Read El vencedor está solo Online
Authors: Paulo Coelho
—Aquí está. Arendt hace un análisis detallado del juicio de Adolf Eichmann, responsable del exterminio de seis millones de judíos en la Alemania nazi. En la página veinticinco, dice que la media docena de psiquiatras encargados de examinarlo llegaron a la conclusión de que era una persona normal. Su perfil psicológico, su actitud respecto a su mujer, hijos, padre y madre, estaban totalmente dentro de los patrones sociales que se esperan de un hombre responsable. Y Arendt continúa: «El problema de Eichmann fue precisamente que había muchos como él, y que esos muchos no eran pervertidos ni sádicos; que eran, y siguen siendo, terrible y aterradoramente normales [...]. Desde el punto de vista de nuestras instituciones, su normalidad era tan aterradora como los crímenes que cometió.»
Ahora puede entrar en materia.
—Según los informes de las autopsias, he observado que no ha habido ningún intento de abuso sexual hacia las víctimas...
—Señor Morris, tengo un problema que resolver, y debo hacerlo rápidamente. Quiero estar seguro de que nos encontramos ante un asesino en serie. Es evidente que nadie podía violar a un hombre en una fiesta o a una chica en un banco de la calle.
Es como si no hubiese dicho nada. El otro ignora sus palabras y continúa:
—...lo que es común en muchos asesinos en serie. Algunos tienen varias características, digamos, «humanas». Enfermeras que matan a pacientes en estado terminal, mendigos que son asesinados y nadie se da cuenta, funcionarios de Asuntos Sociales que, compadecidos por las dificultades de ciertos pensionistas mayores e inválidos, llegan a la conclusión de que la otra vida será mucho mejor para ellos; un caso así se dio recientemente en California. También los hay que intentan reorganizar la sociedad: en este caso, las prostitutas son las principales víctimas.
—Señor Morris, no he venido aquí...
Esta vez, Morris levanta ligeramente la voz.
—Yo tampoco lo he invitado. Le estoy haciendo un favor. Si quiere, puede irse. Si se queda, deje de interrumpir a cada momento mi razonamiento; cuando queremos capturar a una persona, tenemos que entender cómo piensa.
—¿Entonces cree que realmente es un asesino en serie?
—Todavía no he acabado.
Savoy se controló. ¿Y por qué tenía tanta prisa? ¿Acaso no era interesante dejar que la prensa montara el follón de siempre, antes de aparecer con la solución deseada?
—Está bien. Continúe.
Morris se acomoda en la silla y mueve el monitor para que Savoy pueda verla: en la enorme pantalla, un grabado, probablemente del siglo XIX.
—Éste es el más famoso de los asesinos en serie: Jack el Destripador. Actuó en Londres, sólo en la segunda mitad del año 1888, y acabó con la vida de siete mujeres en lugares públicos o semipúblicos. Les abría el vientre, les sacaba los intestinos y el útero. Nunca lo encontraron. Se convirtió en un mito, y hasta el día de hoy se sigue buscando su identidad.
La pantalla del ordenador cambió a algo que se parecía a un mapa astral.
—Ésta era la firma del Asesino del Zodíaco. Está demostrado que mató a cinco parejas en California, durante diez meses; jóvenes que detenían sus coches en lugares aislados para disfrutar de un poco de intimidad. Enviaba una carta a la policía con este símbolo, parecido a una cruz celta. Hasta el día de hoy, nadie ha sido capaz de saber quién era.
»Tanto en el caso de Jack como en el del Asesino del Zodíaco, los estudiosos creen que eran personas que intentaban restablecer la moral y las buenas costumbres en su región. Tenían, por así decirlo, una misión que cumplir. Y al contrario de lo que la prensa quiere hacer creer con los nombres que inventan para asustar, como el «Estrangulador de Boston» o el «Infanticida de Toulouse», conviven con sus vecinos los fines de semana y trabajan duro para ganarse el sustento. Ninguno de ellos se beneficia económicamente de sus actos criminales.
La conversación empezaba a parecerle interesante a Savoy.
—Es decir, puede ser absolutamente cualquier persona que haya venido a Cannes durante el período del festival...
—... decidido, conscientemente, a sembrar el terror por alguna razón absolutamente absurda, como, por ejemplo, «luchar contra la dictadura de la moda» o «acabar con la divulgación de películas que fomentan la violencia». La prensa crea una expresión horripilante para denominarlo, y empieza a levantar sospechas. Crímenes que nada tienen que ver con el asesino se le atribuyen a él. Cunde el pánico y éste no desaparece hasta que, por casualidad, repito: por casualidad, lo detienen. Porque muchas veces actúa durante un período de tiempo y desaparece sin dejar rastro. Ha dejado su huella en la historia, eventualmente escribe algún diario que será descubierto después de su muerte, y eso es todo.
Savoy ya no mira el reloj. Su teléfono suena pero decide no contestar: el asunto es más complicado de lo que imaginaba.
