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Authors: Laura Gallego García

El Valle de los lobos (10 page)

BOOK: El Valle de los lobos
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El Maestro la observó un momento sin decir nada. Dana seguía pensando en las ganas que tenía de tomarse un día libre porque estaba cansada, lo cual, en el fondo, también era verdad.

—Puedes ir si lo deseas —concedió el hechicero—. Sin embargo, no intentes cruzar el bosque de noche. Ya sabes que es peligroso.

Dana asintió y le dio las gracias efusivamente. Después, bajó corriendo a la cocina para contarle a Maritta la novedad de su excursión.

La chica apenas pudo dormir aquella noche. Era la primera vez que iba a alejarse de la Torre en cinco años, y no veía la hora de que amaneciese para poder partir.

Cuando ensilló a Lunaestrella al romper el alba casi había olvidado el verdadero asunto que le llevaba al pueblo. Montó sobre la yegua sintiéndose más ligera que una nube de verano, y cuando cruzó la verja tuvo que reprimir las gana de ponerse a cantar.

Fuera la esperaba Kai, con los brazos cruzados sobre el pecho y la espalda apoyada en el muro, en actitud serena. Sin embargo, no logró engañar a Dana; lo conocía demasiado bien como para no percibir, por el brillo de sus ojos, que estaba tan ilusionado como ella.

Kai subió de un salto a Lunaestrella y se acomodó detrás de Dana. La muchacha respiró hondo e hizo que la yegua echase a andar.

El paseo fue agradable. Pese a que hacía frío y un irritante viento helado les azotaba el rostro, los chicos se sentían libres y felices mientras atravesaban el bosque. Dana estaba de buen humor y parloteaba sin cesar. Kai reía muy a menudo, y hasta Lunaestrella parecía disfrutar bajo los tímidos rayos del sol.

A mediodía dejaron el bosque atrás y salieron a campo abierto. Dana detuvo a su yegua en la ladera para contemplar un momento el paisaje. Al fondo del valle se veían las casas del pueblo, esparcidas al pie de las montañas, rodeadas de campos de cultivo. Tras ellas se alzaba la imponente sombra de la cordillera.

—¿No es precioso? —murmuró Dana.

Kai sonrió. Se inclinó hacia adelante para acariciar el cuello de Lunaestrella y murmuró algo al oído del animal, que se animó de súbito y salió galopando ladera abajo.

Dana se había echado hacia un lado para dejar que Kai se agachara hacia la cabeza de la yegua. No imaginaba que ella iba a reaccionar así, y su brusca salida estuvo a punto de hacerla caer.

Dana gritó, y se agarró como pudo para no perder el equilibrio. Cuando logró retomar el control de la situación, Lunaestrella aún galopaba ladera abajo.

—¿Estás loco? —le gritó la muchacha a Kai—. ¿Qué has hecho?

—¿No es fantástico? —replicó él, sonriendo.

Dana pronto sonrió también. Sí, era fantástico. Lunaestrella corría como el viento, y ella se sentía volar, y todo era mucho más hermoso con Kai a su lado.

La joven aprendiza de maga lanzó un grito de júbilo. Lunaestrella le respondió con un gozoso relincho. Kai se echó a reír, y Dana le secundó.

Las risas de ambos ascendieron hacia el frío cielo sin nubes que cubría el valle.

Entraron al paso por el camino del pueblo cruzado ya el mediodía. Dana lo observaba todo con interés. Habían pasado cerca de algunas granjas antes de llegar. Habían visto rebaños de vacas y ovejas, jóvenes trabajando en el campo, niños jugando en el pajar. Aquellas imágenes, aquellos sonidos, aquellos olores le traían a la muchacha recuerdos de la granja donde había pasado su infancia.

—¿Lo echas de menos? —preguntó Kai, adivinando sus pensamientos.

Dana oprimió con fuerza su amuleto de la suerte.

