Antes, cuando no aparecía, Antonina contestaba invariablemente: «Tomás ha vuelto a ir a casa de los Akulonis», en cambio ahora decía: «Tomás está en la cabaña». El irresistible encanto de la pequeña columna de humo entre los árboles y, en el interior, el olor a manzanas semipodridas y a paja. ¡Cuántas horas junto al fuego! Domcio sabía lanzar los salivazos a gran distancia, sacar el humo por la nariz (dos columnas que ascendían lenta mente en el aire) y preparar trampas para pájaros y martas (en el parque, una marta perseguía a una ardilla alrededor del tronco del tilo, pero, para colocar las trampas, habría que esperar hasta el próximo invierno); le enseñaba además toda clase de maldiciones. A cambio, le exigía que le contara lo que está escrito en los libros. No sabía leer y se interesaba por todo. Al principio, Tomás sintió vergüenza, la ciencia adquirida por medio de la letra impresa le parecía inferior (una vergüenza parecida, por ejemplo, a la que sentía por su solidaridad con la abuela Dilbin), pero Domcio se lo exigió y su curiosidad parecía inagotable: «¿Para qué?», «¿cómo?», «¿y, si es así, por qué?», y no siempre Tomás podía explicárselo, porque nunca antes se había detenido a pensarlo.
Atracción, sumisión. ¿Atracción por lo que era rudo y malicioso? Domcio le parecía el sumo sacerdote de lo verdadero, puesto que sus ironías y sus burlas solapadas roían la superficie de los conocimientos de Tomás, pero éste intuía que, debajo de ella, se agitaba lo que era real mente auténtico. Pero no se trataba de aquellos largos caracoles sin cáscara que cazaban, para luego acercarlos al fuego y ver cómo se encogían, ni de los abejorros a los que colocaban una paja en la parte posterior y dejaban otra vez en libertad, ni siquiera de una rata a la que Domcio metió en un túnel, entre carbones encendidos. Era algo más distante, más hondo. Cada una de sus visitas a la cabaña del vergel traía una promesa.
Y no le quedaba más salida que tratar de adivinar qué ocurría, porque Domcio no le desvelaba sino una faceta de su naturaleza, y lo trataba con cautela. No necesitaba demostrarle claramente a Tomás que estaba por encima de él, lo aceptaba con la condescendencia del que se siente más que respetado. Además, trataba de no propasarse. Quizá porque una ingenua confianza desarma, o porque le parecía más prudente no crearse mala fama en casa de los señores. Así, en su gruñido, «hmmm», y en su manera de burlarse, con las manos en las rodillas, cuando Tomás insistía en penetrar en los conocimientos prohibidos, a los que no podía acceder, radicaba precisamente gran parte de aquello que el pequeño quería saber. Pero, si, en cierta ocasión, esta reserva se rompió de pronto fue por culpa de los demonios del Issa, o de la inexperiencia de Tomás, quien despreció la regla según la cual no hay que seguir siempre y a todas partes a la persona a la que se adora. Pero ¿de dónde le habría venido el tacto suficiente, si vivía solo con sus ensueños y, en realidad, nadie le había enseñado a comportarse?
La señora Malinowska iba pocas veces a la cabaña. Al mediodía, le llevaba la comida a su hijo, pero no siempre, y Domcio se cocinaba él mismo la sopa de col, cortaba con la navaja grandes rebanadas de pan negro y se las comía acompañadas de tajadas de tocino. Y, además, manzanas y peras asadas: las peras asadas en ceniza son lo mejor del mundo, y las patatas, que también se preparaban, se cubrían de una corteza crujiente; para probar si ya estaban cocidas, clavaban en ellas unos palitos afilados. Antonina sólo iba allí para llevarse a Tomás por el pes cuezo, o para cargar con las «cestas de la inspección» —así se llamaba la porción de frutas que el arrendatario cedía al señor para el consumo diario de su casa—; en tal caso la ayudaban a llevarlas. A Domcio le llamaba con un nombre tan divertido como feo:
napuzuk
, que significa «pariente de todos los sapos».