—Está usted de acuerdo conmigo, entonces.
—Sí —dice la máxima autoridad de Scotland Yard, el hombre que se había convertido en leyenda al resolver cinco casos que todo el mundo daba por perdidos.
—¿Por qué cree que estamos ante un asesino en serie?
Morris ve en su ordenador lo que parece ser un correo electrónico y sonríe. Por fin el inspector que tiene delante respeta lo que le está diciendo.
—Por la completa ausencia de móvil en los crímenes que comete. La mayoría de esos criminales tienen lo que denominamos «firma»: sólo escogen a un tipo de víctima, que puede ser homosexual, prostituta, mendigo, parejas que se ocultan en el bosque, etc. A otros se los denomina «asesinos asimétricos»: matan porque no son capaces de controlar el impulso. Llegan a un punto en el que ese impulso es satisfecho y dejan de matar hasta que la presión les resulta de nuevo incontrolable. Estamos ante uno de ésos.
»Hay varios factores que debemos considerar en este caso: el criminal tiene un alto nivel de sofisticación. Ha escogido armas diferentes: sus propias manos, veneno, un estilete. No lo mueven los motivos clásicos: sexo, alcoholismo, desórdenes mentales visibles... Conoce la anatomía humana, y por ahora ésa es su única firma. Debe de haber planeado los crímenes con mucha antelación, porque el veneno no debe de haber sido fácil de conseguir, de modo que podemos clasificarlo entre aquellos que creen que «están cumpliendo una misión» que todavía no sabemos cuál es. Por lo que he podido deducir de la chica, y ésa es la única pista que tenemos hasta el momento, utilizó un tipo de arte marcial rusa, llamada sambo.
«Podría ir más lejos, y decir que forma parte de su firma acercarse a la víctima y trabar amistad con ella durante algún tiempo. Pero esa teoría no encaja con el asesinato cometido en pleno almuerzo, en una playa de Cannes. Al parecer, la víctima estaba con dos guardaespaldas que habrían reaccionado. Y también la estaba vigilando la Europol.
Ruso. Savoy piensa en coger el teléfono y pedir que investiguen urgentemente todos los hoteles de la ciudad. Hombre de aproximadamente cuarenta años, bien vestido, de pelo ligeramente gris, ruso.
—El hecho de que haya usado una técnica marcial rusa no significa que sea de esa nacionalidad. —Morris adivinaba su pensamiento, como buen ex policía que era—. Del mismo modo que no podemos deducir que sea un indio sudamericano porque haya utilizado curare.
—¿Entonces?
—Entonces hay que esperar al siguiente crimen.
¡Cenicienta!
Si la gente creyera más en los cuentos de hadas en vez de escuchar solamente a sus maridos y a sus padres —que piensan que todo es imposible—, vivirían lo mismo que ella en ese momento, en el interior de una de las muchas limusinas que se dirigen, lenta pero inexorablemente, hacia la escalera, hacia la alfombra roja, hacia la mayor pasarela de moda del planeta.
La Celebridad está a su lado, siempre sonriente, con un bonito traje de gala. Le pregunta si está tensa. Por supuesto que no: en los sueños no hay tensiones, nerviosismo, ansiedad ni miedo. Todo es perfecto, las cosas suceden como en el cine: la heroína sufre, lucha, pero consigue hacer lo que siempre ha querido.
—Si Hamid Hussein decide llevar adelante el proyecto, y si la película tiene el éxito que él espera, prepárate para más momentos como éste.
«¿Si Hamid Hussein decide llevar adelante el proyecto? ¿Pero no está ya todo decidido?»
—Firmé un contrato cuando fui a recoger la ropa a la habitación de los regalos.
—Olvida lo que te he dicho, no quiero estropearte este momento tan especial.
—Por favor, sigue.
La Celebridad esperaba exactamente ese tipo de comentario por parte de la chica boba. Es un placer hacer lo que le pide.
—Ya he participado en infinitos proyectos que empiezan pero que no terminan nunca. Forma parte del juego, pero no te preocupes por eso ahora.
—¿Y el contrato?
—Los contratos son para que los abogados discutan mientras ganan dinero. Por favor, olvida lo que te he dicho. Disfruta de este momento.
El «momento» se está acercando. Debido a la lentitud del tráfico, la gente puede ver quién va dentro de los coches, incluso a través de los cristales ahumados que separan a los mortales de los elegidos. La Celebridad hace un gesto, algunas manos golpean la ventanilla para pedirle que la abra un momento, que les firme un autógrafo, para sacar una foto.
La Celebridad hace un gesto con la mano como si no entendiera lo que quieren, y convencido de que una sonrisa es suficiente para inundar el mundo con su luz.
