El viajero (116 page)

Read El viajero Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
10.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—En los viejos tiempos —dijo —un rey le hubiera enviado dulces envenenados para que el destinatario muriera al probarlos, o una bella esclava con sus partes rosadas envenenadas para que el noble muriera después de acostarse con ella. Pero actualmente estos trucos están demasiado vistos. Hoy en día al rey le basta con enviar al noble un elefante blanco. Un regalo sagrado no puede rechazarse. Tampoco puede sacársele provecho. Pero debe correr con los ruinosos gastos de mantenerlo con el tren de vida adecuado, así que pronto cae en la bancarrota y se arruina, suponiendo que espere tanto. La mayoría se suicidan nada más recibir al elefante blanco. Yo me negué a creerme tal historia y acusé al mahawat de haberla inventado. Pero luego me dijo otra cosa increíble: que él podía calcular la altura de un elefante sin siquiera verlo, y cuando al final de aquella jornada descabalgamos de nuestros elefantes, me demostró esa habilidad y hasta yo pude hacerlo. Me vi, pues, obligado a creerme esto y dejé de burlarme de su historia sobre el elefante blanco. En todo caso, la medición se lleva a cabo así: uno encuentra el rastro de un elefante, escoge la huella de una de sus pezuñas delanteras y mide su circunferencia. Todo el mundo sabe que una mujer bien proporcionada tiene una cintura que mide exactamente dos veces la circunferencia de su cuello, y éste dos veces la circunferencia de su muñeca. Asimismo, la altura del elefante hasta su cruz es exactamente el doble de su pezuña delantera. Cuando oímos los gritos y golpes de los ojeadores delante nuestro, extraje una flecha y tensé mi arco. Y cuando una forma negra y erizada se abrió paso entre la espesura con un ronquido y entrechocó sus colmillos amarillos como si quisiera desafiar los de mi elefanta, solté la flecha. Dio de pleno en el jabalí; pude oír el tuoc del golpe y ver la nubecilla de polvo que se levantó de su pelambrera. Creo que habría caído al suelo inmediatamente si hubiese escogido una de las flechas pesadas, de cabeza ancha. Pero yo quería de entrada disparar desde lejos y por ello había utilizado una flecha de cabeza estrecha y de largo alcance. Se clavó profundamente en el cuerpo del jabalí, pero sólo conseguí que el animal diera la vuelta y huyera.

Mi elefanta, sin esperar órdenes, salió corriendo en su persecución y siguió tan de cerca sus piruetas y quiebros como si fuera un podenco entrenado en la caza del jabalí,

mientras el mahawat y yo saltábamos de un lado a otro dentro de la hauda. Era imposible preparar otra flecha y mucho menos dispararla confiando en dar en el blanco. Pero el jabalí herido pronto comprendió que estaba huyendo hacia la línea de ojeadores. Frenó resbalando desmañadamente en el lecho seco de un torrente, dio la vuelta al verse acorralado, bajó su larga cabeza y nos miró con sus rojos ojos parpadeando furiosamente detrás de cuatro colmillos que se curvaban hacia arriba. Mi elefanta frenó, resbalando también en el fango, espectáculo sin duda divertido si hubiese podido contemplarlo desde otro lugar. Pero el mahawat y yo nos precipitamos por la parte delantera y abierta de la hauda y caímos sobre la gran cabezota de la elefanta, y hubiésemos continuado en nuestra caída de no habernos agarrado el uno al otro y a las grandes orejas del animal y a las correas que sujetaban la hauda y a cualquier otra cosa que encontramos.

