Read El vencedor está solo Online
Authors: Paulo Coelho
—¡Vaya! ¡Mira quién está ahí! ¡Mira quién está saliendo del coche en este momento!
Gabriela ve a una Supercelebridad femenina, también vestida de Hamid Hussein, que acaba de poner los pies en un extremo de la alfombra roja. La Celebridad vuelve la cabeza en la dirección opuesta al Palacio de Congresos. Ella acompaña su mirada y ve algo completamente inesperado. Una pared humana, de casi tres metros de altura, con flashes que disparan sin cesar.
—Está mirando hacia el lado equivocado —se consuela la Celebridad, que parece haber perdido todo su encanto, su gentileza y sus problemas existenciales—. Ésos de ahí no están acreditados. Son de la prensa secundaria.
—¿Por qué has dicho «vaya»?
La Celebridad no es capaz de esconder su irritación. Todavía falta un coche para llegar.
—¿Es que no lo ves? ¿En qué mundo vives tú, chica? ¡Cuando entremos en la alfombra roja, las cámaras de los fotógrafos escogidos, que están exactamente a la mitad del recorrido, estarán enfocándola a ella!
Y dirigiéndose al chófer, añade:
—¡Vaya más despacio!
El conductor señala a un hombre vestido de paisano, que también lleva una tarjeta de identificación colgada del cuello, que les indica con la mano que sigan, que no entorpezcan el tráfico.
La Celebridad respira hondo; ése no es su día de suerte. ¿Por qué le habría dicho todo eso a la actriz principiante que estaba a su lado? Sí, era verdad, estaba harto de la vida que llevaba, pero aun así no podía imaginar algo diferente.
—No salgas corriendo —dice—. Vamos a hacer lo posible para demorarnos aquí abajo. Dejemos un buen espacio entre ella y nosotros.
«Ella» era la Supercelebridad.
La pareja que va en el coche de delante no parece atraer tanta atención; aunque de todos modos debe de ser importante, porque nadie llega al inicio de la escalera sin haber escalado antes muchas montañas en la vida. Su compañero parece relajarse un poco, pero ahora Gabriela se pone tensa, pues no sabe exactamente cómo debe comportarse. Le sudan las manos. Agarra el bolso lleno de papel, respira hondo y dice una oración.
—Anda despacio —dice la Celebridad—, Y no te quedes demasiado cerca de mí.
La limusina llega y se abren las dos puertas.
De repente, un ruido inmenso parece invadir todo el universo, gritos que llegan de todas partes (hasta ese momento no se había dado cuenta de que iba en un coche insonorizado y no podía oír nada). La Celebridad baja sonriente, como si nada hubiera sucedido dos minutos antes y siguiera siendo el centro del universo, independientemente de las declaraciones que había hecho en el coche, que parecían ser sinceras. Un hombre en conflicto consigo mismo, con su mundo, con su historia, que ya no puede dar marcha atrás.
«¿En qué estoy pensando? ¡Debo concentrarme, vivir el momento! ¡Subir la escalera!»
Ambos saludan a la prensa «secundaria» y permanecen unos momentos allí. La gente le tiende papeles, él les firma autógrafos y da las gracias a sus fans. Gabriela no sabe exactamente si debe colocarse a su lado o seguir en dirección a la alfombra roja y la entrada del Palacio de Congresos, pero entonces la salva alguien que le tiende un papel, un boli y le pide un autógrafo.
No es el primer autógrafo de su vida, pero sí el más importante hasta el momento. Observa a la señora que ha conseguido colarse hasta la zona reservada, le sonríe, le pregunta su nombre, pero no puede oír nada por culpa de los gritos de los fotógrafos.
¡Oh, cómo le gustaría que estuvieran retransmitiendo en directo esa ceremonia para el mundo entero, que su madre la viera llegar con un vestido deslumbrante, acompañada de un actor famosísimo (aunque empezaba a tener dudas, pero debía apartar rápidamente esas malas vibraciones de su cabeza), firmando el autógrafo más importante de sus veinticinco años de vida! No consigue oír el nombre de la mujer, sonríe y escribe algo como «con amor».
La Celebridad se acerca a ella:
—Vamos. El camino está libre.
La mujer a la que acaba de escribirle unas palabras de cariño lee lo que está escrito y reclama:
—¡Esto no es un autógrafo! ¡Necesito tu nombre para poder identificarte en la foto!
Gabriela finge que no la oye: nada en el mundo puede destruir ese momento mágico.
Empiezan a subir la suprema pasarela europea, con policías formando una especie de cordón de seguridad, aunque el público está lejos de allí. A ambos lados, en la fachada del edificio, enormes pantallas de plasma muestran a los pobres mortales que están fuera lo que sucede en ese santuario al aire libre. De lejos oyen los gritos histéricos y los aplausos. Al llegar a una especie de peldaño más ancho, como si hubieran alcanzado el primer piso, ve otra multitud de fotógrafos, sólo que esta vez van de traje, gritando el nombre de la Celebridad, pidiéndole que se vuelva hacia aquí, hacia allí, sólo una más, por favor, acércate, mira hacia arriba, mira hacia abajo. Otras personas pasan por su lado y siguen subiendo la escalera, pero a los fotógrafos no les interesan; la Celebridad todavía mantiene intacto su glamour, finge una cierta displicencia, bromea un poco para demostrar que está relajado y acostumbrado a eso.
