El viaje de Mina (26 page)

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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

BOOK: El viaje de Mina
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A los otros voluntarios que habían dado un paso al frente junto con Emily se los convenció para que se convirtieran en el piso más alto de una pirámide humana. Y una vez que ya estuvieron allí, la pirámide comenzó a moverse pesadamente por cubierta como una criatura con muchos brazos. Al llegar a la barandilla del buque, los acróbatas que formaban la parte baja de la pirámide empezaron a balancearse hacia delante y hacia atrás, aterrando a los voluntarios que estaban en lo más alto y que se pusieron a gritar, ya fuera a causa del miedo o por algún extraño regocijo que habían descubierto en su interior. Luego, aquel edificio de seres humanos, algunos todavía gritando, giró despacio sobre sí mismo y regresó hacia nosotros. Entre los voluntarios sólo Emily mantenía la calma, sólo ella parecía orgullosa de su actuación, y cuando los dejaron otra vez en el suelo, sólo a Emily se le hizo entrega de un pequeño premio. Lo hicieron a bombo y platillo y procedieron a alzarla sobre los hombros de uno de los miembros de la compañía. Los comensales de nuestra mesa que estábamos allí, incluidos el señor Daniels, el señor Gunesekera y nosotros tres, aplaudimos mucho. Casi como por casualidad, en pie sobre los hombros de otro individuo, Sunil se acercó a Emily, le colocó un brazalete de plata en la muñeca y procedió a cerrarlo. Emily hizo un gesto de dolor porque el broche le cortó la piel, y hubo un momento difícil en el que casi se le doblaron las rodillas. Vi que le aparecía una lenta línea de sangre en el brazo. Sunil la sostuvo con una mano y le puso la palma de la otra sobre la frente para calmarla. A continuación los dejaron a los dos en el suelo, Sunil aplicó a mi prima un ungüento en el corte de la muñeca, y Emily, con mucho valor, alzó el brazo para que todos viéramos el brazalete, o lo que fuera. El espectáculo dado por la compañía Jankla tuvo lugar a última hora de la tarde y, cuando concluyó, la mayoría de los pasajeros volvió a sus camarotes a descansar o a vestirse para la cena.

Aquel mismo día, pero unas horas después y ya de noche, Cassius y yo estábamos en el mismo bote salvavidas que habíamos ocupado dos noches antes, cuando nos enteramos de que Emily iba a reunirse con alguien en aquel sitio. Permanecimos allí a oscuras y oímos una conversación titubeante entre Emily y el hombre que se había reunido con ella. Hubo un momento en la conversación en el que él dijo que se llamaba Lucius Perera. ¡El Perera agente secreto, el Perera del Departamento de Investigación Criminal estaba hablando con mi prima y, por alguna razón, le había revelado su identidad!

—No creía que usted fuera
usted
—dijo Emily.

Repasé las voces de todas las personas con las que había conversado o a las que había oído hablar durante el viaje. Llegué a la conclusión de que no había oído nunca la voz de aquel hombre. La conversación me pareció intrascendente hasta que Emily preguntó por el estado de salud del preso. Perera respondió burlándose, impaciente, de su preocupación. Acto seguido pasó a preguntarle si conocía siquiera cuáles eran los delitos cometidos por el preso.

Oímos entonces que Emily se marchaba.

El señor Perera se quedó donde estaba, justo debajo de nosotros, paseando arriba y abajo. Era nada menos que un representante de alta graduación de las fuerzas de policía de Colombo, y estábamos prácticamente encima de él, tan cerca que pudimos oír el rascar de la cerilla que encendió poco después, para fumarse un cigarrillo.

Luego Emily regresó.

—Lo siento —dijo. Nada más. Y siguieron hablando.