Domcio, debemos confesarlo ahora, era un rey disfrazado. Gobernaba con la ayuda de un silencioso terror y observaba cuidadosamente ese silencio. Llegó al cargo de rey gracias a su fuerza física y a su vocación para el mando. Los que recibían palizas de sus fuertes puños acataban la prohibición y nunca se atrevieron a acusarle delante de sus padres. La corte que le rodeaba en los pastos que circundaban el pueblo, se componía, como suele ocurrir, de confidentes más próximos, o ministros, así como de vulgares aduladores, utilizados para servicios secundarios como, por ejemplo, perseguir las vacas cuan do entraban en terreno vedado. Para los experimentos serios que llevaba a cabo, se rodeaba tan sólo de sus confidentes.
Su mente crítica, que no aceptaba nada sin una comprobación científica, observaba atentamente todo lo que corre, vuela, salta y repta. Cortaba patas y alas y, de este modo, procuraba profundizar en el misterio de las máquinas vivientes. Sus experimentos abarcaban también a las personas; en estos casos, sus ministros sujetaban fuertemente por las piernas al objeto, es decir a Verónica, de trece años de edad. También le intrigaban los productos de la técnica, y estuvo mucho tiempo observando la construcción del molino, hasta que él mismo construyó un modelo exacto, al que incluso aportó mejoras, y lo instaló luego en el lugar donde el torrente irrumpe en el Issa.
Imponiendo su voluntad a los chicos de su misma edad, Domcio se vengaba de todo lo que había sufrido de los mayores. Desde pequeño, sólo humillaciones: tanto él como su madre trabajaban en tierras ajenas, generalmente para ricachones, amos de sesenta u ochenta hectáreas, que eran sin duda los peores. Su vida consistía en mirarles a los ojos, adivinar sus deseos, adelantarse y ejecutar rápidamente lo que le ordenaran hacer poco después, simulando hacerlo alegremente y por propia voluntad, temblando de miedo si, llegado el momento, le negaban la medida de centeno prometida, o el par de zapatos viejos: así nace el odio, o bien la duda de si todo este mundo no se asienta en alguna mentira.
A principios de verano, antes de instalarse en la ca baña del vergel, en la vida de Domcio ocurrió un hecho importante. Tanto cumplió y corrió tras los caprichos ajenos, tanto hizo y tanto insistió que, al fin, consiguió que uno de los antiguos soldados le prestara, de vez en cuando, su carabina. Esto era, además, una recompensa por su silencio sobre ciertos asuntos.
Por aquel entonces, se presentó un caso de rabia en la región, y corrió la sospecha de que uno de los perros del pueblo había sido mordido por un perro rabioso. Decían que convenía matarlo, pero nadie se decidía a hacerlo, hasta que Domcio lo supo y se ofreció para sacrificarlo. Se lo entregaron de mala gana, porque, a lo mejor, ni siquiera había sido mordido. El perro, grande, negro, con el rabo levantado y pelos blancos en el hocico, daba saltos de alegría junto a él, contento de que le soltaran y de salir al campo, en vez de bostezar y buscarse las pulgas. Le dio de comer y, luego, lo condujo junto al lago situado en medio de un pequeño promontorio en un tranquilo recodo del Issa. Este laguito era alimentado por un riachuelo que recogía el agua de los deshielos primaverales a través de un canal; poco profundo y cálido, constituía un remanso ideal para los lucios: en verano, se secaba casi del todo y quedaba en él más lodo que agua: habitaban allí permanentemente tan sólo las epinochas. Lo rodeaba un tu pido muro de juncos, altos como un hombre a caballo.
