Authors: Eduardo Punset
«¿Hay alguien más?» Hombre descamisado sentado en una cama con pantalones de color caqui, pintura de Eric Dinyer
De poco le habrían servido a aquella bacteria primigenia y primogénita los autoinductores comunicantes, sin otros vecinos que le permitieran coordinar su expresión genética con los demás, ejerciendo así una influencia sobre el comportamiento colectivo. En su desnudez y soledad, esa bacteria portaba ya la vocación indómita de comunicar con otros, tendencia que prefiguraba los futuros organismos multicelulares en un Universo marcado, primero, por las estructuras de la materia y la energía; por el número de enlaces del carbono; por la estructura cambiante y resbaladiza de nuestro cerebro y base molecular; por la inmensidad del vacío que nos rodea, acentuada ahora por la casi certeza de que estamos solos en el Universo, aunque contemos con una fórmula -la ecuación de Drake- para calcular la probabilidad de su existencia; por la tormenta mutacional sufrida como embrión; por la camisa de fuerza de las tres dimensiones espaciales y la del tiempo, que encontramos en la cuna; más tarde, por la hipoteca de los ritmos biológicos y, finalmente, por el comportamiento que imponen los genes y el entorno.
Nunca creí en la oferta a precio de saldo de un mundo programado hasta la mayoría de edad que, de repente, otorgaba un permiso para decidir por nuestra cuenta y riesgo a partir de entonces. ¡Qué gran paradoja sería ese contraste entre lo que ha sido la ley de vida hasta los dieciocho años -cuando la neocorteza, responsable de la programación y disciplina del comportamiento, todavía no ha ultimado su autoconstrucción- y la inmersión súbita y en solitario en un mundo donde se puede elegir libremente todo o casi todo!
Sólo existe una emoción tan aleatoria como el mundo que nos rodea: tan imprevisible y azarosa como el nacimiento; tan cambiante como nuestra fisiología molecular; tan irreprimible como las fuerzas básicas de la naturaleza; tan emblemática del sentimiento de victoria como la música del aria de Puccini Nessun dorma; tan responsable de abismos sentimentales como el rostro de un hijo que descubre el asesinato vil y gratuito de su madre. Una emoción desconcertante hecha a nuestra medida que tiene, además, el efecto insospechado de colmar con su aliento todo el inmenso vacío uniendo, como dos moléculas de agua al helarse, a dos seres hasta entonces absolutamente solitarios. Los físicos lo llaman una transición de fase: una reordenación abrupta y espectacular de la materia. Para el común de los mortales es la emoción básica y universal del amor.
Yo no sabía nada del amor. Y he llorado de felicidad. No existe una palabra que pueda expresar lo que siento por ti. Todo se queda vacío. Sólo tú. Sólo tú.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
Mucho antes de que lo descubriera la microbiología moderna, una vieja leyenda griega elaborada en el Banquete de Platón ya explicaba que los humanos eran al principio criaturas con dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. Como castigo por su orgullo, Zeus decidió debilitar a la raza humana partiendo su cuerpo en dos: macho y hembra. A partir de ese día, cada ser incompleto (cada mitad del hermafrodita) anhela reunirse con su otra mitad. En las páginas siguientes el lector descubrirá la versión humana y científica de esta leyenda.
Ha llegado el momento de hablar -a juzgar por los desvaríos que contemplamos y sufrimos en las sociedades modernas- del origen de la ansiedad de la separación de esas dos mitades en busca de fusionarse. Mientras empiezo este capítulo recuerdo la anécdota, seguramente apócrifa, del niño Albert Einstein que, a los tres años y medio, seguía sin hablar. Un día, de repente, en el desayuno, soltó de carrerilla la frase siguiente:
–La leche está ardiendo.
–Pero si tú no hablabas. ¿Por qué no has dicho nada hasta ahora? – exclamaron los padres sin salir de su asombro.
–Porque antes todo estaba en orden y controlado -fue la respuesta del pequeño Einstein.
Albert Einstein de niño
Pues bien; las cosas han llegado a un punto tal de descontrol en lo que atañe a los efectos negativos del amor que, efectivamente, es el momento de hablar. Lo primero que importa es descubrir el origen de un sentimiento que conmueve a toda la humanidad. Un sentimiento que somete a un número creciente y desproporcionado de individuos, en su nombre, a sufrimientos indecibles. ¿Se puede -escarbando en los orígenes remotos del amor- dar con la clave del misterio o de la paradoja de un sentimiento que, siendo imprescindible para sobrevivir, provoca, simultáneamente, persecución y muerte?