Gabriela nota que también está llamando la atención; aunque no griten su nombre (no tienen la menor idea de quién es), imaginan que será la nueva amante del famoso actor. Les piden que se acerquen el uno al otro para fotografiarlos juntos, lo cual hace la Celebridad durante unos segundos, siempre a una prudente distancia, evitando cualquier contacto físico con ella.
¡Sí, han conseguido escapar de la Supercelebridad! Que para entonces ya está en la puerta del Palacio de los Festivales, saludando al presidente del festival de cine y al alcalde de Cannes.
La Celebridad hace un gesto con la mano para indicarle que sigan subiendo la escalera. Ella obedece.
Mira hacia adelante, ve otra pantalla gigante colocada estratégicamente para que las personas puedan verse a sí mismas. Una voz anuncia por el altavoz instalado en el lugar:
—En este momento llega...
Y dice el nombre de la Celebridad y el de su película más famosa. Más tarde, alguien le contará que todos los que están dentro de la sala asisten por un circuito interno a la misma escena que el monitor de plasma muestra del lado de fuera.
Suben los peldaños que quedan, llegan hasta la puerta, saludan al presidente del festival, al alcalde, y entran en el recinto propiamente dicho. Todo aquello ha durado menos de tres minutos.
En ese momento, la Celebridad está rodeada de gente que quiere hablar un poco, admirar un poco, sacarse fotos (incluso los elegidos lo hacen, se sacan fotos con gente famosa). Hace un calor sofocante allí dentro, Gabriela teme que su maquillaje se resienta, y...
¡El maquillaje!
Sí, lo había olvidado totalmente. Ahora debe salir por una puerta situada a la izquierda, alguien la está esperando allí fuera. Baja la escalera de manera mecánica y pasa junto a dos o tres guardias de seguridad. Uno de ellos le pregunta si sale a fumar y va a volver para la película. Ella responde que no y sigue adelante.
Cruza otra serie de vallas metálicas, nadie le pregunta nada (porque está saliendo, no intentando entrar). Puede ver por detrás a la multitud que sigue gesticulando y gritando a las limusinas que no dejan de llegar. Un hombre se dirige a ella, le pregunta su nombre y le pide que lo siga.
—¿Puede esperar un minuto?
El hombre parece sorprendido, pero asiente con la cabeza. Gabriela mantiene los ojos clavados en un tiovivo antiguo, que probablemente está allí desde principios del siglo pasado y sigue girando, mientras los niños saltan sobre los caballitos.
—¿Podemos irnos? —pregunta el hombre directamente.
—Sólo un minuto más.
—Vamos a llegar tarde.
Pero Gabriela no puede contener el llanto, la tensión, el miedo, el terror de esos tres minutos que acababa de vivir. Solloza compulsivamente; poco importa el maquillaje, la van a retocar de todos modos. El hombre le tiende un brazo para que se apoye y no tropiece con los altos tacones; ambos echan a andar por la plaza que va a dar a la Croisette; el ruido de la multitud se oye ahora cada vez más distante, los sollozos compulsivos son cada vez más altos. Está llorando todas las lágrimas del día, de la semana, de los años en que soñó con ese momento, que se acabó sin que pudiera darse cuenta de lo que había sucedido.
—Disculpa —le dice al hombre que la acompaña.
Él le acaricia la cabeza. Su sonrisa destila cariño, comprensión y piedad.
Por fin había entendido que era imposible buscar la felicidad a cualquier precio: la vida ya le había dado lo máximo, y empezaba a entender que había sido generosa con él. Ahora, y el resto de sus días, se dedicaría a desenterrar los tesoros escondidos en su sufrimiento, y a aprovechar cada segundo de alegría como si fuera el último.
Había vencido a las tentaciones. Estaba protegido por el espíritu de la chica que entendía perfectamente su misión, y que ahora empezaba a abrirle los ojos hacia las verdaderas razones de su viaje a Cannes. Durante algunos instantes en aquella pizzería, mientras recordaba lo que había escuchado en las cintas, la Tentación lo acusó de ser un desequilibrado mental, capaz de creer que todo estaba permitido en nombre del amor. Pero, gracias a Dios, el momento más difícil ya había pasado.
