El valle del Terror. Sherlock Holmes (7 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

Tags: #Policíaca

BOOK: El valle del Terror. Sherlock Holmes
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—Me gustaría tener esas fechas un poco más claras —pronunció MacDonald—. Es alrededor de seis años desde que Douglas se fue de California. Lo siguió el año siguiente, ¿no es cierto?

—Así es.

—Y ha estado cinco años casado. Usted debió haber regresado más o menos en la época de su boda.

—Como un mes antes. Yo fui su padrino.

—¿Conoció a Mrs. Douglas antes de su matrimonio?

—No. Había estado fuera de Inglaterra por diez años.

—Pero ha visto mucho de ella desde entonces.

Barker miró severamente al detective.

—He visto mucho de
él
desde entonces —respondió—. Si la he visto a ella, es porque no puede visitar uno a un hombre sin ver a su mujer. Si piensa que hay alguna conexión...

—No pienso nada, Mr. Barker. Debo hacer todas las investigaciones que pueda en este caso. Pero no me proponía ofenderlo.

—Algunas preguntas son ofensivas —Barker contestó con tono amargo.

—Sólo son hechos lo que queremos. Está en su interés y en el de todos que sean aclarados. ¿Mr. Douglas aprobó su amistad con su esposa?

Barker se puso más pálido, y sus grandes y fuertes manos se cerraron compulsivamente a la vez.

—¡No tiene derecho a hacer tales preguntas! —gritó— ¿Qué tiene esto que ver con el problema que está investigando?

—Debo repetir la pregunta.

—Bueno, me rehúso a responderla.

—Puede rehusarse a responderla; pero debe saber que su negativa es en sí una respuesta, porque no se rehusaría si no tuviera algo que esconder.

Barker se detuvo por un momento con su rostro áspero y sus cejas fuertemente negras se dibujaron en un intenso pensamiento. Luego se volvió con una sonrisa.

—Bien, creo que ustedes caballeros solamente están haciendo su trabajo después de todo, y no tengo derecho de obstruirlo. Sólo les pediría no molestar a Mrs. Douglas con este asunto; porque ya ha tenido suficiente hasta ahora. Les puedo decir que el pobre Douglas únicamente tenía un defecto en el mundo, y ése era su celo. Era cariñoso conmigo, ningún hombre lo era más con su amigo. Y era amoroso con su esposa. Él quería que viniera aquí, y siempre enviaba por mí. Y no obstante si su esposa y yo hablábamos solos o aparecía una simpatía entre nosotros, una especie de ola de celos pasaba sobre él, y estaría fuera de sí y diciendo las palabras más fuertes durante un momento. Más de una vez he dejado de venir por esa razón, y luego él me escribía cartas con disculpas, implorándome que volviese. ¡Pero pueden creerme, caballeros, cuando mi última palabra es que ningún hombre tuvo nunca una esposa más querida y fiel, y también puedo decir que no hubo amigo más leal que yo!

Había hablado con fervor y sentimiento, y sin embargo el inspector MacDonald no soltaba su pregunta.

—Conoce —profirió— que el anillo de bodas del cadáver había sido quitado de su dedo.

—Así parece —indicó Barker.

—¿Qué quiere decir con “parece”? Sabe que es un hecho.

El hombre pareció confuso e indeciso.

—Cuando dije “parece” quería decir que era posible que él mismo se haya sacado el aro.

—¿El simple hecho de que su anillo esté ausente, quienquiera que lo haya retirado, sugeriría a cualquiera, no es así, que el matrimonio y la tragedia están conectados?

Barker encogió sus anchos hombros.

—No puedo pensar qué significa —contestó—. Pero si insinúa que puede reflejarse de cualquier forma en el honor de esta dama —sus ojos ardieron por un instante, y luego con un esfuerzo evidente sostuvo sus propias emociones—, bueno, está sobre el camino equivocado.

—No tengo nada más que preguntarle al presente —señaló MacDonald fríamente.

