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Authors: Czeslaw Milosz

Tags: #Relato, Histórico

El Valle del Issa (11 page)

BOOK: El Valle del Issa
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El abuelo Surkont se disgustó mucho. Cuando le contaban casos de ataques a casas señoriales (muy cerca, por el lado de levante tenían un buen ejemplo de ello), carraspeaba suavemente y convertía la amenaza en broma. Ni siquiera tomó especiales medidas de precaución cuando, por los bosques, merodeaban bandas de fugitivos rusos, que vivían del pillaje. ¿Y quiénes, entre los que habitaban la región, podían tener interés en atacarle? ¿No lo conocían todos desde niño, o es que había hecho daño a alguien? ¿A lo mejor, involuntariamente? En cuanto al odio que existía entre polacos y lituanos, trataba de con vencer a los polacos que los lituanos tenían todo el derecho a poseer su propia nación, y que ellos, los que hablaban en polaco, eran, igual que él mismo,
gente lithuani
. Pero alguien había arrojado una granada. ¿Quién y contra quién? Contaban las ventanas: una, en la habitación del abuelo, dos en la de la abuela Misia, dos en la de Tomás. Si lo hubiera hecho alguien que conociera bien la casa, no hubiera apuntado contra el niño, parecía evidente. De modo que se trataba de alguien de afuera, o bien de alguien mal orientado y que se había equivocado.

A la abuela Misia no le preocupó en absoluto el hecho de que pudiera ser odiada hasta aquel punto. Vertió sobre el abuelo su dosis habitual de reproches acerca de sus simpatías por los lituanos y campesinos, señalándole que esto era lo que merecía a cambio. Tampoco pareció preocuparla mucho su propia seguridad; aunque, a decir verdad, no era fácil buscar alguna protección mejor: las contraventanas de madera se cerraban por fuera, y únicamente colocaron un candado en las de la abuela Dilbin, que estaba realmente asustada. Después de aquella milagrosa salvación, malcriaba aún más a Tomás y, de lo más hondo de su cofre, que escondía tesoros siempre inexplorados, extrajo una cajita alargada que contenía pinturas auténticas y un pincel. La primera obra de Tomás fue un pinzón: pues el pinzón (siempre los veía picoteando semillas en los arbustos alrededor de la casa) es una gran mancha roja, a la que se añade color azul mezclado con un poco de gris y un poco de negro. El pinzón y el pico pica-pinos, que tiene la cabeza roja y golpea en lo alto de los árboles desprendiendo de las ramas blancos copos de nieve, constituyen la mayor sorpresa del invierno.

La aventura de la granada de mano no entraba en el círculo de fantasías viajeras y guerreras de Tomás. No eran sus soldados y piratas, sino la fuerza encubierta y la oscuridad de la noche, aunque las huellas en la nieve le incitaban a imaginar botas altas, guerreras ceñidas por un cinturón y deliberaciones en voz baja. Se volvió desconfiado y sentía miedo cuando se encontraba con alguno de aquellos muchachos cuyo porte, adquirido en el ejército, ya de por sí infundía temor. A decir verdad, en verano, siempre que se acercaba al Issa avanzaba con la prudencia de un indio, porque ellos se instalaban en la espesura, de la que llegaban silbidos y carcajadas. Disparaban sus cara binas, y las balas se deslizaban por la superficie del agua como piedras planas. Tenían mala fama en el pueblo y se apartaban de todos. Akulonis les amenazaba con el puño y les insultaba porque le ahuyentaban los peces, y, una vez, llegaron hasta aturdirlos a golpes de granada, lo cual provocó la indignación general: esta manera de pescar no sólo es demasiado fácil, sino indecorosa.

Como medida de seguridad, adoptaron en realidad sólo una. Colocaron una cama en la sala de tejer, y Pakienas pasó a dormir allí, lo cual no constituía una protección especialmente eficaz. Se decía de él que era terriblemente miedoso, fama que quizás aún le venía de los alaridos que profirió hasta encontrar a alguien en su huida del espíritu del mayoral. Además, el aspecto externo de la persona suele apoyar ese tipo de juicios, y en su caso, eran sus ojos saltones, que se movían como los de un cangrejo. Además de un bastón con nudos, Pakienas te nía un viejo revólver, pero sin balas.

