Read El viaje de Mina Online

Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

El viaje de Mina (24 page)

BOOK: El viaje de Mina
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Hubo un episodio más que relacionamos en nuestra cabeza con aquella pistola vislumbrada. Una de las tardes que Cassius pasó con ella, la señorita Lasqueti le prestó una pluma estilográfica. Mi amigo se olvidó de ella por completo hasta que la sintió en el bolsillo del pantalón después de la cena. Entonces, para devolvérsela, se acercó a la mesa donde la señorita Lasqueti estaba enfrascada en una conversación, el bolso de mano en la silla vecina. Cassius se inclinó para dejar la pluma dentro sin molestar a los que hablaban, pero el brazo desnudo de la señorita Lasqueti salió disparado, le sujetó la mano que empuñaba la pluma y se la quitó. Ni siquiera había vuelto la cabeza para mirar a mi amigo. «Gracias, Cassius. Ya la tengo», dijo, y prosiguió su conversación.

Aquello fue, para nosotros, una prueba más.

Pese a tener opiniones sobre todo, nunca se erigía en juez. Creo que la única persona que la irritaba continuamente era el señor Giggs, porque lo encontraba fanfarrón. Decía que se jactaba de su habilidad como tirador, y que presumía en exceso de su buena puntería. El descubrimiento de que también la señorita Lasqueti tenía «buena puntería» lo hicimos mucho más tarde, al descubrir una fotografía de una Perinetta Lasqueti muy joven que se alejaba de un blanco perfecto en los campeonatos de Bisley, mientras reía en compañía de Juliusz Grusza, el héroe de guerra polaco que más tarde representaría a Inglaterra en la categoría de fuego graneado con pistola a cincuenta metros en los Juegos del Imperio Británico. Era en el artículo sobre Grusza donde se mencionaba la destreza de la señorita Lasqueti, aunque se dedicaba más espacio al posible idilio entre ambos. La joven Perinetta llevaba una chaqueta con dibujo de pata de gallo y la luz del sol se reflejaba en sus cabellos rubios, de manera que a partir de aquel momento dispusimos de otra visión distinta de la pálida solterona que hacía apuntes en el
Oronsay
y que de vez en cuando tiraba libros por encima de la borda.

Fue Ramadhin quien se tropezó con el artículo y la foto cuando los dos vivíamos en Inglaterra. Lo descubrió en un ejemplar atrasado de
The Illustrated London News
. Los dos habíamos estado perdiendo el tiempo en la biblioteca pública de Croydon, y no habríamos reconocido a la señorita Lasqueti de no ser porque figuraba su nombre en el pie de foto. Cuando leímos el artículo, a finales de los años cincuenta, su acompañante en la fotografía, Juliusz Grusza, se había convertido en una celebridad nacional como medallista olímpico, además de una persona influyente en Whitehall, donde, supuestamente, la señorita Lasqueti también estaba bien relacionada. Si Ramadhin y yo hubiéramos sabido en aquel momento cómo ponernos en contacto con Cassius, habríamos hecho una copia de aquella reseña preolímpica para enviársela.

A nuestros ojos, la señorita Lasqueti no había sido una mujer hermosa. Si la encontrábamos atractiva era a causa de las diferentes facetas que íbamos descubriendo en ella. Al principio se había mostrado distante sólo a causa de una comedida timidez. Luego fue como si hubiéramos encontrado un cajón con crías de zorro en una feria rural. El apellido Lasqueti sugería antecedentes europeos, pero ella se ubicaba cómodamente dentro de esa especie muy concreta que es la de la aristocracia rural entre los ingleses.

Sin duda tenía un excelente conocimiento de las distintas variedades del alma inglesa. Nos desconcertó, por ejemplo, la información que, en nuestra mesa, nos dio durante una conversación sobre excursionismo, ya que afirmó conocer a determinados excursionistas (uno de ellos era primo segundo suyo) que, cuando hacían recorridos a campo traviesa, no llevaban más que calcetines y botas y una mochila a la espalda. Atravesaban bosques y campos abiertos y vadeaban arroyos trucheros de esa manera. Si te cruzabas con ellos, fingían no verte, igual que si fueras invisible, como daban por sentado que lo eran ellos para ti. Al llegar a un pueblo al anochecer se vestían en las afueras, entraban en una posada, cenaban a solas y pasaban la noche en una de sus habitaciones.

