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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

El viaje de Mina (7 page)

BOOK: El viaje de Mina
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Narayan y Gunepala fueron mis guías esenciales y afectuosos durante aquel periodo de mi vida todavía amorfo y, en cierta manera, lograron que me hiciera preguntas sobre el mundo al que teóricamente pertenecía. Me abrieron puertas a otro universo distinto. Cuando me marché de Ceilán a los once años, lo que más sentí fue perderlos. Mil años después cayeron en mis manos, en una librería de Londres, las novelas del escritor indio R. K. Narayan. Las compré todas e imaginé que las había escrito Narayan, mi nunca olvidado amigo. Veía su rostro detrás de las frases, me imaginaba su cuerpo —era un hombre alto— sentado detrás de una humilde mesa junto a la ventanita de su dormitorio, terminando un capítulo sobre Malgudi antes de que mi tía lo llamara para hacer una cosa u otra. «Aún sería de noche cuando me pusiera en camino hacia el río para mis abluciones, y en las calles no habría otra luz que la de los faroles municipales que titilarían (si no se les había acabado el aceite) aquí y allá… A lo largo de todo el camino se repetían los mismos encuentros. El lechero, que comenzaba su reparto, y llevaba por delante una vaquita blanca, procedía a saludarme respetuosamente y me hacía la pregunta “¿Qué hora es, señor?”, pregunta que yo dejaba sin respuesta, dado que no llevaba reloj… El vigilante en el despacho de Taluk me llamaba desde debajo de su manta, “¿Es usted?”, la única pregunta que merecía una respuesta. “Sí, soy yo”, le decía siempre antes de seguir adelante».

Sabía que mi amigo se habría fijado en detalles como aquéllos durante nuestros paseos matutinos por la High Level Road. Y me acordaba del aldeano que llevaba el carro de bueyes, y del asmático que regentaba el puesto de cigarrillos.

Y luego, un día, desde algún lugar del barco, me llegó el olor a cáñamo quemándose. Por un momento me quedé quieto y a continuación me dirigí hacia una escalera donde el olor era más fuerte; una vez allí dudé entre subir o bajar, y me decidí por lo segundo. El olor venía de un corredor en el nivel D. Me detuve donde parecía más intenso, me arrodillé y olí a la altura de la rendija de dos centímetros por debajo de la puerta. Luego llamé discretamente.

—¿Sí?

Entré.

Sentado ante un escritorio había un hombre de aspecto amable. El camarote tenía un ojo de buey. Estaba abierto y el humo de una cuerda cuyo extremo ardía parecía seguir un camino predeterminado por encima del hombro de aquel pasajero hasta salir por el ojo de buey.

—¿Sí? —preguntó de nuevo.

—Me gusta el olor. Lo echo de menos.

Me sonrió y, con un gesto, me señaló un sitio en la cama donde podía acomodarme. Abrió un cajón y extrajo un rollo de cuerda de más o menos un metro. Era el mismo tipo de cuerda de cáñamo que se cuelga, para que arda despacio, en el exterior de los puestos de cigarrillos en Bambalapitiya, o en el mercado de Pettah, en cualquier sitio de la ciudad, realmente, y donde se enciende el pitillo solitario que se acaba de comprar allí mismo; o, si ibas corriendo y querías causar un alboroto, utilizabas la cuerda de cáñamo que se quemaba para encender la mecha de un petardo.

—Sé que también yo lo echaré de menos —dijo él—. Y otras cosas.
Kothamalli
. Balsam. Llevo cosas así en la maleta. Porque me marcho para siempre —miró muy lejos durante un momento. Era como si aquello se lo hubiera dicho en voz alta a sí mismo por primera vez—. ¿Cómo te llamas?

—Michael —dije.

—Si te sientes solo, Michael, siempre puedes venir a verme.

Asentí con la cabeza; luego salí del camarote y cerré la puerta.