Ahora pido al lector que se concentre, durante unos minutos, en un viaje en el tiempo, un viaje arqueológico que le dejará atónito. Las excavaciones nunca mienten, tal vez porque no pueden hablar, pero al retroceder en el tiempo geológico constataremos cómo, una tras otra, se pierden en el pasado más cercano primero, y en el más remoto después, todas las habilidades que nos confirieron la condición humana. Incluida el alma. Todas menos una: el amor o el instinto de fusión con otro organismo. Es un viaje hacia atrás, a un pasado lejano que nos va demudando y desnudando de todo lo que parece haber sido siempre nuestro.
Más atrás de los cuatro mil años se pierde el rastro de la escritura. La comunicación entre los hombres es gestual y cimentada en los cinco sentidos. La tradición, puramente oral y pictórica. Ya no hay legados escritos, ni contratos ni testamentos. Todo el mundo se muere con lo que lleva dentro. Sólo quedan los recuerdos intangibles en la memoria de los otros.
Otros cinco mil años hacia el origen y no se tiene la capacidad para producir alimentos, cultivar la tierra ni domesticar animales. Se acabaron los asentamientos gregarios, las enfermedades infecciosas y la pobreza. Desaparecen para siempre las diferencias entre los que trabajan y los que gestionan el excedente de riqueza. Nuestros antecesores deambulan libremente en busca de la caza, dejando la basura y sus muertos en el camino; recuperamos -como dice Juan Luis Arsuaga- «la libertad de movimientos en tanto que encrucijada para la felicidad». En lugar de alimentarse de un solo tipo de cosecha, los humanos se vuelven omnívoros y su estatura aumenta inmediatamente. Una estatura que sus descendientes -debido a la falta de variedad de su alimentación- no han recuperado hasta hace doscientos años.
Si seguimos acompañando a nuestro antecesor en ese viaje arqueológico, dejando atrás la historia de cincuenta mil años, se esfuma el arte. Las mentes complejas y metafóricas, artistas y chamanes, ya no compiten por el amor del sexo opuesto, alardeando de su genio y dominio de los materiales pictóricos en las cuevas. Se deja, en cambio, el campo libre a los expertos en la fuerza bruta y los sistemas naturales.
En algún punto en ese largo camino se inventó el alma. Pero no fue una revelación, sino una intuición nacida de la práctica funeraria. En Israel se descubrieron los restos más antiguos de entierros formales. Fue, muy probablemente, en un lugar como ése donde alguien se preguntó: «¿Qué ha pasado con la parte animada de este cadáver, la que ya no está aquí?». El concepto de alma había surgido a través de la práctica física de crear algún tipo de instalación para los cadáveres; un ritual con los huesos y cuerpos que suscita, accidentalmente, la idea de la otra parte, la que ya no puede verse.
Si retrocedemos dos millones de años nos olvidamos de cómo fabricábamos herramientas. Y si nos vamos todavía más atrás en el tiempo, hasta hace cuatro millones de años, ya no reconoceríamos a nuestros propios antepasados. No sabríamos distinguir a los chimpancés de distintas especies de homínidos descendientes de un progenitor común.
Siguiendo este viaje arqueológico a los orígenes, hasta remontarnos a más de tres mil millones de años -en aquella Tierra ardiente agujereada por incesantes meteoritos-, nuestro antecesor microbiano haría gala de un único atributo reconocible para este viajero singular al tiempo pasado: el impulso de fusión con otro organismo para sobrevivir. Para intercambiar genes, aunque no sirvieran todavía al instinto reproductor. Sólo el precursor del amor estaba en el comienzo de todo. Lo demás era, como se constata en este viaje arqueológico de regreso, perfectamente prescindible.
Para cifrar la edad del amor, hemos debido remontarnos mucho más atrás de la aparición de nuestra propia especie, de los mamíferos y de los reptiles. Nos hemos visto obligados a hurgar en los tiempos remotos de la primera bacteria replicante, hace casi tres mil millones de años. Hace casi dos mil millones, si hablamos de fósiles eucariotas evolucionados como los acritarcas. El origen del amor, al contrario que el alma, hay que rastrearlo en un período de tiempo que nos sobrepasa, incluso en el pensamiento. El amor estaba desde el inicio de la vida simple y compleja.
