Authors: Eduardo Punset
Las células de un organismo multicelular como el nuestro constituyen una comunidad extremadamente avanzada. Se controla el número de ciudadanos mediante regulaciones del número de divisiones celulares y de la mortalidad. Cuando alguien sobra, se suicida activando el proceso de muerte celular denominado apoptosis. Es chocante la cantidad de suicidios que experimenta a diario una persona adulta sana: millones y millones de células de la médula espinal y del intestino mueren cada hora a pesar de su buena salud. ¿Para qué sirve tanto suicidio colectivo?
En los tejidos adultos la muerte celular es idéntica al número de subdivisiones celulares, ya que, de otro modo, el cuerpo cambiaría de tamaño. Si a una rata se le extirpa parte del hígado, aumenta enseguida la proliferación celular para compensar la pérdida. Cuando una célula muere de muerte natural se inflama, revienta y contamina a sus vecinas; todo lo contrario de la muerte por apoptosis, en la que la célula se condensa y es fagocitada limpiamente, sin filtraciones de ninguna clase, por los encargados del orden.
Microfotografía electrónica de la muerte de una célula por apoptosis.
Todos los animales contienen la simiente de su propia destrucción, gracias a los agentes que esperan, sin hacer nada, la señal de atacar. No es extraño, pues, que todo el proceso esté sometido a un control riguroso. De una manera u otra, en los organismos multicelulares, aquellas células que ya no son necesarias o representan una amenaza para el organismo son destruidas meticulosamente por medio de suicidios inducidos.
Si nuestro sistema celular parece una organización fascista -pensará más de un lector-, se podría entender que nuestra forma de organizarnos socialmente se decante, a veces, por el despotismo, porque respondería a nuestra estructura biológica más íntima. A una conclusión así sólo podría llegarse olvidando un hecho fundamental en la historia de la evolución, que separa nítidamente la estructura molecular de la estructura social. En la búsqueda por conocer el funcionamiento de las otras comunidades andantes de células, se comienza por interiorizar un proceso que desemboca en la conciencia de uno mismo, el nacimiento de la memoria y el poder consiguiente para interferir consciente o inconscientemente en los demás. El nacimiento de la conciencia de uno mismo, la capacidad de intuir lo que piensa y sufre la otra comunidad andante de células y, en definitiva, la inteligencia confieren la capacidad de interferir y trastocar los reflejos puramente biológicos.
Para ser sincero, al autor le habría gustado relatar lo que he llamado los cuatro grandes hitos en el camino a la complejidad -sexo bacteriano, fusión de dos células, secuestro de la línea germinal y medidas compensatorias de orden y seguridad- de forma espaciada, como habría correspondido en buena lógica. Me habría gustado, pues, que la cronología de la complejidad se hubiese ajustado a lo sugerido, reflejando estructuras cotidianas del pensamiento a las que estamos acostumbrados, como la de que las cosas, cuanto más complejas, más tiempo toman. Pero no fue así. No sucedió de esta manera en absoluto.
La verdad es que las primeras células eucariotas ya habían recorrido todos los grandes hitos a un tiempo: eran el resultado de una fusión para sobrevivir, habían secuestrado a las células germinales separándolas del resto y tenían montado ya el Estado policía. Como dice la bióloga molecular Lynn Margulis, de la Universidad de Amherst, en cuestiones de vida todo estaba inventado hace dos mil millones de años. No ha ocurrido nada nuevo desde entonces. Sucede igual con el amor.
Más de un lector pensará tal vez que el proceso de reflexión que nos ha traído hasta aquí ha sido largo y accidentado, pero la recompensa para los que buscamos por qué aman los humanos es altamente satisfactoria. Antes de adentrarnos en el tercer capítulo ya contamos con un hallazgo fundamental y hasta ahora desconocido para la mayoría: el amor tiene por cimientos la fusión, desde tiempos ancestrales, entre organismos acosados por las necesidades cotidianas, como la respiración o la replicación, empujados por la necesidad de reparar daños irremediables en sus tejidos y sumidos en una búsqueda frenética de protección y seguridad.