—Hay un pequeño punto —remarcó Sherlock Holmes—, ¿cuándo entró al aposento solamente había una vela encendida en la mesa, no?

—Sí, así es.

—¿Por esta luz vio el terrible incidente ocurrido?

—Exacto.

—¿Inmediatamente llamó con la campanilla por ayuda?

—Sí.

—¿Y llegó rápidamente?

—Como en un minuto más o menos.

—Y cuando arribaron hallaron la vela apagada y la lámpara prendida. Eso es interesante.

De nuevo Barker manifestó signos de indecisión.

—No veo lo interesante, Mr. Holmes, —repuso tras una pausa—. La vela daba una luz muy mala. Mi primera idea fue la de dar una mejor. La lámpara estaba en la mesa; la prendí.

—¿Y sopló la vela?

—Exacto.

Holmes no formuló más preguntas, y Barker, con una mirada deliberada de uno a otro de entre nosotros con, como me pareció, algo de desafío en ella, se volvió y abandonó el cuarto. El inspector MacDonald envió una nota con el propósito de interrogar a Mrs. Douglas en su habitación; pero nos respondió diciendo que nos recibiría en el comedor. Entró, una alta y bella mujer de unos treinta, reservada y retraída a un alto grado, muy distinta de la trágica y perturbada mujer que yo había imaginado. Es verdad que su cara esta pálida y marcada, como la de alguien que ha pasado por un gran trauma; pero sus ademanes eran sosegados, y la mano finamente moldeada que descansaba en el borde de la mesa estaba tan firme como la mía. Sus tristes y suplicantes ojos viajaban de uno a otro de nosotros con una expresión inquisitiva. La mirada fija y preguntona se transformó abiertamente en una conversación abierta.

—¿Han hallado algo ya? —consultó.

¿Fue mi imaginación o había un pequeño tono de miedo más que de esperanza en la interpelación?

—Hemos llevado cada paso posible, Mrs. Douglas —expresó el inspector—. Puede estar segura que nada será descuidado.

—No escatimen el dinero —dijo en un tono muerto y llano—. Es mi deseo que todo esfuerzo posible sea realizado.

—Quizá pueda decirnos algo que traiga alguna luz al asunto.

—Me temo que no; pero todo lo que sé está a su servicio.

—Hemos escuchado de Mr. Cecil Barker que usted no vio, que usted nunca estuvo en el cuarto donde aconteció la tragedia.

—No, él me regresó de vuelta a las escaleras. Me suplicó que regresase a mi aposento.

—Así es. ¿Oyó el disparo, e inmediatamente bajó?

—Me puse mi batín y después bajé.

—¿Cuánto tiempo pasó desde que percibió el disparo y que Mr. Barker la detuviera en la escalera?

—Pudo haber sido un par de minutos. Es difícil reconocer el tiempo en esos momentos. Me imploró que no siguiera. Me aseguró que no podía hacer nada. Luego, Mrs. Allen, el ama de llaves, me condujo arriba nuevamente. Era todo como un horrendo sueño.

—¿Puede darnos una idea de cuánto tiempo su esposo había estado abajo antes del disparo?

—No, no puedo decir. Fue desde su cuarto de vestir, y no lo escuché irse. Daba una ronda a la casa todas las noches, porque le asustaba el fuego. Era la única cosa que yo sabía que le atemorizaba.

—Ése es justo el punto al cual quiero que venga, Mrs. Douglas. Usted conoció a su marido en Inglaterra, ¿no es así?

—Sí, hemos estado casados cinco años.

—¿Lo oyó hablar de algo que le haya ocurrido en América y que le podría traer algún peligro?

Mrs. Douglas meditó seriamente antes de responder.

—Sí —explicó por fin—, siempre sentí que había cierto peligro sobre él. Se rehusaba a discutirlo conmigo. No fue por falta de confianza en mí, había el amor más completo y leal entre nosotros, pero quería con todas sus fuerzas mantener cualquier alarma lejos de mí. Especuló que me asustaría si lo sabía todo, por eso estaba tan callado.