23

José
el Negro
subía trabajosamente por la carretera que sale del pueblo. Se hundía hasta el tobillo en la nieve mezclada con estiércol de caballo; unos riachuelos bajaban por los carriles alisados por las barras de los trineos. Se desabrochó su chaqueta blancuzca de grueso paño. Alzó un momento la gorra al pasar ante la cruz y entornó los párpados porque la luz lo cegaba. Allí estaban la blanca colina y, en la cima, la orilla del parque y la blancura de la pared de los graneros. En el valle, por encima de un bosquecillo, en un recodo del Issa, volaban las cornejas con un graznido que anunciaba la primavera.

Pasó de largo por la alameda y, bordeando el huerto, se dirigió hacia la
kumietynia
. Antiguamente, en las chozas que bordeaban la carretera por ambos lados, vivían los
kumiecie
, o sea los peones que trabajaban para el señor. Ahora queda­ban sólo unos pocos, y las demás chozas estaban ocupadas por toda clase de gentes, generalmente unos infelices que buscaban trabajo aquí y allá. José contestó cortésmente a todos los saludos, pero llevaba demasiada prisa para dete­nerse a hablar. Al final de la
kumietynia
, junto a la cruz con su tejadillo metálico, torció hacia la derecha, hacia el pue­blo de Pogiry y la oscura franja del bosque.

Pogiry es un pueblo alargado, cuya calle mayor se extiende a lo largo de más de una
versta
, a la que cruza otra calle perpendicular a aquélla. Es una aldea bastante rica, no hay en ella casas con techos de paja, ni chozas sin chimenea. Los huertos son casi tan buenos como en Ginie. Crían también muchas abejas que producen una oscura miel de alforfón, trébol y flores de los prados silvestres. José se detuvo frente a la tercera casa después del caserón de Baluodis, el americano, pintado de verde, y miró al patio, por encima de un seto de tablas afiladas. Vio allí a un hombre ya mayor, vestido con un caftán de lana (las ovejas en Pogiry son generalmente marrones y negras) que estaba descortezando un tronco. José empujó la portezuela y, después de estrecharle la mano, observó que se trataba de un abeto más que regular. El viejo asintió y añadió que le sería muy útil, ya que se tenía que apuntalar el granero. Seguro que el abeto había llegado hasta allí gracias a Baltazar, pero esto no era asunto de José.

El joven Wackonis apareció de pronto desde algún rincón, medio dormido. Se pasó los dedos por el pelo para quitarse las briznas de paja y el plumón y, mientras presentaba sus respetos a José, un poco avergonzado, le observaba con una mirada algo insegura. Vestía pantalones de color azul oscuro y una blusa militar. Su ancho rostro se ensombreció cuando José le dijo que venía para hablarle.

José dejó la jarra de estaño, se secó los bigotes con el revés de la mano y se lo quedó mirando sin decir palabra. Finalmente, apoyó los codos en la mesa y dijo:

—Lo sé todo.

El otro, sentado en un rincón del banco, parpadeó varias veces, pero en seguida bajó los párpados con ex presión soñolienta. Se encogió de hombros.

—Aquí no hay nada que saber.

—Quizás lo haya, o quizás no lo haya. He venido a verte, porque eres un estúpido. ¿Quién te enseñó a escribir? ¿Ya no te acuerdas?

—Usted.

—Eso es. ¿Acaso lo hice para que fueras a arrojar granadas contra la gente?

Wackonis alzó los párpados. Su rostro tenía ahora una expresión adulta y seria.

—¿Y, si fuera yo, qué? No fue contra la gente, fue contra los señores.

José dejó sobre la mesa su tabaquera de abedul y se puso a liar un cigarrillo. Lo introdujo en una boquilla, lo encendió y aspiró el humo.

