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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

El viaje de Mina (11 page)

BOOK: El viaje de Mina
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Mientras estuve tumbado en la cubierta de paseo del
Oronsay
, durante las horas en las que creímos que teníamos que renunciar a la esperanza de seguir con vida, todo se unió. Yo era algo carente de orden dentro de un recipiente, incapaz de escapar a lo que estaba sucediendo, incapaz de salir de lo que ocurría. Mi único consuelo era que no estaba solo. Cassius me acompañaba. De cuando en cuando, los rostros vueltos al mismo tiempo, un relámpago nos dejaba ver las facciones del otro, informes, descoloridas. Mi sensación era de estar atrapado. Aunque el buque hundiera la proa y descendiera, empujado por alguna ola descomunal, Cassius y yo aún seguiríamos permanentemente atados a un generador de bomba o algo parecido. No había nadie más. Nosotros dos éramos las únicas personas presentes sobre la superficie del buque, como víctimas dispuestas para el sacrificio.

Las olas estallaban, rodaban por encima de nosotros y desaparecían por la borda con la velocidad de una pesadilla. Luego nos alzábamos con el barco. Después caíamos en el valle siguiente. Todo lo que nos mantenía a salvo era el conocimiento que tenía Ramadhin del arte de hacer nudos, sin duda escaso. ¿Qué era en realidad lo que sabía? Sintiéndonos al borde de la muerte, dábamos por sentado que no sabía nada. No estábamos a salvo, ni muchísimo menos. No teníamos conciencia del tiempo. ¿Cuántas horas permanecimos allí antes de que nos cegaran los reflectores con los que nos enfocaron desde el puente? Pese a nuestro deplorable estado, sentimos la indignación contra nosotros que latía detrás de aquella luz. Luego se apagó.

Más adelante aprendimos los nombres de las tormentas.
Chubasco. Turbión. Ciclón. Tifón
. Y más adelante nos contaron lo que había sucedido bajo cubierta, cómo las vidrieras de colores de la sala Caledonia habían estallado y todos los circuitos eléctricos se habían quemado casi a la vez, de manera que hubo linternas moviéndose arriba y abajo por los corredores, y lanzando sus haces de luz en los bares y salones mientras se buscaba a pasajeros desaparecidos. Los botes salvavidas se soltaron en parte de sus amarres y quedaron colgando, torcidos, a media altura. Las brújulas del buque enloquecieron. El señor Hastie y el señor Invernio, en las perreras sin luz, trataron de calmar a los perros atormentados por los continuos truenos. Una ola golpeó al ayudante del sobrecargo, y su violencia le arrancó el ojo de cristal. Durante todo aquel tiempo nosotros dos torcíamos lo más posible la cabeza tratando de ver hasta qué profundidad se hundiría la proa en el descenso siguiente. Nuestros gritos no se oían, tampoco los oíamos nosotros, ni siquiera los propios, aunque al día siguiente teníamos la garganta destrozada de gritar en aquella antesala del mar.

Me pareció que pasaban horas antes de sentir que alguien me tocaba. La tormenta aún estaba viva, pero lo bastante debilitada como para enviar a tres marineros a rescatarnos. Cortaron las cuerdas, porque los nudos al hincharse se habían entrelazado, y nos trasladaron, escaleras abajo, a un comedor pequeño que hacía las veces de puesto de socorro. Había allí varias personas que durante la última o las dos últimas horas habían recibido golpes en la cabeza o se habían roto algún dedo. Nos desnudaron y nos dieron una manta a cada uno. Se nos dijo que podíamos dormir allí. Recuerdo que cuando el primer marinero me alzó sentí el intenso calor de su cuerpo. Recuerdo también que cuando alguien me quitó la camisa dijo que habían saltado todos los botones.

Vi el rostro de Cassius como si toda la complejidad de su manera de ser se la hubiera llevado el agua. Luego, poco antes de que nos quedáramos dormidos, Cassius se inclinó hacia mí y susurró:

—No lo olvides. Esto nos lo ha hecho alguien.