—En cierto modo sí —respondió—. Pero no podría volver a ser granjera ahora que he conocido la magia. Creo que he encontrado en la Torre el sentido de mi vida.

Kai asintió.

—Eso se llama vocación.

Dana también observó una cosa en la gente que se encontraba a su paso: todos la miraban con una mezcla de curiosidad, respeto y temor, que en algunos casos llegaba a ser desconfianza y hasta cierta hostilidad.

—La gente sencilla no comprende la magia —le recordó Kai—. Tenlo en cuenta.

Entraron en el pueblo sin prisas. No había mucha gente por las calles, y Dana se preguntó si sería por su causa. Se encogió de hombros y decidió centrarse en sus asuntos.

Buscó las tiendas. Entró primero en la del herbolario para comprar algunas plantas medicinales que necesitaba Maritta y que no se hallaban en el bosque. Después fue por herramientas y utensilios de cocina. En todas partes se la trató con corrección, aunque no recibió una acogida cálida. No se lo tomó a mal. Cuando hubo realizado todas sus compras, se acordó de golpe del principal motivo de su visita al pueblo. Miró a Kai, un poco perdida. ¿A quién podría preguntar?

El muchacho se encogió de hombros. Dana suspiró y dio una mirada circular.

La plaza del pueblo estaba desierta. Sólo se veía, semioculto tras una esquina, a un niño pelirrojo de unos nueve o diez años. Dana se acercó. El rapaz retrocedió, pero le devolvió una mirada desafiante.

—No te tengo miedo —le dijo.

La muchacha sonrió.

—¿Y por qué habrías de tenerme miedo?

—Mi madre dice que eres una bruja.

—¿Y tú qué dices?

—No sé. Vistes de una forma muy rara, y nunca te había visto por aquí. Yo creo que...

—¡Nicolás! —tronó una voz femenina.

El niño dio un respingo.

—¡Mi madre! —exclamó—. Tengo que irme. ¡Si me ve hablando contigo...!

—¡Espera! —lo detuvo Dana—. ¿Qué sabes del unicornio?

El chaval lo pensó un momento. Después se encogió de hombros.

—¡Sólo son cuentos de viejas!

—¡Nicolás! —insistió la voz, y el niño echó a correr hasta desaparecer en el interior de una casa.

La puerta se cerró de golpe tras él. Dana respiró hondo, frustrada.

—Cuentos de viejas... —murmuró.

—Cuentos de viejas —repitió una voz tras ella—. ¿Y qué sabemos las viejas? Nada de nada.

Dana se dio media vuelta y vio a una anciana, pequeña y encorvada, sentada en un banco al sol. A la chica le extrañó no haber reparado antes en ella.

—¿Usted no me tiene miedo? —preguntó con una sonrisa.

La anciana sonrió maliciosamente.

—¿Y por qué habría de tenértelo? Por la voz deduzco que no eres más que una jovencita.

Dana advirtió entonces la mirada perdida de los ojos de la mujer: era ciega. La muchacha se acercó a ella.

—¿Qué saben las viejas? —preguntó suavemente—. Seguro que mucho más que los jóvenes.

La anciana sonrió de nuevo.

—Buscas al unicornio —dijo—. No sé por qué has venido aquí, entonces. Todos saben que vive en el bosque, y que habita en el valle desde mucho antes de que el ser humano pusiera los pies en él. O al menos es lo que contaba mi madre, y la madre de mi madre, y la madre de la madre de mi madre.

—¿Es cierto que sólo puede vérsele las noches de plenilunio?

—Eso no lo sé. Dicen que los unicornios sólo pueden ser vistos por doncellas puras y que, aun así, sólo se dejan ver en contadas ocasiones. Pero es posible que bajo la belleza de la luna llena se vuelvan descuidados.

Dana reflexionó un momento. Después se volvió de nuevo hacia la anciana ciega.

—Pero el bosque es muy grande —dijo—. ¿Hay alguna zona en concreto donde habite el unicornio?

