Quizá las condiciones habían sido distintas entonces, y después de todo Pathros era un gran vendedor.
Una luz mortecina que salía de la cueva lo hizo apresurar sus pasos por temor de que se encontrara un ladrón dentro de ella. Entró corriendo por la abertura de piedra caliza listo para dominar al malhechor y recobrar sus bienes. En cambio, la tensión desapareció de inmediato de sus músculos ante el cuadro que se presentaba a sus ojos.
Una pequeña vela embutida en una hendidura de la pared rocosa, alumbraba débilmente el rostro de un hombre de barba y a una joven mujer acurrucados el uno junto al otro. A sus pies, en el hueco de una piedra que por lo general contenía forraje para el ganado, dormía un bebé. Hafid sabía muy poco de estas cosas, pero se dio cuenta que el bebé era recién nacido porque tenía la piel roja y arrugada. Para proteger del frío al bebé que dormía, los mantos de la mujer y del hombre cubrían el cuerpecito, dejando solo al descubierto su pequeña cabeza.
El hombre hizo una señal con la cabeza en dirección a Hafid, mientras que la mujer se acercó aún más al bebé. Ninguno habló. Luego un estremecimiento sacudió a la mujer, y Hafid vio que sus delgadas ropas le ofrecían escasa protección contra la humedad de la cueva. Hafid miró de nuevo al bebé. Observó fascinado mientras la boquita se abría y se cerraba, casi con una sonrisa, y una extraña sensación lo invadió. Por alguna razón desconocida pensó en Lisha. La mujer tembló de nuevo de frío, y su repentino movimiento hizo volver a Hafid a la realidad.
Después de algunos momentos de dolorosa indecisión, el futuro vendedor de mercancías se dirigió a su bestia. Con cuidado desató los nudos, abrió las alforjas y sacó el manto. Lo desenrolló y lo acarició con sus manos. El rojo matiz brillaba a la luz de la vela y podía ver la marca de Pathros y la marca de Tola en el interior, asimismo el círculo en el cuadrado y la estrella. ¿Cuántas veces había sostenido este manto en sus cansados brazos en los últimos tres días? Parecía que conocía todo el tejido y las fibras del manto. Era en realidad un manto de calidad. Si se lo cuidaba podía durar toda la vida.
Hafid cerró sus ojos y suspiró. Luego con pasos rápidos se dirigió al lugar donde estaba la pequeña familia, se arrodilló en la paja junto al bebé y suavemente quitó primero de aquel pesebre donde yacía el bebé, el manto raído del padre y luego el de la madre. Y se los devolvió a sus dueños. Asombrados, no podían ni reaccionar siquiera ante la intrepidez de Hafid. Luego Hafid abrió su precioso manto de púrpura y con él envolvió tiernamente al bebé dormido.
Hafid sentía aún en sus mejillas el cálido beso de la joven madre, cuando sacó a su animal de la cueva. Directamente, encima, brillaba la estrella más resplandeciente que Hafid había visto. La contempló fijamente hasta que sus ojos se llenaron de lágrimas, y luego condujo a su bestia por el sendero que llevaba hacia el camino principal de regreso a Jerusalén y a la caravana en la montaña.
Hafid cabalgaba lentamente con la cabeza baja de manera que no notaba ya que la estrella esparcía un camino de luz delante de él. ¿Por qué había cometido un acto tan necio? No conocía a esa gente reunida en la cueva. ¿Por qué no había procurado venderles el manto? ¿Qué le diría a Pathros? ¿Y a los demás? Se revolcarían en el suelo de risa cuando supieran que había regalado el manto que se le había confiado para vender. Y a un bebé desconocido en una cueva. Se puso a meditar para ver si se le ocurría alguna historia para engañar a Pathros. Quizá podía decirle que le habían robado el manto de las alforjas del asno, mientras él cenaba en el comedor. ¿Creería Pathros tal historia? Era posible, porque había muchos asaltantes en la región. ¿Y aunque Pathros le creyera, no lo censuraría por su descuido?
Ensimismado en sus pensamientos se encontró de pronto en la senda que cruzaba el jardín de
Getsemaní
. Se bajó del asno y caminó cansadamente delante de él hasta que llegó a la caravana. La luz que brillaba del cielo alumbraba el lugar como si fuese de día, y la confrontación que había temido se le presentó de inmediato al ver a Pathros, fuera de su tienda, observando atentamente los cielos. Hafid se detuvo, sin hacer movimiento, pero el anciano lo vio casi de inmediato.
El anciano se acercó al joven y con una voz que trasuntaba asombro y sobrecogimiento le preguntó:
—¿Has venido directamente de Belén?
—Sí, señor.
—¿No te alarmas que una estrella te haya seguido?
—No lo había observado, señor.
—¿Que no lo habías observado? Me ha sido imposible moverme de este lugar desde que vi por primera vez que la estrella se levantaba sobre Belén hace casi dos horas. Jamás he visto otra con más color y brillantez. Y luego, mientras la observaba, comenzó a moverse en los cielos y a acercarse a nuestra caravana. Y ahora que está directamente sobre nuestras cabezas, tú apareces, y por dios, ya no se mueve más.