Ahora bien, ya podemos entrever que ese instinto de fusión para garantizar la supervivencia no se detiene en los límites del organismo fusionado, sino que irrumpe hacia campos que no son estrictamente necesarios para sobrevivir o garantizar la propia supervivencia. En el impulso de fusión radican también las raíces no sólo del amor, sino del ánimo de dominio sobre el ser querido. Estoy apuntando a un hecho cuyas consecuencias nos costaba imaginar hasta ahora porque se trata, ni más ni menos, que de las bases biológicas del ejercicio del poder destructor.
Estamos identificando, pues, el entramado molecular de un impulso de fusión que ha precedido en el tiempo a todos los demás. Desde sus comienzos, este impulso de fusión obedecía a razones de pura supervivencia encaminadas a romper la soledad que impedía reparar y proteger el propio organismo. Desde sus comienzos también, este impulso sienta las bases del ejercicio del poder que avasalla y destruye. Eso era el amor hace dos mil millones de años. Y, mucho me temo, sigue siendo lo mismo a comienzos del siglo XXI.
Querido y extraño corazón: ¿quién eres? Necesito saberlo porque te voy a querer toda la vida.
(Mensaje hallado en el móvil de X)
El día en que Abbey Conan se presentó al concurso para una plaza de trombonista en la Orquesta Filarmónica de Munich se había decidido que los candidatos tocaran ocultos detrás de una placa de cristal ahumado, porque uno de ellos era familiar de un miembro del jurado. En cuanto sonaron los primeros acordes del único candidato de sexo femenino, escondido como el resto tras el cristal, el director de la orquesta interrumpió la prueba gritando: «¡No hace falta seguir! ¡Ya sé quién ha ganado la plaza!».
Cuando descubrieron que, por vez primera en la historia de la Filarmónica de Munich, acababan de otorgar la plaza de primer trombón a una mujer intentaron echar marcha atrás, sin resultado.
No es una discriminación de escasa importancia, sino todo lo contrario. ¿Cuáles son las razones de una diferenciación tan elemental -y fundamental en nuestras vidas- como la que existe entre los sexos? ¿Cómo surgió? ¿Por qué motivos? Si no había distinción de sexo en las bacterias, antes de que aparecieran las primeras células eucariotas hace más de dos mil millones de años -las protagonistas actuales de la comunidad andante de células que somos los homínidos-, ¿por qué la hay ahora?
Es el momento de penetrar en la maraña sobrevenida de los sexos. De analizar, primero, las razones biológicas y evolutivas que la sustentan, y después las ventajas (sin duda debía de haberlas, como contrapartida necesaria a una opción tan complicada como la diferenciación sexual). Pero, claro, también implica las serias desventajas mencionadas en el capítulo anterior, como la de renunciar ni más ni menos que a la inmortalidad.
En un sentido muy prosaico y cotidiano, ¿es cierto el tópico de que los hombres se orientan mejor y dan muestras de mayor lucidez a la hora de leer mapas urbanos o geográficos que las mujeres? No es mi caso, desde luego. He vivido permanentemente, quiero decir durante años seguidos, en ciudades como Madrid, Barcelona, Ginebra, París, Burdeos, Bruselas, Estrasburgo, Londres, Washington, Los Ángeles y Puerto Príncipe. Digo vivir durante años, no visitarlas con frecuencia. Y me sigo perdiendo en todas ellas.
Es un ejemplo de las enormes dificultades de asignar determinados comportamientos a las diferencias de sexo. No sólo chocamos con múltiples excepciones, sino con factores muy distintos y tan peregrinos como ser netamente más distraído que los demás o manejar el grado de atención para memorizar de distinta forma.
El británico Simon Baron-Cohen, catedrático de psicopatología del desarrollo en la Universidad de Cambridge, es el que ha conferido mayores visos de veracidad a la tesis de que las mujeres barajan el espacio y, por lo tanto, las leyes de la física, con menos soltura que los hombres. Que el cerebro, en definitiva, tiene sexo. Simon Baron-Cohen repite constantemente que sus investigaciones sólo se refieren a promedios; o sea, que nadie intente verificar su hipótesis aduciendo casos individuales.