Aquella información tan visual por parte de la señorita Lasqueti dejó en silencio a nuestra mesa. La mayoría de los pasajeros eran personas leídas que no lograban enlazar su imagen de la vida inglesa, procedente de Jane Austen y de Agatha Christie, con excursionistas desnudos. Aquella anécdota, imprevisible y fuera de lugar, fue la primera cosa que hizo que la señorita Lasqueti empezara a dejar de ser la criatura desvaída que hasta entonces habíamos pensado que era. Tras la historia de los excursionistas nuestra mesa quedó en silencio hasta que el señor Mazappa intervino para regresar al tema de los inexplicables rostros de las madonas, del que la señorita Lasqueti había hablado ya durante la comida.

—El problema con todas esas madonas —dijo Mazappa— es que hay un bebé al que se necesita alimentar y al que las madres presentan pechos que parecen vejigas con forma de panecillos. No es de extrañar que los niños parezcan adultos contrariados. Sólo he visto una imagen en la que se diría que al niño se le alimenta de verdad y está concentrado en la leche que mama. Se encuentra en el palacio de La Granja, cerca de Segovia, en un tapiz pequeño, y la Virgen no mira hacia el futuro. Contempla al niño Dios disfrutando con lo que le ofrece el pecho de su madre.

—Habla usted como si fuera un entendido en lactancia materna —le dijo uno de los comensales—. ¿Tiene usted hijos?

Se produjo una breve pausa y a continuación Mazappa dijo:

—Sí, por supuesto.

—Me alegra mucho que le gusten los tapices, señor Mazappa —intervino la señorita Lasqueti, quebrando el nuevo silencio que siguió a aquella información. El señor Mazappa no había añadido nada más. Ni cuántos hijos tenía ni cómo se llamaban—. Me pregunto quién pudo ser el fabricante de su tapiz. Quizás una mujer, en la tradición mudéjar. Es decir, si procede del siglo XV. Lo miraré cuando llegue a Londres. Trabajé durante una temporada para un caballero que coleccionaba cosas así. Tenía buen gusto pero era un hombre muy duro, aunque me enseñó a apreciar las artes que tienen telas como soporte. Resulta sorprendente aprender cosas como ésas de un hombre.

Archivamos con mucho cuidado sus revelaciones. ¿Quién era aquel caballero «tan duro»? ¿Y el primo segundo excursionista? Nuestra solterona parecía tener otros conocimientos, además de sus apuntes y de ser experta en la vida de las palomas.

Hace unos años, pero en mi vida de ahora, recibí un paquete por correo, procedente de Whitland en Carmarthenshire, que luego mi editor inglés procedió a remitirme. Contenía varias fotocopias de dibujos en color además de una carta de Perinetta Lasqueti. La carta la escribió después de haberme oído hablar en un programa de la BBC sobre el tema de «la juventud», y durante el cual yo había mencionado de pasada mi viaje por mar a Inglaterra.

Examiné primero los dibujos. Me vi todavía niño y enjuto, así como un retrato de Cassius fumando, y otro muy hermoso de Emily que llevaba una boina con una pluma azul. La Emily que, tiempo atrás, había desaparecido de mi vida. A la larga empecé a reconocer otras caras, como la del sobrecargo, y la del señor Nevil, y lugares enterrados profundamente en mi pasado: la pantalla de cine en la popa del buque, el piano en el salón de baile con una figura difuminada que lo tocaba, marineros en un simulacro de incendio, esto y aquello. Todos retrataban nuestro viaje por mar, en 1954, de Colombo a Tilbury.

Whitland,

Carmarthenshire

Querido Michael:

Por favor, disculpa la familiaridad, pero lo cierto es que te conocí, hace muchos años, todavía muchacho. La otra noche te oí hablar por la radio. Y hubo un momento, al mencionar que habías llegado a Inglaterra en el
Oronsay
, en el que empecé a fijarme más en lo que estabas diciendo, porque también yo viajé en aquel barco en 1954. De manera que seguí oyendo, pero eso tampoco me permitió saber
quién
eras. No logré enlazar la voz de la radio y lo que ha sido tu carrera de escritor con la persona que conocí en el buque hasta que mencionaste que tu apodo era «Mina». Y entonces me acordé de vosotros, los tres jovencitos, en especial de Cassius, aquel pequeño siempre vigilante. Y también me acordé de Emily.