—¿Viste alguna vez que yo estuviera de parte de los señores?

—No lo vi, pero lo veo ahora.

—Tu padre no te lo dirá, pero te lo digo yo. Tú escucha a los más listos y no a los que son como tú. No tenéis nada dentro de la cabeza.

Wackonis cruzó los brazos sobre el pecho, le temblaban los músculos de la mandíbula.

—Los señores nos han chupado la sangre y no los necesitamos para nada. Matas a uno, a otro y acabarán marchándose a su Polonia. La tierra será nuestra.

José movía la cabeza con aire burlón.

—¡No necesitamos a los señores en Lituania, la tierra es nuestra! ¿A quién se lo has oído decir? A mí. Y ahora tú quieres darme lecciones. ¿Quieres matar e incendiar como los rusos?

—Ellos ya no tienen zar.

—Si no lo tienen, lo tendrán. Tú eres un lituano. El lituano no es un bandido. A los señores les quitaremos las tierras de todos modos.

—¿Quién se las quitará?

—Lituania se las quitará. Todos los eslavos, tanto los polacos como los rusos, no son más que basura. He traba­jado en Suecia, y nosotros debemos vivir como ellos.

Wackonis escuchaba con las cejas fruncidas, mirando hacia la ventana.

—Todo polaco es un enemigo.

—Los Surkont son lituanos desde hace siglos.

El otro se rió.

—¿Qué clase de lituano, si es un señor?

José acercó el jarro y se echó cerveza. Preguntó:

—¿Ibas tú contra él?

El chico hizo una mueca de indiferencia.

—Nnno, me daba igual.

José volvió a mover la cabeza.

—¡Muy bonito! Puedes dar gracias a Dios de que la granada no haya explotado. ¿Te han dicho a quién hubiera matado?

—No me lo han dicho.

—Al pequeño Tomás. La encontraron debajo de su cama.

—¿Al Dilbin?

—Sí.

Callaban los dos. Sin apartar los labios de la jarra, Wackonis masculló:

—Todos sabemos dónde está su padre. De tal palo, tal astilla.

—Estúpido. ¿Hubieras ido al entierro?

—¡Qué iba a ir!

El labio de José se arqueó, descubriendo los dientes. Se ruborizó.

—Tú, Wackonis, escúchame bien. Sé también quién te empujó a hacerlo y quién estuvo contigo aquella no che. Tus «Lobos de Hierro» no me dan miedo. Lucháis contra mujeres y niños.

Wackonis se levantó de un brinco.

—¡A usted no le importa si alguien me empujó o no me empujó!

José se echó para atrás en el banco y, mirándolo de arriba abajo, le espetó con desprecio:

—¿Qué te pasa? ¿No serás polaco?

24

El hielo se agrietaba sobre el Issa produciendo un estruendo parecido al disparo de un cañón. Luego bajaban los témpanos arrastrando paja, maderos, haces de le ña, gallinas muertas, y las cornejas se paseaban encima de ellos, a pasitos menudos. La perra
Murza
había parido, en la granja, varios cachorros, pero no pudo mantener oculta por mucho tiempo su carnada, porque los cachorrillos empezaron pronto a chillar. Tomás acercaba a su mejilla los cálidos cuerpecillos y observaba sus ojos cubiertos aún por una nubecilla azulada.
Murza
, pelirroja, mitad lobo, mitad zorro, con el hocico oscuro y mancha do, aceptaba con indulgencia su visita, jadeando con la lengua fuera.

Pakienas colocó los cachorros en un cesto, y a
Murza
la encerraron en la leñera junto al cachorro más grande y más fuerte, el único que le dejaron. Tomás corrió detrás de Pakienas y lo alcanzó junto a la escarpa sobre el río, allí donde se abrían las terreras de arcilla amarilla, con agujeros excavados por las golondrinas zapadoras. Los hielos ya habían bajado, y, sobre la cóncava superficie, giraban los embudos de los remolinos.