Pathros se acercó a Hafid y estudió el rostro del joven con detenimiento al preguntarle:
—¿Participaste de algún acontecimiento extraordinario mientras te hallabas en Belén?
—No, señor.
El anciano frunció el entrecejo como absorto en sus pensamientos.
—Nunca he pasado una noche como ésta, ni he experimentado nada semejante.
Hafid vaciló y dijo:
—Yo tampoco me olvidaré jamás de esta noche, señor.
—¿Ah, sí? ¿A ti también te pasó algo esta noche? ¿Cómo es que regresas tan tarde?
Hafid guardó silencio mientras el anciano se volvió y comenzó a hurgar en las alforjas del asno de Hafid.
—¡Están vacías! Por fin alcanzaste el éxito. Entra a mi tienda y cuéntame tus experiencias. Puesto que los dioses han convertido la noche en día no puedo dormir y quizá tus palabras me den alguna pista del porqué una estrella siguió a un camellero.
Pathros se reclinó en su catre y escuchó con los ojos cerrados la larga historia de Hafid y las interminables negativas, rechazos e insultos que había tenido que afrontar en Belén. Ocasionalmente asentía con un ligero movimiento de cabeza, como cuando Hafid describió al mercader de artículos de alfarería que lo expulsó a viva fuerza de su negocio, y sonrió cuando el joven le narró la historia del soldado romano que le arrojó el manto en la cara a Hafid, cuando el joven vendedor se había negado a rebajar el precio.
Finalmente Hafid, con una voz ronca y velada, describía todas las dudas que lo habían asediado en la posada esa misma noche. Pathros lo interrumpió diciéndole:
—Hafid, haz memoria y cuéntame con detalles todas las dudas que pasaron por tu mente mientras sentado allí te lamentabas de tu propia suerte.
Cuando Hafid había mencionado todas sus dudas lo mejor que podía, el anciano le preguntó:
—Ahora bien, ¿qué pensamiento vino a tu mente que desalojó las dudas y te impartió nuevo valor para procurar de nuevo vender el manto a la mañana siguiente?
Hafid pensó por unos momentos en su respuesta y luego dijo:
—Pensé solo en la hija de Calneh. Aún en aquella asquerosa posada sabía que no me atrevería jamás a verle la cara de nuevo si fracasaba.
Y con voz quebrantada, Hafid dijo:
—Pero de todos modos, fracasé.
—¿Has fracasado? No te entiendo. El manto no ha regresado contigo.
Con una voz que parecía un murmullo, tan baja que Pathros tuvo que inclinar el cuerpo hacia adelante para oír, Hafid relató el incidente de la cueva, del bebé y del manto. Mientras el joven hablaba, Pathros lanzaba miradas repetidas a la puerta de la tienda y al resplandor que aún iluminaba el campamento. Una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro perplejo y no se dio cuenta que el joven había dejado de contar la historia y ahora sollozaba.
De pronto cesaron los sollozos y reinó el silencio en la espaciosa tienda. Hafid no se atrevía a levantar la vista. Había fracasado, demostrando con su fracaso que no estaba preparado para otra labor que no fuera la de camellero. Venció el impulso de ponerse de pie y salir corriendo de la tienda. Luego sintió sobre sus hombros la mano del gran vendedor y con esfuerzo levantó los ojos y los fijó en Pathros.
—Hijo mío, este viaje no ha sido de mucho beneficio para ti.
—No, señor.
—Pero lo ha sido para mí. La estrella que te siguió me ha curado de una ceguera que me cuesta admitir. Te explicaré este asunto sólo después de nuestro regreso a Palmira. Ahora te haré una solicitud.
—Sí, señor.
—Nuestros vendedores comenzarán a llegar de regreso a la caravana mañana antes de la puesta del sol, y sus animales necesitarán cuidado. ¿Estás dispuesto por ahora a retornar a tu trabajo de camellero?
Hafid se puso de pie resignadamente y se inclinó ante su benefactor.
—Lo que me pida, eso haré… Y le pido disculpas por mi fracaso.
—Ve, entonces, y prepárate para el retorno de nuestros vendedores, y nos veremos de nuevo cuando lleguemos a Palmira.
Al salir de la tienda, Hafid quedó enceguecido por un instante por la brillante luz que alumbraba el lugar. Se restregó los ojos y oyó que Pathros lo llamaba desde el interior de la tienda.
El joven se dio la vuelta y entró de nuevo, esperando que el anciano le hablara. Pathros lo señaló con la mano y le dijo:
—Duerme en paz porque no has fracasado.
La estrella brillante alumbró el campamento durante toda la noche.
Hacía casi dos semanas que la caravana había regresado a sus cuarteles generales de Palmira, cuando Hafid, que dormía en su colchón de paja en el establo, fue despertado para que se presentara ante Pathros.
