El valle del Terror. Sherlock Holmes (12 page)

Read El valle del Terror. Sherlock Holmes Online

Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
7.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

Es un hombre joven, robusto y de estatura mediana, no lejos, uno diría, de su trigésimo año. Tenía grandes, sagaces y graciosos ojos que parpadeaban interrogantemente mientras miraba de rato en rato a través de sus anteojos a la gente a su alrededor. Es fácil ver que es de una sociable y posiblemente simple disposición, ansioso por ser amistoso a todos los hombres. Cualquiera lo cogería en un instante porque es gregario en sus hábitos y comunicativo en su naturaleza, con una rápida inteligencia y una sonrisa lista. Y aún así el hombre que lo estudie más de cerca podría distinguir una cierta firmeza en la mandíbula y fiera tensión en los labios, que le advertirían que habían profundidades en su más allá, y que este agradable, de cabellos marrones, joven irlandés podría concebiblemente dejar su marca para bien o para mal en cualquier sociedad en que sea introducido.

Teniendo uno o dos tentativos comentarios con el minero más próximo, y recibiendo sólo cortas y ásperas réplicas, el viajero se resignó al silencio incompatible, observando melancólicamente afuera de la ventana al marchito paisaje.

No era una alegre visión. A través de la creciente lobreguez ahí latía el rojo centelleo de los caloríferos en los lados de las colinas. Grandes pilas de basura y montones de carbón se destacaban a cada flanco, con las altas bocas de las hulleras dominando sobre ellas. Agrupados conjuntos de humildes casas de madera, cuyas ventanas comenzaban a delinearse en la luz, comenzaban a esparcirse aquí y allá a lo largo del riel, y los frecuentes paraderos estaban aglomerados con sus atezados habitantes.

Los valles de hierro y del carbón del distrito de Vermissa no eran refugio para los holgazanes o los letrados. En todas partes habían severos signos de la cruda batalla de la vida, el duro trabajo para ser hecho, y los rudos, fuertes obreros que lo hacían.

El joven peregrino clavó su mirada en este tétrico campo con el rostro de repulsión mezclado con interés, que le mostraba que el escenario era nuevo para él. En los intervalos sacaba de su bolsillo una gruesa carta por la cual acudía, y en cuyos márgenes había garabateado algunas notas.

Una vez de detrás de su cintura extrajo algo que uno raramente hubiera esperado hallar en posesión de un hombre de benigno temperamento. Era un revólver de marina del mayor tamaño. Mientras lo colocaba oblicuamente hacia la luz, el fulgor en los bordes de los cartuchos de cobre dentro del cilindro le mostraba que estaba completamente cargado. Rápidamente lo regresó a su bolsillo secreto pero no antes de que fuera visto por un proletario que se había sentado en la contigua banca.

—¡Hola, amigo! —saludó—. Se ve de pie y preparado.

El hombre joven sonrió con un aire de turbación.

—Sí —dijo —los necesitamos algunos en el lugar de donde provengo.

—¿Y dónde es?

—Últimamente estuve en Chicago.

—¿Un extraño en esta zona?

—Sí.

—Pudiera ser que la necesite aquí —alegó el trabajador.

—Ah, ¿de verdad? —el joven se vio interesado.

—¿No ha oído nada acerca de acontecimientos por estos lugares?

—Nada fuera de lo común.

—Dios, pensé que el país estaba lleno de ellos. Los oirá rápidamente. ¿Qué le hizo venir aquí?

—Siempre presté atención cuando decían que siempre hay un trabajo para un hombre dispuesto.

—¿Es un miembro de la unión?

—Seguro.

—Entonces hallará su trabajo, creo. ¿Tiene amigos?

—No aún; pero tengo intenciones de hacerlos.

—¿Cómo es eso?

—Soy uno de la Eminent Order of Freemen. No hay pueblo sin una logia, y donde la haya haré amistades.

Esa revelación tuvo un singular efecto en su compañía. Observó sospechosamente a los otros en el carro. Los mineros continuaban murmurando entre ellos. Los dos policías dormitaban. Él se acercó, se sentó junto al joven viajero, y sostuvo su mano.