Pocas horas después, tres oficiales estaban sentados frente a nosotros. Nos habían despertado y yo esperaba ya lo peor. Quizá nos devolvieran a Colombo, o nos dieran una paliza. Pero tan pronto como los oficiales se sentaron, Cassius dijo:

—Alguien nos hizo esto, no sé quién… Iban enmascarados —añadió.

Aquella sorprendente revelación supuso que el interrogatorio de los oficiales se prolongara mucho, mientras tratábamos sin éxito de convencerlos de la verdad de nuestro testimonio, aunque las marcas, verdaderas quemaduras, que nos habían dejado las cuerdas les hicieron ver que aquello no podíamos haberlo hecho nosotros solos. Nos ofrecieron el té del barco, y cuando ya pensábamos que habíamos conseguido que aceptaran nuestra historia, se presentó un camarero y dijo que el capitán quería vernos. Cassius, que nos había hablado con frecuencia de su deseo de ver el camarote del capitán, me guiñó un ojo.

Uno de los oficiales, descubrimos después, había bajado ya al camarote de Ramadhin, dada su conocida relación con nosotros dos. Ramadhin había fingido dormir y cuando lo despertaron aseguró no saber nada de nuestra aventura, una vez que le contaron que estábamos vivos y que la tormenta no nos había arrojado al mar. Aquello debía de haber sucedido hacia medianoche. Ahora eran ya las dos de la madrugada. Nuestros interrogadores nos proporcionaron unos albornoces y nos condujeron ante el capitán. Cassius había empezado ya a pasar revista a todo el camarote, fijándose en cómo estaba amueblado, cuando la mano del capitán golpeó con fuerza el escritorio.

Sólo lo habíamos visto con aire de aburrimiento o luciendo una sonrisa de circunstancias cuando hacía anuncios en público. Pero en aquel momento estalló igual que un volcán y nos montó todo un número, como si acabaran de soltarlo después de pasar tiempo en una jaula. La reprimenda empezó con una serie de precisiones. Señaló que ocho marineros habían participado en nuestro rescate, durante más de treinta minutos. Aquello se traducía al menos,
como mínimo
, en cuatro horas de tiempo perdido, y dado que el sueldo medio de un marinero eran X libras a la hora, X veces cuatro era lo que le había costado la operación a la Orient Line,
además
del tiempo del jefe de camareros, a otras Y libras la hora. Más las pagas extra que se daban siempre durante las emergencias. Había que añadir el tiempo del capitán, considerablemente más caro.

—¡Este buque, en consecuencia, presentará a vuestros padres una factura por un total de novecientas libras! —dijo, mientras firmaba algunos documentos de aspecto oficial que, por lo que a mí se me alcanzaba, podían haber sido una nota para que la aduana británica no nos dejara desembarcar en Inglaterra. Luego volvió a golpear la mesa, amenazó con expulsarnos del buque cuando hiciéramos la primera escala y procedió a poner a caldo a nuestros antepasados. Cassius trató de interrumpirle con lo que pareció una expresión de cortés humildad.

—Muchas gracias por rescatarnos, mi capitán.

—Cállate, pedazo de… —buscó la palabra—
áspid
.

—¿Aspa, mi capitán?

El capitán hizo una pausa y miró fijamente a Cassius para decidir si se estaba burlando de él. Debió de sentir que ocupaba una indiscutible cima moral.

—No. Eres una mofeta. Una mofeta asiática, una repugnante mofeta asiática. ¿Sabes lo que hago cuando encuentro una mofeta en mi casa? Le prendo fuego a los testículos.

—A mí me gustan las mofetas, mi capitán.

—Bicho repulsivo, llorica…

En el silencio que siguió, mientras continuaba buscando insultos, la puerta del cuarto de baño del capitán se abrió de golpe y vimos su inodoro esmaltado. El capitán dejó de interesarnos. Cassius lanzó un gemido y dijo:

—Me encuentro mal, señor… ¿Podría usar su…?

—¡Sal de aquí, hijo de puta!

Dos marineros nos acompañaron hasta nuestros camarotes.