Hay un verdadero ambiente de histeria en el lado de fuera. Señoras con sus pequeños bancos portátiles que deben de estar allí desde por la mañana haciendo calceta, hombres con barrigas cerveceras que parecen morirse de aburrimiento pero que se ven obligados a acompañar a sus esposas de mediana edad, vestidas como si ellas también fueran a pisar la alfombra roja, niños que no entienden absolutamente nada de lo que sucede pero saben que se trata de algo importante. Asiáticos, negros, blancos, gente de todas las edades separada por vallas metálicas del estrecho carril por el que circulan las limusinas, queriendo creer que están a tan sólo dos metros de distancia de los grandes mitos del planeta, cuando, en verdad, esa distancia es de cientos de miles de kilómetros. Porque no son sólo las vallas metálicas y el cristal del coche los que marcan la diferencia, sino la suerte, la oportunidad, el talento.
¿Talento? Sí, ella quiere creer que el talento también cuenta, pero sabe que es el resultado de un juego de dados entre los dioses, que escogen a determinadas personas mientras las demás quedan al otro lado del abismo infranqueable, con la única misión de aplaudir, adorar y condenar cuando llega el momento en que la corriente cambia de rumbo.
La Celebridad finge hablar con ellos, pero en realidad no dice nada, sólo mira y mueve los labios, como el gran actor que es. No lo hace ni con deseo ni con placer; Gabriela entiende inmediatamente que no quiere ser antipático con sus fans, pero al mismo tiempo ya no tiene paciencia para gesticular, sonreír, dar besos.
—Debes de pensar que soy una persona arrogante, cínica, con el corazón de piedra —por fin dice algo—. Si algún día llegas a donde quieres, entenderás lo que siento: no hay salida. El éxito esclaviza al mismo tiempo que vicia, y al final del día, con un hombre o una mujer diferente en la cama, te preguntarás: «¿Ha merecido la pena? ¿Por qué siempre he deseado esto?»
Hace una pausa.
—Sigue.
—No sé por qué te estoy contando esto.
—Porque quieres protegerme. Porque eres un hombre de bien. Por favor, sigue.
Gabriela podía ser ingenua en muchas cosas, pero era una mujer, y sabía cómo conseguir casi todo lo que quería de un hombre. En este caso, la herramienta adecuada era la vanidad.
—No sé por qué siempre he deseado esto. —La Celebridad había caído en la trampa, y ahora mostraba su lado frágil, mientras los fans gesticulaban desde fuera—. Muchas veces, cuando vuelvo al hotel tras un exhaustivo día de trabajo, me meto debajo de la ducha y me quedo allí durante un largo tiempo, sintiendo solamente el agua resbalar sobre mi cuerpo. Dos fuerzas opuestas luchan dentro de mí: la que me dice que debería dar gracias al cielo, y la que me dice que debería abandonarlo todo mientras aún estoy a tiempo.
»En estos momentos me siento la persona más ingrata del mundo. Tengo a mis fans, pero ya no tengo paciencia. Me invitan a las fiestas más deseadas del mundo, pero a mí lo único que me apetece es marcharme pronto, volver a mi habitación y permanecer allí en silencio leyendo un buen libro. Hombres y mujeres con buena voluntad me dan premios, organizan eventos y hacen lo que sea para que yo me sienta feliz, pero en realidad me siento exhausto, inhibido, pienso que no merezco nada de eso porque no soy digno de mi éxito. ¿Me entiendes?
Por una fracción de segundo, Gabriela siente compasión por el hombre que está a su lado: imagina a cuántas fiestas se ha visto obligado a ir durante el año, siempre con alguien pidiéndole una foto, un autógrafo, contándole una historia absolutamente aburrida mientras él finge prestar atención, proponiendo algún nuevo proyecto, molestándolo con el clásico «¿Te acuerdas de mí?», cogiendo sus móviles y pidiéndole que hable aunque sea un momento con su hijo, su mujer, su hermana. Y él siempre alegre, siempre atento, siempre bien dispuesto y educado, un profesional de primera categoría.
—¿Entiendes?
—Sí. Pero me gustaría tener los mismos conflictos que tú, y sé que todavía me falta mucho.
Otras cuatro limusinas, y llegarán a su destino. El chófer les dice que se preparen. La Celebridad hace descender un pequeño espejo del techo, se ajusta la corbata y ella hace lo mismo con el pelo. Gabriela ya puede ver un pedazo de alfombra roja, aunque la escalera todavía está fuera de su campo de visión. La histeria ha desaparecido por arte de magia, ahora la multitud se constituye de gente que lleva una tarjeta de identificación colgada del cuello, hablan los unos con los otros y no prestan la menor atención a los que viajan dentro de los coches, porque ya están cansados de ver la misma escena una y otra vez.
Faltan dos coches. A su izquierda aparecen algunos peldaños de la pasarela. Hombres vestidos de traje y corbata abren las puertas y las agresivas vallas metálicas han sido sustituidas por cintas de terciopelo que se apoyan en pilares de madera y bronce.
—¡Vaya! —exclama la Celebridad.
Gabriela se sobresalta.