La primera vez que oí hablar a Emily aquella noche parecía cansada y somnolienta a pesar de la curiosidad que le inspiraba la situación de Niemeyer. Y, al impacientarse Perera, se marchó. No quería continuar la conversación. Yo había sido testigo de aquel comportamiento suyo con frecuencia: con Emily existía una barrera muy definida que no se podía cruzar. Era una chica de espíritu aventurero, cortés, pero también podía cerrarse en banda y dejarte plantado en cualquier momento. Ahora, sin embargo, por alguna razón, había regresado para reanudar la conversación con Perera. ¿Era una cuestión de cortesía? Su actitud amistosa la sentí como falsa. Recordé la observación que Sunil había hecho algún tiempo antes acerca de la persona con la que iba a reunirse. «Le interesas muchísimo». Y luego, como si Perera respondiera a mis pensamientos, debió de hacerle alguna insinuación o quizá la tocó, porque Emily lo rechazó:

—No, no —y se le escapó un débil grito.

—Éste es el brazalete que ganó hoy, ¿no es así? —murmuró él—. Permítame ver su mano… —el tono de voz era seco, como si buscara una información de la que sólo él era consciente—. Deme la mano.

Parecía como si estuviéramos escuchando una radio en la oscuridad.

—Esto es… —le oímos decir a Perera. Hubo un forcejeo. Algo estaba sucediendo. Nadie decía nada ya. Oí un jadeo junto a la madera de nuestro bote salvavidas y alguien cayó al suelo. Una voz femenina susurró algo.

Cassius y yo no nos movimos. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Mucho. Hasta que cesaron los murmullos y reinó el silencio. Descendimos del bote. Vimos un cuerpo tendido y las manos de la víctima que se apretaba el cuello como para contener la sangre. Tenía que tratarse del señor Perera. Echamos a andar hacia él, pero en aquel momento el herido se estremeció. Primero nos quedamos parados y luego corrimos a refugiarnos en la oscuridad.

Al llegar a mi camarote, me senté en la litera de arriba, mirando a la puerta, sin saber qué hacer. Cassius y yo no habíamos hablado, no habíamos dicho ni una sola palabra. Sólo habíamos corrido. La única persona con la que normalmente hubiera deseado hablar habría sido Emily, y era imposible. Mi prima debía de tener una navaja, pensé. Quizás se había marchado para volver con la navaja. Era incapaz de pensar nada más y seguía mirando a la puerta, que finalmente se abrió. Entró Hastie con Invernio, Tolroy y Babstock, y yo me tumbé en mi litera fingiendo estar dormido y los escuché mientras hablaban tranquilamente y luego empezaban a hacer las apuestas de su partida de bridge.

Me senté con Cassius en el suelo del camarote de Ramadhin. Era muy temprano y los dos sabíamos que necesitábamos hablar con nuestro amigo de lo que habíamos visto, porque era siempre el más sereno, el que veía con mayor claridad el camino que debíamos seguir. Le contamos lo que habíamos oído y cómo Emily se había marchado para luego volver, y la escena con el señor Perera, y cómo luego habíamos visto el cuerpo caído, las manos sobre el corte en el cuello. Y nuestro amigo no se movió, no dijo nada, no nos dio ningún consejo. También él se sentía abrumado. Los tres guardamos silencio, como nos había sucedido después del incidente del perro con Hector de Silva.

Finalmente, Ramadhin dijo:

—Tienes que hablar con ella, por supuesto.

Pero yo ya había ido a ver a Emily. Apenas consiguió llegar hasta la puerta para abrirme y al cabo de un minuto se había sentado en una silla y estaba de nuevo durmiendo, su cuerpo completamente relajado delante de mí. Me incliné hacia delante y la zarandeé. Se había visto asaltada por extraños sueños toda la noche, dijo; quizás algo de lo que había tomado en la cena la había envenenado.

—Todos hemos comido lo mismo —dije—; y yo no me he envenenado.

—¿Me puedes dar algo? Agua…

Se la llevé, pero se limitó a sostener el vaso sobre el regazo.

—Estabas junto a los botes salvavidas, ¿te acuerdas?

—¿Cuándo? Déjame dormir, Michael.