En una orilla, dentro de este círculo de juncos, crecía un peral. Domcio ató allí al perro, con una soga gruesa. Él se sentó a poca distancia, con la carabina en la mano. Sacó las balas del cargador y colocó en su lugar unos balines de madera que él mismo había tallado. El perro meneaba alegremente la cola y soltaba pequeños ladridos. Había llegado el momento: podía disparar, o no disparar; se acercó la culata al hombro, retardando el instante para poder deleitarse con la posibilidad misma. Era precisa mente eso: el perro no sospechaba nada, y él, Domcio, tenía en su mano la elección, era él quien decidía. Y, más aún, por un movimiento de su dedo, el perro pasaría en seguida a ser otra cosa: ¿pero qué cosa? ¿Caerá muerto, o seguirá saltando? Y, al mismo tiempo, bajo el peral y en los alrededores, todo cambiaría. Nada es comparable al poder mortífero de una bala; aquella paz, aquel silencio, como si el hombre no estuviera allí. Y, sin ira ni esfuerzo, decir: ya.
Se oía tan sólo el ruido de los juncos movidos por el aire; la lengua colorada y húmeda del perro colgaba del hocico abierto. Lo cerró de golpe con un ruido seco: había atrapado una mosca. Domcio apuntaba a su brillan te pelaje.
Ya. Durante una fracción de segundo, el perro quedó como atónito. Y, en seguida, se lanzó hacia delante, con un ladrido ronco, tensando la cuerda. Enfadado por esta actitud hostil, Domcio disparó la segunda bala. El perro cayó, se levantó y, de pronto, comprendió. Con el pelo erizado empezó a retroceder ante la visión aterradora. Recibió otros balazos, pero espaciados, para que no muriese demasiado aprisa; y después de cada disparo, el espectáculo variaba, hasta que el perro no pudo más que arrastrarse por el suelo con la parte trasera, entre gemidos y convulsivos movimientos de patas, caído ya sobre un costado.
De vuelta a su cabaña, junto al fuego, Domcio reflexionó sobre temas teológicos, basados en el recuerdo de aquellos instantes. Si él estaba tan por encima del perro, hasta el punto de poder disponer de su destino a su antojo, ¿acaso Dios no hacía lo mismo con los seres humanos?
Sentía rencor contra Dios. Sobre todo por su insensibilidad ante sus más sinceras súplicas de ayuda. En cierta ocasión, en vigilias de Navidad, les faltó en casa incluso el pan, y su madre lloraba y rezaba arrodillada ante una imagen santa: él pidió un milagro. Subió al desván, se arrodilló y, después de persignarse, dijo con sus propias palabras: «Es imposible que no veas la tristeza de mi madre. Haz un milagro y me entregaré a Ti; mátame en seguida; después, permíteme tan sólo ver el milagro». Saltó de la escalera, seguro de que sería escuchado, se sentó tranquilo en el banco y esperó. Pero Dios se mostró totalmente indiferente, y madre e hijo se fueron a dormir hambrientos.
Además, Dios, que tiene en su mano el rayo, un arma aún mucho más eficaz que el fusil, está claramente de parte de los mentirosos. En domingo, éstos se visten de fiesta, sus mujeres se engalanan con corpiños de tercio pelo verde y bajo la barbilla se atan pañuelos de colores recién sacados de los baúles. Cantan a coro, levantan los ojos en alto y juntan las manos. ¡Pero, en cuanto vuelven a casa, tienen de todo! Aunque uno reviente junto a su puerta, no son capaces de dar nada, mientras ellos se hartan de buñuelos y nata. Saben pegarte, no sin antes encerrarte en el granero para que nadie lo oiga. Se odian los unos a los otros y se dedican a hablar mal de todos. Son malos y tontos, y sólo una vez a la semana hacen ver que son buenos. ¿Y cuál es el premio de semejante conducta? Dios dispuso que el más rico del pueblo fuera el que se acuesta con su propia hija; Domcio una vez les espió: por la rendija, vio una rodilla desnuda y oyó los jadeos del viejo y los quejidos amorosos de la joven.