—¡Póngala! —exclamó.

Un apretón de manos pasó entre los dos.

—Veo que dice la verdad —mencionó el obrero—. Pero siempre es bueno asegurarse—. Elevó su mano diestra hasta su ceja derecha. El emigrante a su vez subió su mano izquierda a su ceja izquierda.

—Las noches oscuras son desagradables —pronunció el trabajador.

—Sí, para que viajen los extraños —el otro respondió.

—Eso es suficiente. Soy el Hermano Scanlan, Logia 341, Vermissa Valley. Encantado de verlo en estos sitios.

—Gracias. Soy el Hermano John McMurdo, Logia 29, Chicago. Jefe del cuerpo J. H. Scout Pero sí que tengo suerte de encontrar un hermano tan temprano.

—Bueno, hay muchos de los nuestros por aquí. No encontrara la orden más floreciente en ningún lado de los Estados Unidos que aquí en Vermissa Valley. Pero podemos aceptar a muchachos como usted. No concibo a un hombre activo de la unión sin encontrar nada que hacer en Chicago.

—Encontré mucho trabajo que hacer —respondió McMurdo.

—¿Entonces por qué se fue?

McMurdo movió su cabeza hacia los policías y sonrió.

—Me imagino que estos tipos estarían felices de saberlo.

Scanlan gimió compasivamente.

—¿En problemas? —formuló en un murmullo.

—Profundos.

—¿Un trabajo penitenciario?

—Y el resto.

—¡Nada ridículo!

—Es muy temprano para hablar de esas cosas —manifestó McMurdo con el aire de un sujeto que ha sido sorprendido diciendo más de lo intencionado—. Tengo mis propias buenas razonas para dejar Chicago, y que sea suficiente para usted. ¿Quién es para permitirse hablar de esas cosas? —sus grises ojos centellearon con repentina y peligrosa furia de detrás de sus lentes.

—Está bien, amigo, sin ofensas. Los chicos no pensarán nada mal de usted, lo que sea que hayas hecho. ¿Hacia dónde se dirige ahora?

—Vermissa.

—Ésa es la tercera estación en la línea. ¿Dónde se quedará?

McMurdo sacó un sobre y lo acercó a la oscura lámpara de aceite.

—He aquí la dirección, Jacob Shafter, Sheridan Street. Es una casa de huéspedes que me fue recomendada por un hombre que conocí en Chicago.

—Bueno, no la conozco; pero Vermissa está fuera de mi rango. Vivo en Hobson’s Patch, y es adonde nos dirigimos. Pero, hay un pequeño consejo que le daré antes de que nos separemos: Si está en aprietos en Vermissa, vaya directamente a la Union House a ver al jefe McGinty. Él es el jefe del cuerpo en la logia de Vermissa, y nada puede ocurrir en estos lares sin que Black Jack McGinty lo desee. ¡Adiós, amigo! Quizás nos encontremos en la logia una de estas tardes. Pero recuerda mis palabras: Si está en aprietos, vaya donde el jefe McGinty.

Scanlan descendió, y McMurdo fue abandonado nuevamente a sus pensamientos. La noche ya había caído, y las flamas de los frecuentes caloríferos rugían y saltaban en la oscuridad. Contra su cárdeno fondo figuras oscuras estaban inclinándose y estirándose, torciéndose y virando, con el movimiento del torno o el árgana, al ritmo del eterno rechinamiento y bramido.

—Me figuro que el infierno debe verse algo así como eso —enunció una voz.

McMurdo se volteó y vio que uno de los policías se había cambiado a su asiento y estaba observando afuera los vehementes despojos.

—Para eso —exclamó el otro policía—, yo también digo que el infierno debe ser como eso. Si hay peores diablos más allá que algunos que podríamos nombrar, es más de lo esperado. ¿Vislumbro que es usted nuevo en esta zona, joven hombre?

—Bueno, y qué si lo soy —McMurdo contestó en una voz hosca.