—Todo el bosque es su territorio: ni los hombres ni los lobos lograrán arrebatarle un palmo mientras él viva allí.

Dana se estremeció al oír nombrar a los lobos.

—Pero tú no debes tener miedo —prosiguió la anciana—. Seguro que eres una aprendiza de talento; de lo contrario, no vivirías en la Torre.

Dana se sobresaltó, y balbuceó algo. La mujer sonrió por tercera vez.

—¿Creías que no te había reconocido? Recuerdo cuando viniste al pueblo hace cinco años acompañando al viejo hechicero. Entonces no eras más que una niña, pero nunca olvido una voz por mucho que cambie, y por muchos años que pasen. Una voz siempre tiene algo, un timbre, un tono, que la define como única.

Dana no sabía qué decir. Finalmente preguntó:

—¿Qué más sabe del Maestro?

La mujer ladeó la cabeza.

—Sé lo que sabemos todos en el pueblo. Lo que sabe también él —señaló la sombra del bosque a lo lejos—. Y lo que saben los lobos.

—¿Lo que saben los...?

—¿Con quién hablas?

Dana se giró rápidamente. El niño llamado Nicolás la observaba con curiosidad desde una ventana baja.

—Hablaba con... —Dana señaló el banco bajo el árbol, pero se quedó con el brazo en el aire.

Allí no había nadie.

Dana lanzó una exclamación y miró hacia todos los lados. Ni rastro de la anciana ciega.

El niño soltó una risita.

—No creo que tú seas una bruja —dijo—. Creo más bien que estás chiflada, tú y ese viejo loco que vive en la Torre.

Enmudeció al sentir una mano que aferraba su hombro y tiraba de él con fuerza hacia el interior de la casa. Dana oyó cómo desde dentro lo reprendía una voz de mujer. Enseguida asomó por la ventana el rostro de la madre, pálido y severo.

—No me importa lo que hagáis allá en la Torre —le dijo a Dana—, pero éste no es lugar para brujos. Márchate de este pueblo y no vuelvas a acercarte a mi hijo.

Dana iba a replicar, dolida, pero entonces recordó los consejos de Kai, y no dijo nada.

Abandonó el pueblo montada en Lunaestrella, más confusa y perdida que antes. Cuando divisó la Torre al atardecer, Kai aún no había logrado hacerla sonreír. El episodio de la vieja ciega la había trastornado, y en su mente resonaba, sin piedad, la voz del niño del pueblo: «Estás chiflada...».

En los días siguientes, Dana anduvo distraída y encerrada en sí misma y en pensamientos que no compartía con nadie más, ni siquiera con Kai. El plenilunio se acercaba, y ella aún no había decidido si valía la pena arriesgar su vida por algo que no sabía si era real.

¿Y si estaba loca y veía cosas que no existían? ¿Y si Kai, la dama prisionera y la anciana del pueblo habían sido producto de su imaginación?

No avanzaba en sus estudios, y se equivocaba constantemente a la hora de realizar hechizos sencillos. El Maestro lo notó, pero no le dijo nada, y las dudas de Dana aumentaron más aún.

La que no se calló lo que pensaba fue Maritta.

—Hija, nunca pensé que ese elfo larguirucho te sorbiese el seso de esta manera.

Dana sonrió tristemente y negó con la cabeza.

—No tiene que ver con el elfo, Maritta. Ya te lo he dicho muchas veces.

La enana la miró con curiosidad.

—Es un problema más serio —adivinó—. ¿Quieres contármelo? Tal vez pueda ayudarte.

Dana se encogió de hombros. Confiaba en Maritta, claro que sí, pero no la consideraba una persona con la que se pudiera hablar de magia o de visiones. Era algo natural en su raza: los robustos enanos excavaban túneles en la roca, eran mineros y orfebres, y también feroces guerreros. Pero no confiaban ni creían en nada que no pudiesen ver y tocar. Su pragmatismo era proverbial.