La hipótesis inicial de Simon Baron-Cohen fue confirmada por Eric R. Kandel, premio Nobel de Medicina (2000) y director del Kavli Institute for Brain Sciences, al descubrir que, en el cerebro de hombres y mujeres, se activan áreas distintas al pensar en el espacio: el hipocampo izquierdo en los hombres y el parietal derecho y la corteza prefrontal derecha en las mujeres. Aceptemos, así, que los enamorados tienen cerebros ligeramente distintos.
Eduardo Punset conversando con Eric R. Kandel, premio Nobel de Medicina.
Los hombres son mejores desentrañando el funcionamiento de sistemas, sobre todo de objetos inanimados, que son más fácilmente predecibles que los sistemas humanos: mecánico, como una máquina o un ordenador; natural como el clima, del que se intentan descubrir normas o leyes que rijan su funcionamiento; abstracto como las matemáticas o la música; o, por último, un sistema que se pueda coleccionar, como una biblioteca o una serie filatélica.
Si a los hombres les interesan más los sistemas, la empatía es una cualidad de la que están mejor dotadas las mujeres. La empatía es la capacidad de reconocer las emociones y los pensamientos de otra persona, pero también de responder emocionalmente a sus pensamientos y sentimientos. Una de las pruebas efectuadas consiste en utilizar fotografías de rostros y pedirle al observador que identifique la emoción expresada. La prueba puede complicarse mostrando únicamente una parte del rostro, Por ejemplo, la zona de alrededor de los ojos. El resultado lo puede adivinar el lector: las mujeres intuyen más fácilmente que los hombres la emoción que trasluce la fotografía del rostro. En promedio, aciertan más las mujeres.
La historia de la evolución tendería a confirmar estos hallazgos en el sentido de que la caza, con su parafernalia de dardos y percepción del espacio, habría seleccionado a los cazadores-recolectores dotados del conocimiento del sistema físico que tal tarea requiere, al tiempo que el cuidado de los niños, asignado al sexo femenino por nuestros antepasados, habría seleccionado aquellos genes dados al reconocimiento de las emociones y estados de ánimo de los demás.
Esto último suponía, en las sociedades primitivas, una ventaja a la hora de cuidar a los niños y de criarlos. Ante un bebé que no puede hablar, hay que utilizar la empatía para imaginar qué necesita. Tener más empatía debió de suponer ser mejores padres: identificar si el niño sufría, estaba triste, tenía hambre, o frío; interpretar sus estados emocionales y cuidarlo mejor. Y cuando un niño está mejor cuidado, sobrevive y perpetúa los genes de sus padres. Así que esto explicaría que la empatía acabara desembocando en una ventaja evolutiva.
Más allá de esos impactos de estructuras cerebrales distintas, se sabe muy poco todavía, como no sea la dificultad de identificar correlaciones entre esas estructuras o el nivel de actividad cerebral y los comportamientos. Las diferencias de sexo son mucho más difusas y oscilantes de lo que a menudo se da a entender porque están en juego, sobre todo, flujos hormonales y químicos no caracterizados, precisamente, por su permanencia o invariabilidad.
Tanto es así que investigaciones muy recientes apuntan a que algunos cambios en las supuestas ventajas o especializaciones de un hemisferio cerebral sobre el otro están relacionadas, temporalmente, con los ciclos menstruales. Lo cual no quita que el mayor grosor en la hembra del llamado cuerpo calloso, la región cerebral que separa los dos hemisferios, le dé una mayor versatilidad que al varón y la posibilidad de atender con más soltura a varios asuntos a la vez.
Se sabe también que las fuertes descargas hormonales que tienen lugar durante el embarazo han marcado diferencias relativas a la orientación sexual y la conducta que tendrá el feto de adulto, pero las pruebas son imprecisas y todavía no concluyentes. La neurocientífica Louann Brizendine, directora de la Women's Mood and Hormone Clinic de la Universidad de California en San Francisco, recuerda que el espacio cerebral reservado a las relaciones sexuales es dos veces y media superior en los hombres que en las mujeres, mientras que en éstas son más numerosos los circuitos cerebrales activados con el oído y las emociones.