dientes apretados. Estaba muy pálido y había gotas de sudor en su frente. Respiraba agitadamente.

—Duele, ¿verdad? —preguntó Jean-Pierre en inglés.

—Acertaste. Bien por el diagnóstico,— contestó Ellis con los dientes apretados.

Jean-Pierre retiró la sábana que lo cubría. Los guerrilleros le habían cortado la ropa para colocarle un vendaje casero sobre la herida. Jean-Pierre se lo quitó. Inmediatamente notó que la herida no era grave. Ellis había sangrado mucho y la bala, todavía alojada en el músculo, sin duda le dolía endiabladamente, pero se encontraba lejos de los huesos y de las arterias principales, se curaría con rapidez.

No, no se curará —se recordó Jean-Pierre—. No se curará nunca.

—Primero te daré algo para aliviarte el dolor —anunció.

—Te lo agradecería —contestó Ellis fervorosamente.

Jean-Pierre levantó la manta. En la espalda de Ellis había una enorme cicatriz, en forma de cruz. Jean-Pierre se preguntó cómo se habría hecho esa herida.

Nunca lo sabré, pensó.

Abrió el maletín. Ahora voy a matar a Ellis —pensó—. Nunca he matado a nadie, ni siquiera por accidente. ¿Cómo será convertirse en un asesino? En el mundo la gente lo hace todos los días: hay hombres que matan a sus mujeres, mujeres que matan a sus hijos, asesinos que matan a los políticos, ladrones que matan a los propietarios de las casas que van a asaltar, verdugos que ejecutan a asesinos. Tomó una jeringa grande y empezó a llenarla de digitoxina: la droga venía en envases pequeños y tuvo que vaciar cuatro para obtener una dosis letal.

¿Cómo resultaría ver morir a Ellis? El primer efecto de la droga le aumentaría el ritmo cardíaco. El lo percibiría y se pondría ansioso e incómodo. Entonces, a medida que el veneno afectara el ritmo de su corazón, aparecerían latidos extras, uno pequeño después de cada uno de los normales. En ese momento se sentiría terriblemente descompuesto. Por fin los latidos de su corazón se volverían totalmente irregulares, las aurículas y los ventrículos empezarían a latir independientemente y Ellis moriría en medio de la agonía y el terror. ¿Y qué haré yo —pensó Jean-Pierre— cuando grite de dolor y me pida a mí, el médico, que lo ayude? ¿Le haré saber que quiero que muera? ¿Adivinará que lo he envenenado? ¿Pronunciaré palabras tranquilizantes, con mis mejores modales de médico de cabecera y trataré de lograr que su muerte sea más fácil? "Relájate, todo esto es un efecto normal del calmante, no te preocupes que todo saldrá bien." La inyección estaba lista.

Puedo hacerlo —se dijo Jean-Pierre convencido—. Puedo matarlo. Lo único que no sé es lo que me sucederá a mí después. Arremangó la camisa de Ellis y por simple costumbre le pasó un algodón con alcohol por el brazo.

En ese momento llegó Masud.

Jean-Pierre no lo oyó acercarse, así que pareció surgir de la nada e hizo que Jean-Pierre se sobresaltara. Masud le apoyó una mano en el brazo.

—Te asusté, monsieur le docteur —dijo. Se arrodilló junto a la cabeza de Ellis—. He considerado la propuesta del gobierno norteamericano —le comunicó a Ellis en francés.

Jean-Pierre permaneció allí arrodillado, como petrificado, con la jeringa en la mano derecha. ¿Qué propuesta? ¿Qué mierda era todo eso? Masud hablaba abiertamente como si Jean-Pierre fuese uno más entre sus camaradas —cosa que en cierto sentido era cierta—, pero Ellis, Ellis podía sugerirle que hablara en privado.

Haciendo un esfuerzo, Ellis se apoyó sobre un codo. Jean-Pierre contuvo el aliento. Pero lo único que Ellis dijo fue:

—¡Sigue!

Está demasiado extenuado —pensó Jean-Pierre— y tiene demasiado dolor para pensar en complicadas precauciones de seguridad, y además no tiene motivos para sospechar de mí, así como tampoco los tiene Masud.

—Es buena —siguió diciendo Masud—. Pero he estado pensando cómo voy a lograr cumplir con mi parte del trato.

¡Por supuesto! —pensó Jean-Pierre—. Los norteamericanos no han enviado a un agente tan importante de la CÍA hasta aquí simplemente para enseñarles a unos pocos guerrilleros cómo volar puentes y túneles. ¡Ellis ha venido a hacer un trato!

Pero Masud continuaba hablando.