Cuando la elefanta levantó de nuevo su trompa por encima de su cabeza deseé

confusamente que hubiese pensado hacer algo mejor que estornudar, y resultó que sí lo había pensado. Dobló la trompa alrededor de mi cintura, me levantó por encima de su cabeza como si mi peso no fuera superior al de una hoja seca, me volteó en el aire y me depositó de pie… entre ella y el jabalí que roncaba furiosamente hundiendo las pezuñas en el suelo. Ignoro si la maliciosa intención de la elefanta era que yo, el forastero de nuevo olor, detuviera personalmente la carga del jabalí, o si la habían entrenado así para que el cazador pudiera disparar por segunda vez a su presa. Pero si pensaba haberme ayudado en algo se equivocaba, porque me había depositado en el suelo sin arco ni flechas, que se habían quedado arriba, en la hauda. Estuve a punto de girarme para ver si los ojitos del animal entre la piel arrugada brillaban de malicia o tenían una solemne expresión de preocupación, pues los ojos de un elefante son tan expresivos como los de una mujer, pero no me atreví a dar la espalda al jabalí herido. Desde donde yo estaba parecía mayor que un cerdo criado en granja y de un salvajismo inexpresivamente mayor. Tenía su negro morro cerca del suelo, tenía encima cuatro malignos colmillos curvándose hacia arriba y hacia fuera, tenía encima de ellos los ojos rojos e inflamados y las orejas peludas estremeciéndose, y detrás de todo estaba el lomo poderoso y negro contrayéndose para dar el salto. Yo agarré mi cuchillo del cinto, lo saqué, lo proyecté hacia adelante y me tiré de cabeza contra el jabalí en el mismo momento en que éste cargaba contra mí. Si hubiese esperado un instante más, habría errado el movimiento. Caí encima del largo morro y de la jibosa espalda del jabalí, pero el animal no pudo levantar sus colmillos y clavarlos en mi ingle porque murió

instantáneamente. Mi cuchillo penetró la piel y se hundió en la carne. Al clavarlo apreté

la empuñadura de modo que las tres hojas se clavaron al mismo tiempo. El salto agónico del jabalí me arrastró un trecho, luego sus natas se doblegaron y los dos caímos al suelo amontonados.

Me puse en pie rápidamente, temiendo que el animal tuviera fuerza para una última convulsión. Cuando vi que permanecía inmóvil sangrando, arranqué mi cuchillo y luego la flecha, y los limpié en las cerdas negras, que parecían púas. Al cerrar mi seguro cuchillo de resorte y envainarlo de nuevo envié mentalmente una nueva acción de gracias a un lugar distante en el espacio y en el tiempo. Luego di la vuelta y dirigí una mirada no tan agradecida a la elefanta y al mahawat. Él estaba sentado en las alturas mirando con temor y quizá con una cierta admiración. Pero la elefanta se limitaba a balancearse suavemente sobre sus patas, mientras su ojo me miraba con una compostura satisfecha y femenina, como diciendo: «Claro. Hiciste lo que yo esperaba», sin duda el mismo breve comentario que la princesa liberada dirigió a San Zorzi cuando éste hubo matado al dragón.

2

Cuando hubimos regresado al palacio de Shangdu, Kubilai se me llevó de paseo por los jardines mientras esperábamos que los cocineros prepararan una cena con los jabalíes: mi trofeo y varios más cazados por otros participantes en la cacería, quienes habían aca-bado con ellos desde distancias más normales y seguras. La tarde se estaba desvaneciendo en el crepúsculo cuando el gran kan y yo nos detuvimos en un puente invertido para contemplar un lago artificial de un cierto tamaño. Una pequeña cascada alimentaba aquel lago y el puente estaba construido enfrente de ella, no pasando por encima sino con la forma de una letra U: las escaleras bajaban de una orilla y subían a la otra, y desde el centro del puente teníamos delante el pie espumante de la pequeña cascada.

Admiré un rato el espectáculo y luego me di la vuelta para contemplar el lago mientras Kubilai leía la carta del orlok Bayan que yo le había entregado para que la leyera con la última luz del crepúsculo. Era una tarde de otoño, hermosa y tranquila. Había nubes rojas en lo alto del cielo, encima del lago, y a continuación quedaba un trozo de cielo despejado y azul como el hielo, entre las nubes y los negros perfiles de las copas de los árboles de la orilla lejana del lago, tan planos que parecían recortados en papel negro y pegados allí. El lago, liso como un espejo, reflejaba únicamente los negros árboles y el azul claro del cielo bajo, y sólo lo rompió el paso de unos cuantos patos de adorno chapoteando por el centro. El surco que dejaron en el agua reflejó las nubes más altas de la puesta, y a cada pato seguía una estela larga y llameante que cortaba la superficie gélida y azul.