Volví a zarandearla.

—¿No te acuerdas de que estabas anoche en cubierta?

—Estaba aquí, ¿no es cierto?

—Y te reuniste con alguien.

Emily se agitó en la silla.

—Creo que hiciste algo. ¿No te acuerdas? ¿Recuerdas al señor Perera?

Se irguió con dificultad y se me quedó mirando.

—¿Sabemos quién es?

Cassius y yo fuimos a donde habíamos visto por última vez el cuerpo de Perera. Nos arrodillamos y buscamos restos de sangre, pero la cubierta estaba limpísima.

30

Regresé a mi camarote y me quedé allí todo el día. Los tres habíamos decidido evitar el trato con los demás pasajeros. Había algo de fruta que el señor Hastie guardaba en un armario para tomarla durante sus partidas de cartas, y me la comí con el fin de evitar el almuerzo en nuestra mesa.

No sabía si lo que había visto era lo que creía haber visto. No había nadie con quien pudiera hablar. Contar al señor Daniels o a la señorita Lasqueti lo que sabía sobre Emily equivaldría a una traición. Mi tío era juez, pensé. Quizá él pudiera salvar a mi prima. O quizá estaba en nuestra mano salvarla si no decíamos nada. Por la tarde subí a la cubierta C y estuve allí solo durante algún tiempo; luego volví al camarote y examiné el mapa que había dibujado yo mismo para ver cuánto camino nos quedaba aún por recorrer. En algún momento debí de dormirme.

Oí la campana de la cena y muy poco después abrí la puerta del camarote al oír la llamada codificada de Ramadhin. Me hizo un gesto y salí con él y con Cassius. La cena era al aire libre, con mesas sobre caballetes, y comimos donde pudiéramos estar solos. Cuando nos marchamos, Cassius llevaba un vaso lleno hasta el borde de algo.

—Creo que es coñac —dijo.

En la cubierta de paseo encontramos un lugar tranquilo y nos quedamos allí, aunque nos cayeron algunos breves chaparrones, bebiendo el contenido del vaso de Cassius como si estuviéramos envenenándonos.

El horizonte se mostraba brumoso, cerrado, y no veíamos nada. Luego la lluvia cesó. Eso quería decir que existía una posibilidad de que no se suprimiera el paseo nocturno del preso. Su aparición supondría para nosotros tres una vuelta al orden, por pequeña que fuese. De manera que nos quedamos en la cubierta vacía mientras se hacía de noche.

El vigilante nocturno apareció haciendo sus rondas, se detuvo en la barandilla, contempló las olas a lo largo del buque y luego se marchó. Y algún tiempo después sacaron al preso.

Sólo había una o dos luces encendidas en aquella parte de la cubierta, así que resultábamos invisibles. Lo acompañaban dos carceleros. Aún llevaba las manos esposadas y, al avanzar, la cadena de los pies se deslizaba ruidosa a su espalda. Luego se detuvo mientras le ponían al cuello la cadena que sólo llevaba cuando estaba en cubierta, más pesada. Lo hacían a oscuras, por el tacto y la costumbre. Le oímos decir, en voz muy baja: «Suéltala», y tuvimos que mirar con más detenimiento para darnos cuenta de que sujetaba por el cuello a uno de los carceleros en un ángulo muy extraño. El preso se agachó, hizo que el otro descendiera con él y luego rodó lateralmente, para que el carcelero pudiera soltar la cadena unida al collar metálico que llevaba en torno al cuello. Tan pronto como el cierre se abrió, el preso agitó la cabeza para librarse de ella.

—Tira las llaves para la cadena de los pies.

Ahora hablaba con el otro guarda. Sin duda sabía que ambos disponían de juegos de llaves independientes. Una vez más habló con la voz tranquila que daba poder a aquel hombre impotente.

—La llave o le rompo el cuello.

