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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

El viaje de Mina (9 page)

BOOK: El viaje de Mina
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De todos modos, la mayor parte del tiempo apenas teníamos datos sobre los antecedentes o la carrera de la señorita Lasqueti. Nos considerábamos muy sagaces a la hora de desenterrar pistas mientras recorríamos el buque todos los días, pero nuestra certeza sobre lo que descubríamos crecía despacio. Habíamos oído algo durante el almuerzo, o habíamos sorprendido una mirada o un movimiento de cabeza.

—El español es una lengua afectuosa, ¿no es cierto, señor Mazappa? —había comentado la señorita Lasqueti, y él le había guiñado un ojo desde el otro lado de la mesa. Aprendíamos de las personas adultas por el simple hecho de estar entre ellas. Advertíamos la aparición de pautas, y durante algún tiempo basamos todas nuestras deducciones en aquel guiño del señor Mazappa.

Una peculiaridad de la señorita Lasqueti era lo mucho que dormía. Se trataba de alguien que a determinadas horas del día apenas conseguía mantenerse despierta. Se la veía luchar contra el sueño. Sus esfuerzos la hacían simpática, como si dedicara toda la vida a evitar un castigo injustificado. Pasabas junto a ella cuando estaba en una hamaca, y la cabeza se le iba cayendo poco a poco sobre el libro que intentaba leer. Era, por muchas razones, el fantasma de nuestra mesa, y es que también llegamos a tener noticia de su sonambulismo, una costumbre peligrosa en un barco. Un retazo blanco, es como la veo siempre, recortado sobre la oscuridad del mar en movimiento.

¿Qué futuro la esperaba? ¿Cuál había sido su pasado? Era la única persona de nuestra mesa capaz de forzarnos a salir de nosotros mismos para imaginarnos la vida de otro. Reconozco que fue sobre todo Ramadhin quien nos obligó a Cassius y a mí a ejercitar la empatía. Ramadhin era siempre el más generoso de los tres. Pero por vez primera en nuestra vida empezábamos a sentir que se había producido una injusticia en la vida de otra persona. La señorita Lasqueti disponía, según recuerdo, de «té pólvora», té verde que mezclaba con una taza de agua caliente en nuestra mesa y luego vertía en un termo antes de separarse de nosotros para pasar la tarde. De hecho, se la veía ponerse colorada cuando aquel brebaje la despertaba sin contemplaciones.

Describirla diciendo que era tan «blanca como una paloma» quizá obedezca en parte a un descubrimiento que hicimos más adelante: llegamos a saber que en algún lugar del buque tenía veinte o treinta palomas enjauladas. Las «acompañaba» a Inglaterra, pero ocultaba celosamente sus cartas en cuanto al motivo de viajar con ellas. Luego oí, de labios de Flavia Prins, que un anónimo pasajero de primera clase le había comentado que a la señorita Lasqueti se la había visto con frecuencia por los pasillos de alguna dependencia gubernamental en Londres.

En cualquier caso, a nosotros nos parecía que casi todos los comensales de nuestra mesa, desde el señor Gunesekera, el sastre silencioso, propietario de una tienda en Kandy, hasta el ameno señor Mazappa, al igual que la señorita Lasqueti, podían tener una razón interesante para trasladarse a Inglaterra, aunque no se hablara de ella o, hasta entonces, no la hubiésemos descubierto. Pese a todo, el prestigio de nuestra mesa en el
Oronsay
seguía siendo mínimo, mientras que los comensales de la mesa del capitán estaban siempre brindando por su respectiva importancia. Aquélla fue una pequeña lección que aprendí durante el viaje. Lo que de verdad es interesante e importante sucede casi siempre en secreto, en lugares donde no existe poder. Casi nada de valor duradero ocurre nunca en la mesa principal, que se mantiene unida por una retórica de todos conocida. Quienes disfrutan del poder continúan deslizándose por el surco trillado que han ido preparándose.

La chica

Si alguien parecía ser la persona más vulnerable del buque era la chica llamada Asuntha, y sólo de manera gradual advertimos su presencia. Daba la sensación de no poseer más que un vestido verde desteñido. Nunca se ponía otra cosa, incluso durante las tormentas. Era sorda, y eso la hacía parecer todavía más frágil y abandonada. Alguien de nuestra mesa se preguntó cómo habría conseguido pagar su pasaje. En una ocasión la vimos mientras hacía ejercicios en un trampolín y cuando estaba suspendida en el aire, con todo aquel espacio de silencio a su alrededor, tuvimos la sensación de hallarnos ante una persona distinta. Pero tan pronto como terminó y se alejó, dejamos de advertir el menor signo de agilidad o fuerza en ella. Era pálida, lo que llamaba la atención por tratarse de una ceilandesa. Y también menuda.

Le asustaba el agua. Si pasaba junto a la piscina, nos burlábamos de ella amenazando con rociarla, hasta que Cassius sufrió una transformación y dejamos de hacerlo. Vislumbramos en Cassius un punto de compasión, y nos dimos cuenta de que empezaba a vigilarla tímidamente a partir de aquel momento. Sunil, el Cerebro de Hyderabad de la compañía Jankla, parecía cuidar de ella. Se sentaba a su lado en las comidas, en la mesa en que también estaba Emily, y miraba con frecuencia a nuestra mesa, horrorizado por el alboroto que levantaba nuestro grupo.