Flavia Prins examinaba de cerca su brazalete mientras me hablaba en la sala Caledonia, ligeramente estropeada por la tormenta. Una nota muy seca de su puño y letra insistía en que me reuniera con ella cuanto antes. Habíamos pasado ya por las manos de diversos interrogadores, y en todos los casos se había insistido en que no habláramos nunca de lo ocurrido. De lo contrario tendríamos más problemas. Pero a la mañana siguiente, durante el desayuno, ya se lo habíamos mencionado a dos de nuestros compañeros de mesa. El comedor estaba casi vacío y sólo nos acompañaban la señorita Lasqueti y el señor Daniels. Cuando se lo contamos, no parecieron pensar que fuese tan grave.

—No para vosotros, pero sí muy grave para ellos —dijo la señorita Lasqueti.

Era muy partidaria, enseguida lo descubriríamos, de los reglamentos. Estaba, además, muy impresionada por los nudos obra de Ramadhin, que, según dijo, «nos habían salvado el pellejo».

Pero ahora, al acercarme a Flavia Prins, me di cuenta de que podía tener problemas con mi tutora extraoficial. Se soltó el brazalete y volvió a cerrarlo, haciendo caso omiso de mi presencia, y luego atacó como un pájaro que de repente picotea la frente de un perro.

—¿Qué pasó anoche?

—Hubo una tormenta —dije.

—¿Te pareció que hubo
una tormenta
?

Me pregunté si no estaba enterada de lo que habíamos tenido que superar.

—Una tormenta terrible, tía. Todos pasamos mucho miedo. No parábamos de temblar en la cama.

No dijo nada, de manera que seguí.

—Tuve que llamar a un marinero. No hacía más que caerme de la cama. Salí al corredor hasta que encontré al señor Peters y le pedí que me atara a la cama y también, si era posible, que hiciera lo mismo con Cassius. Cassius casi se había roto un brazo cuando el barco se inclinó y le cayó algo encima. Le han puesto un vendaje.

Me miró fijamente, no del todo asombrada.

—Vi al capitán anoche, en la enfermería, cuando fui allí con Cassius. A mi amigo le dio unas palmadas en la espalda y le llamó «chico valiente». Luego el señor Peters bajó con nosotros y nos ató a nuestras literas. Dijo que había un hombre y una mujer jugando en uno de los botes salvavidas cuando llegó la tormenta y que se hicieron daño al caer el bote sobre cubierta. Están bien, pero «la cosa de él» ha sido la perjudicada. También tuvo que ir a la enfermería.

—Conozco muy bien a tu tío… —hizo una pausa, buscando un efecto tremendo. Me preocupó aquella frase inicial suya y empecé a tener la sensación de que sabía más de los sucesos de la noche anterior de lo que yo creía—. También conocí a tu madre, un poco. ¡Tu tío es juez! ¿Cómo te
atreves
a contarme
a mí
, que me desvivo por tu seguridad, semejantes falsedades?

—Me pidieron que no dijera nada —me defendí precipitadamente—, que no hablara del señor Peters. Dijeron que el señor Peters es un «marino asocial», tía. Y que lo van a dejar en tierra en la primera escala que hagamos. Cuando le pedimos que nos atara a las literas para estar a salvo, lo que hizo, en cambio, fue llevarnos a cubierta y atarnos con unas cuerdas para castigarnos por interrumpir la partida de cartas que estaba jugando con unos borrachos. Dijo: «¡Esto es lo que hacemos con los chicos desobedientes que se empeñan en interrumpirnos!».

Me miró fijamente. Por un momento pensé que la había convencido.

—Nunca, jamás, he conocido a nadie… —se alejó sin acabar la frase.

No sucedió gran cosa durante el día siguiente. Un buque de vapor en dirección este se cruzó con nosotros al atardecer con todas las luces encendidas, y mis dos amigos y yo, los tres, fantaseamos sobre la posibilidad de ir remando hasta él y regresar a Colombo. El ingeniero jefe ordenó que las máquinas del barco fueran más despacio mientras se probaba el sistema eléctrico de emergencia, y durante algún tiempo pareció que nos habíamos parado en lo que era ya el mar de Omán. La inmovilidad hizo que nos sintiéramos como sonámbulos. Cassius y yo salimos a la cubierta, completamente inmóvil. Sólo entonces, en aquella repentina tranquilidad, imaginé en toda su plenitud el significado de la tormenta. De no tener ni techo ni suelo. Habíamos presenciado sólo lo que estaba encima del mar. Entonces algo forcejeó hasta liberarse y se me apareció con claridad. No era sólo en las cosas que veíamos donde no existía seguridad. Había que acordarse también de lo que quedaba debajo.

