El vencedor está solo (13 page)

Read El vencedor está solo Online

Authors: Paulo Coelho

BOOK: El vencedor está solo
8.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Igor le preguntó si no estaba satisfecha con lo que tenía.

—Estoy satisfecha. Ése es precisamente el problema: yo estoy satisfecha pero tú no. Y no lo estarás nunca. Eres inseguro, tienes miedo de perder todo lo que has conquistado, no sabes retirarte de un combate cuando ya has conseguido lo que querías. Vas a acabar autodestruyéndote. Estás acabando con nuestro matrimonio y con mi amor.

No era la primera vez que hablaba de ese modo con su marido; sus conversaciones siempre fueron honestas, pero ella sintió que estaba llegando a su límite. Ya no soportaba ir de compras, detestaba los tés, odiaba los programas de televisión que tenía que ver mientras esperaba a que él llegara del trabajo.

—No digas eso. No digas que estoy acabando con nuestro amor. Te prometo que en breve lo dejaremos todo atrás; ten un poco de paciencia. Puede que sea el momento de empezar a hacer algo, porque debes de llevar una vida infernal.

Al menos, lo reconocía.

—¿Qué te gustaría hacer?

Sí, puede que ésa fuera la salida.

—Trabajar en moda. Es un sueño que he tenido siempre.

El marido satisfizo inmediatamente su deseo. A la semana siguiente apareció con las llaves de una tienda situada en uno de los mejores centros comerciales de Moscú. Ewa se quedó encantada; ahora su vida tenía un sentido, los largos días y noches de espera se terminarían para siempre. Pidió dinero prestado e Igor invirtió lo necesario para que tuviera una oportunidad de alcanzar el merecido éxito.

Los banquetes y las fiestas —en los que siempre se sentía como una extraña— pasaron a tener un nuevo interés; gracias a los contactos, en sólo dos años dirigía el más envidiado establecimiento de alta costura en Moscú. Aunque tenía una cuenta conjunta con su marido y él nunca se preocupó por saber cuánto gastaba, quiso devolverle todo el dinero que él le había prestado. Empezó a viajar sola, buscando diseños y marcas exclusivas. Contrató empleados, estudió contabilidad, se convirtió —para su propia sorpresa— en una excelente mujer de negocios.

Igor se lo había enseñado todo. Igor era el gran modelo, el ejemplo que había que seguir.

Y precisamente cuando todo iba bien, cuando su vida tenía un nuevo sentido, el Ángel de la Luz que había iluminado su camino empezó a dar muestras de desequilibrio.

Estaban en un restaurante de Irkutsk, después de haber pasado el fin de semana en una aldea de pescadores a orillas del lago Baikal. En ese momento, la compañía disponía de dos aviones y un helicóptero, de modo que podían viajar lejos y regresar el lunes para empezar otra vez. Ninguno de los dos se quejaba del poco tiempo que pasaban juntos, pero era evidente que los muchos años de lucha empezaban a dejar huella.

Aun así, sabían que el amor era más fuerte que todo y que, mientras estuvieran juntos, estarían a salvo.

En mitad de la cena a la luz de las velas, un mendigo visiblemente borracho entró en el restaurante, se dirigió hacia ellos y se sentó a su mesa para hablar, interrumpiendo ese precioso momento en el que estaban solos, lejos del bullicio de Moscú. Un minuto después, el dueño ya se disponía a sacarlo de allí, pero Igor le pidió que no hiciera nada: él mismo se encargaría del asunto. El mendigo se animó, cogió la botella de vodka y bebió de ella, comenzó a hacer preguntas («¿Quiénes sois? ¿Cómo hacéis para tener dinero si aquí somos todos muy pobres?»), se quejó de la vida y del gobierno. Igor aguantó todo aquello durante unos minutos.

Acto seguido, se excusó, cogió al sujeto del brazo y se lo llevó afuera; el restaurante se encontraba en una calle que no estaba pavimentada siquiera. Sus dos guardaespaldas lo esperaban. Ewa vio por la ventana que su marido intercambiaba unas palabras con ellos, algo así como «Vigilad a mi mujer», y se internó en un callejón lateral. Volvió pocos minutos después, sonriendo.

—Ya no volverá a molestar a nadie —dijo.

Ewa notó que sus ojos habían cambiado; parecían invadidos de una inmensa alegría, mucha más de la que debía de haber sentido durante el fin de semana que habían pasado juntos.

—¿Qué has hecho?

Pero Igor pidió más vodka. Ambos bebieron hasta el final de la noche; él sonriendo, alegre; ella intentando averiguar lo que le interesaba: puede que le hubiese dado dinero al hombre para salir de la miseria, ya que siempre se había mostrado generoso con el prójimo menos favorecido.

Cuando volvieron al hotel, él hizo un comentario:

—Lo aprendí siendo todavía joven, cuando luchaba en una guerra injusta, por un ideal en el que no creía. Siempre es posible acabar con la miseria de manera definitiva.