Asuntha tenía una manera muy concreta de escuchar. Sólo oía con el oído derecho y, además, sólo si alguien le hablaba con claridad y directamente. De esa forma percibía el movimiento del aire y lo interpretaba como sonido para traducirlo al fin en palabras. Sólo era posible comunicarse con ella en una posición de intimidad. Durante los ejercicios sobre la utilización de los botes salvavidas, un sobrecargo se ocupaba exclusivamente de ella para explicarle reglas y procedimientos, mientras el resto de los pasajeros recibíamos la misma información por un altavoz. Uno tenía la sensación de que estaba rodeada de barreras.

Fue casualidad y nada más que casualidad que Emily se sentara en la misma mesa. Y si Emily era la rutilante belleza pública, aquella muchacha era su antítesis. Poco a poco parecieron hacerse amigas y empezamos a advertir una peculiar intensidad en sus conversaciones: cuchicheos, cogerse de la mano. Emily era una persona muy distinta cuando estaba con la chica sorda.

10

Una ligera limpieza gracias a la lluvia matutina era algo perfecto para las cubiertas. Entre la salida B y la salida C había un espacio de unos veinte metros sin el obstáculo de las hamacas. Los tres amigos corríamos hacia allí descalzos y nos dejábamos ir, deslizándonos sobre la madera resbaladiza hasta que nos estrellábamos contra la barandilla o contra una puerta que abría de repente un pasajero al salir para informarse del tiempo que hacía. Cassius derribó al anciano profesor Raasagoola Chaudharibhoy durante un deslizamiento que supuso todo un récord. Aún conseguíamos mejores resultados cuando lavaban la cubierta. Una vez que extendían la capa de jabón y antes de que la secaran, lográbamos deslizarnos el doble y derribábamos cubos y chocábamos con marineros. Incluso Ramadhin participaba. Había descubierto que nada le gustaba tanto como sentir el viento del mar en la cara. Se quedaba durante horas en la proa, la mirada perdida en la distancia, hipnotizado por algo allá lejos o detenido en algún pensamiento.

Si alguien quería averiguar los movimientos diarios en nuestro buque, el método más preciso podía ser crear una serie de entrecruzamientos a intervalos fijos, iluminados con distintos colores, para reflejar los desplazamientos diarios. Estaba el camino que tomaba el señor Mazappa después de despertarse al mediodía, y el paseo del médico ayurveda de Moratuwa cuando ya no tenía que atender a Sir Hector. Estaban Hastie e Invernio, las dos personas que paseaban a los perros; los lentos recorridos desde y hasta el salón Delilah de Flavia Prins y de las amigas con las que jugaba al bridge; la australiana que patinaba al amanecer; las actividades públicas y privadas de la compañía Jankla; así como nosotros tres estallando por todas partes como mercurio liberado: nos deteníamos en la piscina, luego en la mesa de ping-pong, presenciábamos una clase de piano del señor Mazappa en el salón de baile, dormíamos una siesta muy breve, conversábamos unos momentos con el ayudante tuerto del sobrecargo —con un cuidadoso examen de su ojo de cristal al mismo tiempo— y visitábamos el camarote del señor Fonseka durante una hora o más. Todas aquellas pautas de movimiento, caprichosas en teoría, llegaron a ser tan previsibles como los pasos de un rigodón.

Pero vivíamos todavía en una época sin el beneficio de la fotografía, de manera que el viaje escapó a toda memoria permanente. Ni siquiera dispongo de una instantánea borrosa de mis semanas en el
Oronsay
que me diga cuál era el verdadero aspecto de Ramadhin durante aquel viaje. Una zambullida borrosa en la piscina, un cadáver envuelto en una sábana cayendo al mar, un muchachito que intenta reconocerse en un espejo, la señorita Lasqueti dormida en una hamaca; todas ellas son, tan sólo, imágenes de la memoria. En la cubierta superior, en la clase «emperador», algunos pasajeros tenían cámaras de cajón, y se les inmortalizó a menudo en su traje de etiqueta con corbata blanca. De cuando en cuando la señorita Lasqueti, en nuestra mesa, hacía esbozos en un cuaderno amarillo. Tal vez nos dibujó a alguno de nosotros, pero nunca tuvimos la curiosidad suficiente como para preguntar, porque un interés artístico no era algo que diéramos por sentado en los restantes comensales. No nos habría causado la menor sorpresa que estuviera tejiendo un retrato de todos nosotros con lanas de distintos colores. Sentimos mucha más curiosidad cuando se presentó con su chaqueta para palomas y nos mostró cómo podía pasearse por cubierta con varias aves en sus bolsillos guateados.