De inmediato se presentó en el dormitorio de su señor y quedó de pie vacilante ante la enorme cama que ocultaba casi por completo a su ocupante. Pathros abrió los ojos y movió trabajosamente las cobijas hasta que se sentó. Tenía el rostro demacrado y en sus manos se observaba una evidente dilatación de las venas. Hafid apenas podía comprender que éste era el mismo hombre con quien había hablado hacía solo doce días.
Pathros le hizo señas para que se acercara, y el joven se sentó con cuidado al borde de la cama esperando que el anciano le hablara. Hasta la voz de Pathros era distinta en timbre y en el tono a la de la última reunión.
—Hijo mío, has tenido muchos días para reexaminar tus ambiciones. ¿Deseas aún ser un gran vendedor?
—Sí, señor.
Pathros asintió con un leve movimiento de su anciana cabeza.
—Que así sea. Había pensado pasar mucho tiempo contigo, pero como lo ves, hay otros planes para mí. Aunque me considero un buen vendedor, no puedo convencer a la muerte para que se aparte de mi puerta. Ha estado rondando por mi puerta durante varios días como perro hambriento junto a la puerta de la cocina. A igual que el perro, sabe que finalmente la puerta quedará sin protección…
Un acceso de tos interrumpió las palabras de Pathros y Hafid se quedó allí sin hacer movimiento alguno, mientras el anciano procuraba trabajosamente recobrar el aliento. Finalmente cesó la tos y Pathros sonrió débilmente. El tiempo que nos queda es breve, de manera que comencemos. Primero, retira el pequeño cofre de cedro que está debajo de mi cama.
Hafid se puso de rodillas y sacó un pequeño cofre atado con tiras de cuero. Lo levantó y lo colocó suavemente sobre la cama a los pies de Pathros. El anciano se aclaró la garganta y dijo:
—Hace muchos años, cuando mi condición era más humilde que la de un camellero, tuve el privilegio de salvar a un viajero del Oriente que había sido asaltado por dos bandidos. Insistió que yo le había salvado la vida, y quiso recompensarme, aunque yo no aspiraba a recompensa alguna. Puesto que yo no tenía ni familia ni fondos, me invitó a que regresara con él a su casa y con sus familiares donde fui aceptado como uno de los suyos. Cierto día, cuando me había acostumbrado ya a mi nueva vida, me enseñó el cofre. Dentro de él había diez pergaminos de cuero, cada uno de ellos numerado. El primero contenía el secreto de la sabiduría. Los otros contenían todos los secretos y principios necesarios para alcanzar un gran éxito en el arte de vender. Durante todo el año siguiente se me impartieron enseñanzas respecto de las sabias palabras de los pergaminos, y con el secreto de la sabiduría del primer manuscrito finalmente aprendí de memoria todas las palabras de cada uno de los pergaminos, hasta que se convirtieron en parte integral de mis pensamientos y de mi vida. Se convirtieron en un hábito. Después de una pausa el anciano continuó:
—Finalmente me regalaron el cofre que guardaba los diez pergaminos, una carta sellada, y una bolsa que contenía 50 monedas de oro. Yo no debía abrir la carta sellada hasta que hubiese perdido de vista a mi hogar adoptivo. Me despedí de la familia y esperé hasta llegar a la ruta comercial hacia Palmira, antes de abrir la carta. La carta me ordenaba tomar las monedas de oro, aplicar lo que había aprendido de los pergaminos y comenzar una nueva vida. Además la carta me mandaba que siempre repartiera la mitad de todas las riquezas que adquiriese entre personas menos afortunadas, pero los pergaminos de cuero no debían ser regalados ni compartidos con ninguno hasta el día que yo recibiera una señal especial que me dijera quién era la persona indicada para recibirlos.
Hafid sacudió la cabeza:
—No le entiendo, señor.
—Te lo explicaré. He vivido alerta durante muchos años, esperando la señal que me descubriera quién era esta persona, y mientras velaba apliqué los principios aprendidos de los pergaminos y amasé una gran fortuna. Casi me había convencido de que una persona tal no se presentaría jamás antes de mi muerte, hasta que regresaste de tu viaje a Belén. Mi primera vislumbre de que tú eras el elegido para recibir los pergaminos la tuve cuando apareciste bajo la estrella rutilante que te había seguido desde Belén. He procurado en mi corazón comprender el significado de este acontecimiento, pero estoy resignado a no desafiar las acciones de los dioses. Luego cuando me dijiste que habías regalado el manto, que tanto significaba para ti, algo dentro de mi corazón me habló y me dijo que mi larga búsqueda había terminado. Había encontrado finalmente a aquel que estaba destinado a recibir el cofre. Y aunque parezca extraño, tan pronto como supe que había encontrado a la persona que buscaba, las fuerzas comenzaron a abandonarme lentamente. Ahora estoy próximo al fin, pero mi larga búsqueda ha terminado y puedo abandonar este mundo en paz.
Aunque su voz desfallecía, el anciano cerró sus huesosos puños y se acercó a Hafid.