—Este plan para entrenar guerrilleros de otras zonas debe ser explicado a los demás jefes. Será difícil. Ellos sospecharán, especialmente si soy yo quien presenta la propuesta. Creo que debes ser tú el que lo proponga, y creo que tienes que decirles personalmente lo que tu gobierno les ofrece.

Jean-Pierre no podía pensar en otra cosa. ¡Un plan para entrenar guerrilleros de otras zonas! ¿Qué diablos era eso?

Ellis contestó con cierta dificultad.

—Lo haré con gusto. Pero tú tendrás que reunirlos a todos.

—Sí —contestó Masud, sonriendo—. Convocaré una conferencia de todos los líderes de la Resistencia, a realizarse aquí, en el Valle de los Cinco Leones, en el pueblo de Darg, dentro de ocho días. Hoy mismo enviaré mensajeros con la noticia de que un representante del gobierno de Estados Unidos ha llegado para conversar con nosotros sobre la provisión de armamentos.

¡Una conferencia! ¡Provisión de armamentos! A Jean-Pierre se le iban clarificando las bases del tratado. Pero, ¿qué debía hacer al respecto?

—¿Y vendrán? —preguntó Ellis.

—Vendrán muchos —respondió Masud—. No vendrán nuestros camaradas de los desiertos del oeste, ya que están demasiado lejos y no nos conocen.

—Y los dos que nosotros deseamos especialmente que asistan: ¿Kamil y Azizi?

Masud se encogió de hombros.

—Eso está en manos de Dios —contestó.

Jean-Pierre temblaba de excitación. Ese sería el acontecimiento más importante de la historia de la Resistencia afgana.

Ellis buscaba algo dentro de su bolsa, que estaba en el suelo cerca de su cabeza.

—Es posible que yo pueda ayudarte a persuadir a Kamil y a Azizi —dijo. Sacó de la bolsa dos paquetitos y abrió uno de ellos. Contenía un trozo chato y rectangular de metal amarillo—. Oro —informó Ellis—. Cada uno de éstos vale alrededor de cinco mil dólares.

Era una fortuna: cinco mil dólares equivalía a más de dos años de sueldo del afgano medio.

Masud tomó el trozo de oro y lo sopesó en su mano.

—¿Y eso qué es? —preguntó, señalando una figura grabada en el centro del rectángulo.

—El sello del presidente de Estados Unidos —explicó Ellis.

Inteligente —pensó Jean-Pierre—. Era justo el detalle que podía impresionar a los líderes tribales al mismo tiempo que les provocaba una irresistible curiosidad por conocer a Ellis.

—¿Ayudará eso a persuadir a Kamil y a Azizi? —preguntó Ellis.

Masud asintió.

—Creo que vendrán.

Puedes apostar tu vida a que vendrán, pensó Jean-Pierre.

Y de repente supo exactamente lo que tenía que hacer. En ocho días, Masud, Kamil y Azizi, los tres grandes líderes de la Resistencia, se encontrarían juntos en el pueblo de Darg.

Tenía que decírselo a Anatoly.

Entonces Anatoly podría matarlos a todos.

Esto es —pensó Jean-Pierre—; éste es el momento que he estado esperando desde que llegué al valle. Tengo a Masud donde lo necesito, y también a los otros dos rebeldes. Pero ¿cómo aviso a Anatoly? Ha de haber algún medio.

—Una reunión cumbre —dijo Masud mientras sonreía con bastante orgullo—. Será un buen comienzo para la nueva unidad de la Resistencia, ¿no te parece?

Será eso —pensó Jean-Pierre—, o el principio del fin. Bajó su mano, colocó la punta de la aguja en dirección al suelo y oprimió el de la jeringa, vaciándola totalmente. Observó que el veneno desaparecía en la tierra polvorienta. Un nuevo comienzo o el principio del fin.

Jean-Pierre administró a Ellis un anestésico, le extrajo la bala, limpió la herida, la volvió a vendar y le inyectó antibiótico para impedir una infección. Después atendió a los dos guerrilleros que también habían recibido heridas de poca importancia en la refriega. Cuando se corrió por el pueblo la voz de que el doctor se encontraba allí, en el patio de la granja se reunió un pequeño grupo de pacientes. Jean-Pierre asistió a un bebé con bronquitis, tres infecciones de poca importancia y a un mullah con parásitos. Después almorzó. A media tarde volvió a meter el instrumental en el maletín y montó a Maggie para regresar a su casa.

Other books

The Secret of Magic by Johnson, Deborah
The Colony by Davis, John
Voyeur by Sierra Cartwright
Buttercream Bump Off by McKinlay, Jenn
Blood Debt by Tanya Huff
Everybody Say Amen by Reshonda Tate Billingsley