Si las primeras células -acuciadas por constantes amenazas mortales, hambrunas interminables y accidentes catastróficos- hubieran podido barruntar lo que había al final del camino de su evolución, habrían sospechado o entrevisto la sombra de un organismo con la misma autonomía que las bacterias ancestrales para medrar en cualquier entorno, pero con un poder absoluto. Los cuatro hitos de este poder absoluto de sujeción de todas las veleidades de las partes a los intereses del conjunto fueron el sexo bacteriano para intercambiar genes primero; la unión de dos células y consiguiente formación de organismos multicelulares, después -seguramente, en un proceso de depredación en el que la presa no es digerida-; la manipulación del sexo en tercer lugar; y, por último, el establecimiento de un sistema de vigilancia policíaca que garantizara la supeditación de las partes a los intereses del conjunto.
Ese recorrido se hizo a regañadientes, dada la imposibilidad con que se enfrentaba cualquier célula para dividirse en dos y moverse al mismo tiempo; ante la alternativa de ser presa de otras, mientras se sumía en el laborioso proceso de división clónica prefirió, lógicamente, optar por unirse a otro núcleo celular con el que repartir las cargas de su oficio.
Es asombrosa esta transparencia de cualquier proceso, por complejo que sea, que permite remontarse a las fuerzas más elementales, como la necesidad de energía o de supervivencia. En el ovillo, al final de la madeja, siempre aparece lo más sencillo y básico para andar por casa, como el miedo, la escasez energética o el impulso emocional.
El personaje capital en esa prehistoria de la humanidad, digno de ser representado en una feroz película de aventuras, son las mitocondrias. Su mejor portavoz científico ha sido, sin duda, el joven, impetuoso y solitario investigador Douglas Wallace, catedrático de la Universidad de California en Irvine y experto conocedor de la genética y el papel evolutivo de esos orgánulos celulares. Hace ya muchos años, cuando le conocí, era, prácticamente, el único en alertar al resto de los mortales de que constituía una temeridad subestimar el papel de las mitocondrias en el origen del amor y la vida primero, y en su prolongación después. Las mitocondrias fueron -si se me permite la comparación- las antecesoras de los primeros emigrantes en pateras que lograron abordar la orilla de una célula o de un continente en beneficio mutuo.
Esquema de una mitocondria
Sorprende que el pasado de seres susceptibles de amar -la emoción más significativa y singular de los organismos complejos- esté plagado de cruentas batallas genéticas. Para las primeras células eucariotas, la posesión de mitocondrias elevó el techo de sus posibilidades de vida. El gran salto adelante de las células eucariotas -con núcleo propio y los orgánulos de las mitocondrias- fue la generación de energía en el interior de la célula mediante un proceso simbiótico que Lynn Margulis explicó en los años sesenta, seguido de otro proceso, la eliminación de radicales libres, que debemos a Douglas Wallace.
«Yo me encargo de la energía y tú del resto.»
Aprender a respirar el oxígeno que corroía y la búsqueda de ayuda han constituido el pulso de la vida compleja. Las mitocondrias permitieron superar el mundo restringido de las bacterias y alcanzar tamaños más adecuados para sobrevivir. Con el mayor tamaño se accedió a una mayor sofisticación. El impulso hacia una mayor complejidad vino desde dentro y no desde las alturas.
Lo explica de manera muy gráfica Nick Lane, autor del libro Power, Sex, Suicide. Si se observan con el microscopio un gramo de carne de hígado de ratón y otro gramo de carne de hígado humano, es muy difícil apreciar las diferencias. Tienen el mismo número de células. Pero si se mide su actividad – su coeficiente metabólico, es decir, el oxígeno y los nutrientes consumidos por minuto-, resulta que en el caso del ratón es siete veces superior. Los animales grandes tienen un coeficiente metabólico más lento de lo que en teoría les correspondería. Cuanto más grande es el animal, menos necesita consumir por gramo de peso. Un montón de ratas apiladas del tamaño de un elefante consumirían veinte veces más oxígeno y nutrientes que este último.