Una tarde os invité a Emily y a ti a mi camarote para tomar el té. No creo que lo recuerdes. No existe ningún motivo. Todos vosotros despertabais mi curiosidad. Imagino que mi relación con Whitehall me hacía especialmente curiosa. No sucedieron muchas más cosas durante aquel viaje por mar, aparte de vosotros tres, siempre metidos en algún lío… Pero permíteme que pase a la razón añadida para escribir esta carta, además de enviarte un saludo y de decirte lo mucho que me ha alegrado saber de ti.

Desde hace algún tiempo me apetece contactar con Emily. Pienso en ella con frecuencia. Y es que hay algo que hubiera querido decirle durante el viaje, pero que nunca le dije. Aquella tarde mi única idea era librarte de las garras del barón. Aunque en realidad era a Emily a quien hubiera querido salvar. Porque me había tropezado con ella y con aquel tipo de la compañía Jankla unas cuantas veces y su relación con él me parecía llena de peligros. Existe además algo que había decidido darle aquella tarde con la esperanza de que pudiera serle útil, de que pudiera ayudarla a salir del atolladero, pero tampoco lo hice. No era en absoluto oportuno. Se trataba, podría decirse, de una verdad para el futuro, aunque fuese el relato de una historia de años atrás, de mi propia juventud. Por eso he incluido con este envío la misiva original, para que se la mandes a tu prima. No llegué a conocer bien a Emily, pero me dio la impresión de ser alguien que, pese a su generosidad natural, estaba necesitada de protección. Te agradecería mucho que le enviaras el paquete adjunto.

Te mando copias de algunos de los dibujos que hice en aquel viaje; quizá disfrutes viéndolos.

Afectuosamente,

Perinetta

La carta que me estaba destinada sólo constaba de dos páginas, pero el paquete que la señorita Lasqueti quería que enviara, con el nombre de Emily como destinataria, era un buen montón de páginas, ligeramente amarillentas.

Lo abrí. Los escritores carecemos de vergüenza. Permítaseme decir, de todos modos, que llevaba años sin ver a Emily y que carecía de pistas sobre cómo encontrarla. La última vez que habíamos hablado fue cuando se casó con alguien llamado Desmond, inmediatamente antes de marcharse al extranjero. Ni siquiera recordaba el país al que se dirigían. Después de una breve vacilación, abrí el paquete para Emily y empecé a leer las muchas páginas, escritas en diminuta letra cursiva, como para subrayar lo privado e íntimo de aquella carta. Y mientras leía, tuve el convencimiento de que hablaba del incidente en el pasado de la señorita Lasqueti al que había aludido durante aquella tarde en que fui a su camarote y me encontré allí con mi prima. En algún momento, Emily le preguntó a la señorita Lasqueti a qué se había referido al hablar de un momento anterior en su vida que le había permitido salvarse. Y la señorita Lasqueti respondió: «Te lo contaré en otra ocasión».

Fui a Italia cuando tenía poco más de veinte años para aprender la lengua. Se me daban bien los idiomas y el italiano era el que más me gustaba. Alguien sugirió que solicitara trabajo en la Villa Ortensia. La habían comprado Horace y Rose Johnson, un acaudalado matrimonio norteamericano, y la estaban convirtiendo en un gran archivo artístico. Me entrevistaron dos veces y luego me contrataron como traductora, tanto para la correspondencia como para la investigación y la catalogación. Todos los días iba en bicicleta, trabajaba durante seis horas y luego regresaba, siempre en bicicleta, a mi casa: una habitacioncita que había alquilado en la ciudad.

Los propietarios tenían un hijo de siete años. Era un niño muy simpático y divertido. Le gustaba verme aparecer en la bicicleta, nerviosa, porque casi siempre llegaba tarde. Se colocaba junto a la entrada, al final de la larga avenida de acceso a la casa, bordeada de cipreses. Todos los días, a las nueve o poco después, yo recorría la avenida de cuatrocientos metros y él me saludaba agitando los brazos y luego fingía consultar un reloj de pulsera, como si estuviera cronometrándome. Un día me di cuenta de que no era el único que me miraba mientras pedaleaba con mi larga bufanda verde en torno al cuello y una bolsa en bandolera. Sin que el niño lo viera, un piso por encima en el edificio que tenía detrás había una figura en la ventana, que desapareció cuando llegué a la entrada. No me fue posible saber quién era. Al día siguiente volví a ver la misma figura, aquel fantasma perfectamente nítido, de manera que agité un brazo saludándolo. A partir de entonces no volví a verlo en la ventana.