Se apellidaba Fonseka y emigraba a Inglaterra para ser profesor. Iba a verlo cada pocos días. Sabía fragmentos de libros de todas clases que era capaz de recitar de memoria, y se pasaba el día sentado en su escritorio interrogándose sobre ellos, pensando en qué era lo que podía decir para darlos a conocer. Yo no sabía prácticamente nada sobre el mundo de la literatura, pero el señor Fonseka me acogía con relatos inusuales e interesantes, para luego detenerse de pronto a mitad de la narración y decirme que algún día llegaría a descubrir lo que faltaba para concluir aquella historia.

—Te gustará, creo. Quizás el protagonista encontrará el águila.

O:

—Escaparán del laberinto con la ayuda de alguien que están a punto de conocer…

Con frecuencia, durante la noche, mientras vigilaba el mundo de los adultos en compañía de Ramadhin y de Cassius, trataba de recubrir el esqueleto de alguna de las aventuras que el señor Fonseka había dejado inacabadas.

Era un hombre cortés y sosegado. Cuando hablaba, lo hacía de manera lánguida y con vacilaciones. Ya entonces entendí su singularidad por el ritmo de sus gestos. Sólo se ponía en pie cuando era esencial, como si fuera un gato enfermo. No tenía costumbre de hacer esfuerzos en público, pese a que en adelante iba a estar muy expuesto a las miradas de otros como profesor de literatura e historia en Inglaterra.

Traté de convencerlo para que subiera a cubierta algunas veces, pero su ojo de buey y lo que se podía ver a través de él parecían ser suficiente naturaleza para el señor Fonseka. Con sus libros, la cuerda que se quemaba, algo de agua del río Kelani embotellada, así como unas cuantas fotografías familiares, no necesitaba salir de su cápsula del tiempo. Yo visitaba aquel camarote lleno de humo si el día presentaba pocos alicientes, y en algún momento el señor Fonseka empezaba a leerme algo. Era el anonimato de las historias y de los poemas lo que me causaba una impresión más profunda. Y la ondulación de una rima me resultaba una novedad. No se me ocurría creer que estuviera en realidad citando algo escrito con mucho cuidado, en algún país lejano, siglos antes. Había vivido en Colombo toda su vida, y sus modales y su acento eran un producto de la isla, pero, al mismo tiempo, tenía unos conocimientos amplísimos en materia de libros. Podía cantar una canción de las Azores o recitar versos de una obra de teatro irlandesa.

Llevé a Cassius y a Ramadhin a que lo conocieran. Al señor Fonseka le inspiraban curiosidad y me hizo hablarle de nuestras aventuras en el buque. Él, a su vez, sedujo a mis amigos, en especial a Ramadhin. Era una persona que parecía extraer seguridad y capacidad de calma de los libros que leía. Su vista alcanzaba distancias inimaginables (casi se podía sentir cómo las fechas salían volando del calendario) y le permitía citar frases escritas en piedra o sobre un papiro. Imagino que recordaba aquellas cosas para aclarar su propia opinión, como una persona que se abotona el chaleco sólo para calentarse él mismo. El señor Fonseka nunca se haría rico. Y sin duda iba a ser una vida austera la que llevara como maestro en alguna población. Pero poseía una serenidad que procedía de haber elegido la clase de vida que quería vivir. Y esa serenidad y certeza la he encontrado sólo entre quienes tienen muy cerca la coraza de los libros.

No se me escapa el patetismo y la ironía que acompañan a semejante retrato. Todos aquellos ejemplares muy usados de obras de Orwell y Gissing editados por Penguin, así como las traducciones de Lucrecio, con sus lomos morados, que también viajaban con él. Sin duda estaba convencido de que representaban una vida humilde pero digna de ser vivida para un asiático que habitara en Inglaterra, donde algo como su gramática latina habría de ser una noble espada.