No, Igor no puede estar allí, Hamid debe de haberse confundido. Sólo se habían visto una vez, en la portería del edificio en el que vivían en Londres, cuando él descubrió la dirección y fue allí a suplicarle a Ewa que volviese. Hamid lo recibió, pero no lo dejó entrar y amenazó con llamar a la policía. Durante una semana ella se negó a salir de casa, diciendo que le dolía la cabeza, pero sabiendo que realmente el Ángel de la Luz se había convertido en la Maldad Absoluta.

Abre de nuevo el móvil. Lee otra vez los mensajes.

«Katyusha.»

Sólo había una persona que la llamaba así. La persona que vive en su pasado y que aterrorizará su presente durante el resto de su vida, por más que piense que está protegida, a salvo, viviendo en un mundo al que él no tiene acceso.

La misma persona que, al volver de Irkutsk —como si se hubiera liberado de una gran presión—, empezó a hablar más libremente de las sombras que poblaban su alma.

«Nadie, absolutamente nadie puede amenazar nuestra intimidad. Ya es suficiente el tiempo que dedicamos a crear una sociedad más justa y más humana; el que no respete nuestros momentos de libertad debe ser apartado de tal manera que jamás piense en volver.»

A Ewa le daba miedo preguntar el significado de «de tal manera». Creía que conocía a su marido, pero de un momento a otro parecía que un volcán dormido empezaba a rugir, y las ondas de choque se propagaban cada vez con más intensidad. Recordó algunas conversaciones nocturnas con el joven que un día tuvo que defenderse durante la guerra de Afganistán, y para eso había tenido que matar. Nunca vio arrepentimiento ni remordimiento en sus ojos:

«Sobreviví, y eso es lo que importa. Mi vida podría haberse acabado en una tarde de sol, en un amanecer en las montañas cubiertas de nieve, en una noche en la que jugábamos a las cartas en la tienda de campaña, seguros de que la situación estaba bajo control. Si me hubiera muerto, no habría cambiado nada sobre la faz de la Tierra; sería una estadística más para el ejército, y otra medalla para la familia.

»Pero Jesús me ayudó. Siempre he reaccionado a tiempo. Porque he pasado por las pruebas más duras por las que un hombre puede pasar, el destino me ha concedido las cosas más importantes de la vida: éxito en el trabajo y la persona a la que amo.»Una cosa era reaccionar para salvar la propia vida, y otra muy distinta, «quitar de en medio para siempre» a un pobre borracho que había interrumpido una cena y el dueño del restaurante podría haber echado fácilmente del local. Aquello le rondaba la cabeza; iba a su tienda más temprano, y cuando volvía a casa se quedaba hasta tarde frente al ordenador. Quería evitar una pregunta. Consiguió controlarse durante algunos meses marcados por los programas de siempre: viajes, ferias, cenas, reuniones, subastas benéficas. Incluso llegó a pensar que había malinterpretado lo que había dicho su marido en Irkutsk, y se sintió culpable por juzgarlo tan a la ligera.

Con el paso del tiempo, la pregunta fue perdiendo importancia, hasta el día en que asistían a una cena de gala en uno de los restaurantes más lujosos de Milán, seguida de una subasta benéfica. Ambos estaban en la misma ciudad por razones diversas: él, para concertar los detalles de un contrato con una firma italiana; Ewa, para la Semana de la Moda, en la que pretendía hacer algunas compras para su tienda de Moscú.

Y lo que había sucedido en mitad de Siberia volvió a suceder en una de las ciudades más sofisticadas del mundo. Esta vez, un amigo suyo, también borracho, se sentó a la mesa sin pedir permiso y empezó a bromear, diciendo cosas inconvenientes para ambos. Ewa notó cómo la mano de Igor se crispaba sobre uno de los tenedores. Con toda la amabilidad de que fue capaz, le pidió a su amigo que se marchara. Para entonces ya se había bebido varias copas de asti spumante, nombre que le dan los italianos a lo que antes llamaban champagne. El uso de la palabra se prohibió debido a la llamada «denominación de origen»: champagne era el vino blanco con un determinado tipo de bacteria que a través de un riguroso proceso de control de calidad genera gases en el interior de la botella a medida que envejece durante por lo menos quince meses; el nombre hacía referencia a la región en la que se producía. Spumante era exactamente lo mismo, pero la ley europea no les permitía usar el nombre francés, ya que sus viñedos se encontraban en lugares diferentes.

Empezaron a hablar sobre la bebida y las leyes, mientras ella intentaba apartar la pregunta que ya había olvidado y que ahora volvía con toda su fuerza. Mientras hablaban, bebían más. Hasta que llegó un momento en el que no pudo controlarse:

—¿Qué hay de malo en que alguien pierda un poco la compostura y venga a molestarnos?

La voz de Igor cambió de tono.

—Casi nunca viajamos juntos. Claro, siempre pienso respecto al mundo en el que vivimos: sofocados por las mentiras, creemos más en la ciencia que en los valores espirituales, obligándonos a alimentar nuestras almas con cosas que la sociedad dice que son importantes, mientras vamos muriendo poco a poco, porque entendemos lo que pasa a nuestro alrededor, sabiendo que nos vemos forzados a hacer cosas que no hemos planeado, pero aun así no somos capaces de dejarlo todo para dedicar nuestros días y nuestras noches a la verdadera felicidad: la familia, la naturaleza, el amor. ¿Por qué? Porque nos vemos obligados a terminar aquello que hemos empezado para poder conseguir la tan deseada estabilidad económica que nos permita disfrutar el resto de nuestras vidas dedicados únicamente el uno al otro. Porque somos responsables. Sé que a veces piensas que trabajo demasiado: no es verdad. Estoy construyendo nuestro futuro, y pronto seremos libres para soñar y vivir nuestros sueños.