El trabajo en la Villa Ortensia era intenso y difícil. Cuadros, tapices y esculturas llegaban a gran velocidad, y había que catalogarlos todos. A eso se añadía el trabajo que había que hacer en la reinvención de los jardines, dado que la señora Johnson trataba de transformarlos para que volvieran a su estructura original de la época de los Médici. De manera que había mucho ir y venir por las salas y las terrazas, con tremendas discusiones entre los jardineros, arrancados de fincas por toda Europa, así que nosotros, los traductores, teníamos que correr para ayudar a transmitir opiniones e irritaciones.

Horace y Rose Johnson aparecían de cuando en cuando y lo hacían como dioses. Se paseaban por nuestros despachos o de repente se marchaban a Nápoles o incluso al Lejano Oriente. Se presentaban en los sitios donde trabajábamos de una forma muy distinta a como nos visitaba Clive, su hijo. Las entradas del pequeño eran más bien como una conchita que rodara accidentalmente hasta donde nos encontrábamos, y podía quedarse allí durante algún tiempo sin que nos diéramos cuenta. Una vez, cuando bajaba por la escalera que llevaba a la gran sala de planta circular, lo vi acuclillado, cepillando la imagen de un perro entre el follaje situado en la parte inferior de uno de los tapices allí colgados:
Fronda con perro
, se llamaba. De Flandes y del siglo XVI. Me gustaba mucho. Caldeaba y humanizaba aquel gran espacio circular. En cualquier caso, el pequeño se había apoderado de un cepillo para perros y cepillaba con devoción el pelaje del sabueso. Era un tapiz de una gran delicadeza, todo un clásico de la artesanía regional de los Países Bajos.

—Hazlo con mucho cuidado, Clive —le dije—. Es muy valioso.

—Tengo mucho cuidado —me respondió.

Estábamos en verano y el niño carecía de un perro propio, pese a la amplitud de la finca. Sus padres habían salido de viaje, y uno de los dos trataba de alcanzar Jartum, quién sabe por qué, o con qué objeto artístico como meta. Pensé que el niño de siete años debía de sentir que las ausencias de su padre se prolongaban durante siglos, y también me pregunté qué significado tenía para él el lugar donde se encontraba. Un niño contempla un paisaje, o un cuadro, y ve algo completamente distinto de lo que ve un padre. En aquel caso, el niño veía el perro que no tenía. Eso era todo.

La mayoría de los tapices de la Villa Ortensia eran simbólicos. Los religiosos, cargados de imágenes y parábolas; los seculares (uno de los cuales era
Fronda con perro
) ofrecían representaciones de un paraíso terrestre, o del peligroso poder del amor o de la felicidad que proporciona, y utilizaban de ordinario escenas de caza. De manera que el perro de aquel tapiz era de hecho un perro para la caza del jabalí. Otra escena mostraba a un halcón apoderándose de una paloma en un cielo azul sin nubes, un ejemplo de la «victoria» que acompaña al amor. Amor, por consiguiente, como asesinato o aniquilación de la parte más débil. Pero cuando veías aquellas obras colgadas de los muros de la gran sala de planta circular o en las habitaciones, amplias pero frías, entendías su verdadero propósito, que era incorporar un jardín a una casa de piedra y vacía. Determinados tapices se habían tejido en fríos áticos de algún país septentrional: lugares en los que quizá no habían visto nunca un jabalí ni una paloma ni el frondoso verdor que aparecía en ellos. Resultaban hermosos en aquel nuevo contexto. Tenían una dignidad peculiar. Los colores utilizados eran humildes, colores de fondo, por lo que una belleza florentina llena de vida que pasara por delante de uno de ellos quedaba de algún modo realzada. En ocasiones los tapices también eran políticos, relacionados con la propiedad o la posición social. Exhibían la divisa de los Médici: los cinco globos rojos del sistema solar, así como otro azul añadido a raíz de que los Médici y los franceses concluyeran una alianza familiar.