Nada de lo que hacíamos tenía la menor posibilidad de permanencia. Estábamos sencillamente descubriendo cuánto tiempo resistían nuestros pulmones mientras nadábamos de un extremo a otro por el fondo de la piscina. Porque lo que más nos divertía era que un camarero arrojara dentro cien cucharas y que Cassius y yo nos zambulléramos junto con otros competidores para recoger el máximo posible, fiándonos de esos mismos pulmones para mantenernos cada vez más tiempo bajo el agua. Se nos contemplaba y éramos vitoreados y también se reían de nosotros si se nos bajaba el calzón de baño cuando, como peces anfibios, volvíamos a la superficie con cubertería en las manos, apretando las cucharas contra el pecho. «Me gustan todos los hombres que se zambullen», escribió Melville, gran viajero de muchos mares. Y si se me hubiera pedido que eligiera una carrera entonces, o en cualquier momento durante aquellos veintiún días, habría dicho que deseaba ser buceador en alguna competición como aquélla durante el resto de mi vida. Nunca se me ocurrió entonces que no existía tal oficio o profesión. En cualquier caso, nuestros cuerpos esbeltos, casi parte del líquido elemento, procedían a depositar el tesoro recogido sobre el borde de la piscina, para lanzarnos de nuevo al agua en pos de otra ración, en busca de las últimas cucharas. Sólo Ramadhin, para proteger su corazón vacilante, no podía participar. Pero nos vitoreaba, un tanto aburrido.

Robos

Cierta mañana, un individuo al que nosotros llamábamos el barón C. me persuadió para que lo ayudara con un proyecto. Necesitaba un muchacho pequeño y atlético y me había visto zambullirme en la piscina en busca de cucharas.

Como primera medida me invitó a tomar un helado en el salón de primera clase. Luego, una vez en su camarote, para que le hiciera una demostración de mi habilidad, me pidió que me quitara las sandalias, que me subiera a uno de los muebles y que recorriese lo más deprisa que pudiera todo el aposento sin tocar nunca el suelo. Aquello me pareció peculiar, pero salté del sillón al escritorio, luego a la cama y me balanceé colgándome de la puerta que daba al baño. Comparado con el mío, se trataba de un camarote muy grande, y al cabo de unos minutos me detuve sobre la gruesa alfombra, tan jadeante como un perro. Momento en que el barón C. sacó una tetera.

—Es té de Colombo, no té del buque —dijo, añadiendo leche condensada a la taza. Era una persona que reconocía un buen té. Lo que nos servían en el
Oronsay
sabía a agua de fregar, y yo había dejado de beberlo. De hecho, no volví a beber té durante años. Pero el barón me hizo la última taza de buen té. Las que utilizamos aquel día eran muy pequeñas, de manera que tomé varias.

El barón me aseguró que era un muchacho
atlético
. Me condujo hasta la puerta de su camarote y me señaló la ventana rectangular que había encima, con un pequeño pestillo que permitía mantenerla cerrada. En aquel momento el cristal estaba en posición horizontal, plano como una bandeja, y permitía que entrara y saliera el aire.

—¿Crees que podrías pasar por ahí?

Sin esperar una respuesta, unió las manos y me hizo trepar hasta ellas para luego subirme encima de sus hombros. Me encontré casi a dos metros por encima del suelo. Empecé a arrastrarme hacia la abertura, muy poco seguro sobre el cristal y su marco de madera, con el temor de romperlo con mi peso y caer. Como protección de aquel espacio abierto había además dos barras horizontales. Me pidió que tratase de pasar entre ellas, pero no lo conseguí.

—No se puede. Baja.

Puse de nuevo las rodillas en sus hombros, me agarré a su pelo alisado con brillantina y volví a bajar, con la sensación de que le había traicionado de algún modo, sobre todo después del helado y del excelente té.

—Tendré que intentarlo con otro —murmuró para sus adentros, como si yo no estuviera ya en su presencia. Y luego, dándose cuenta de mi desilusión, añadió—: Lo siento.

Al día siguiente vi al barón en la piscina hablando con otro chico que, poco después, lo acompañó a la cubierta superior. Era más pequeño que yo, aunque quizá no tan
atlético
, porque regresó al cabo de una hora y sólo habló del té y de las pastas que había tomado. Luego, quizás un día después, el barón me invitó a volver a su camarote y a tratar de deslizarme de nuevo por aquella ventana. Se le había ocurrido, dijo, otra idea. Al pasar ante el camarero que guardaba la entrada a primera clase, el barón dijo:

—Mi sobrino: viene a tomar el té conmigo.

De manera que crucé con toda legalidad el salón bien alfombrado, con los ojos muy abiertos en busca de Flavia Prins, porque aquél era también su territorio.

El barón me había pedido que me pusiera el traje de baño y, una vez que me quité el resto de la ropa, sacó un cuenco con el aceite que había conseguido en la sala de máquinas e hizo que me extendiera el denso líquido oscuro por todo el cuerpo, desde el cuello hasta los pies. A continuación me izó una vez más hasta la ventana abierta, protegida por las dos barras horizontales. Y esta vez, untado de aceite, me deslicé como una anguila y caí sobre el suelo del corredor al otro lado de la puerta. Llamé y el barón me dejó entrar. Estaba sonriendo.

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