—Sólo esto, señor, que le debo avisar que sea cuidadoso escogiendo a sus amigos. No creo que empezaría con Mike Scanlan o con su banda si fuera usted.

—¿Qué demonios les interesa quienes sean mis amigos? —rugió McMurdo en una voz que atrajo la atención y llevó todas las caras del carro a presenciar el altercado—. ¿Les pedí consejo, o me cree un idiota que no me pueda mover sin él? ¡Hable cuando sea hablado, y por el Señor tendría que esperar un buen momento si fuera yo! —volcó su rostro y mostró los dientes a los policías como un perro malhumorado.

Los dos policías, hombres fuertes y de buen carácter retrocedieron por la extraordinaria violencia con la cual sus avances amistosos fueron repelidos.

—Sin ofensas, extraño —indicó uno—. Era una advertencia para su bien, viendo como es usted, por su apariencia, nuevo en el lugar.

—¡Soy nuevo en el lugar pero no nuevo para ustedes y su clase! —gritó McMurdo en una insensible ira—. Veo que son los mismos en todas partes, dando sus consejos cuando nadie se los pide.

—Tal vez veamos más de usted en no mucho tiempo —señaló uno de los policías con una sonrisita—. Es usted un verdadero “escogido”, si lo puedo juzgar.

—Yo estaba pensando lo mismo —remarcó el otro—. Sospecho que nos encontraremos nuevamente.

—¡No les temo a ustedes, y ni siquiera lo piensen! —vociferó McMurdo—. Mi nombre es Jack McMurdo, ¿ven? Si me quieren ver, me hallarán en la pensión de Jacob Shafter en Sheridan Street, Vermissa; así que no me estoy escondiendo de ustedes, ¿o no? ¡De día o de noche me atrevería a ver la cara de ustedes, y no confundan eso!

Hubo un murmullo de simpatía y admiración por los mineros a los impávidos modales del recién llegado, mientras los dos policías se encogieron de hombros y renovaron la conversación entre ellos.

Unos pocos minutos después el tren llegó a una mala iluminada estación, y hubo un descenso general; pues Vermissa era por mucho la más grande villa de la línea. McMurdo levantó su maleta de cuero, y ya se iba a aventurar a la oscuridad, cuando uno de los mineros le abrió conversación.

—¡Por Dios, amigo! Usted sí sabe como hablar con los policías —pronunció en una voz de reverencia—. Fue magnífico oírlo. Déjeme cargar su saco y mostrarle el camino. Paso por donde Shafter en mi ruta a mi propia casucha.

Hubo un coro de amigables “Buenas noches” por los otros mineros mientras cruzaban la plataforma. Antes de poner un pie, McMurdo el turbulento se había vuelto un personaje en Vermissa.

El campo había sido un sitio de terror; pero el pueblo era en su propia forma más deprimente. Debajo de ese largo valle había por lo menos una tétrica grandiosidad en las enormes fogatas y las nubes de humo movedizo, mientras la fuerza y la industria del hombre hallaban convenientes monumentos en las colinas que había destruido y dejado de lado por sus monstruosas excavaciones. Pero el villorrio mostraba un nivel muerto de mezquinas fealdad y mugre. La ancha calle estaba revuelta por el tráfico y convertida en una horriblemente surcada pasta de turbia nieve. Las aceras eran estrechas y dispares. Las numerosas lámparas a gas servían únicamente para mostrar más claras las viviendas de madera, cada una con su pórtico dando a la vía, sin manutención y sucia.

Mientras se aproximaban al centro del pueblo la escena brillaba por una fila de bien iluminadas tiendas, y aún más por una caterva de tabernas y casas de juego, en las que los mineros utilizaban sus difícilmente ganados pero generosos sueldos.

—Ésa es la Union House —apuntó el guía, señalando a una cantina que se elevaba casi a la dignidad de un hotel—. Jack McGinty es el líder allí.

—¿Qué clase de hombre es? McMurdo interrogó.