—Este arte produce una sensación de seguridad, ¿verdad que sí?

Cuando por fin me di cuenta de que hablaba directamente conmigo, Horace y yo estábamos en la Stanza Capone, rodeados de frescos. Llevaba trabajando allí más de un mes y el dueño de la casa no me había saludado nunca. Extendió la mano como para arrancar un pájaro pintado de un cielo azul.

—Pero el arte no es nunca seguro. Todo esto no es más que una habitación pequeña en una vida.

Tratándose de un hombre que supuestamente amaba el arte, me pareció que lo estaba despreciando.

—Venga conmigo —y me tomó del codo con mucho cuidado, de manera muy precisa, como si se tratara de un lugar en la anatomía humana que fuera socialmente aceptable tocar y, en consecuencia, del que era posible declararse en parte propietario. Me condujo escaleras abajo hasta llegar a la gran sala circular, en donde estaba colgado un tapiz de dieciocho metros. Alzó un extremo y lo sostuvo para que pudiera ver el revés, cuyos colores se mostraron, de repente, brillantes y enérgicos.

—Aquí es donde está la fuerza, ¿sabe? Siempre. En lo que queda debajo.

Se alejó del tapiz hasta el centro de la sala circular, consciente de que su voz llegaba hasta las paredes y también de que ascendía, hasta el techo lejano.

—Probablemente más de cien mujeres trabajaron en él durante un año. Se pelearon por tener semejante oportunidad. Este tapiz las alimentó. Las mantuvo vivas en el año 1530, durante un invierno en Flandes.
Eso
es lo que da verdad, lo que da profundidad, a esta escena sentimental.

Esperó en silencio hasta que me reuní con él.

—Así que dígame, Perinetta, se llama usted Perinetta, ¿no es eso? ¿Quién hizo este tapiz? ¿Cien mujeres con las manos agrietadas y demasiado frías? ¿O el pintor que concibió la escena? En realidad lo que hizo esto fue ni más ni menos que un año y un lugar. Era una época en la que la única forma de identificar a un artista era saber de dónde procedía y dónde acababa trabajando. Las ciudades se atribuyen la mitad del gran arte europeo. Mire aquí: verá la marca de la ciudad de Oudenaarde. Pero, por supuesto, también hay que tener en cuenta cuál de los Médici lo compró por lo que era una fortuna para un país pequeño y se lo llevó a Italia, protegido por guardias y matones, a más de mil quinientos kilómetros…

Cuando hablaba de aquella manera me tenía por completo dominada. La primera vez que se dirigió a mí personalmente era todavía muy joven. Sucede que los varones, gracias a la clase de poder que procede del dinero y de los conocimientos, son dueños del universo. Su situación les permite una fácil sabiduría. Pero personas así te cierran puertas. Dentro de un universo como el suyo existen códigos, habitaciones en las que no se debe entrar. En su vida diaria hay siempre sangre derramada en algún sitio. Él lo sabía. Horace Johnson estaba al tanto de la clase de animal que montaba. Hay una brutalidad que acompaña a ese tipo de conocimiento. Yo no lo sabía la tarde en que me condujo hasta la gran sala circular sosteniéndome sólo por el codo y luego, con la misma mano, alzó la esquina del tapiz, como si fueran las faldas de una criada, para dejar al descubierto el brillante colorido del revés.

Seguí viviendo en aquel mundo durante tres años y con el tiempo descubrí que no controlaba ninguno de los caminos que creía haber elegido libremente. No me daba cuenta de los escotillones y de los fosos de los que disponen los ricos. No me daba cuenta de que un hombre como Horace trataba a las personas que amaba, y a aquellas cuya presencia deseaba, igual que a sus enemigos, y se cuidaba de colocarlas en lugares desde donde no existiera la posibilidad de que tomaran represalias.

En Siena, si se va a la esquina de la Via del Moro con la Via Sallustio Bandini y se alzan los ojos, se pueden leer los versos del
Purgatorio
de Dante:

«Es —respondió— Provenzano Salvani
,

y está aquí porque tuvo la pretensión

de tener a toda Siena en sus manos
».
[13]

Y en lo más alto de la Via Vallerozzi, donde se reúne con la Via Montanini, grabado en la piedra amarilla:

No fui sabia, aunque Sapia me llamaran
,

y fui más feliz con el daño ajeno

que con la ventura propia
.
[14]

En los grandes centros de poder, no hay que perderlo de vista, la competición no se basa tanto en ganar como en impedir que tu enemigo consiga lo que realmente quiere.