Me pregunto qué fue de él. Cada cierto tiempo, siempre que me acuerdo, busco alguna referencia a Fonseka en una biblioteca. Sé que Ramadhin mantuvo el contacto durante sus primeros años en Inglaterra. Yo no lo hice. Aunque me daba cuenta de que personas como el señor Fonseka habían llegado antes que nosotros como inocentes caballeros andantes, en una época más peligrosa, para avanzar por la misma senda que nosotros nos disponíamos a seguir, y que a cada paso sin duda había que aprender brutalmente de memoria las mismas lecciones, no poemas, al igual que había que hacer el descubrimiento del restaurante indio bueno y barato en Lewisham, y la apertura similar y el posterior envío de aerogramas azules a Ceilán y más tarde a Sri Lanka, y los mismos desprecios e insultos y vergüenzas por la pronunciación de la uve o por nuestra manera precipitada de hablar y más que nada la dificultad de
acceso
, y luego quizás una modesta aceptación y comodidad en algún apartamento similar con aspecto de camarote.

Pienso en el señor Fonseka en algún instituto de enseñanza media, con su chaqueta de punto bien abotonada para protegerse del clima inglés, y me pregunto cuánto tiempo duró, si de verdad se quedó en la metrópoli «para siempre». O si a la larga no pudo soportarlo más, incluso aunque para él Inglaterra fuese «el centro de la cultura», y regresó a casa en un vuelo de Air Lanka que sólo le llevó las dos terceras partes de un día, para empezar de nuevo y dar clases en un sitio como Nugegoda. «De regreso de Londres.» ¿Serían todos aquellos párrafos y estrofas del canon europeo que se sabía de memoria y con los que regresaría a su país el equivalente de un rollo de cuerda de cáñamo o de una botella de agua recogida en un río ceilandés? ¿Los adaptó o los tradujo, insistió en enseñarlos en una escuela de pueblo, sobre una pizarra al sol, los gritos ásperos de las aves del bosque resonando cerca? ¿Se habría esforzado por introducir alguna idea de orden en Nugegoda?

9

Habíamos llegado ya a tener un conocimiento pleno de dónde estaban la mayoría de las cosas en el buque, desde el camino que seguían los conductos del aire al alejarse de las hélices de la turbina, hasta cómo me podía introducir en la sala donde se preparaba el pescado (a gatas, a través de la salida de la vagoneta) porque me gustaba ver trabajar a los encargados de su limpieza y despiece. En una ocasión me mantuve en equilibrio junto con Cassius en las estrechas vigas por encima del falso techo del salón de baile con el fin de mirar desde lo alto a los que danzaban. Era medianoche. Al cabo de seis horas, de acuerdo con nuestros cálculos, llevarían a las cocinas los pollos que se mantenían fríos en la «cámara».

Habíamos descubierto que la puerta del arsenal del barco tenía un pestillo que estaba estropeado y, cuando no había nadie dentro, lo recorríamos examinando los revólveres y las esposas. Y sabíamos que en todos los botes salvavidas había una brújula, una vela y una balsa de goma, además de las tabletas de chocolate que ya nos habíamos comido. El señor Daniels había terminado por decirnos dónde estaban las plantas venenosas en la sección vallada de su jardín. Y nos señaló la
Piper methysticum
que «aguzaba el entendimiento». Dijo que los ancianos de las islas del Pacífico siempre la tomaban antes de debatir un importante tratado de paz. Y estaba el curare, que crecía casi en secreto bajo una intensa luz amarilla y que, al incorporarse al torrente circulatorio, nos dijo, podía sumir al receptor en un largo trance vacío de recuerdos.

También estábamos al tanto de horarios menos oficiales, que iban desde cuándo la australiana empezaba a patinar antes del alba, hasta la avanzada hora de la noche en la que esperábamos en el bote salvavidas la aparición del preso. Lo estudiábamos cuidadosamente. Veíamos que llevaba en las muñecas sendos aros de metal, unidos por una cadena como de medio metro, de manera que podía mover las manos hasta cierto punto, y también que existía un candado.