El cura enseña que hay que ser pacífico. Pero la realidad es que todos los animales persiguen y matan a otros animales, y todos los hombres oprimen a otros hombres. Cuando era pequeño, a Domcio lo zarandearon todos. Empezaron a respetarle tan sólo cuando se hizo mayor y fuerte, y pudo hacer sangrar bocas y narices. Dios cuida de que los fuertes estén bien y los débiles, mal.
¡Si pudiera volar hasta los cielos y tirarle de la barba!
Los hombres han inventado ya máquinas que vuelan, y seguro que inventarán otras aún mejores. Mientras tanto Domcio se perdía en aquel laberinto de preguntas. ¿A quiénes se llevan los demonios al infierno? A lo mejor, Dios simula que nada le importa y astutamente vuelve la cabeza, como el gato, que suelta al ratón para volver a cazarlo en seguida. De no ser por el miedo al infierno, se podría vivir de otro modo muy distinto, tú a lo tuyo y, al que se interponga en tu camino, un disparo.
Sentado en cuclillas, escuchando con indulgencia las explicaciones de Tomás, trataba de encontrar una salida entre aquellos intrincados caminos. De pronto, le deslumbró una nueva idea: ¿no serán los curas unos cuentistas? ¿No se habrá Dios despreocupado del mundo? ¿Y si fuera mentira que Dios lo ve todo, simplemente porque no le apetece hacerlo? Desde luego, el infierno existe en algún lugar, pero éste es un asunto entre hombres y demonios, y éstos —al igual que la transparente bruja Laurae, que puede cambiar de figura a su antojo— suelen atrapar a los incautos que quieren tener tratos con ellos. ¿Y si Dios no existiera y el cielo no estuviera habitado? ¿Cómo podría comprobarlo?
La mente de Domcio, como hemos tenido ocasión de observar, sabía apreciar el valor de un experimento. Y, lentamente, llegó a la siguiente conclusión: si el hombre es para el perro lo que Dios para el hombre, cuando el perro muerde a un hombre, éste agarra un palo, al igual que Dios, mordido por el hombre, se enfada y castiga. El truco está en saber encontrar algo tan insultante para Dios que se vea obligado a servirse de sus rayos. Si entonces no ocurriera absolutamente nada, quedaría por fin demostrado que no vale la pena preocuparse por Él.
Una lezna de zapatero muy afilada. Domcio la llevaba en el bolsillo y probaba su filo con el dedo. Aquel domingo, el sol amaneció entre nieblas que luego se asentaron al ras del suelo y, en el aire, volteaban tenues hilillos propios del veranillo de San Martín. Cerca de una de las escarpas del Issa, había una gran piedra cubierta de líquenes secos. Era plana por encima, como un altar. Los ministros de Domcio —con zapatos y camisas limpias, por que antes habían ido a misa— se sentaron frente a la roca, fumando cigarrillos y haciéndose los duros. No era descabellado imaginar que, a su alrededor, se unieran a ellos seres invisibles, que se relamían y abrían los ojos de par en par para no perderse el espectáculo.
Entretanto, Domcio permanecía de pie junto al Issa, echando piedrecitas al agua, pensativo. Aún estaba a tiempo de volverse atrás. ¿Y si todo aquello fuera cierto? De ser así, lo partiría un rayo allí mismo. Levantó la cabeza: el cielo sin nubes, el sol muy alto, era mediodía. ¡Si pudiera al menos ver un rayo en el cielo azul! Pero no, y, para entonces, ya sería demasiado tarde. Las menudas olas, que se perseguían en círculos cada vez más amplios, balanceaban las hojas que arrastraban en la superficie; una de ellas se dobló, y el agua recubrió su verde doblez. ¿Qué? ¿Acaso tenía miedo? Arrojó la piedra a un punto lejano en la sombra de la otra orilla, apretó los puños en los bolsillos y buscó la lezna con los dedos.