Un año, por Navidad, se organizó un baile de disfraces para el personal que trabajaba en la villa y, en su transcurso, me di cuenta de repente de que Horace estaba dando vueltas a mi alrededor en el patio medio vacío. Me había presentado como Marcel Proust, con mi pelo de verdad, rubio, oculto, y con un falso bigote muy fino, además de llevar una capa. ¿Fue aquello lo que le interesó? ¿Tal vez le proporcionó de algún modo un disfraz para sus intenciones?

Me preguntó si me podía traer algo.

—Nada —repliqué.

—¿Le gustaría atravesar bailando las grandes ciudades de Europa?

Me eché a reír.

—Mi habitación, aunque pequeña, está forrada de corcho
[15]
—dije—; probablemente eso baste.

—Entiendo. En ese caso, permítame retratarla. Tal como está ahora. ¿La han retratado alguna vez?

Dije que no.

—Podría ponerse esa bufanda verde que lleva tantas veces.

De manera que empezó así, con Horace enterándose de mi existencia cuando iba vestida de hombre. Y tendría que contarte que quizás el retrato que me hizo está todavía en uno de los sótanos de la Villa Ortensia. En aquel retrato, probablemente todavía inacabado, sigo vestida, pero después de hacer el amor. Eso no quita para que parezca recatada, como si fuera una torpe heredera provinciana o la inocente hija de un amigo.

Horace había sido, por supuesto, la figura que me observaba desde las ventanas del primer piso cuando llegaba a trabajar en bicicleta. Se había tomado su tiempo para localizarme. Y después continuó siempre a cámara lenta. Mezclaba sus esbozos con una conversación interminable: sus conocimientos sobre tintes, la coreografía de un fresco, las virtudes del alabastro. Y yo, con el fin de mostrar mis vacilaciones al comienzo de aquel galanteo, conservé durante los primeros días mi bigote proustiano, de manera que cuando me recibía en el estudio, tenía que abrazarme y besarme con el bigote interpuesto. Lo seguí llevando algunos días en compañía suya, olvidada de que lo llevaba puesto, mientras hablábamos y yo le hacía partícipe de historias sobre mi juventud. Aunque medio dormida, le proporcionaba toda aquella información porque era grande su curiosidad.

Se caracterizaba por ser sensato además de inteligente. Me convirtió en amiga suya. Era mayor que yo, y las habilidades de las personas de más edad son diferentes, quizás más refinadas. Y yo no había tenido nunca un amante más joven con quien compararlo; de hecho, no había tenido ningún amante. Todo sucedió con un flujo y reflujo que era tanto conversación como desvelamiento físico. Empezó por quitarme la bufanda verde que llevaba al cuello al entrar en su estudio, hasta que una tarde, en un ardiente día de agosto, me propuso ir más allá. Un paso poco importante. Fue quizás el encanto de sus palabras, mi educación. Descubrí cómo doblar mi espalda desnuda para aceptarlo, ir más allá de lo que al principio parecía únicamente dolor, hasta que incluso aquello se convirtió en un hábito de nuestro deseo.

Sé, desde luego, que existe una tradición en todo esto. Si bien para mí, entonces, se trataba de un país asombroso, delirante, escandaloso, lleno de gustos que había que aceptar y satisfacer. Después me movía por aquel estudio bien amueblado, mi piel, mi «coloración», bien despiertas gracias al aire que se deslizaba entre las láminas de las venecianas. Sin más ropa que unos calcetines, me paseaba y tocaba con la sombra de la mano aquellos recatados esbozos míos que Horace había hecho antes. A menudo tenía sensación de soledad, como si él no estuviera allí vigilándome y devorando mi presencia: algo se abrió por primera vez en aquella habitación. Yo me hundía en aquella mezcla de conocimiento y deseo. El peso de su brazo, el peso completo de todo él, mis exclamaciones frente a las de mi amante; en un cuadro, ¡qué poca luz se necesita que caiga sobre el hombro de alguien para sugerir sufrimiento u ocultación, lo cerca del borde de la mesa que descansa la copa de Caravaggio para sugerir la tensión de la caída!

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