Lo vigilábamos en silencio. No había comunicación entre él y nosotros tres. Excepto una noche, cuando de repente se detuvo y miró, iracundo, a la oscuridad en nuestra dirección. No podía vernos. Pero fue como si advirtiera nuestra presencia, como si le hubiera llegado nuestro olor. Los carceleros no se dieron cuenta, sólo él, que dejó escapar un gruñido sordo y se dio la vuelta. Debíamos de estar por lo menos a quince metros de distancia e iba esposado, y aun así nos aterró.

El maleficio

Si nuestro viaje a Inglaterra quedó registrado en los periódicos de la época sólo se debió a la presencia en el
Oronsay
de Sir Hector de Silva, el filántropo. Viajaba con un séquito que incluía dos doctores, un médico ayurveda y un abogado, además de su mujer y su hija. Aquellas personas casi nunca abandonaban las zonas del transatlántico reservadas a los pasajeros de primera clase y raras veces los veíamos. Nadie de su grupo aceptó la invitación a comer en la mesa del capitán. Se suponía que estaban por encima de todo aquello. Aunque la razón era que Sir Hector, un empresario de Moratuwa, que había amasado su fortuna con las joyas, el caucho y el negocio inmobiliario, padecía una enfermedad posiblemente mortal y se había embarcado camino de Europa en busca de un médico que pudiera salvarlo.

Ningún especialista inglés había aceptado trasladarse a Colombo para tratar el problema médico de Sir Hector, pese a la considerable remuneración ofrecida. Harley Street no se movería de Harley Street pese a la recomendación del gobernador británico, que había cenado con Sir Hector en su mansión de Colombo, y pese al hecho de que el gobierno inglés le había concedido el título de Sir por su contribución a distintas obras de beneficencia. De forma que ahora viajaba en una gran suite doble del
Oronsay
, enfermo de rabia. En un primer momento no nos interesamos por su dolencia. Los ocupantes de nuestra mesa no solíamos mencionar su presencia a bordo. Era famoso debido a su enorme fortuna, algo que no nos interesaba de manera especial. Pero lo que despertó nuestra curiosidad fue descubrir los antecedentes de su aciago viaje.

Sucedió del siguiente modo. Una mañana, Hector de Silva había estado desayunando en su terraza con unos amigos. Bromeaban de esa manera en que las personas cuya existencia es segura y cómoda tienen por costumbre hacerlo. Precisamente entonces pasó por delante de la casa un venerable
battaramulle,
o sacerdote santo. Al verlo, Sir Hector hizo un chiste con el tratamiento que se daba al personaje y dijo: «Ah, ahí va un
muttaraballa
».
Muttara
significa «que orina» y
balla
significa «perro». En consecuencia: «Ahí va un perro que orina».

Era una observación ingeniosa pero inapropiada. El monje, que había oído el insulto, se detuvo, señaló con el dedo a Sir Hector y dijo: «Te voy a enviar un
muttaraballa…
». Después de lo cual aquel hombre santo, que tenía prestigio como entendido en brujería, fue directamente al templo, donde salmodió varios mantras, sellando de aquel modo el destino de Sir Hector de Silva y poniendo fin a su vida de hombre rico.

No consigo recordar quién nos contó la primera parte de la historia, pero la curiosidad hizo que de inmediato la presencia del millonario en la clase «emperador» ocupara el primer plano de nuestros pensamientos: los de Cassius, los de Ramadhin y los míos. Los tres tratamos de averiguar todo lo que nos fuera posible sobre Sir Hector. Incluso envié una nota a Flavia Prins, mi supuesta tutora, que se reunió brevemente conmigo en la entrada de primera clase y dijo que no sabía nada. Estaba molesta porque mi nota había insinuado que se trataba de una emergencia, lo que la obligó a interrumpir una de sus importantes partidas de bridge. El problema era que en nuestra mesa los demás no hablaban mucho de Sir Hector. Al menos, no lo suficiente para satisfacer nuestra curiosidad. A la larga abordamos al ayudante del sobrecargo (quien, señaló Ramadhin, tenía un ojo de cristal) y él nos reveló más cosas.

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