El otro carcelero no se movió; Niemeyer retorció el cuello de su rehén, que permaneció inmóvil; quizás estaba inconsciente. Se oyó un gemido. Pero no procedía del guarda sino de Asuntha, la hija del preso, que salió de entre las sombras. Las nubes empezaron a correr y ya no ocultaban la luna, por lo que había más luz reflejada sobre cubierta. El horizonte se había aclarado. Si el prisionero tenía la esperanza de escapar gracias a la oscuridad, no iba a salirse con la suya.

La chica se adelantó, se inclinó sobre el carcelero inmovilizado, miró a su padre y agitó la cabeza. Luego habló con el otro guarda con aquella voz suya tan difícil, tan poco utilizada.

—Dele la llave. Para los pies. Por favor. Lo matará.

El segundo carcelero se inclinó hacia Niemeyer con la llave, y ella y el preso no se movieron mientras el otro forcejeaba con el cierre. A continuación, Niemeyer se puso en pie, sus ojos recorrieron la cubierta y después miró a lo lejos por encima de la barandilla del buque. Hasta aquel momento sólo debía de haber sido consciente del espacio que se le concedía, de la longitud de su cadena, pero ahora existía además la posibilidad de escapar. Tenía libres las piernas. Sólo las manos permanecían encadenadas, con el candado frente a él. Enseguida apareció el vigilante nocturno, vio lo que pasaba y tocó el silbato. De repente todo se puso en movimiento, la cubierta se llenó de marineros, de otros guardas y de pasajeros. Niemeyer agarró a la chica y corrió, buscando una salida. Se detuvo ante la barandilla de la popa. Pensamos que quizá saltara desde allí al mar, pero se volvió a ver lo que sucedía en cubierta. Nadie se acercó a él, sin embargo. Cassius y yo salimos arrastrándonos de nuestro escondrijo. No servía de nada seguir ocultos, era inútil dejar de ver lo que fuese a suceder en las mejores condiciones posibles.

Durante un momento nadie se movió, con las luces de Nápoles, o quizá se tratara de Marsella, muy lejos. Niemeyer se apartó de la barandilla con Asuntha y la respuesta de la gente fue retroceder y crear un pasillo estrecho; no gritaban ya, sino que decían, como lamentándose:

—¡La chica! ¡Suéltela! ¡Deje que se vaya!

Pero nadie se atrevió a cerrar el paso y retener entre la multitud a aquel hombre descalzo y esposado que avanzaba con su hija. La chica no gritó en ningún momento. Su rostro siguió siendo la única cosa indiferente en medio del creciente furor, aunque sus grandes ojos lo mirasen todo mientras Niemeyer corría por el túnel que se le estaba concediendo. «¡Suelte a la chica!»

Luego se oyó un disparo de pistola y se encendieron las luces por toda la cubierta, así como en el puente por encima de nosotros y en las ventanas del comedor; aquella luz inesperada y tan abundante se extendió por todas partes como un líquido sobre el mar. Vimos con claridad la lividez de la chica. Alguien gritó, pronunciando muy bien todas las palabras:


No hay que darle la última llave
.

Pero yo oí a Ramadhin, que estaba cerca de mí, decir en voz muy baja:

—Que le den la llave.

Porque de repente quedó claro que el preso sería un peligro para la chica, y para todo el mundo,
mientras le faltara
la llave que estaba en juego. Si bien el rostro de Asuntha carecía de expresión, la del preso tenía un algo salvaje que nunca le habíamos notado durante las noches en que salía a caminar por cubierta. Cada vez que se movía, el estrecho corredor se ensanchaba para dejarlo pasar. Estaba reducido a aquella limitada libertad, sin ningún sitio donde ir. Luego hizo una pausa y retuvo el rostro de la chica muy cercano al suyo, entre sus manos de gran tamaño. Y echó a correr de nuevo, arrastrando a la chica por el túnel de seres humanos. De repente dio un salto para situarse sobre la barandilla, alzó a la chica sujetándola entre sus brazos y se quedó allí como si se dispusiera a arrojarse hacia la negrura del mar.

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