Maritta, en términos generales, se ajustaba bastante bien a los patrones que definían su orgullosa raza, la más antigua de las que poblaban la tierra. Pero entonces, ¿qué hacía ella en la Torre, tan lejos de su hogar? Dana nunca se lo había preguntado, pero alguna vez había sentido curiosidad ante la presencia de un enano en una escuela de hechicería.

—¿Qué opinas tú de la magia? —le preguntó.

Maritta la miró, ceñuda.

—¿Por qué me preguntas eso? Sabes muy bien lo que opino: no me gusta. Pero a todo ha de acostumbrarse una.

—Entonces, ¿por qué vives en la Torre? ¿Por qué te trajo el Maestro?

En los ojos de la enana asomó un brillo feroz.

—Vivo en la Torre porque es mi hogar —replicó, malhumorada—. Y ese Maestro tuyo no me
trajo:
yo ya trabajaba aquí cuando él llegó. De esto hace mucho tiempo, niña. Entonces ese viejo chivo no era más que un mocoso imberbe.

Dana se sorprendió. Nunca se le había ocurrido preguntarse cómo o qué había sido la Torre antes del Maestro. Quiso preguntarle más cosas, pero la mirada de la enana seguía echando chispas.

—Son tiempos pasados que no vale la pena recordar —dijo con brusquedad—. Y, si no quieres contarme qué te pasa, no me ofenderé. Al fin y al cabo, es normal. Nadie cuenta con la vieja Maritta.

La muchacha se sintió culpable inmediatamente, aunque en el fondo no acertaba a comprender qué había dicho para molestar tanto a su amiga. Por eso habló casi sin pensar:

—Tengo visiones.

—¡Visiones! —resopló Maritta—. ¿Y eso es todo?

Dana se esforzó por no sentirse ofendida. Sabía muy bien cómo se las gastaba la enana, y con el tiempo había aprendido a no hacer mucho caso de su mal genio.

—Es todo, pero no es poco —dijo—. A veces no distingo lo real de lo imaginario, y, desde luego, no sé si lo imaginario es realmente imaginario, o pertenece a un plano distinto de la realidad.

Enseguida se dio cuenta de que lo había embrollado todo, y miró a Maritta, dispuesta a intentar expresarlo mejor si ella no lo había entendido. Pero la enana estaba seria y pensativa.

—No sé si estoy loca o es que puedo ver cosas que otros no ven —concluyó Dana, resumiendo todas sus dudas.

—No entiendo gran cosa de magia —dijo Maritta—, pero he pasado casi cien años en este lugar y, si algo he aprendido, es que cuando hay magia de por medio todo es posible. Las cosas que siempre habíamos tenido por ciertas ya no tienen sentido, y las más atrevidas quimeras pueden tomar cuerpo. Las leyes naturales se trastocan a voluntad, y no hay punto de referencia. Todo puede ser real o no serlo. En estas circunstancias, ¿quién está loco, y quién no lo está? Yo en tu lugar no me preocuparía por eso. Si vas a dedicarte a la magia, tendrías que aprender a convivir con ello. Y, desde luego, si estuvieses loca no te plantearías si lo estás o no. Los locos no son conscientes de su locura.

Dana asintió, agradecida ante el sabio consejo de la enana.

—Entonces, ¿crees que debería investigarlo?

Maritta se encogió de hombros.

—Los humanos sois curiosos por naturaleza —dijo—. ¿Crees que serías capaz de quedarte sentada sin buscar respuestas?

—No —reconoció Dana—. Necesito saber.

—¡Lo ves! ¡Humanos...! ¿Para qué me preguntas? Sabes muy bien lo que vas a hacer. Lo sabías desde el principio.

Dana sonrió, y se sintió de pronto mucho más alegre y ligera. Estampó un beso en la mejilla arrugada de la enana y subió volando las escaleras. Para cuando llegó a su habitación, ya sabía lo que iba a hacer: buscaría respuestas, y esas respuestas pasaban por encontrar al unicornio.

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