Escondida entre las pertenencias del médico ayurveda de Moratuwa había una reserva secreta de hojas y simientes de estramonio procedentes de Pakistán. Había comprado aquella planta para Sir Hector con el fin de combatir los recientes trastornos de su organismo y también para retrasar el comienzo de la hidrofobia. La poción con hojas y simientes de estramonio iba a ser el remedio más eficaz que el millonario tomara durante su viaje por mar, si bien tenía reputación de ser polifacético pero poco fiable. Supuestamente, si el recolector reía mientras cosechaba sus flores blancas, el resultado eran muchas risas; o baile, si era ésa la actividad que acompañaba la recolección. (Las flores eran de una fragancia extraordinaria por la noche). Se recomendaba para fiebres y tumores. De todos modos, como parte de su naturaleza caprichosa, las personas bajo su influencia podían responder a las preguntas sin vacilaciones y con total sinceridad. Y a Hector de Silva se le conocía como individuo falso que nunca abandonaba sus cautelas.

Su esposa, Delia, siempre lo había tenido por insoportablemente reservado. Ahora, días después de salir de Colombo en el
Oronsay
, gracias a la administración del remedio ayurveda, se le ofrecía la posibilidad de descubrir por fin con quién se había casado. Hasta los detalles más insignificantes de su juventud quedaron al descubierto. De Silva reveló el terror que le producían las palizas de su padre, palizas que le habían compartimentado psicológicamente y que a la larga hicieron de él un financiero sin escrúpulos. Habló de sus visitas secretas a Chapman, su hermano, que se había escapado de casa con su amor, una chica del barrio, conocida por tener un dedo de más. Habían hecho que se lo amputaran en Chilaw y vivían una vida sencilla y tranquila en Kalutara.

Delia descubrió también la manera en que su marido había desviado dinero para distribuirlo entre muchos subordinados clandestinos. Sir Hector reveló gran parte de aquella información durante la tempestad, en la que estuvo rodando de un lado a otro de su amplia cama mientras el navío se levantaba y caía. A decir verdad, parecía estar disfrutando, mientras su mujer y el resto de su séquito abandonaban su cabecera para vomitar en los camarotes contiguos. El estramonio había hecho desaparecer todas sus preocupaciones, así como cualquier efecto secundario de la enfermedad y hasta el menor atisbo de cautela. Si era un afrodisíaco, lo transformó de socio austero y distante en compañero benévolo. Al principio aquel cambio de personalidad pasó inadvertido. El buque entero estaba inmerso en una tempestad. Un fuego de poca intensidad se había declarado en la sala de máquinas cuando el millonario empezó a decir la verdad por primera vez en su vida. Y los peligros del mal tiempo habían hecho aparecer a los carteristas, que siempre hacían su agosto en situaciones difíciles en las que se necesitaba ayuda. A todo aquello había que añadir que un depósito de grano se había mojado, esparciéndose por la cala al estallar, y había alterado el equilibrio mismo del buque, de manera que personal de emergencia había descendido para devolverlo a su sitio a paletadas mientras los carpinteros reconstruían las divisiones. Los hombres trabajaban a oscuras en las profundidades de la cala, sólo con el resplandor de una lámpara de aceite, haciendo «trabajo de sepulturero», como Joseph Conrad lo llamaba, hundidos hasta la cintura en el grano. Mientras tanto, Sir Hector transmitía a su pequeño séquito el recuerdo, insignificante pero dulce, de un cochecito de choque que había conducido de niño en una verbena de Colombo. Contaba la historia una y otra vez, presentándola en cada ocasión como si fuera nueva, ante su mujer, su hija y los tres asesores médicos, nada interesados.

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