Es una persona absolutamente normal; su trabajo exige disciplina, horarios, capacidad de negociación, planificación. Muchos de sus amigos dicen que últimamente está más aislado que antes; lo que no saben es que siempre ha sido así. El hecho de verse obligado a participar en fiestas, ir a bodas y bautizos, fingir que se divertía jugando al golf los domingos, no es más que una estrategia para conseguir su objetivo profesional. Siempre ha detestado la vida mundana, en la que la gente esconde detrás de sonrisas la verdadera tristeza de sus almas. No le llevó mucho tiempo entender que la Superclase es tan dependiente de su éxito como un adicto a las drogas, y mucho más infeliz que los que no aspiran a más que una casa, un jardín, un niño jugando, un plato de comida en la mesa y una chimenea encendida en invierno. ¿Son conscientes de sus limitaciones? ¿Saben que la vida es corta y por qué deben seguir adelante?
La Superclase intenta vender sus valores. Los seres humanos normales se quejan de la injusticia divina, envidian el poder, sufren al ver que los demás se divierten; no se dan cuenta de que nadie se divierte, todos están preocupados, inseguros, esconden su enorme complejo de inferioridad detrás de sus joyas, sus coches, sus carteras repletas de dinero.
Igor es una persona de gustos simples, aunque Ewa siempre protestaba por su forma de vestir. Pero ¿por qué comprar una camisa por encima de un precio razonable, si la etiqueta va escondida detrás del cuello? ¿Qué ventaja tiene acudir a los restaurantes de moda si en ellos no se dice nada importante? Ewa solía decir que no hablaba mucho en las ocasiones en que su trabajo lo obligaba a frecuentar fiestas y eventos. Igor intentaba cambiar su comportamiento y se esforzaba en ser simpático, pero aquello no le resultaba interesante en absoluto. Observaba a la gente a su alrededor hablando sin parar, comparando precios de acciones de Bolsa, comentando las maravillas de su nuevo yate, haciendo largas reflexiones sobre pintores expresionistas sencillamente porque habían grabado lo que les había dicho el guía turístico durante un viaje a un museo de París, afirmando que un determinado escritor es mejor que otro porque habían leído las críticas, ya que nunca tienen tiempo para leer un libro de ficción.
Todos cultos. Todos ricos. Todos absolutamente encantadores. Y todos se preguntan al final del día: «¿No será el momento de parar?» Y todos se responden a sí mismos: «Si lo hago, mi vida pierde el sentido.»
Como si supiesen cuál es el sentido de la vida.
La Tentación ha perdido la batalla. Quería hacerle creer que estaba loco: una cosa es planear el sacrificio de ciertas personas, y otra muy distinta, tener la capacidad y el valor para hacerlo. La Tentación decía que todos soñamos con cometer crímenes, pero que sólo los desequilibrados transforman esa idea macabra en realidad.
Igor es un hombre equilibrado. Tiene éxito. Si quisiera, podría contratar a un asesino profesional, el mejor del mundo, para que ejecutase su tarea y le enviase los mensajes necesarios a Ewa. O podría contratar a la mejor agencia de relaciones públicas del mundo; al cabo de un año, el asunto no sólo aparecería en los mejores periódicos especializados en economía, sino también en las revistas que hablan de éxito, brillo y glamour. Seguramente, en ese momento su mujer sopesaría las consecuencias de su decisión equivocada y él sabría cuál era el momento adecuado para enviarle flores y pedirle que volviera: estaba perdonada. Tiene contactos en todas las clases sociales, desde empresarios que han llegado a la cima gracias a la perseverancia y el esfuerzo, hasta criminales que nunca han tenido una oportunidad para mostrar su mejor lado.
Si está en Cannes no es porque sienta un placer morboso en ver los ojos de alguien cuando se halla ante lo Inevitable. Si ha decidido ponerse en el punto de mira, en la posición arriesgada en la que se encuentra ahora, es porque está seguro de que los pasos que está dando en ese día que parece no acabar nunca serán fundamentales para que el nuevo Igor que lleva dentro pueda resurgir de las cenizas de su tragedia.
Siempre ha sido un hombre capaz de tomar decisiones difíciles y de llegar hasta el final, aunque nadie, ni siquiera Ewa, supiera lo que sucedía en los oscuros pasillos de su alma. Sufrió en silencio muchos años las amenazas de personas y de grupos, reaccionó con discreción cuando se creyó lo suficientemente fuerte para liquidar a la gente que lo amenazaba. Tuvo que ejercer un enorme autocontrol para no dejar que su vida quedara marcada por las malas experiencias por las que tuvo que pasar. Nunca se llevó sus miedos y sus terrores a casa: Ewa necesitaba una vida tranquila, ajena a los sobresaltos que todo hombre de negocios vive. Eligió ahorrárselo, y no fue correspondido, ni siquiera comprendido.
El espíritu de la chica lo tranquilizaba con ese pensamiento, pero acentuaba algo que no había pensado hasta entonces: no estaba allí para reconquistar a la persona que lo había abandonado, sino para comprender, por fin, que ella no merecía todos aquellos años de dolor, todos aquellos meses de planificación, toda su capacidad de perdonar, de ser generoso, de ser paciente.