—¿Cómo lo supo, entonces?

La cara de Mrs. Douglas se encendió con una rápida sonrisa.

—¿Puede un cónyuge cargar su secreto toda la vida sin que la mujer que lo ama tener una sospecha al respecto? Entendía su rechazo a hablar de ciertos episodios de su vida americana. Lo entendía por ciertas precauciones que tomaba. Lo entendía por ciertas palabras que se le escapaban. Lo entendía por la manera en que veía a extraños inesperados. Estaba perfectamente segura que tenía poderosos enemigos, que creía que iban por su rastro, y que siempre estaba en guardia contra ellos. Estaba tan segura de ello que por años he estado aterrorizada si llegaba más tarde de lo esperado.

—¿Puedo preguntar —formuló Holmes— qué palabras fueron las que atrajeron su atención?

—El Valle del Terror —contestó la señora—. Ésa fue una expresión que usó cuando lo interrogué. “He estado en el Valle del Terror. No estoy fuera de él todavía.” “¿Nunca podremos salir del Valle del Terror?” le pregunté cuando lo vi más serio de lo usual. “A veces pienso que nunca podremos” respondió.

—¿Seguramente le cuestionó qué quería decir con el Valle del Terror?

—Lo hice; pero su rostro se volvió muy grave y sacudió su cabeza. “Es suficientemente malo que uno de nosotros esté bajo su sombra” dijo “¡Ruega a Dios que nunca caiga sobre ti!” Era un valle real en el cual había vivido y en el que algo terrible le había ocurrido, de eso estoy segura; pero más no le puedo decir.

—¿Y alguna vez mencionó nombres?

—Sí, estaba delirando por una fiebre una vez cuando tuvo su accidente cazando tres años atrás. Recuerdo que había un nombre que continuamente venía a sus labios. Lo pronunciaba con furia y una clase de horror. McGinty era el nombre, jefe del cuerpo McGinty. Le pregunté al recuperarse quién era el jefe del cuerpo McGinty, y de qué cuerpo era su amo. “¡Nunca del mío, gracias a Dios!” respondió con una risa, y eso fue todo lo que pude sacar de él. Pero hay una conexión entre el jefe del cuerpo McGinty y el Valle del Terror.

—Hay otro punto —añadió el inspector MacDonald—. ¿Conoció a Mr. Douglas en una pensión en Londres, no es así, y se comprometieron allí? ¿Hubo algún romance, algo secreto o misterioso, concerniente al matrimonio?

—Hubo romance. Siempre hay romance. No hubo nada misterioso.

—¿No tuvo un rival?

—No, yo estaba libre.

—Ha oído, sin duda, que su anillo de bodas fue retirado. ¿Eso le sugiere algo? Suponga que algún enemigo de su vida pasada lo haya seguido y cometido este crimen, ¿qué posible razón podría tener para coger su anillo de compromiso?

Por un instante podría haber jurado que la más débil sombra de una sonrisa se filtró por los labios de la mujer.

—Realmente no lo puedo decir —reconoció—. Es ciertamente una cosa extraordinaria.

—Bueno, no la detendremos por más tiempo, y pedimos disculpas por haberle dado problemas en este tiempo angustioso —indicó el inspector—. Hay otros puntos, sin duda; pero los referiremos a usted a medida que se vayan tomando en cuenta.

Ella se levantó, y nuevamente fui consciente de esa rápida, inquisitiva mirada que nos examinaba: “¿Qué impresión mi testimonio les ha producido?” La pregunta pudo bien haber sido dicha. Después, con una despedida, se retiró del cuarto.