—O sea que Ukuruji ha muerto —dijo Kubilai suspirando y doblando el papel —. Pero hemos logrado una gran victoria y todo Yunnan capitulará pronto. —Ni el kan ni yo podíamos saberlo, pero en aquel momento los yi habían depuesto ya sus armas y otro mensajero cabalgaba al galope desde Yunnan Fu para traernos la noticia —. Bayan dice que tú, Marco, puedes darme más detalles. ¿Murió bien mi hijo?

Le conté el como, el dónde y el cuándo de todo: la utilización de los bho como un ejército sacrificable de pacotilla, la loable eficacia de las bolas de latón, la disminución de la batalla y su transformación en dos escaramuzas finales, de hombre contra hombre, en una de las cuales yo había sobrevivido, mientras en la otra Ukuruji sucumbió, y concluí explicando la captura y ejecución del traidor Bao Neihe. Hubiese querido enseñarle el sello yin del ministro Bao, pero mientras hablaba me di cuenta de que lo había dejado en mis alforjas, que estaban en aquel momento en mi habitación de palacio, o sea que no lo mencioné y como es lógico el gran kan no me pidió pruebas. Luego dije, quizá algo tristemente:

—Debo pedir disculpas, excelencia, por no haber seguido los nobles preceptos de vuestro abuelo Chinghiz.

—Uu?

—Me marché inmediatamente de Yunnan, excelencia, para traeros las noticias. Es decir, que no tuve oportunidad de violar a ninguna casta esposa o hija de yi. Él sonrió y dijo:

—Ah, bueno. Siento que tuvieras que renunciar a las bellas mujeres yi. Pero cuando hayamos conquistado el imperio Song, quizá tengas ocasión de viajar a la provincia de Fujian. Según se dice las hembras del pueblo min de Fujian son tan extraordinariamente bellas que los padres no envían a sus hijas fuera de casa ni para buscar agua o cortar leña, por miedo de que las secuestren los cazadores de esclavos o los buscadores de concubinas imperiales.

—En este caso, esperaré conocer a una chica min.

—Mientras tanto parece que tus proezas en otros aspectos de la guerra habrían llenado de satisfacción al kan guerrero Chinghiz. —Señaló con un gesto la carta —. Bayan te atribuye gran parte de la victoria de Yunnan. Está claro que le impresionaste. Incluso me propone descaradamente consolarme de la pérdida de Ukuruji nombrándote hijo honorario mío.

—Esto me halaga. Pero por favor, pensad que el orlok escribió esto entusiasmado por la victoria. Estoy seguro de que no quiso faltar al respeto que os debe.

—Y tengo todavía abundancia de hijos —dijo el kan, como recordándoselo a sí mismo, no a mí —. Sobre mi hijo Chingkim puse hace tiempo el manto de príncipe heredero. Además, y tú, Marco, todavía no lo sabes, la joven esposa de Chingkim, Kukachin, ha dado a luz recientemente a un hijo, mi primer nieto, es decir, que queda asegurada la sucesión continua de nuestro linaje. Le han dado el nombre de Temur. —Continuó

hablando como si se hubiese olvidado de mi presencia —. Ukuriji deseaba mucho convertirse en wang de Yunnan. Lástima que haya muerto. Habría sido un buen virrey de una provincia recién conquistada. Ahora pienso que… concederé este título de wang a su hermanastro Hukoji… —Luego se dirigió repentinamente a mí —. La propuesta de Bayan de que introduzca a un ferenghi en la dinastía real mongol es impensable. Sin embargo, estoy de acuerdo con él en que no debería ignorarse una sangre tan buena como la tuya. Podría infundirse provechosamente en la nobleza mongol inferior. Al fin y al cabo hay un precedente. Mi difunto hermano, el ilkan Hulagu de Persia, al conquistar aquel imperio quedó tan impresionado por el valor de los adversarios de jíormuz que los utilizó como sementales de todas las hembras que seguían su campamento, y creo que el resultado valió la pena.