Pakienas tomó impulso y lanzó al cachorro. Un chapoteo, nada, la corriente rompió y empujó el círculo, y la cabeza del perrito apareció más abajo: movía las patitas, desapareció y se le volvió a ver aún en el recodo del río. Ahora, Pakienas los sacaba del cesto de dos en dos y, mientras lanzaba a uno, el otro lo mantenía apretado contra el pecho. El último se hundió tan sólo un segundo, luchó valientemente hasta que la corriente lo empujó hacia el centro: Tomás lo acompañó con la mirada.

Del calor, de entre las cosas que aún no eran capaces de distinguir, caían al agua helada: no sabían siquiera que existiera agua en algún lugar. Tomás volvió pensativo. En su curiosidad se introdujo la sombra de aquel sueño sobre Magdalena. Abrió la puerta de la leñera y acarició a
Murza
que gemía, intranquila, y que se escabulló de entre sus manos, husmeando.

Llegaron los primeros días claros. En el corral, las gallinas escarbaban la tierra y el viejo Grzegorzunio se sentaba en su banqueta y afilaba algo —su navaja, tan gastada por el uso que su hoja se iba estrechando hasta casi convertirse en una lezna, cortaba la rama de un solo movimiento rápido—, no como Tomás que incluso con la misma navaja tenía que hacer una incisión a uno y otro lado para que la rama se rompiera.

La señora Malinowski fue a visitar al abuelo Surkont porque quería arrendar su vergel. Era una propuesta insólita, pero dijo que quería probar, pues su hijo Domcio ya había cumplido los catorce años y creía que entre los dos podrían arreglarse. El abuelo le prometió el vergel, y ella salió ganando por haber venido pronto. Días más tarde, retumbó en el patio el carruaje de Chaim quien quería proponer como arrendatarios a unos parientes suyos. A su favor tenía las garantías profesionales y la costumbre, porque los arrendatarios siempre son judíos. Pero la palabra obliga, y todo terminó con el aparatoso gesto de mesarse el pelo, gritos y puños clamando al cielo.

La señora Malinowski, que era viuda y la más pobre de todo el pueblo de Ginie, no sembraba ni cosechaba, y poseía tan sólo una casucha junto a la balsa, sin terreno alguno. Era baja y ancha, y el pico de su pañuelo le que daba levantado sobre la frente pecosa formando como un tejado casi más alto que su cabeza. Su visita marcó para Tomás el comienzo de una nueva amistad.

Unos meses más tarde, Tomás llegó hasta aquella parte del vergel que quedaba detrás de las hileras de colmenas (para llegar hasta allí había que pasar muy cerca de las colmenas y, las abejas a menudo atacaban) y descubrió una cabaña. Una cabaña magnífica, no como las que construyen los pastores para pasar la noche en los prados. En el centro, uno podía ponerse de pie sin tener que inclinar la cabeza y, para cubrirla, se habían utilizado haces enteros de paja, sujetos con varas. El punto de unión, que correspondía al vértice de esta V invertida, estaba reforzado con clavos. A la entrada, habían encendido un fuego junto al que estaba sentado un mozalbete que asaba manzanas verdes clavadas en un palo; fue él quien enseñó la cabaña a Tomás, por dentro y por fuera.

Dominico Malinowski, pecoso como su madre, pero alto y con mechones pelirrojos, se hizo en seguida amigo de Tomás, quien, al tutearle, se sentía como avergonzado, algo así como a disgusto, por aquel privilegio que le con cedía un chico casi adulto. Domcio le enseñó a fumar en pipa: la había construido con una bala de carabina, a la que había practicado un orificio en el que introdujo una embocadura. Era la primera vez que Tomás fumaba, pero, aunque sentía una quemazón en la garganta, daba fuertes chupadas para mantener encendida la hoja doblada del tabaco casero. Con todas sus fuerzas trataba de merecer —y a partir de entonces para siempre— la aprobación de aquellos ojos grises y fríos.

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