—Es una hermosa mujer, una muy hermosa mujer —pronunció MacDonald pensativamente, luego de que la puerta se cerrara detrás de ella—. Este hombre Barker ha tenido un importante rol en esto. Es un hombre que puede ser atractivo para una mujer. Admite que el muerto era celoso, y quizás sabe muy bien la causa de sus celos. Ahí está el anillo de bodas. No lo podemos pasar por alto. El hombre que tira del anillo de compromiso de un cadáver... ¿Qué dice usted, Mr. Holmes?

Mi amigo estaba sentado con su cabeza encima de sus manos, enfrascado en una profunda meditación. Luego se levantó e hizo sonar la campana.

—Ames —expresó, cuando el despensero hubo entrado—, ¿dónde está Mr. Cecil Barker ahora?

—Voy a ir a ver, señor.

Regresó en un momento para decir que Barker estaba en el jardín.

—¿Puede recordar, Ames, qué era lo que Mr. Barker tenía puesto en sus pies cuando lo encontró en el estudio?

—Sí, Mr. Holmes. Tenía sus pantuflas de dormir. Le llevé sus botas cuando fue a ver a la policía.

—¿Dónde están las pantuflas ahora?

—Aún están bajo la silla en el vestíbulo.

—Muy bien, Ames. Es, por supuesto, importante para nosotros saber cuáles son las huellas de Mr. Barker y cuáles las de fuera.

—Sí señor. Debo decir que he notado que las chinelas están manchadas con sangre, al igual que las mías.

—Eso es natural, considerando la condición del aposento. Muy bien, Ames. Nosotros lo llamaremos si lo necesitamos.

Pocos minutos después estábamos en el estudio. Holmes trajo consigo las chinelas del pasadizo. Como Ames dijo, las suelas estaban oscuras de sangre.

—¡Extraño! —murmuró Holmes, mientras permanecía a la luz de la ventana y las examinaba minuciosamente—. ¡Muy extraño en realidad!

Inclinándose con uno de sus rápidos impulsos felinos, colocó la pantufla sobre la marca de sangre en el umbral. Se correspondía exactamente. Sonrió en silencio a sus colegas.

El inspector se transformó en excitación. Su acento nativo se confundió como una varita en medio de las rieles.

—¡Hombre —prorrumpió— no hay duda de ello! Barker ha marcado la ventana por sí mismo. Es bastante más ancha que cualquier otra marca de pie. Recuerdo que usted dijo que era un pie achatado, y aquí está la explicación. ¿Pero cuál es el juego, Mr. Holmes, cuál es el juego?

—Eso, ¿cuál es el juego? —mi amigo repitió cavilosamente.

White Mason se rió entre dientes y frotó sus gruesas manos en satisfacción profesional.

—¡Dije que era un caso formidable! —voceó— ¡Y uno verdaderamente formidable!

6. Una tenue luz

Los tres detectives tenían muchos detalles en los que reflexionar; por lo que retorné solo a nuestro modesto cuartel en la posada del pueblo. Pero antes de hacerlo tomé un paseo en el curioso jardín del mundo antiguo que flanqueaba la casa. Filas de tejos muy ancianos cortados en extraños diseños rodeaban todo a su alrededor. Dentro había un bello ámbito de césped con un viejo reloj de sol, dando un efecto tan aliviante y descansado que fue bienvenido por mis nervios alterados.

En la profunda y pacífica atmósfera uno puede olvidar, o recordar solamente como una fantasiosa pesadilla, ese oscuro estudio con la extendida, ensangrentada figura en el piso. Y aún así, yo mientras vagabundeaba por ahí y trataba de empapar mi alma en ese suave bálsamo, un singular incidente aconteció, lo que me trajo de vuelta a la tragedia y dejó una siniestra impresión en mi mente.

He dicho que una decoración de tejos circundaba el jardín. En el final más alejado de la casa se engrosaban en una continua barrera. Al otro lado de este vallado, oculto de los ojos de cualquiera acercándose desde la casa, había un asiento de piedra. Mientras me acercaba al sitio distinguí voces, algunos comentarios en los tonos graves de un hombre, replicados por un pequeño murmullo de risa femenina.

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