—Sí, excelencia, me enteré de esto durante mi estancia en Persia.

—Bien. Tú no tienes esposa, ya estoy enterado. ¿Actualmente estás ligado o comprometido con otra mujer o con otras mujeres?

—Bueno… yo no, excelencia —contesté, temiendo repentinamente que pensara casarme con alguna dama soltera mongol o con una princesa menor elegida por él. Yo no tenía ningunas ganas de casarme y desde luego menos con una gata nel saco.

—Y si dejaste de aprovecharte de las mujeres vi, estarás ahora ansiase por dar salida a tus ardores.

—Bueno… sí, excelencia. Pero yo mismo puedo buscarme…

Me hizo callar con un gesto y movió la cabeza con aire decidido.

—Muy bien. Poco antes de que trasladara la corte desde Kanbalik, llegó el cargamento anual de doncellas de regalo. Me traje a Shangdu unas cuarenta a las que todavía no he montado. Entre ellas hay una docena de finas chicas mongoles. Quizá no lleguen al nivel min de belleza, pero todas son de veinticuatro quilates, como podrás ver. Te las enviaré a tus habitaciones, una cada noche, con órdenes de que no utilicen semillas de helechos para que queden fácilmente preñadas. Haznos el favor, a mí y al kanato mongol, de servirte de ellas.

—¿Una docena, excelencia? —pregunté con cierta incredulidad.

—No me vengas ahora con pegas. La última orden que te di fue que partieras para la guerra. La orden de ir a la cama, y con una serie de vírgenes mongoles de primera calidad, se ha de obedecer con más prontitud, ¿no es cierto?

—Desde luego, excelencia.

—Que así sea, pues. Y espero obtener una buena cosecha de sanos híbridos mongol-ferenghi. Ahora, Marco, volvamos al palacio. Hay que informar a Chingkim de la muerte de su hermanastro, para que en su calidad de wang de Kanbalik pueda ordenar que la ciudad se adorne con colgaduras púrpuras de duelo. Mientras tanto el artificiero y el orfebre están muy impacientes por saber exactamente cómo utilizaste su invento de

bolas de latón. Vamos.

El comedor de palacio de Shangdu era una sala imponente con rollos de pintura y trofeos de caza disecados colgando de las paredes, pero lo dominaba todo una escultura de fino jade verde. Era una pieza única y maciza de jade que debía de pesar cinco toneladas, y Dios sabe cuál era su valor en oro o en moneda volante. Estaba esculpida a semejanza de una montaña, muy parecida a una de las montañas que yo había ayudado a destruir en Yunnan, completa con precipicios, hendeduras, bosques de árboles y caminos abruptos y retorcidos como la Ruta de los Pilares, por los cuales subían cansinamente pequeñas esculturas de campesinos, porteadores y carros de caballos. La carne de jabalí era muy gustosa, y la comí sentado a la mesa alta con el kan, el príncipe Chingkim, el orfebre Boucher y el artificiero Shi. Expresé a Chingkim mi pésame por el fallecimiento de su hermano y mi felicitación por el nacimiento de su hijo. Los otros dos cortesanos se dedicaron altivamente a interrogarme a fondo sobre el buen funcionamiento de las bolas de huoyao, a alabarme profusamente y a alabarse ellos mismos por haber inventado algo tan importante, un invento que todo el mundo imitaría y que persistiría a lo largo de las edades, cambiando el rostro de la guerra y haciendo famosos para siempre los nombres de Shi, de Polo y de Boucher.

Other books

Lorraine Heath by Texas Destiny
The Little Old Lady Who Struck Lucky Again! by Ingelman-Sundberg, Catharina
Helen Keller in Love by Kristin Cashore
Bessie by Jackie Ivie
Duel with the Devil by Paul Collins
Spell For Sophia by Ariella Moon
Lettuces and Cream by John Evans
The Kukulkan Manuscript by James Steimle
Velvet Lightning by Kay Hooper