Estabilidad económica, desde luego, no le faltaba a la pareja. Además, no tenían deudas, y podían levantarse de aquella mesa con sus tarjetas de crédito, dejar el mundo que Igor parecía detestar y empezar de nuevo, sin volver a preocuparse por el dinero. Habían hablado muchas veces sobre eso, pero Igor siempre repetía lo que acababa de decir: faltaba un poco más. Siempre un poco más.

Sin embargo, no era momento de discutir sobre el futuro de la pareja.

—Dios ha pensado en todo —continuó él—. Estamos juntos porque ésa fue Su decisión. Sin ti, no sé si habría llegado tan lejos, aunque todavía no soy capaz de entender tu importancia en mi vida. Fue Él el que nos unió y me prestó Su poder para defenderte siempre que sea necesario. Me enseñó que todo obedece a un plan determinado; tengo que respetarlo hasta en el más mínimo detalle. Si no fuera así, habría muerto en Kabul, o en la miseria en Moscú.

Y fue entonces cuando el spumante, o champagne, mostró de lo que era capaz, independientemente del nombre con el que lo bauticen.

—¿Qué pasó con aquel mendigo en mitad de Siberia?

Igor no recordaba a qué se refería. Ewa volvió a contarle lo sucedido en el restaurante.

—Me gustaría saber el resto.

—Lo salvé.

Ella respiró, aliviada.

—Lo salvé de una vida inmunda, sin perspectivas, en esos inviernos congelados en los que el alcohol iba destruyendo lentamente su cuerpo. Hice que su alma partiera hacia la luz, porque en el momento en el que entró en el restaurante para destruir nuestra felicidad me di cuenta de que su espíritu estaba habitado por el Maligno.

Ewa notó que el corazón se le disparaba. No necesitaba que dijera «lo maté». Estaba claro.

—Sin ti, no existo. Cualquier cosa, o cualquier persona que intente separarnos o destruir el poco tiempo que podemos pasar juntos en este momento de nuestras vidas debe ser tratada como se merece.

O sea, puede que quisiera decir: «Hay que matarla.» ¿Habría pasado eso antes y ella no se había percatado? Bebió, y bebió más, mientras que Igor volvía a relajarse: como nunca le abría su alma a nadie más, le encantaban las conversaciones que mantenían.

—Hablamos la misma lengua —continuó—. Vemos el mundo de la misma manera. Nos completamos el uno al otro con la misma perfección que sólo se les permite a los que anteponen el amor a todo lo demás. Repito: sin ti, no existo.

»Mira a la Superclase que nos rodea, que se cree tan importante, con conciencia social, que pagan fortunas por ciertas piezas sin valor en subastas benéficas que van desde "colecta de fondos para salvar a los refugiados de Ruanda" hasta una "cena benéfica por la preservación de los pandas chinos". Para ellos, los pandas y los hambrientos significan lo mismo; se sienten especiales, por encima de la media, porque están haciendo algo útil. ¿Han estado en un combate? No: crean las guerras, pero no luchan en ellas. Si el resultado es bueno, reciben todas las felicitaciones. Si el resultado es malo, la culpa es de los demás. Están encantados consigo mismos.

—Amor mío, me gustaría preguntarte otra cosa...

En ese momento, un presentador subía al palco para agradecerles a todos que hubieran ido a cenar. El dinero recaudado sería utilizado para comprar medicamentos para los campos de refugiados de África.

—¿Sabes lo que no ha dicho? —continuó Igor, como si no hubiera oído la pregunta—. Que sólo el 10 por ciento de la cantidad llegará a su destino. El resto será utilizado para pagar este evento: los costes de la cena, la propaganda, la gente que ha trabajado, mejor dicho, la gente que tuvo la «brillante idea», todo a precios exorbitantes. Usan la miseria como un medio de enriquecerse más y más.

—¿Y por qué estamos aquí, entonces?

—Porque tenemos que estar aquí. Porque forma parte de mi trabajo. No tengo la menor intención de salvar Ruanda ni de enviarles medicamentos a los refugiados, pero soy consciente de ello. El resto del público utiliza su dinero para limpiar la conciencia y el alma de culpas. Mientras tenía lugar el genocidio en el país, financié a un pequeño ejército de amigos, que impidió más de dos mil muertes entre las tribus hutu y tutsi. ¿Lo sabías?

Other books

The Siege by Helen Dunmore
Claimed by the Grizzly by Lacey Thorn
The Gate House by Nelson DeMille
Summer on the Short Bus by Bethany Crandell
La Bella Isabella by Raven McAllan
Disgrace by J. M. Coetzee
Attack of the Cupids by John Dickinson