—¡Qué! ¿Nunca ha oído hablar del jefe?

—¿Cómo puedo haber oído de él cuando sabe que soy un extraño en estos lares?

—Bueno, pensé que su nombre era conocido a lo largo del país. Ha estado en los periódicos muchas veces.

—¿Por qué?

—Bueno —el minero bajó su voz—, por sus negocios.

—¿Qué negocios?

—¡Por Dios, señor! Es usted raro, si lo puedo decir sin ofenderlo. Sólo hay un grupo de asuntos que oirá por estos lugares, y esos son los negocios de los Scowrers.

—Vaya, me parece haber leído sobre los Scowrers en Chicago. Una banda de asesinos, ¿no es así?

—¡Por todos los cielos! —gritó el minero, permaneciendo quieto y alarmado, y observando con sorpresa a su compañía—. Hombre, no vivirá mucho tiempo en estos sitios si habla en la calle abierta así. Muchos hombres han perdido la vida por menos que eso.

—Bien, no sé nada de ellos. Es solamente lo que he leído.

—Y no estoy diciendo que lo que haya leído no sea verdad —el hombre miró nerviosamente a su alrededor mientras hablaba, atisbando a las sombras como presintiendo que hubiera una amenaza acechadora— Si el matar es un asesinato, entonces Dios sabe que hay asesinatos y de sobra. Pero no ose pronunciar el nombre de Jack McGinty en conexión con él, extraño; pues cada murmullo va donde él, y no es alguien que probablemente lo deje pasar. Ahora, ésa es la vivienda que está buscando, la que queda detrás de la vía. Hallará al viejo Jacob Shafter que la maneja tan honestamente como un hombre que viva en este municipio.

—Le doy las gracias —dictó McMurdo, y sacudiendo las manos con su nuevo conocido anduvo, con su maleta en mano, por el camino que llevaba al domicilio, en cuya puerta dio un resonante golpeteo.

Fue abierta inmediatamente por alguien muy diferente a lo que esperaba. Era una mujer, joven y singularmente bella. Era del tipo alemán, rubia y de cabellos blondos, con el picante contraste de un par de hermosos ojos oscuros con los que inspeccionó al extraño con sorpresa y un agradable desconcierto que trajo un rubor en su pálida cara. Enmarcada en la brillante luz de la abierta entrada, le pareció a McMurdo que nunca había visto una imagen tan encantadora; más atractiva por su contraste con los alrededores sórdidos y melancólicos. Una grata violeta creciendo entre esos negras minas amontonadas de basura no se vería tan asombrosa. Tan embelesado estaba que se quedó parado observándola sin decir palabra alguna, y fue ella quien rompió el silencio.

—Pensé que era mi padre —irrumpió ella con un complaciente acento alemán—. ¿Vino a verlo? Está en el centro del pueblo. Aguardo que venga en cualquier minuto.

McMurdo continuó clavando sus ojos en ella con abierta admiración hasta que sus ojos cayeron en confusión ante su dominante visita.

—No, señorita —dijo por fin—. No tengo ningún apuro en verlo. Pero su morada me fue recomendada para residirla. Pensé que me sentaría bien, y ahora sé que lo hará.

—Es rápido para decidir su mente —replicó ella con una sonrisa.

—Nadie sino un ciego no haría lo mismo —el otro contestó.

Se rió con el cumplimiento.

—Entre, señor —expresó—. Soy miss Ettie Shafter, la hija de Mr. Shafter. Mi madre está muerta, y yo dirijo la casa. Puede sentarse junto a la estufa en el cuarto que da a la calle... ¡Ah, aquí está! Puede arreglar las cosas con él de inmediato.

Other books

Don't Let Me Go by Susan Lewis
Forever Amish by Kate Lloyd
Deadrise by Gardner, Steven R.
Alaskan Nights by Anna Leigh Keaton
Slammed by Hoover, Colleen
Nine Days by Toni Jordan
A Dark and Promised Land by Nathaniel Poole
Hope by Lori Copeland
His For The Taking by Channing, Harris